"El dueño, habiendo recogido las bolas, y reunido todos los bolindres[4] empezó a agitar la negra botella de cuero. La empuñaba en su mano derecha agarrándola por el gollete y sacudiéndola, mientras que la giraba de un lado a otro, dándole vueltas con su izquierda con gran estilo. De cuando en cuando daba con el fondo sobre el filo de la mesa. Finalmente, empezó a sacar los bolindres del gollete de la botella echándolos en la mano uno a uno y tirándolos sobre la superficie del fieltro hacia los jugadores, que los cogían, los miraban furtiva e inexpresivamente, y los ocultaban luego. Cuando ya todos tenían sus bolindres, alzó la botella y abruptamente desapareció de nuevo, tan de improviso y silenciosamente como había aparecido, sin haber dicho una sola palabra en todo el tiempo.
Bama rompió el fuego, encorvándose todo lo que pudo al otro extremo de la mesa, echado todo su peso en la cadera derecha y en la mano izquierda, su codo izquierdo alzado en alto sobre el pequeño puente de su voluminosa mano izquierda por el que el taco se deslizaba con suavidad. Era increíble que no se hubiese ensuciado sus blancos puños en toda la noche. Su apertura fue un disparo muy limpio que envió las coloreadas bolas desde el triángulo en todas las direcciones, hundiendo dos de ellas en los agujeros. Una de las bolas pertenecía al primer dependiente, y Bama le sonrió. Siguió tirando y hundió otras tres bolas antes de fallar.
Dave, cuyo turno llegó a continuación, no hundió tres bolas en todo el juego. Ni llegó a hundir un total de tres bolas en ninguna de las otras cuatro partidas que jugaron antes de que sonara la hora de marcharse. Aquellas partidas no duraban mucho tiempo, y menos aún de la forma que jugaba aquella gente, y el nerviosismo, más una extrema preocupación por su torpeza y un gran embarazo por sus errores y un ansia salvaje de ganar en todos los juegos se combinaron para hacerle jugar bastante peor de lo que podría haberlo hecho con la poca práctica que tenía.
Nadie se brindaba a darle ánimos. El haberlo hecho, después de como él estaba jugando, habría resultado una fatuidad. O algo que se habría prestado a interpretaciones molestas. Era desesperante, Tampoco le ofrecía nadie ninguna simpatía. Fríos, duros, perennes jugadores de dólares, no sentían simpatía por nadie. Probablemente no les gustaba parecer vampiros, y la diferencia entre su forma de jugar y la de él puede que les turbara, pero no iban a negarse a aceptar aquel dólar extra.
Bama ganó tres de las cinco partidas, aprovechándose de ellos tan insolentemente como se había aprovechado en la última, hasta que por fin llegó el dueño y dispuso el cierre. Uno de los dependientes ganó una partida y uno de los aldeanos ganó otra. Dave jugó en todas ellas, deseando poder quitarse de en medio cuanto antes, pero incapaz de hacerlo porque su orgullo no se lo permitía, y sintiéndose más y más inflamado a cada minuto. Cuando cesaron, todo lo que sintió fue alivio. Mientras se ponía en movimiento, su cólera se disolvió y se vio reemplazada por una profunda y casi intolerable melancolía. En este estado de ánimo se dedicó a pensar en Gwen French.
El proyecto entero no le parecía ahora tan apetitoso ni tan digno de estima como le había parecido al principio cuando se le ocurrió por vez primera, y deseó no haber llamado a Frank ni haberse entregado. Ella realmente no era una mujer muy apetitosa, no lo era en absoluto, si pensaba uno en eso objetivamente.
¡Y nada menos que cinco mil quinientos dólares!
Bama había vuelto a uno de los salones y estaba allí sentado en un banco color caoba, aguardando y fumándose un cigarrillo. Tras él, los demás seguían todavía hablando mientras el dueño continuaba apagando las luces. Luego los cuatro hombres en traje de faena pasaron a su lado y se marcharon juntos al restaurante a tomar café."

James Jones
Como un torrente


"Escuchó el ruido de la lluvia, y los rodantes truenos, que sonaban huecos como si estallasen en una barrica para el agua llovida, y compartió la excitación y la sensación de comodidad de los zumbadores insectos que habían buscado refugio en la galería, y de tanto en tanto ahuyentaba desapegadamente, a manotazos, a los mosquitos, produciendo un seco chasquido en el ronroneante silencio diluvioso. La galería le protegía de todo, menos de los salpicones de las gotas que caían en el suelo, y la rociadura lo tocaba con un agradable frescor.
Y se sentía seguro, porque en alguna parte, más allá del muro de agua, la humanidad existía aún y preparaba la cena.
Violet lo llamó, y entró, sintiendo que el ejército y los extraños ojos salvajes de Warden estaban muy lejos, que el lunes por la mañana era un mal sueño, un antiquísimo recuerdo racial, tan frío como la luna y tan lejano, y se sentó ante el humeante plato de hortalizas extranjeras y trozos de cerdo, insípidos, y comió con deleite.
Cuando terminaron de comer, los ancianos apilaron sus platos en la pileta y se dirigieron silenciosamente, sin pronunciar una palabra, a la habitación del frente donde se encontraban sus charros altarcitos, en la que jamás se había invitado a Prew a entrar. No dijeron una sola palabra durante la comida, pero él había aprendido desde hacía mucho a no tratar de hablarles. Él y Violet se quedaron sentados en silencio en la cocina, bebiendo el aromático té, escuchando el viento que abofeteaba a la choza y la lluvia tamborileando ensordecedoramente con sus clavos en el techo de chapa de zinc acanalada. Luego, como Violet, apiló los platos en la vieja pila desconchada, sintiéndose completamente a sus anchas, y satisfecho. Lo único que le faltaba era una taza de café.
Cuando entraron en el dormitorio de ella, Violet, despreocupadamente, dejó la puerta abierta de par en par, aunque podían ver directamente la iluminada habitación delantera. El vio la parpadeante luz que se reflejaba en el dorado cuerpo de la joven, cuando se volvió sin ambages hacia él. La falta de preámbulos le proporcionó placer, una sensación de haber vivido juntos toda una vida, y de continuidad, que un soldado muy pocas veces experimentaba; pero el chillido de la puerta indiferentemente abierta le hizo temer que fuese visto, le avergonzó con su propio deseo.
Despertó una vez en mitad de la noche. La tormenta había desaparecido y la luna se mostraba luminosa por la ventana abierta. Violet estaba vuelta de espaldas a él, con la cabeza apoyada en el brazo doblado. Por la rigidez de su cuerpo se dio cuenta de que no dormía, y posó su mano sobre la cadera desnuda de ella y la volvió hacia sí. En la honda curva de su cintura, y en la juntura entrante de la rótula esférica de abajo, había una infinita artesanía de reloj de precisión, que le llenaba de respeto y provocaba en él una comprensión que se parecía a una purga y hacía nacer líquidas estrías doradas dentro de sus ojos.
Ella se volvió voluntariamente, insomne, y él se preguntó en qué habría estado pensando, acostada allí, despierta. Cuando se apretó contra ella, volvió a darse cuenta de que no conocía ni su rostro ni su nombre, de que ahí, en ese acto que pone a dos fantasías humanas tan cerca como pueden estar, tan cerca que una se mueve dentro de la otra, tampoco la conocían, ni ella a él, ni se podían tocar mutuamente. Para un hombre que vive su vida entre las chatas angulosidades velludas de otros hombres, todas las mujeres son redondas y blandas, y todas inescrutables y extrañas. El pensamiento pasó rápidamente.
Despertó por la mañana, de espaldas, destapado. La puerta estaba abierta aún, y Violet y la madre andaban por la cocina. Contuvo un impulso de cubrir su desnudez con las mantas, y se levantó y se puso los pantaloncitos, sintiéndose profundamente avergonzado, turbado por su existencia colgante que todas las mujeres odiaban. La anciana no le prestó atención cuando entró en la cocina.
Cuando terminó la limpieza de la mañana y los ancianos salieron silenciosamente, con pisadas acolchadas, a visitar a los vecinos, Prew volvió a meditar en toda la cuestión, y finalmente, cosa característica en él, habló de ello."

James Jones
De aquí a la eternidad


"¿Esta fuerza del mal. ¿De dónde viene?
¿Cómo se ha introducido aquí?
¿De qué semilla, de qué raíz procede?
¿Quién es el responsable?
¿Quién nos mata?"

James Jones (autor)


"Todo es mentira. Todo lo que sentimos, lo que vemos. ¡Cuántas mentiras escupen! Nos quieren muertos o viviendo su mentira. Lo único que puede hacer aquí un hombre es encontrar algo que sea suyo, crear una isla sólo para él.
(…)
No hay nada que te haga olvidar la guerra, aunque vuelvas a empezar de cero. La guerra no ennoblece a los hombres, los convierte en bestias, corrompe su espíritu. La soledad y el vacío de unos hombres obligados a luchar contra un enemigo que en realidad son ellos mismos. La oscuridad tras la luz, el conflicto tras el amor, son el producto de una sola mente, las facciones de un mismo rostro."

James Jones
La delgada línea roja