"Celedonio a todos contestaba, pero sin soltar el secreto.
El patrón pagaba tanto por animal, pero al final de la faena le dio un buen premio por no haberle echado a perder ni un solo cuero, y Celedonio volvió a su casa con el tirador repleto. Y doña Sinforosa, que había quedado cuidando la majada, solita, pues todavía no tenían hijos grandes, insistió en hacerle comprender cuán ventajoso sería seguir trabajando así. El invierno se iba acabando; había sido muy frío, y los animales habían sufrido mucho, de modo que en septiembre sobrevino una gran epidemia que dejó por los campos el tendal. Celedonio se puso en campaña y trabajó tan bien en la cuerda que ya casi no sabía qué hacer con la plata cuando llegó la esquila.
Para esquilar también salió doña Sinforosa. Dejaron la majada al cuidado de un pariente y se conchabaron ambos en una estancia grande.
El primer día, con la piedra de afilar, dieron a las tijeras tan lindo filo, que juntaron entre los dos cuatrocientas latas, y esto sin un tajo a las ovejas. El patrón decía que de buenas ganas pagaría mil pesos para que todos sus esquiladores trabajasen así, pues acabaría el trabajo en pocos días, evitándole gastos de mantención, demoras por las lluvias, peligros de temporal, etc. Y doña Sinforosa quiso hacer la prueba.
A uno de los esquiladores que le preguntaba cómo hacían ellos para esquilar tan ligero, le dijo que únicamente por el modo especial que ella tenía de afilar las tijeras, y ofreció afilárselas, con la condición de que le diera cincuenta latas por día.
Aceptó el esquilador; entregó sus tijeras a doña Sinforosa y al día siguiente se las devolvió ella, bien afiladas con la piedrita; y el hombre sacó, descansado, sus doscientas latas. Por supuesto, al día siguiente, todos querían hacer con doña Sinforosa el mismo trato, y ella consintió, pero sólo después de haber conseguido del patrón la promesa formal de los mil pesos de gratificación.
Volaban del tendal las peladas. Era un incesante ir y venir de majadas en los corrales y chiqueradas en los bretes, y en pocos días se acabó la esquila, recibiendo Celedonio y Sinforosa, por su trabajo personal, por las latas que les tuvieron que ceder los esquiladores y la gratificación prometida, un montón de pesos que ya hubo que colocar en el Banco, porque hubiera estorbado en casa, y Celedonio confesó que con una mujer como Sinforosa, no había más que hacer lo que ella mandaba.
En las noches de invierno, ahora trabajaban ambos en fabricar bozales y riendas de complicadas trenzas, no alcanzando, a pesar de su rapidez en concluirlos, a hacer todos los que les hubieran querido comprar las casas de negocio.
Doña Sinforosa insinuó un día a su marido que no hay que desperdiciar, en este mundo, ningún medio de aprovechar, y le dijo que quizás, haciendo apuestas de vez en cuando, también podría ganarse buenos pesos. Siempre se acordaba ella de cómo había podido, con un mal cuchillo, apenas afilado con la piedra aquella, cortar en rebanaditas, con hueso y todo, una pata de carnero. ¡Mire qué lindo sería cortar así un buey entero, y, pensándolo bien, nada sería más fácil!
Así lo pensó Celedonio; e hizo la prueba con un carnero, en su casa, cortándolo, después de carneado, en redondeles, como salame, desde el hocico hasta la punta de la cola.
Lo difícil era encontrar quien sostuviera una parada que valiese la pena.
Cuando empezó de nuevo la faena en el saladero, un día le preguntó uno de los compañeros si sabía charquear tan bien como desollar, y aprovechó Celedonio la ocasión para decirle que se animaría a cortar un buey en redondeles como salame, con cuero, huesos y todo, nada más que con el cuchillo. Se burlaron de él, pero dejó que se burlaran y sostuvo su palabra, tanto que el patrón, habiendo oído contar la cosa, quiso saber hasta dónde podría llegar semejante jactancia, y le ofreció poner a su disposición un novillo para la prueba."

Godofredo Daireaux
Las veladas del tropero


"El pavo real, con la cola desplegada, erguido en un delicioso cuadro de prados verdes, de aguas relucientes y de arbustos, parecía esparcir a su alrededor, bajo los rayos del sol, una lluvia de pedrerías, un rocío de esmeraldas, de zafiros y de oro. Le rodeaba un espeso círculo de admiradores extasiados, y él gozaba de veras. Pero se le ocurrió a uno de los que allí estaba decir en voz alta que también era muy bonito el faisán dorado. Por cierto, no le quitaba al pavo real nada de su mérito y, sin embargo, se quedó este muy triste, casi como si le hubieran llamado feo. Muchos pavos, que no siempre son reales, piensan que el mérito ajeno rebaja el de ellos."

 Godofredo Daireaux
Tomado del libro de Bernardo Stamateas, Emociones Tóxicas, pág. 46



"El burro había nacido bueno, alegre, sumiso, lleno de buena voluntad. Era feo, es cierto, pero se reía de tan buena gana que, a pesar de su voz horrenda, su rebuzno parecía un canto. Se burlaban de él y de su facha: él sacudía las orejas y se reía, bonachón. Pero, porque era bueno, empezaron a abusar de él. Era fuerte, para ser tan pequeño, lo cargaron demasiado; era sobrio, casi no le dieron de comer; era resistente, le hicieron trabajar más de lo que era posible. Y cuando ya no daba más, empezaron a maltratarlo. Se le avinagró el genio; sus orejas no se movían ya risueñas, sino que las echaba hacia atrás, enojado, enseñando los dientes y dando coces. Y el amo, desconfiado, a pesar de tener en la mano el palo amenazador, decía: «¡Qué malo es el burro!»."

Godofredo Daireaux
Tomado del libro de Bernardo Stamateas, Emociones Tóxicas, pág. 63