"Ahora que ya estábamos seguros de que el dinero no da la felicidad, descubrimos que la macroeconomía sí."

David Trueba


"En las estanterías había varios libros de arte demasiado bien ordenados por el desuso. También novelas leídas con las pastas arqueadas. Casi todo en alemán, salvo unos volúmenes de Goya y Velázquez cuyo lomo acaricié con complicidad patriótica. El gato, Fassbinder, me miraba desde el sofá, con una mueca displicente mientras no peligrara su lugar de reposo. No quise detenerme demasiado en las fotos de quienes debían de ser sus hijos o nietos en esos posados cursis que fomentan los retratos familiares. Había una foto desteñida que mostraba a una mujer en la treintena, con dos niños de apenas diez años, ambos rubios y hermosos. La mujer era Helga con mi edad actual, atractiva, resuelta, con una sonrisa incómoda ante la cámara. No me hubiera importado que aquella fotografía fuera la de mi mujer y mis hijos en otra vida. Puede que fuera la foto en la que ella se reconociera mejor, antes de que el paso del tiempo la hubiera convertido en quien ya no era ella del todo.
Estaba a punto de irme, con el abrigo puesto, y recogí el móvil, que había cargado batería suficiente para encenderse. Volví para recuperar su nota de la cocina. Me parecía de mal gusto abandonar el ofrecimiento de su número y la posibilidad de vernos de nuevo junto a las migas de las galletas integrales de fibra que me habían hecho pasar por el baño con magia intestinal. No quería verla de nuevo, eso me resultaba evidente, pero tampoco dejar rastros de ingratitud. Probé la cámara de fotos del teléfono con una instantánea de la cafetera, repetí la foto tres veces hasta que quedó a mi gusto. En la nevera, sostenida con dos imanes, había una postal de una cala rocosa de mar, con algunas construcciones en la ladera. La arranqué para darle la vuelta, pero no estaba escrita, sólo la letra impresa que señalaba que era una vista del mediterráneo en Mallorca desde una cala sin nombre. Le tomé también una foto. Y regresé al salón para hacer lo mismo con la foto de Helga con quince años. Me pareció un bonito recuerdo.
Al salir del piso me crucé con un matrimonio mayor que me saludó con desconfianza y una sonrisa gangrenada. Yo les dirigí un gesto educado, pero preferí bajar por la escalera con cierta prisa. Era un segundo piso con escalinata enorme y el portal acristalado. En la calle me sentí liberado y triste. De nuevo Marta se hizo presente porque se acumulaban las llamadas en el móvil y un mensaje de llámame por favor. No quería que se preocupara por mí, así que la llamaría. También había dos mensajes de mi amigo Carlos, por lo que supe que ella le había llamado para saber de mí. Y asomaba otra llamada perdida de mi madre que quizá no tuviera nada que ver con la ruptura. Mi madre me hizo pensar en Helga. Pero no eran un mismo tipo de mujer. Mi madre era mayor. La hacían mayor mis cuatro hermanas, que eran a su vez mayores en la forma de ser. Me sacaba dieciocho años la primera y diez la última, fui en mi infancia un juguete en sus manos, un accidente a destiempo que se crió con cinco madres y un padre que murió bien temprano, dejándome huérfano de hombres a los que imitar o convertir en modelo. Pero deténganse los aprendices de Freud. Yo no podría nunca visualizar a mi madre desnuda y jadeante como había visto a Helga en nuestro goce nocturno. Puede que fuera la tosca negación de todos los hijos, que no se imaginan concebidos en un coito agitado, sino en una conversación de sus padres sentados en el sofá frente a un aburrido programa de tele cualquier tarde de domingo. Helga se me hacía una mujer más sensual, más moderna, con ese aire avanzado de las alemanas frente a la mujer española, que cuando se hace mayor se hace paisaje."

David Trueba
Blitz 


"La conversación languideció en la helada salita. Leandro caminó confuso por el pasillo de vuelta al cuarto. Su torpeza para las tareas domésticas lo desesperaba. Hasta ese momento, Aurora sostenía la casa. Para Leandro la lavadora era como una nevera que limpiaba la ropa. El se ocupa de las facturas, de los desgloses del banco, de pagar los recibos, de comprar el vino, asiste a las miserables reuniones de vecinos, pero no conoce el orden interno de la casa. Sabe que los domingos vienen su hijo Lorenzo y Sylvia a comer y casi siempre hay sopa de arroz y merluza rebozada. O que los jueves en que Manolo Almendros se presenta al mediodía Aurora siempre le invita a quedarse y le ofrece sus chocolates favoritos de postre, pero desconoce cómo se logra esa precisión. Le angustió pensar en su mujer impedida en una casa que no estaba preparada para alguien así.
En tres días estamos en casa, anunció Leandro a Aurora, que leía en la cama. Luego se sentó cerca y abrió el periódico. Los dos en silencio, leían casi en paralelo. Puede que se hicieran preguntas similares, pero no se dijeron nada. Fotos recuadradas de terroristas fundamentalistas islámicos. La muerte de Yaser Arafat. Las cercanas elecciones en Norteamérica.
Osembe ha bajado a buscarlo. Leandro la ve llegar a través del cristal. Aunque sonríe y se besan en las mejillas ella transmite el mismo aire ausente del encuentro anterior. Le lleva escaleras arriba hasta otra habitación diferente, algo más amplia. La ventana da al jardín trasero y la persiana no está bajada del todo. Entra la luz de la tarde. Otra habitación, dice él. Es mejor, dice ella. El baño es más amplio, de azulejos amarillo pálido. Encima del lavabo hay un mueble con espejo de tres óvalos. Leandro observa que es casi idéntico al de su casa, lo cual le perturba. Ella se enjabona la entrepierna y Leandro siente una punzada de asco al intuir que hace un minuto estaba debajo de otro cliente. El se repasa el pelo con los dedos y se mira las manchas de la piel en la frente y las mejillas. La cara de un viejo. Hay jacuzzi, ¿te apetece?, pregunta Osembe. Después quizá, responde Leandro.
Cuando se sienta para desvestirse mira el jardín trasero. Ve la piscina a medio llenar y un balancín blanco con los ejes oxidados. Desnúdate, le pide Leandro a Osembe. Ella se coloca delante de él y se quita las prendas sin darle ninguna intención al acto mecánico. Tarda en desprenderse de la ropa interior, como si quisiera mostrarse pudorosa. Se mira y tensa los músculos de los muslos y de los glúteos. Por un momento parece olvidarse de que Leandro está ante ella. Mastica chicle. Leandro se levanta para besarla y le llega el fuerte aliento a fresa. Ella no le retira la boca, pero le besa sin pasión, mientras esconde el chicle entre los dientes.
Leandro la abraza y termina de desnudarla, ella se ríe, sin excitación, distante. Yo lo hago, túmbate. Leandro obedece y va hasta la cama. Ella domina la situación. Leandro trata de rebelarse porque no encuentra placer en la sucesión de caricias. ¿Quieres follar?, pregunta ella. Leandro se siente ridículo. Pretende darle al encuentro un valor íntimo, pero se da cuenta de que ella no tolera salirse de la rutina. Prefiere que todo sea previsible, plano, profesional. Leandro intuye que puede existir un placer más lejano, escondido, pero el acceso a ese lugar más íntimo parece vetado para él. Ella mastica chicle con su pensamiento lejos de allí. Es evidente que Leandro no logra excitarse con el manoseo de ella sobre su sexo, más parecido a una labor de manipulación industrial que erótica. Vamos, abuelo, dice ella. Como si así le animara. A Leandro le invade el mal humor. Deja, deja, dice, y se sienta sobre la cama.
Tiene ganas de irse. ¿Qué hago aquí?, se pregunta. Los ojos de ella miran vacíos, como si nada le importara demasiado.
La situación es entonces incómoda para ambos. Yo chupo, dice ella. No, dice Leandro. Se sienta tras ella y la abraza apretando la espalda contra sí. Le acaricia los brazos y el vientre. Ella pretende moverse, cambiar la posición y recuperar el ritual, pero Leandro lo impide. Ella sólo quiere que el cliente se corra. Es su única forma de entender la labor."

David Trueba
Saber perder



"La vida es una película mal montada."

David Trueba



"No se discutió más del asunto aquella tarde. Dormitamos en un prado rodeado de árboles entre dos pueblos. Blas encontró un inodoro arrancado y lo arrastró detrás de unos matorrales, donde cagó, según sus propias palabras, «como en un hotel». Corría un arroyo con apenas agua, la suficiente para que pasáramos las horas sentados con los pies en remojo. Alrededor, el paisaje quemado por el sol, los restos de alguna hoguera, la basura acumulada por los vecinos que usaban el terreno como escombrera y en los chopos las inscripciones de enamorados talladas en la corteza. Recorrí los más cercanos repitiendo en voz alta las frases cursis, las fechas. La más antigua se remontaba a una pareja de novios del año 76. Quien más me hizo pensar fue el amante despechado que había regresado en busca de su corazón atravesado por una flecha y lo había tachado a cuchilladas para añadir: «De sabios es rectificar: te odio, Marisa.»
Raúl no se había despegado del teléfono en toda la tarde. El móvil le recordaba que no era libre, como la propia Elena le solía decir alguna vez en nuestra presencia: «Raúl, siento recordarte que ya no vives solo.» Nosotros siempre habíamos valorado la libertad, sin saber demasiado bien en qué consistía. Mis amigos, cuando rompí con Bárbara, me recibieron con festejos de todo tipo, me aseguraban que había recuperado la independencia, como si hubiera estado preso en mis diecinueve meses y veintitrés días de convivencia. Quizá para los amigos, las parejas de los demás son una amenaza. Claudio está convencido de que las mujeres vienen a inmiscuirse en la amistad. «Cuando una mujer se va, abres la puerta y ya tienes a otra trepando por las escaleras», decía. El amor es el enemigo. Tener pareja significaba renunciar a ellos, o como Claudio, pájaro libre, dijo un día: «Tú eliges lo que quieres ser, ¿águila o canario?»
Claudio había vuelto a dormirse sobre la hierba seca y el cigarrillo se le consumía en los labios, a punto de abrasarle con la ceniza. Se lo quité y lo apagué contra una piedra. Él no abrió los ojos pero murmuró: «Gracias, mamá.» Me levanté y recorrí la distancia hasta la furgoneta. Encendí la radio y busqué alguna emisora con música potable, labor a la que renuncié hastiado.
Cenamos en un restaurante con parrilla en el centro de la ciudad, sentados en la terraza donde devorábamos costillas. Bebimos jarras de sangría hasta que nos costó reconocernos entre nosotros. Claudio tuvo la idea, se dirigió a la furgoneta, la puso en marcha y abrió la puerta trasera. Se detuvo frente a la terraza con el motor encendido el instante justo para que saltáramos al interior y escapáramos sin pagar la cuenta. Gritábamos dentro, excitados, con Claudio acelerando para alejarse cuanto antes del lugar del crimen."

David Trueba
Cuatro amigos



“Todos conocemos el final. Y el final no es feliz. Es curioso este cuento, porque sabemos el desenlace pero ignoramos el argumento. Somos visionarios y ciegos al mismo tiempo. Sabios y estúpidos. De ahí nace ese malestar que todos compartimos, esa sospecha que nos hace llorar en un día gris, desvelarnos a medianoche o inquietarnos si la espera de un ser querido se alarga. De ahí nace la crueldad desmedida y la bondad inesperada de los humanos. De ahí nace todo, de conocer el final pero no el cuento. Extrañas reglas de juego que ningún niño aceptaría. Ellos piden que no les cuentes el final. Ignoran que conocer el final es lo único que te permite disfrutar el cuento.” 
 
David Trueba 
Tierra de Campo



"Un minuto y una corta despedida después, vio irse a Violeta tras un «Menos mal porque llegaba tarde». Cargó con la caja de botellines de cerveza hasta una obra cercana. ¿Cómo había podido ocurrirle aquello? Se sintió el hombre más infeliz del mundo.
Visitó la que había sido su librería habitual durante todos estos años. El viejo librero lo saludó con familiaridad y le obsequió con una edición usada de La cartuja de Parma. Compró dos novelas de Wodehouse y robó el Curso de literatura europea y la Historia abreviada de la literatura portátil. Vagó por la calle frente al bar, esperando que Violeta apareciera de nuevo. Una vez más se le había escurrido entre los dedos. Una vez más la realidad no estaba a la altura de sus novelas. Había llegado dispuesto a adueñarse del corazón de Violeta y lo único que había conseguido eran veinte duros de propina que le había dado uno de los obreros al entregar la caja de cervezas.
Empezaba a hacerse tarde y Gaspar, que estaba dispuesto a esperar toda su vida por ver de nuevo a Violeta, fue consciente de que debía irse. Corrió hasta el autobús y se sentó al fondo. Iniciaron la marcha. Apoyada la cabeza en la ventanilla, vislumbró a Violeta en la distancia, caminando calle abajo. Era ella, no había duda. Su pelo rizado y sus piernas largas bajo la falda negra. Se estaba besando con un tipo mayor que ella, con melena oscura y rostro curtido, con unos vaqueros gastados y una camisa gris. Los vio alejarse. Ella con su brazo en la cintura de él. El con el suyo sobre los hombros de ella. Se besaban a cada paso acompañados por el baile del vuelo de la falda de Violeta. Gaspar dejó que el autobús lo arrastrara lejos de allí.
Tenía ganas de llorar, pero no podía. Estaba demasiado nervioso. Al llegar al centro de Madrid, descendió y caminó entre la gente, más solo que nunca. Había prometido a su madre ir a ver a la abuela, pero no tenía ganas de ver a nadie. Quería morirse. Odiaba al mundo. Pero amaba a Violeta. Pese a su traición, pese al adiós definitivo, nunca podría olvidarla.
Subió pesadamente las escaleras, una a una, él que gustaba de subir de tres en tres, como si ahora cada escalón fuera un mazazo en las rodillas. Al llegar ante la puerta le saludó el relieve de «Dios guarde esta casa» con una ironía que se le escapaba. Llamó al timbre. Tuvo que esperar un instante. Lo mejor sería irse, no tenía nada que hacer allí. Dudaba incluso que el dolor le permitiera hablar.
Sara abrió la puerta. El cabizbajo Gaspar levantó con parsimonia la cabeza. Le pesaba el plomo de la derrota sobre el cuello, el fin de Violeta. La joven le miraba con curiosidad, no se conocían."

David Trueba
Abierto toda la noche