Con tu dedo

                                                                              Existe en nosotros varias memorias.
                                                           El cuerpo y el espíritu tienen cada uno la suya.
                                                                                                              Honoré de Balzac


          Lo has tocado con tu dedo. No tu dedo carnal. Tu dedo que nadie ve salvo tú que vuelas, sentado en la proa de esa alfombra de Dios donde se embarcaron contigo. Tu dedo que me apunta y me acusa de frívola.
          Lo tocaste. No es mera protuberancia aquello que en mí estaba dispuesto a ser tocado, palpado, acariciado. Es un lugar. Un lugar donde existías mucho antes, antes del amor, antes de la vida carnal, antes de los sellos que viniste a romper con tu navaja alacránica, antes, antes, cuando en la semilla de un gesto de moribundo que acaricia a su amada en la coronilla, estabas tú contenido.

Françoise Roy


Eternidad III

          Yo, expectativa de trazo, animal invisible aullando sigiloso en la paciente mirada de la eternidad, inclino la tiara hasta comer y borrar su luz.
          Fracturándose su dolor, los muertos caen como esos pájaros del antes. ¿Qué atuendo espera la noche en su sorbo, su fragor, su frente caída en el polvo? ¿Tomarán el pasado en sus manos equivocadas? ¿Qué viento, qué piedra tragarán? ¿Cómo reducirán ellos el trazo sobre el lienzo, con el viento de aquí, del hoyo, equivocando el solemne ahora?
          Llénenme, que muertos, de paisajes de ahora.
          ¡Qué extraviados! ¡Qué detenidos! ¡Qué esmeril les desvanece el paciente rostro con su atuendo de pañoleta?
          Habrá cómo: lo que pase recorrerá su boca, detenido.

Françoise Roy


Luna en Capricornio en la casa ocho 

La octava habitación de la eclíptica esconde a veces un tesoro palpitante. Blindado, centriabierto en el mantel amatorio del tálamo, se torna el hueso mismo de la alcoba. Brilla en medio del cuarto, que de iluminación recibe apenas, por la ventana, la luz frutal de las estrellas, un resplandor que chupa el vidrio como hálito invertido.

Qué caricia ha de traspasar la translúcida piel del metal para llegar a su laberinto escarlata, qué tacto sobrenatural amaina al roce su arritmia, qué mano en cuya palma brotarían orquídeas, instrumento de fragua instantánea que funde el hierro de la cáscara.

La mansión calcárea del caracol, la espiral pétrea del cangrejo ermitaño, y la doble valva del molusco resguardan en su dura cuenca la ternura de la carne; hela aquí envuelta en su armadura, desgajada, piedra trémula en un triple fondo.

Las pisadas se internan en el espejo.  

            El solfeo de las voces se filtra desde los pasillos.

            La casa entera cabe en la alcoba.

Françoise Roy




Opus mexicanum

Apátrida, más blanca fui que un muerto. (Pienso en la mitad nieve del ángel custodio que resguarda el sexto paraíso del Corán; pero su mitad fuego es la que gobierna aquí). Latitud otrora pisada: orla de mi infancia los bosques zurdos del Norte con su revestimiento de sal, de liquen y helechos.

Pero la proa de los días cambió la rosa de los vientos. (¿Quién tomó la medida exacta de la cruz temblorosa que forman mis brazos abiertos? Los cuatros puntos cardinales comienzan en la yema de mis dedos, con que dé vueltas sobre mí misma cuatro veces); yo soy yo, no aquella poeta, y di vueltas más de cuatro veces: la blanca carabela giró, eslora guiada por la luz. Una noche (digo noche, pero ¿será cuando la luna ―una lechuza― o será de día ―un girasol―?) no se escucharon más los pasos del destino: como piedra que

Dios hubiese dejado caer ―yunque sajando el aire―, me encontré en el Sur. Miré: rematada por el tajo limpio del horizonte brotaba ―pelusa de pedrería vegetal en la corteza terrestre, alfombra mágica— un sembradío ya no de escarcha, sino todo de agave azul.

Ya no respiran lento en el huevo forestal ―cielos en flor, otoño en rama― grandes esqueletos de celulosa; mis pasos no horadan más ―lezna de un huso mágico― la tela viva del silencio nevado. Aquí es la majestad del sol —yema enhiesta, diamante ígneo en altas moradas del añil deslavado en lavanda, corazón estático rodeado de nubes―, el sol que antaño fuera un dios. Y en esa llanura blanca no más donde se detuvo la romería de los astros, ya no terciopelo —naranja de tanto carmín encalado—, lejos de la catedral de madera que inocula las estaciones con el brebaje de robles y lagos y coníferas, se eriza un tapiz de brazos azulencos que maduran lento en su vientre el zumo de otro elixir. (¿Cómo te fueron a bautizar con un simple patronímico?: Tequila). 

Qué Dionisio de bigote, espuelas y sombrero de charro (mandoble con machete : las espadas pasaron de moda) y qué Bacantes de trenzas negras y rebozo en hombro saldrán de la tierra al alba —sigilosas como el ejército invisible que son——, para custodiarte, tú que en latín (lengua de los muertos) te llamas agave weber weber. ¿Quién para hablarte de invierno, de arces milenarios que sangran despiadadas sanguijuelas de metal ―arpones nemerosos― al extraer su miel, como a ti te habrán de cercenar (no lo sabes aún, de pie bajo la luz) esos tentáculos verdiazul? /bien lo dijo un misionero jesuita, aunque lejos de Jalisco : ¡Dios mío, cuántas espinas tiene este país! El alquimista de piel oscura se asoma al caldero: la panacea (fermento del plomo en el intestino de la planta) hierve ahora; sube como un ángel manco en los tubos de destilación. Y mañana, caballitos en mano, la promesa del opus nigrum —transmutada la penca en agua de fuego— se cumplirá otra vez: el ojo en el quicio de la cantina contemplará los hermosos navíos en la dársena, iremos a dormir, criaturas pesadas que somos, acuñadas de festejo y embriaguez, que el alba sorprende erguidas en travesaño del mundo.

Françoise Roy



Paisaje

Paisaje: mariposas que revolotean en un paraje yermo percutido por la luz.

En la recámara, un entramado de fémures y costillas que han resistido la carga del exilio: alambres invisibles cosen todo aquello junto, a la hora amatoria.

***

Resol ciego, agujero donde sopla una brizna de mar (nada se evapore por los surcos de los índices, pulgares y anulares prensados).

***

He aquí la estancia de callar, la vasta estepa de la catadura, el diluvio grumoso cuyos ácidos emblanquecen los carámbanos del invierno. He aquí el verano.

Françoise Roy
De La jaula de las medusas, Instituto Mexiquense de Cultura, 2010



Problemas de deglución

Dórame la píldora otra vez. Tú que sabes de nácar, de ostras que guardan lo que el aire destruiría, tú que sabes de esmaltes, maquillaje, barnices y colorantes, oropel y chapa de metal noble para disfrazar el fiero oxidado.
Dórame la amarga píldora de la verdad con trucos de confitería. Sácale con un popote delgado el ácido, tú que tanto sabes de productos corrosivos.
Mete los dedos detrás de mi campanilla y sácala con cuidado, entre tu índice y tu pulgar de mago. Arrójasela a las hienas.
No estoy enojada. Tengo hipo.

Françoise Roy


Quédate frente al cristal

I

            Quédate frente al cristal del acuario.

            Mira las medusas, su frágil mesoglea.

            Toca el vidrio que las separa de ti: tú también vienes de un acuario, aunque no lo recuerdes. No es un espejo maquiavélico sino pared transparente. Ahí las verás, en la pólvora líquida de la corajina, emplumecerse y convertir su materia de ruiseñor en aves de rapiña bajo el agua.

            No necesitas binoculares: estás a un palmo, con la nariz pegada al cristal, viendo el palomar de pájaros subacuáticos picotear tu corazón.

            Tu corazón pende de un anzuelo atrás de la cristalera.

II

            Cuando era no-tuya aún, en el amnios de tu más profundo cuerpo, rodeada de aguamalas —rhizostoma pulmo como nombre de gala, el pulmo me recuerda cómo inspira el “pulmón en la tarima” del verso de Laura—, tú que no tienes nombre, ¿qué aguas nos separaron como un Mar Rojo hecho a tu medida?

            Me hablaron de fallecimiento sin mencionar ataúdes. Me hablaron de tumbas sin cementerios. Me vertieron pócimas en el conducto auditivo.

            Desde el iridio de tu muerte, ¿a qué piélago sin orla retornaste, las puertas de agua cerradas como surco de velero?


¿Qué universo interior —agua dentro del agua, cardúmenes en la galaxia del coral— cría cúmulos de estrellas diluidas en la sal?



Françoise Roy



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