"Cuando eres consciente de la muerte, acabas asumiendo tu propia soledad."

Rosa Regàs


"Los dos días siguientes los dediqué a las tortugas. Sin contar con las gallinas y las palomas y los corderos de los que se ocupa Mohamed, tenía que dar las pastillas para la artrosis a Lunes, el más grande y el más viejo de los perros, el antibiótico a Sol, el más pequeño, que ha tenido una infección intestinal, las zanahorias a los burros, la comida a los peces y la lata de carne a Lucy, la bella gata siamesa de mi hermano Javier que vive conmigo desde que él murió. Y ahora además tendría que ocuparme de las tortugas, cambiarles el agua y darles de comer. Así que decidí repartir los cargos entre los niños. A David le tocó la comida de Lucy, la gata, una lata todos los días a las ocho de la noche. Él podía elegir cada día a dos de sus ayudantes. Y a Eduard le tocó darle las medicinas a los perros. Los demás se turnarían con las zanahorias y los peces. En cuanto a las tortugas, al cabo de una semana de cuidados intensivos porque ensuciaban el agua en cuanto se la habíamos limpiado y además comían como energúmenos, decidimos echarlas al estanque pasara lo que pasara. Así que rodeada de niños expectantes, le quitamos la corriente al "pastor" y preparamos unas piedras planas como islas en el agua para que las tortugas pudieran tomar el sol o la sombra según les apeteciera bajo los juncos y los helechos. Luego fuimos a buscarlas y con la misma solemnidad que si hubiéramos botado un trasatlántico iniciamos la ceremonia de lanzarlas al agua. Las tortugas se zambulleron en el agua y desaparecieron entre los tiestos sumergidos en ella. Y hasta hoy.
Durante un buen rato estuvimos haciendo conjeturas sobre sus movimientos e intenciones y al final, cansados de que nada ocurriera, nos fuimos. A veces nos poníamos junto al estanque esperando verlas nadar o moverse entre los juncos o tomar el sol sobre las rocas, y mientras tanto nos tomábamos la molestia de pensar qué les habría ocurrido, en dónde estarían, por qué no salían cuando les echábamos comida. Pero nunca más volvimos a verlas, ni a ellas ni a sus cadáveres que, siempre según los expertos, aun con la cáscara, tendrían que haber flotado en el agua."

Rosa Regàs
Diario de una abuela de verano



"No debía saber qué hacer con tantas horas como tenía el día, porque estaba siempre sola, con la única compañía de una de las mujeres de la cocina, Berta, que se había incorporado al servicio de la casa al acabar la guerra y a la que, como si quisiera resistirse a todo lo que le imponían, apenas hablaba. Esté donde esté, decía tía Emilia con orgullo, vuestro abuelo va a pasar la noche con ella, por cumplir con su deber porque es un hombre sacrificado incapaz de eludir las responsabilidades que Dios ha puesto sobre sus espaldas y que esta guerra ha convertido en un fardo casi insoportable que él, sin embargo, lleva con resignación cristiana. Eso nos decía. Algunas veces iba en el viejo Opel de antes de la guerra que había resistido nadie sabe cómo, se vanagloriaba, las incautaciones de los facinerosos, repetía cada vez. Pero la mayoría de los días tomaba el tren de las ocho de la tarde hasta la estación de Montgat y desde allí el tranvía que, tras dos kilómetros de subida, lo dejaba casi en la puerta de la casa, en Tiana. Casi siempre lo acompañaba el padre Mariné. Nadie entendía por qué no lo llevaba el chófer que tenía a su servicio, y Elías, que presumía de saberlo casi todo, decía que en el coche lo verían menos y que en cambio en el tranvía la gente del pueblo se desharía en elogios sobre aquel señor tan bueno que hasta viajaba con un sacerdote y que todos los días iba a visitar a su mujer, enferma de los nervios, pobre señora y pobre señor tan bueno. Al día siguiente tras ducharse con agua fría, lo que nunca dejaba de mencionar cuando contaba los sacrificios que jalonaban su vida entera, sin tomar el desayuno que de todos modos se le preparaba en el comedor pequeño del piso alto, tomaba el tren de las siete de la mañana que lo dejaba en Barcelona a las siete y media con el tiempo suficiente para ir a la misa de ocho. Caminaba presuroso por las callejuelas de Santa María del Mar, atravesaba la Vía Layetana y se metía por detrás de correos hasta llegar a la silenciosa plaza de San Felipe Neri todavía medio derruida por las bombas, en donde antes de ir al trabajo se convertía en el humilde monaguillo que ayudaba al padre Mitjans, su confesor, en la celebración de la misa.
Contaban las mujeres de la cocina que por la noche, cuando el abuelo ya dormía, la abuela se levantaba sin hacer ruido y descalza, sin más ropa que el camisón, salía a ese mismo jardín que esta mañana de invierno se había llenado de enlutados amigos para asistir a su entierro. El jardín era grande y ella se dedicaba a regar con tanto ahínco que una vez había despertado a los guardias del cuartel de la Guardia Civil, del otro lado del alto muro, que le habían dado el alto. Cogida esa vez realmente en falta estalló en el peor ataque del que se tenía noticia que junto con una neumonía que le diagnosticó el médico del pueblo, el doctor Andrade, la llevó primero a una clínica y luego provocó uno de sus interminables periodos de reclusión en un sanatorio, en algún lugar de las montañas, tal vez el de Olzinellas en el Montseny, tal vez otro más lejano en la falda del Pirineo, del que salía delgada, blanca, estática y dolida, para reiniciar esa vida contra la vida que la obligaban a llevar para no exaltar sus nervios sensibles."

Rosa Regàs
Luna lunera



"Ser niño en Chiapas es haber nacido en un paisaje caldeado por el sol y sombreado por árboles, pero cruzados a todas horas por la amenaza de una tropa poderosa y enemiga; andar por las sombras de esos parajes buscando dónde guarecerse de la persecución y las bombas, permanecer atrapado en comunidades de desplazados, dejando pasar los días en la precariedad, en la carencia, en la provisionalidad. Ser niño en un campamento de refugiados es ver a los pájaros esconderse tras las nubes por terror a los helicópteros, es temer y soñar con otros pajarracos, más potentes y ruidosos, que cruzan el firmamento, rugiendo sin hacer ondear las alas al viento, sino siguiendo rígidos una línea que no admite titubeos en su camino hacia un punto de monte elegido por los cerebros ocultos de la represión, con el objetivo implacable de vaciar sobre él su vientre exterminador para sembrar el pánico, el dolor y la muerte. Ser niño en esos momentos es esconderse tras los árboles aun a sabiendas de que no hay refugio ni protección ni para ellos ni para los suyos cuando asome renqueando por la cuesta el camión del Ejército cuya silueta podrían dibujar a ciegas: hombres uniformados y armados, de pie, verticales, paralelos e inconmovibles, y amenazantes como obuses. Ser niño en Chiapas es no tener más futuro que el que quiera conceder ese ejército sin rostro que crece y se multiplica y se desparrama por los campos y los caminos, y atraviesa cordilleras, y penetra en las casas y las iglesias atravesando paredes y esteras. Niños de Chiapas que del progreso no conocen más que la destrucción, las armas sofisticadas que arrasarán cosechas, árboles, chozas, animales y humanos. Niños que apenas supieron lo que es comer a placer, descansar en un lecho, o disponer de agua para lavarse y ver crecer lo que plantaron sus padres; que desconocen lo que es una tarde en paz y el juego sin temor a la puerta de la casa. Niños que nacieron, crecieron y vivieron en lucha por la vida, por su vida, barrida el alma por un temor y una frustración que algún día y de algún modo habrán de convertir en coraje para que cese tanto dolor."

Rosa Regàs
Fábula moralista



"Tenía la camisa empapada y los cabellos se le habían pegado a los ojos. Los apartó con la mano llena aún de tierra y vio entonces a la vieja, que salía de la huerta arrastrando por el suelo los harapos con la misma deteriorada e indiferente majestad y cantaba al mismo compás su insistente melodía. Y como si no hubiera hecho más que entrar por una puerta y salir por otra después de un rodeo inútil por el interior del huerto, pisó las piedras ensangrentadas y pasó junto al perro postrado sin mirarle, sin verle quizá, ni advertir la presencia del hombre sudoroso y desencajado que la contemplaba. Ni parecía haber reparado tampoco en el crepúsculo que había dejado la calle con una luz tenue, somera, opaca donde no había más brillo que aquellos ojos de agonía en un último e inútil esfuerzo por mantenerse abiertos. Ascendió por el camino arrimada al muro deshecho, y cada vez más confundida con la penumbra torció por un atajo y se deshizo como una sombra más.
Cuando hubo desaparecido se presionó las sienes y cerró los ojos. Después se puso a caminar en busca de luz. Le dolía la herida y cojeaba pero no se detuvo hasta llegar al final de la cuesta bajo una escueta y macilenta farola colgada del alero de una casona en ruinas. No se oía más que el chirrido de los grillos en el calor de la noche. No se veía a nadie, la calle estaba desierta y el muelle quedaba lejos aún. La herida sangraba aunque parecía haberse secado en parte, la limpió con el pañuelo que sacó del bolsillo y lo dobló en diagonal para vendar la pierna y restañar la herida. Luego desenrolló la vuelta de los pantalones y una vez oculto el vendaje se quitó las manchas de sangre de las manos con hierba seca. A la luz del mechero se dedicó concienzudamente a buscar otros rastros: sólo encontró un par de gotas en el pantalón, que frotó con tierra para cambiarles el color, y al restregar la suela de los zapatos contra las piedras se levantó un polvo seco que le hizo toser. La angustia había cedido y también la excitación, y se disponía a ponerse en camino otra vez presionado por una urgencia inmitigable de alejarse del lugar, cuando en lo alto de la loma una figura recortada en el firmamento, vagamente manifiesta sobre la oscuridad que le envolvía, estalló en una secuencia de carcajadas cuyo eco diáfano no obstante las superponía encadenándolas y multiplicándolas hasta retumbar contra los muros y perderse temblando por las calles sembradas de pedruscos. Saltó un lagarto asustado o una piedra se desprendió por el estruendo y graznó indignada un ave oculta en un matorral invisible, y el hombre sacudido por la violencia de su risa espasmódica echó hacia atrás la cabeza. Sólo entonces lo reconoció por el brillo ciego de su ojo de cristal."

Rosa Regàs
Azul


"Todos esos detalles, por pequeños que fueran, los fui extrayendo de la memoria a mi llegada a Madrid, cuando fui a cenar con mis amigos Teresa y Julián. Ella era profesora adjunta en la facultad y él, aunque era abogado, no ejercía, sino que ocupaba un puesto en el Ministerio de Hacienda. No éramos grandes amigos, pero salíamos a cenar de vez en cuando. Al acabar de contarles toda la historia, Julián ni siquiera me dejó acabar: "Tienes poco que hacer porque se ha sobreseído el caso", dijo, "a no ser que quieras meterte en una investigación y consigas alguna prueba. Me has dicho que tienes una copia de la denuncia, ¿no?" "La tiene el abogado." "De todos modos, aun con ella, un juez ha sobreseído el caso, ¡déjalo ya!, no vas a sacar nada.
Porque el joyero alegará y presentará documentación según la cual entregó la fotocopia del carnet de identidad de Adelita, así que al cabo de un mes era libre de hacer con la joya lo que quisiera, habiéndola pagado y cumplidos los requisitos que exige la ley. En cuanto al policía, que tras esa información no te lo comunicó, dirá que sí lo hizo y siempre será tu palabra contra la suya." Y añadió: "No recuperarás la joya, y si lo único que pides es justicia, es difícil que la obtengas únicamente con tu declaración." Repetí otra vez todo lo ocurrido al responder a las innumerables preguntas que me hizo Gerardo a primera hora de la mañana cuando hablé con él, antes de ir a la facultad. Lo había llamado con impaciencia por la noche en cuanto llegué a Madrid, pero saltó el contestador, y aunque le dejé un mensaje, debió de haber llegado muy tarde y quizá no quiso despertarme.
Al día siguiente, cansada y ojerosa porque apenas había dormido, respondí con paciencia."

Rosa Regàs
La canción de Dorotea


"Ya nos habíamos sentado en torno a las mesas, y cada uno de ellos, en su nombre y en el de su mujer, fue haciendo en voz alta su examen de conciencia, narrando en qué habían fallado y cómo habían logrado dirigir sus miradas en la misma dirección que habría de llevarlos a la unión con Dios. Cada pareja tenía la libertad de establecer su propio plan de vida simple o complicado pero había que definirlo y hacer todos los esfuerzos posibles por cumplirlo, y una vez aquí reunidos, dar cuenta de ello. El orden en la vida cristiana es el camino de la piedad, el desorden, el del pecado. ¿Habían cumplido con el propósito de levantarse sin pereza o el de ir a misa un par de veces a la semana además del domingo o con la obligación que se habían impuesto de no enfadarse, de no dejarse llevar por ira o el malhumor, de no entrometerse en la vida de los demás, de tener paciencia con los padres, los suegros, las criadas o los empleados? ¿Habían llevado una vida sexualmente sana? ¿Habían usado como corresponde del matrimonio, es decir, sin otro objetivo que el de la procreación como manda la iglesia? ¿Habían olvidado que la sexualidad no tiene más razón de ser que la de engendrar hijos para la gloria de Dios?
Y luego venía el famoso «deber de sentarse» que con tanto fervor recomienda en su libro Sobre el amor y la gracia el père Henri Caffarel, otro gran fundador de equipos de matrimonio que desde hace unos años ha conseguido una gran popularidad en la clase alta de Barcelona. Pues bien, en palabras del padre Caffarel el «deber de sentarse» además de otros muchos beneficios para los esposos «nos ayuda a descubrirnos, poco a poco ante nuestro cónyuge» y más aún «evita la rutina de la vida conyugal y mantiene jóvenes y vivos el amor y el matrimonio». No es una mera invención para que los esposos se sienten y hablen de los hechos cotidianos que definen su modo de vida, por el contrario, según el prodigioso saber y entender de este sacerdote que a pesar de que nunca los ha experimentado tiene los conocimientos suficientes sobre el desgaste que se produce cuando los esposos se alejan de la vida del espíritu, permite contrarrestar la locura y la vorágine, y los excesos de información de la vida de hoy en una ciudad como la nuestra, tan alejada de los valores religiosos. Soy consciente y así se lo he dicho a los esposos en muchas ocasiones, que este discurso no sirve para los menos favorecidos que siempre los hay aun cuando llevamos ya diecisiete años de paz en nuestro glorioso país como lo llama el Régimen que nos ha salvado del comunismo. Pero ni el autor del libro ni mucho menos yo que entiendo la diferencia inevitable que hay entre los hijos de Dios, nos referimos a ellos cuando hablamos como ahora, a los privilegiados acostumbrados a las comodidades de una vida que sin embargo ha sido sometida a la ley y el orden que afortunadamente impera en la nación y que Dios quiera que así continúe bajo la dirección del general Franco el mayor tiempo posible, hasta una fecha de un futuro tan lejano que en este momento ni siquiera somos capaces de imaginar."

Rosa Regàs
Música de cámara