“Amo a mi patria casi infinitamente, como se podría amar a un hijo imbécil o malvado.”

Ricardo Garibay


"El Jarocho habla con descarado acento yucateco, y es el encargado del Bradley’s, el bar de Rubén, cerca de la mexicanada y con clientela de negros y ancianos alcohólicos sobrevivientes de Corea y Vietnam. Una de las meseras allí es la «señora del Bradley’s», rubita, bilingüe, señalada, de dulces sílabas.
Y en un lugar cualquiera bajo las graderías colocan una mesa, varias sillas y una báscula. Llegan médicos, comisionados, empresarios, managers, entrenadores, apostadores, vagos de banqueta, periodistas, fotógrafos, y arman todos una vocería ensordecedora y nadie comienza nada de nada. Los púgiles son fácilmente discernibles: éste que está acá, ése, aquél que camina enjaulado, aquel otro, como estatua. Se ven sombríos, pálidos, agrios, lacios e impacientísimos, conteniendo con mucha dificultad impulsos evidentes de venganza criminal. Un pequeño ejército de especialistas los ha preparado minuciosamente durante semanas y semanas, y los ha convertido en maquinarias casi perfectas para la violencia y el destrozo: del hígado a las manos, de la frente a los pies cada uno de ellos es un hombre tranquilamente mortífero, matar a un ser natural de su peso les llevaría menos de un minuto: son muy jóvenes y son viejos maestros en humillaciones y pobrezas, son humildes, un poco estrábicos ya, ya un poco entontecidos; los amenaza la ceguera, la idiotez y la mendicidad y poseen todos el campeonato indiscutible de la explotación padecida en la sociedad de consumo. Hoy en la noche ganarán algún dinero del que verán aparecer en su bolsa, si bien les va, la tercera parte. Tienen párpados duros y orejas tapiadas de carne cocodrila. Son reminiscencia aberrante de aquellos Epeo y Euríalo —gloriosos asesinos— a quienes Aquiles interrumpió el combate para que no quedara humillado ninguno de los dos."

Ricardo Garibay
De vida en vida


"Rumbo al río Bravo, en el mar de mezquites enanos, junto al camino angosto que casi nadie transita, se alza una casa de dos pisos de madera, agobiada de portales, corredores, aleros, ventanas y barandales y un mirador de techo de dos aguas tan delgado que tiembla con el viento. Desde lejos sobresale blanca, solitaria, casi aérea contra el horizonte montaraz; de cerca se ve sólida y parda de tiempo y polvo. Después del portal se tiene la sensación de estar entrando quién sabe dónde, en otra casa, lejos de los esbeltos pilares de madera y del sol brillante y altísimo del desierto, que han quedado a la espalda, al alcance de la mano. El espacio se vuelve oscuro, estrecho y bajo, invadido de puertas, ventanucos, pasillos, escaleras que crujen. Los dos pisos de afuera se convierten en cuatro o más aquí adentro, como si hubieran venido improvisando entre pisos para satisfacer urgencias que procrean guaridas y desniveles. Cada puerta da a un cuarto, cada cuarto es enteramente independiente y tiene un nombre pintado en la puerta. Algunos nombres están desleídos, otros parecen recién pintados sobre la madera raspada con lija, o se ven encima de otros todavía legibles. Y pasillos a derecha, a izquierda, cortos y largos, estrechísimos, y escaleras, escaleras de escalones altos, escaleras de escalones pequeños, escaleras razonables y escaleras que desembocan en ventanas clausuradas o en puertas que se abren al vacío o en otras escaleras que van a dar a rincones o a muros de madera nueva; y luego, alguna que se antoja interminable, hacia arriba, como pozo que la silenciosa claridad del mirador alumbra apenas. Un olor mojado se apelmaza en los rincones innumerables, un olor rancio y frío, como costra de quejumbres, y un sabor a vómito, a entrañas, dulzón y ácido."

Ricardo Garibay
La casa que arde de noche


"Y lo llenó inmediatamente con sus papeles, sus cajas, sus cartas, sus encajes y esa extraña e inagotable pedacería de todas telas, sin la cual no podría vivir; aquí: la Virgen de Guadalupe, Nuestra Señora del Refugio, una palma de Domingo de Ramos, San Martín de Porres, dos crucifijos grandes y uno pequeño, un rosario, un cirio pascual, dos ceras; aquí: torcida la nariz, achicada la cabeza, rígidas ya las piernas, parte de los brazos y una extensa porción de la columna vertebral, rígido el vientre, abierta, caída y hundida la boca y arrugado el labio inferior, humilde el bigote, encharcada y lagañosa el agua de los ojos, y cansancio inmenso en los ojos: ateridos al fondo de cavernas que invaden las sienes, o sin rumbo a la mitad de los párpados, o abierto, semiabierto uno, que parece que no ve, que no puede ver, que contempla parajes interiores, recuerdos remotísimos, y cerrado el otro, y la respiración a cada hora más afanosa, más ruidosa, más seca, y la camisa limpia que pidió en la mañana y las manos ya ensimismadas, aquí, mi padre, el de aquellos hombros y risa brillante y alta, el hombre de caballos y pueblos cerreros, de madrugadas frías y crepúsculos bebidos a la orilla del mundo, a solas, fuera del tiempo, al paso por las jorobas de las sierras, el hombre del caballo tordillo de mi infancia, de hablar de aldeas y fumadas tan largas, tan deleitosas, que viéndolas los demás se ponían a fumar, de dedos como cordones de hilos de acero, de tan escasa esperanza en la vida, de tan llano apego a la vida: mi padre, que está aquí muriéndose desde hace cinco meses, agonizando desde hace diez y ocho días, diez y ocho noches. La pieza huele a carne y vísceras que se corrompen, a la dulzura picosa que anuncia a la lentitud de la muerte.
Así está mi padre. Así estamos. No trabajamos, no vamos y venimos, no vemos gentes, nuestros negocios están suspendidos. Pasamos las horas y las noches disparándonos hacia la pieza porque: «¡Ya, se muere, se muere, ya…!», y regresando a caminar por el resto de la casa, a mirarnos, áridos, sin palabras, a recostarnos, a tomar café, a esperar de nuevo."

Ricardo Garibay
Beber un cáliz