"-Ciertamente, en la civilización hay numerosas piedras angulares -dije- cuya destrucción acarrearía el derrumbamiento de aquélla. Pero las piedras angulares aguantan bien.
»-No tanto… Piense que la fragilidad de la máquina aumenta cada día. A medida que la vida se complica, el mecanismo se hace más intrincado y, por ello, más vulnerable. Sus llamadas sanciones se multiplican de un modo tan desmesurado, que pierden aisladamente en seguridad. Durante los siglos de oscurantismo, había una sola gran potencia: el temor de Dios y de su Iglesia. Hoy en día, tienen ustedes una multitud de pequeñas divinidades, igualmente delicadas y frágiles, cuya única fuerza proviene de nuestro consentimiento tácito en no discutirlas.
»-Olvida usted una cosa -repliqué-, y es el hecho de que los hombres están, en realidad, de acuerdo en mantener la máquina en marcha. Esto es lo que llamé hace un momento "buena voluntad".
»-Ha puesto usted el dedo en el único punto importante. La civilización es una conjuración. ¿De qué les serviría su Policía si cada criminal encontrase asilo al otro lado del estrecho, o sus salas de Justicia si otros tribunales no reconocieran sus decisiones? La vida moderna es el pacto no formulado de los poseedores para el mantenimiento de sus pretensiones. Y este pacto será eficaz hasta el día en que se celebre otro para despojarles.
»-No discutamos lo indiscutible -dije-. Pero yo me imaginaba que el interés general obligaba a los espíritus mejores a participar en esto que llama usted conspiración.
»-Lo ignoro -dijo, con lentitud-. ¿Son realmente los espíritus mejores los que actúan a favor del pacto? Vea la conducta del Gobierno. A fin de cuentas, estamos dirigidos por aficionados y personas de segundo orden. Los métodos de nuestras administraciones llevarían a la quiebra a cualquier empresa particular. Los métodos del Parlamento (discúlpeme) avergonzarían a cualquier junta de accionistas. Nuestros dirigentes simulan adquirir el saber por la experiencia, pero están lejos de ponerle el precio que pagaría un hombre de negocios, y, cuando lo adquieren, no tienen el valor de aplicarlo. ¿Cree que tiene algún atractivo, para un hombre genial, el vender su cerebro a nuestros malos gobernantes?
»Y, sin embargo, el saber es la única fuerza… ahora y siempre. Un pequeño dispositivo mecánico será capaz de hundir flotas enteras. Una nueva combinación química transformará todas las reglas de la guerra. Lo mismo puede decirse del comercio. Bastarán algunas modificaciones ínfimas para poner a Gran Bretaña al nivel de la República del Ecuador, o para dar a China la llave de la riqueza mundial. Y, mientras tanto, no queremos pensar en que estos altibajos sean posibles. Tomamos nuestro castillo de naipes por la fortaleza del Universo.
»Jamás he tenido el don de la palabra, pero lo admiro en los demás. Los discursos de este género producen un hechizo malsano, una especie de embriaguez, de la que uno casi se avergüenza. Me sentía interesado, y más que a medias seducido.
»-Pero, veamos -le dije-, el primer cuidado de un inventor es publicar su invento. Como aspira a los honores y a la gloria, quiere hacerse pagar su invención. Esta se convierte en parte integrante del saber mundial, y todo el resto de éste se modifica en consecuencia. Es lo que ha pasado con la electricidad. Llama usted máquina a nuestra civilización, pero ésta es mucho más sutil que una máquina. Posee la facultad de adaptación del organismo viviente.
»-Lo que dice usted sería cierto si el nuevo conocimiento se convirtiese realmente en propiedad de todos. Pero, ¿ocurre así? De vez en cuando leo en las gacetas que un sabio eminente ha hecho un gran descubrimiento. El hombre da cuenta a la Academia de Ciencias, se publican artículos de fondo sobre él invento, y la fotografía de aquél aparece en los periódicos. El peligro no proviene de este hombre. No es más que un engranaje de la máquina, un adherido al pacto. Pero los que cuentan son los hombres que se mantienen fuera de éste, los artistas del descubrimiento que sólo emplearán su ciencia en el momento en que puedan hacerlo con el máximo efecto. Créame, los espíritus más grandes están al margen de la llamada civilización.
»Pareció vacilar un instante, y prosiguió:
»-Habrá personas que le dirán que los submarinos han suprimido ya al acorazado y que la conquista del aire ha anulado el dominio de los mares. Los pesimistas, al menos, así lo afirman. Pero, ¿cree usted que la ciencia ha dicho ya su última palabra con nuestros groseros submarinos y nuestros frágiles aeroplanos?
»-No dudo de que se perfeccionarán -dije-, pero los medios de defensa progresarán paralelamente.
»Movió la cabeza.
»-Es poco probable. De ahora en adelante, el saber que permite realizar los grandes ingenios de destrucción rebasa en mucho a las posibilidades defensivas. Usted ve simplemente las creaciones de la gente de segundo orden que tiene prisa en conquistar la riqueza y la gloria. El verdadero saber, el saber temible, sigue manteniéndose secreto. Pero, créame, amigo mío, existe.
»Se calló un instante, y vi el ligero contorno del humo de su cigarrillo perfilándose en la oscuridad. Después citó varios ejemplos, pausadamente, como si temiera ir demasiado lejos.
»Estos ejemplos fueron para mí la voz de alerta. Eran de diferentes clases: una gran catástrofe, una ruptura súbita entre dos pueblos, una plaga que destruía una cosecha vital, una guerra, una epidemia. No los repetiré. Entonces no creí en ello, y hoy creo todavía menos. Pero eran terriblemente chocantes, expuestos con su voz tranquila, en aquella pieza oscura, en la sombría noche de junio. Si estaba en lo cierto, aquellas calamidades no eran obra de la Naturaleza o de la casualidad, sino más bien el producto de un arte. Las inteligencias anónimas a que se refería, y que realizaban una labor subterránea, revelaban de vez en cuando su fuerza mediante una manifestación catastrófica. Me negaba a creerle, pero, mientras exponía sus ejemplos, mostrando el desarrollo del juego con singular claridad, no pude pronunciar una palabra de protesta.»A1 fin, recobré el habla.
»-Lo que usted describe es el anarquismo. Y, sin embargo, no conduce a ninguna parte. ¿A qué móvil obedecerían estas inteligencias?»Se echó a reír.
»-¿Cómo quiere que yo lo sepa? Yo no soy más que un modesto buscador, y mis investigaciones me
proporcionan curiosos documentos. Pero no podría precisarle los motivos. Veo solamente que existen grandes inteligencias antisociales. Digamos que desconfían de la máquina. A menos que no sean idealistas empeñados en crear un mundo nuevo, o simplemente artistas que aman por sí mismos a la verdad. Si tuviese que formular una hipótesis, diría que han sido necesarias estas dos últimas clases de individuos para obtener resultados, pues los segundos logran el conocimiento, y los primeros tienen la voluntad de emplearlo.
»Un recuerdo acudió a mi memoria. Estaba en las alturas del Tirol en un prado soleado. Allí me encontraba almorzando, entre campos floridos y al norte de un torrente saltarín, después de haber pasado la mañana escalando las blancas vertientes. Había encontrado en el camino a un alemán, un hombrecillo con aires de profesor, que me hizo el honor de compartir conmigo mis bocadillos. Hablaba con desenvoltura un defectuoso inglés, y era discípulo de Nietzsche y ardiente enemigo del orden establecido.
»-Lo malo es -exclamó- que los reformadores no saben nada, y que los que saben algo son demasiado perezosos para intentar las reformas. Pero llegará un día en que se unirán el saber y la voluntad, y entonces progresará el mundo.
»-Está pintando usted un cuadro terrible -repliqué-. Pero, si estas inteligencias antisociales son tan poderosas, ¿por qué hacen tan poco? Un vulgar agente de Policía, amparado por la Máquina, puede muy bien burlarse de la mayoría de las tentativas anarquistas.
»-Exactamente -respondió-, y la civilización saldrá triunfante hasta que sus adversarios aprendan de ella misma la importancia de la Máquina. El pacto debe durar hasta que haya un anticipo. Vea los procedimientos de esta idiotez que ahora llaman nihilismo o anarquía. Algunos vagos analfabetos lanzan un reto al mundo desde el fondo de un tugurio parisiense, y al cabo de ocho días están en la cárcel. En Ginebra, una docena de "intelectuales" rusos exaltados conspiran para derribar a los Romanov, y la Policía de Europa se les echa encima. Todos los Gobiernos y sus poco inteligentes fuerzas policíacas se dan la mano y, en un abrir y cerrar de ojos, ¡adiós conspiradores! Porque la civilización sabe utilizar las energías de que dispone, mientras que las infinitas posibilidades de los no oficiales se van en humareda. La civilización triunfa porque es una liga mundial; sus enemigos fracasan porque no son más que una capillita. Pero suponga…
»Se calló de nuevo y se levantó del sillón. Acercándose al interruptor, inundó la sala de luz. Deslumbrado, alcé los ojos hacia mi huésped y vi que me sonreía amablemente, con toda la gentileza de un viejo gentleman.
»-Me gustaría oír el final de sus profecías -declaré-. Decía usted…
»-Decía esto: suponga a la anarquía instruida por la civilización y convertida en internacional. ¡Oh, no me refiero a esas bandas de borricos que se titulan con gran alharaca "Unión Internacional de Trabajadores" y otras estupideces por el estilo! Quiero decir que se internacionalice la verdadera sustancia pensante del mundo. Suponga que las mallas del cordón civilizado se encuentren entrelazadas con otras mallas que constituyen una cadena mucho más poderosa. La Tierra está rebosante de energías incoherentes y de inteligencia desorganizada. ¿Ha pensado alguna vez en el caso de China? Encierra millones de cerebros pensantes que se ahogan en actividades ilusorias. No tienen dirección, ni energía conductora, de modo que el resultado de sus esfuerzos es igual a cero y el mundo entero se burla de China. Europa le arroja de vez en cuando un préstamo de algunos millones, y ella, en justa correspondencia, se encomienda cínicamente a las oraciones de la cristiandad. Pero suponga usted…
»-Es una perspectiva atroz -exclamé- y, a Dios gracias, no la creo realizable. Destruir por destruir constituye una idea demasiado estéril para tentar a un nuevo Napoleón, y nada pueden hacer ustedes sin tener uno.
»-No sería en absoluto destrucción -replicó suavemente-. Llamemos iconoclastia a esta abolición de las fórmulas que siempre ha unido a una multitud de idealistas. Y no hace falta un Napoleón para realizarla. Sólo se necesita una dirección que podría venir de hombres mucho menos dotados que Napoleón. En una palabra, bastaría con una Central de Energía para inaugurar la era de los milagros."

John Buchan
La central de energía
Tomado del libro El retorno de los brujos de Louis Pauwels y Jacques Berguer


"Desde allí dominaba todo el páramo. Vi que el coche se alejaba a toda velocidad con dos ocupantes, y a un hombre montado en un caballo que se dirigió hacia el este. Supuse que me estaban buscando, y les deseé suerte.
Pero vi otra cosa más interesante. La casa se levantaba casi en la cima de una ondulación del páramo que coronaba una especie de meseta, y no había ningún lugar más alto en los alrededores. La cima en cuestión estaba llena de árboles, principalmente pinos, con unos cuantos fresnos y hayas. En lo alto del palomar yo me encontraba casi al mismo nivel de las copas de los árboles, y podía ver lo que había más allá. El bosque no era compacto, sino sólo un anillo, y en el centro había un óvalo de césped muy parecido a un gran campo de criquet.
No tardé demasiado en adivinar de qué se trataba. Era un aeródromo, y un aeródromo secreto. El lugar había sido muy bien escogido. Suponiendo que alguien viera descender un avión sobre esta zona, pensaría que había sobrepasado la colina situada más allá de los árboles. Como el lugar estaba en la cúspide de una elevación y en medio de un gran anfiteatro, cualquier observador desde cualquier dirección llegaría a la conclusión de que se había perdido de vista detrás de la colina. Sólo una persona que estuviera muy cerca se daría cuenta de que el avión no había sobrepasado la colina sino descendido en medio del bosque. Un observador con un telescopio desde una de las colinas más altas podría descubrir la verdad, pero allí sólo iban los pastores, y los pastores no llevaban telescopios ni prismáticos. Desde el palomar vi una lejana franja azul, el mar, y me enfurecí al pensar que nuestros enemigos tenían esta torre secreta para vigilar nuestras aguas.
Después pensé que si el avión regresaba, lo más probable era que me descubriese. Por lo tanto, pasé toda la tarde echado y aguardando ansiosamente la llegada de la oscuridad, por lo que lancé un suspiro de alivio cuando el sol se ocultó tras las grandes colinas del oeste y la penumbra crepuscular se abatió sobre el páramo. El avión se retrasaba. La oscuridad ya era muy densa cuando oí el ruido del motor y lo vi planear hacia su refugio del bosque. Hubo luces que centellearon y muchas idas y venidas desde la casa. Después llegó la noche y se hizo el silencio.
A Dios gracias, la noche era oscura. La luna estaba en cuarto menguante y no se levantaría hasta más tarde. Tenía demasiada sed para esperar, así que hacia las nueve, por lo que pude deducir, empecé el descenso. No fue fácil, y a medio camino oí abrirse la puerta trasera de la casa y vi el reflejo de una linterna sobre la pared del molino. Durante unos aterradores minutos me adherí al muro del palomar y recé para que no se acercara nadie. Después la luz desapareció, y yo me dejé caer tan suavemente como pude sobre el duro suelo del patio.
Me arrastré a lo largo de un muro de piedra hasta llegar al círculo de árboles que rodeaba la casa. Si hubiera sabido cómo hacerlo, habría intentado inutilizar aquel avión, pero comprendí que cualquier tentativa sería inútil. Estaba seguro de que habría algún tipo de defensa en torno a la casa, de modo que atravesé el bosque a gatas, tanteando cuidadosamente el terreno ante mí. Hice bien, pues al fin encontré un alambre a unos sesenta centímetros del suelo. Si hubiese tropezado con él, indudablemente habría disparado alguna alarma en la casa y habría sido capturado.
Unos cien metros más adelante encontré otro alambre hábilmente colocado en el borde de un pequeño arroyo. Al otro lado estaba el páramo, y a los cinco minutos me encontré rodeado de helechos y brezos. Pronto llegué al límite de la elevación, a la angosta hoya de donde fluía el canal del molino. Diez minutos después tenía la cara debajo del manantial y bebía litros de la bendita agua.
No me detuve más hasta que hube puesto una veintena de kilómetros entre la casa y yo."

John Buchan
Los 39 escalones


"Puede haber Paz sin Dicha y Dicha sin Paz, pero ambas combinadas hacen la Felicidad."

John Buchan