"El coche se detuvo. La mujer se quitó las gafas y se apeó. Sus cabellos flotaban como una capa descolorida sobre sus hombros. Llevaba una camiseta caqui muy escotada y unos pantaloncitos escandalosamente cortos. Idriss advirtió también sus zapatillas de baile doradas y pensó que no podría ir muy lejos con todo aquéllo por el pedregal circundante. Ella esgrimía una cámara fotográfica. –¡Eh, muchacho! No te muevas mucho que te voy a sacar una foto. Había cargado y disparado varias veces, y otra vez más enfocaba hacia Idriss y sus ovejas. Ella le miraba sonriendo, y ya sin la cámara de fotografiar parecía hacerlo normalmente. –Dame la foto– Eran las primeras palabras que pronunciaba Idriss."

Michel Tournier
La gota de oro


"Érase una vez un califa de Bagdad que quería hacer decorar las paredes del salón de honor de su palacio. Hizo venir a dos artistas, uno de Oriente y otro de Occidente. El primero era un célebre pintor chino que nunca había dejado su provincia. El segundo, griego, había visitado todas las naciones, y aparentemente hablaba todos los idiomas. No era tan sólo un pintor. Estaba igualmente versado en astronomía, física, química y arquitectura. El califa les explicó su intención y confió a cada uno una de las paredes del salón de honor.
—Cuando hayáis terminado —dijo— se reunirá la corte en gran pompa. Examinará y comparará vuestras obras, y la que sea considerada la más bella le valdrá a su autor una enorme recompensa. Después, volviéndose hacia el griego, le preguntó cuánto tiempo necesitaría para terminar el fresco. Y misteriosamente, el griego respondió: “Cuando mi cofrade chino haya terminado, yo habré terminado.” Entonces el califa interrogó al chino, que pidió un plazo de tres meses.
—Bien —dijo el califa. Haré dividir la habitación en dos con una cortina a fin de que no os molestéis mutuamente, y volveremos a vernos dentro de tres meses. Pasaron los tres meses y el califa convocó a ambos pintores. Se volvió hacia el griego y le preguntó: “¿Has terminado?” Y, misteriosamente, el griego respondió: “Si mi cofrade chino ha terminado, yo he terminado.” Entonces el califa interrogó a su vez al chino, que respondió: “He terminado.”
La corte se reunió dos días después y se dirigió en pleno hacia el salón de honor con el fin de juzgar y comparar ambas obras. Era un magnífico cortejo en que se veían vestidos bordados, penachos de plumas, joyas de oro, armas cinceladas. Todo el mundo se reunió primero del lado de la pared pintada por el chino. ¡Qué grito de admiración! El fresco presentaba un jardín de sueño plantado con árboles en flor, con pequeños lagos en forma de alubia cruzados por graciosas pasarelas. Una visión paradisíaca de la que los ojos no se cansaban nunca. Era tan grande el encantamiento que algunos querían que se declarase al chino vencedor del concurso, sin siquiera echarle un vistazo a la obra del griego. Pero en seguida el califa ordenó correr la cortina que separaba la habitación en dos, y la multitud se volvió. La multitud se volvió y dejó escapar una exclamación de maravillado estupor.

¿Qué había hecho el griego, pues? No había pintado nada en absoluto. Se había contentado con colocar un amplio espejo que empezaba en el suelo y subía hasta el techo. Y por supuesto aquel espejo reflejaba el jardín del chino en sus mínimos detalles. Pero entonces os preguntaréis, ¿en qué era más bella y emotiva que su modelo aquella imagen? Pues en que el jardín del chino estaba desierto y vacío de habitantes, mientras que en el jardín del griego se veía una magnífica multitud con vestidos bordados, penachos de plumas, joyas de oro y armas cinceladas. Y toda aquella gente se movía, gesticulaba y se reconocía con regocijo. Por unanimidad, el griego fue declarado vencedor del concurso."

 Michel Tournier
“La leyenda de la pintura” (fragmento), Media noche de amor, Buenos Aires, Alfaguara, 1992


"Hay en algunas obras maestras —y por ello figuran en primera línea de la literatura universal— una incitación a crear, un contagio del verbo creador, una puesta en marcha del proceso inventivo de los lectores. Yo confieso que para mí esa es la cumbre del arte. Paul Valéry decía que la inspiración no consiste en el estado en que se encuentra el poeta cuando escribe, sino en el estado en que el poeta que escribe espera poner a su lector. Pienso que de tal afirmación cabría hacer el fundamento de toda una estética literaria. Pero ¿no equivale esto a esperar que una obra de arte posea ante todo una determinada virtud pedagógica? Montaigne decía que enseñar a un niño no es llenar un vacío sino encender un fuego. Creo que no se podría pedir más. En cuanto a mí, lo que he ganado es cierta llama que veo a veces brillar en los ojos de mis jóvenes lectores, la presencia de una fuente viva de luz y de calor que se instala de ahora en adelante en un niño, encedida por la virtud de mi libro. Recompensa rara ésta, y que no tiene precio, a todos los esfuerzos, a todas las soledades, a todos los malentendidos."

Michel Tournier
Celebraciones



"Pero Robinsón no debía recobrar del todo su humanidad hasta que se diera a si mismo otro refugio diferente al fondo de una gruta o a un toldo de hojas. Al tener a partir de ese momento al más doméstico de los animales como compañero, debía construirse una casa, tan profunda es a veces la sabiduría que encubre un simple parentesco verbal. La situó a la entrada de la gruta que contenía todas sus riquezas y que se encontraba en el punto más elevado de la isla. Excavó en primer lugar un foso de tres pies de profundidad que rellenó con un lecho de guijarros recubiertos a su vez por una capa de arena blanca. Sobre ese basamento perfectamente seco y permeable, alzó unos tabiques superponiendo troncos de palmeras sujetos mediante muescas angulares. Las cortezas y la crin vegetal llenaban los intersticios entre los troncos. Sobre un ligero entramado de vigas a doble vertiente tendió una techumbre de cañas entrelazadas sobre la cual colocó después hojas de caucho montando unas sobre otras como si se tratara de pizarra. La superficie exterior de los muros la revistió con mortero hecho de arcilla húmeda y pajas. Un enlosado de piedras planas e irregulares, ensambladas como las piezas de un puzzle, recubrió el suelo arenoso. Las pieles de cabra y las alfombras de junco, algunos muebles de mimbre, la vajilla y los fanales salvados del Virginia, el catalejo, el sable y uno de los fusiles colgados de la pared, creaban una atmósfera confortable e incluso íntima de la que Robinsón no se dejaba impregnar. Desde el exterior esta primera vivienda tenía un aspecto sorprendente de isbá tropical, tosca pero a la vez cuidada, frágil por su techumbre y maciza por sus muros, características en las que Robinsón se complació al encontrar en ellas las contradicciones de su propia situación. Por otro lado, era también consciente de la inutilidad práctica de aquel refugio, a la función capital, pero sobre todo moral, que le atribuía. Decidió no realizar allí ninguna tarea utilitaria —ni siquiera la cocina—, decorarla con una paciencia minuciosa y no dormir en ella más que el sábado por la noche, continuando los demás días utilizando una especie de camastro de plumas y pelos con que había rellenado un hueco de la pared rocosa de la gruta. Poco a poco aquella casa se fue convirtiendo para él en una especie de museo de lo humano, en el que no entraba nunca sin tener la sensación de estar realizando un acto solemne. Tomó incluso la costumbre —tras haber desembalado los vestidos que estaban guardados en el cofre del Virginia (y algunos eran muy hermosos)— de no penetrar en aquel lugar más que vestido con calzas, medias y zapatos, como si fuera a visitar a lo mejor de sí mismo."

Michel Tournier
Viernes o los limbos del Pacífico



"Sol, líbrame de la gravedad. Limpia mi sangre de esos humores espesos que, desde luego, me protegen del desgaste y de la imprevisión, pero que destruyen el impulso de mi juventud y apagan mi alegría de vivir (...) Enséñame la ironía. Haz que aprenda la ligereza, la aceptación sonriente de los dones inmediatos de este día, sin cálculo, sin gratitud, sin miedo."

Michel Tournier
Viernes o los limbos del pacífico


"También creo que surgí de la noche de los tiempos. Siempre me ha escandalizado la ligereza de los hombres que se preocupan afanosamente por lo que les espera después de la muerte, mientras que les importa un bledo lo que era de ellos antes de nacer. Este lado vale tanto como el otro, sobre todo porque, probablemente, es su clave. Ahora bien, yo ya estaba aquí hace mil años, hace cien mil años. Cuando la tierra todavía no era más que una bola de fuego girando en un cielo de helio, el alma que la hacía arder, que la hacía girar, era la mía. Y, además, la vertiginosa antigüedad de mis orígenes basta para explicar mi poder sobrenatural: hace tanto tiempo que el ser y yo caminamos juntos, somos tan viejos compañeros que, sin demasiado afecto, pero en virtud de una costumbre recíproca tan antigua como el mundo, nos comprendemos y no nos negamos nada.
En cuanto a la monstruosidad…
Para empezar, ¿qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar. Un monstruo es lo que se muestra: con el dedo, en las ferias, etcétera. Y, por lo tanto, cuanto más monstruoso es un ser más hay que mostrarlo. Esto me pone los pelos de punta, puesto que yo sólo puedo vivir en la oscuridad y estoy convencido de que la multitud de mis semejantes sólo me deja vivir gracias a un malentendido, porque me ignora.
Para no ser un monstruo, uno tiene que asemejarse a sus congéneres, ser conforme a la especie o estar hecho a imagen de sus padres. O bien tener una progenie que le convierta en el primer eslabón de una nueva especie. Pues los monstruos no se reproducen. Los terneros de seis patas no pueden vivir. El mulo y el burdégano nacen estériles, como si la naturaleza quisiera cortar de raíz una experiencia que le parece poco razonable. Y en esto vuelvo a ver mi eternidad, que me sirve de padres y progenie a la vez. Viejo como el mundo, inmortal como él, sólo puedo tener un padre y una madre putativos, e hijos adoptados.
Releo estas líneas. Me llamo Abel Tiffauges, tengo un garaje en la plaza de la Porte-des-Ternes, y no estoy loco. Sin embargo, lo que acabo de escribir debe ser considerado con absoluta seriedad. ¿Entonces? Entonces, el futuro tendrá por función esencial demostrar —o, más exactamente, ilustrar— la seriedad de las líneas precedentes."

Michel Tournier
El rey de los alisos


"Ya sólo soy un grito, un dolor. Estoy en una burbuja, más o menos inflada. Soy esa burbuja. Unas veces su membrana flácida, desinflada, se pega a mi cuerpo, coincide con mi piel, otras rebosa, envuelve el lecho, invade la habitación. Mis heridas son dos jardines japoneses, y en esta tierra roja, tumefacta, llena de costras negras, cubierta de charcos de pus donde el hueso cortado emerge como una roca, sobre este terreno leproso, labrado, pelado, me corresponde modelar una minúscula réplica del cielo y de la tierra..., que me dará la llave del universo. Vislumbro el nacimiento de un cuerpo barométrico, pluviométrico, anemométrico, higrométrico.

Un cuerpo poroso donde vendrá a respirar la rosa de los vientos. No el desecho orgánico que se pudre sobre un camastro, sino el testigo vivo y nervioso de los meteoros. Así, de la caverna roja y tumefacta de mis muñones salen frágiles y tímidos órganos para realizar incursiones exploratorias que todavía no sobrepasan los límites de mis vendajes. Y es que desde hace dos horas, mi pierna izquierda -la amputada, la invisible-, saliéndose del vendaje, de las sábanas de la cama, colgaba sobre el suelo de la habitación. Mi pierna invadía el cuarto, mi brazo izquierdo se había replegado por completo en su vendaje, y mi mano, si bien no había desaparecido, era bajo la gasa sólo un capullo de narciso de las nieves. Pero mi mano izquierda estaba allí, ella también, espontáneamente se había adelantado al extremo de un brazo de diez a once metros de largo para acudir a una cita con mi mirada sobre un pequeño champignon blancuzco.

Al descubrir este pequeño secreto de la naturaleza, he sentido en todo mi largo brazo izquierdo innumerables roces de alas felposas y plateadas aleteando en cada poro. Dotado de ubicuidad, el criptófono desparejado oye la voz de las cosas, y también la voz de sus propios humores. Lo sé desde que el cielo se ha convertido en mi cerebro. El cielo es un todo orgánico con su vida propia, en relación directa con la tierra y las aguas. Este gran cuerpo desarrolla libremente y en virtud de una lógica interior nieblas, nieves, escarchas, canículas y auroras boreales. Mi cuerpo es también un todo orgánico desmembrado, en adelante soy una bandera ondeando al viento, y si su borde derecho está prisionero en la madera del asta, el izquierdo está libre y vibra, flota y se estremece con toda su estameña entre la vehemencia de los meteoros."

Michel Tournier
Los meteoros