"A la medianoche había dejado atrás la carretera y los bosques incendiados y había salido a la autopista una vez más. La luna, volando bajita sobre los campos a su lado, aparecía y desaparecía, luminosa como un diamante, entre los parches de oscuridad. La sombra mellada del muchacho atravesaba en la carretera frente a él intermitentemente como si estuviese desbrozando el camino hacia la meta. Sus ojos chamuscados, metidos bien dentro de sus cuencas, parecían imaginar el destino que lo esperaba pero siguió adelante, el rostro en dirección de la ciudad oscura donde los hijos de Dios dormían."
Flannery O'Connor
Los profetas
"Es mejor ser un joven que fracasa que un viejo que tiene éxito."
Mary Flannery O'Connor
"Esperar demasiado es tener una visión sentimental de la vida y esto es una debilidad que termina en amargura."
Flannery O'Connor
"La base del arte es la verdad, tanto en materia como en modo."
Flannery O'Connor
"La convicción sin la experiencia conduce a la dureza."
Flannery O'Connor
"La fe es lo que alguien sabe que es verdad, sin importar si creen o no."
Flannery O'Connor
"La verdad no cambia según nuestra capacidad para digerirla."
Flannery O'Connor
"Me impresiona la cantidad de cosas materiales por las que tengo que darte gracias y, más aún, lo afortunada que soy espiritualmente.
Sin embargo es evidente que no lo traduzco en hechos. Tú dices, querido Dios, que pidamos la gracia y se nos dará. Yo la pido. Me doy cuenta de que hace falta algo más que eso, que tendría que comportarme como si la quisiera. «No los que dicen, Señor, Señor, sino los que hacen la voluntad de mi Padre». Por favor, ayúdame a conocer la voluntad de mi Padre, pero no con ansiedad escrupulosa, tampoco de forma presuntuosa y descuidada, sino mediante un
conocimiento claro y razonable; y después, dame una voluntad fuerte que me permita plegar [ese conocimiento] a la voluntad del Padre.
Por favor, permite que los principios cristianos permeen mis obras y, por favor, que se publiquen mis obras para que los principios cristianos permeen [en los lectores]. Oh Señor, temo perder mi fe. Mi mente no es fuerte. Acaba presa de todo tipo de charlatanería intelectual. No quiero que sea el miedo lo que me
mantenga en la Iglesia. No quiero ser una cobarde que se queda contigo porque teme el infierno. Debería discurrir que, si temo el infierno, puedo estar segura de quién es su autor. Pero puede que los entendidos analicen mi temor al infierno y su insinuación sea que no existe. Yo creo en el infierno. A mi corto entender el infierno le resulta mucho más plausible que el paraíso. Sin duda es porque el infierno se parece más a la tierra. Puedo imaginarme las torturas de los condenados, pero no puedo imaginarme almas incorpóreas colgadas de un cristal alabando a Dios toda la eternidad. Es natural que no me lo imagine. Si pudiéramos hacer un mapa preciso del paraíso los científicos más punteros empezarían a hacer proyectos para su mejora y los burgueses venderían guías, a 10 centavos la copia, a lo largo de la autopista. Pero no pretendo ser ingeniosa, aunque pensándolo mejor, sí que pretendo ser ingeniosa y me gusta ser ingeniosa y que se me considere como tal. Pero la cuestión en concreto aquí es que no quiero tener miedo de estar fuera, quiero querer estar dentro: no quiero creer en el infierno, sino en el paraíso.
No me hace bien afirmar esto. Es cuestión del don de la gracia. Ayúdame a que sienta que, por este [don], renunciaría a todo lo terrenal. Y no me refiero a hacerme monja."
Flannery O'Connor
Diario de oración
"No merezco ningún crédito para dar la otra mejilla pues mi lengua siempre está en ella."
Flannery O'Connor
"Para el escritor de ficciones, en el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver. En la escritura de ficción, salvo en muy contadas ocasiones, el trabajo no consiste en decir cosas, sino en mostrarlas. Un buen cuento no puede ser reducido, sólo puede ser expandido."
Flannery O'Connor
El arte del cuento
"Para Enoch, este mueble siempre había sido el centro de la habitación y el que más lo ponía en relación con lo que no conocía. Más de una vez, después de una gran comida, había soñado con la posibilidad de abrir el armario, meterse dentro de él y realizar ciertos ritos y misterios de los que tenía una idea muy vaga a la mañana siguiente. Mientras limpiaba, su mente se fijó en el aguamanil, pero como era corriente en Enoch, siempre comenzaba con la cosa menos importante y a partir de ella se dirigía hacia el punto donde estaba lo más significativo. Así que ahora, antes de ocuparse del aguamanil, fijó su atención en las pinturas que colgaban de las paredes.
Había tres: una pertenecía a la patrona (que estaba casi completamente ciega y sólo conseguía orientarse gracias a su agudo sentido del olfato) y las otras dos eran suyas. El cuadro de la patrona era el retrato marrón de un alce parado en un pequeño lago. La mirada de superioridad en la cara del animal le resultaba tan intolerable que de no tenerle miedo al animal, habría hecho algo mucho tiempo antes por remediar la situación. Enoch no podía hacer nada en su habitación sin que lo observase la satisfecha cara del alce, ni impresionada, porque nada más podía esperarse de ella, ni divertida, porque la situación no era cómica. Enoch mantenía una permanente corriente de comentarios interiores, muy poco favorables para el alce, pues cuando decía algo en voz alta se ponía en guardia. El alce estaba colocado en un pesado marco marrón con dibujos de hojas y esto se añadía a la pesada y satisfecha mirada del animal. Enoch comprendió que había llegado el momento de hacer algo. No sabía qué iba a pasar en su habitación, pero cuando sucediera, no quería tener la sensación de que el alce lo estaba dirigiendo. La respuesta acudió a su cerebro completamente desarrollada: comprendió, con una súbita intuición, que quitarle el marco sería como desnudarle (a pesar de que el alce no llevaba ropa), y tuvo razón, porque cuando lo hubo hecho el animal pareció reducirse tanto que todo lo que Enoch pudo hacer fue reír tontamente y mirarlo de reojo."
Flannery O'Connor
Sangre sabia
¿Por qué se amotinan las gentes?
"A Tilman le dio el ataque en la capital del estado, adonde había ido por negocios, y estuvo allí internado dos semanas en el hospital. No recordaba la llegada a su casa en ambulancia, pero su esposa sí. Se había pasado dos horas sentada en el asiento plegable, a los pies de su marido, con la vista clavada en su cara. Solo el ojo izquierdo de Tilman, desviado hacia dentro, parecía albergar su antigua personalidad. En él ardía la ira. Por lo demás, toda su cara estaba preparada para la muerte. La justicia era implacable y para ella era un placer cuando la encontraba. Quizá hacía falta esta desgracia para que Walter se diera cuenta.
De pura casualidad los dos hijos estaban en casa cuando ellos llegaron. Mary Maud regresaba en coche de la escuela, sin darse cuenta de que la ambulancia iba detrás de ella. Se bajó del coche, una mujer corpulenta de treinta años, con la cara redonda e infantil y un montón de cabello color zanahoria que le caía desde lo alto de la cabeza como una red invisible, besó a su madre, le echó una ojeada a Tilman y ahogó un grito de asombro; luego, con cara seria y desconcertada, siguió al enfermero que iba detrás, dándole a gritos una serie de instrucciones sobre cómo superar la curva de la escalera del frente llevando la camilla a cuestas. “Nada más ni nada menos que como una maestra de escuela”, pensó su madre. Maestra de escuela de la cabeza a los pies. Cuando el enfermero que iba delante llegó al balcón, Mary Maud gritó bruscamente, con el tono empleado para dominar a los niños:
-¡Levántate, Walter, y abre la puerta!
Walter estaba sentado en el borde de la silla, absorto en la operación, con el dedo metido en el libro que había estado leyendo antes de que llegara la ambulancia. Se levantó, aguantó la puerta mosquitera y, mientras los enfermeros cruzaban el balcón con la camilla, observaba con evidente fascinación la cara de su padre.
-Me alegro de verlo, mi capitán -dijo, levantó la mano y, de cualquier manera, le hizo el saludo militar.
Cargado de ira, el ojo izquierdo de Tilman pareció alcanzar al hijo aunque no dio señales de reconocerlo.
Roosevelt, que en adelante sería enfermero en lugar de peón, esperaba dentro, al lado de la puerta. Se había puesto la chaqueta blanca que reservaba para las grandes ocasiones. Escrutaba lo que iba en la camilla. Los ojos enrojecidos se le tornaron vidriosos. Y, de repente, se le llenaron de lágrimas que bañaron sus negras mejillas como si fueran sudor. Tilman hizo un gesto débil y brusco con el brazo sano, el único gesto de afecto que se había permitido hacerle a alguno de los presentes. El negro siguió a la camilla hasta el dormitorio de atrás, sorbiéndose los mocos como si acabaran de pegarle.
Mary Maud entró para dar instrucciones a los portadores de la camilla.
Walter y su madre se quedaron en el balcón.
-Cierra la puerta -le ordenó-, que entran las moscas.
Ella observaba a Walter desde que había entrado, buscaba en su cara grande y sosa alguna señal de que sentía la urgencia de la situación, alguna señal de que debía tomar las riendas, de que debía hacer algo, lo que fuese; para ella habría sido una alegría verlo cometer un error, incluso empantanar las cosas, si con eso al menos hacía algo, pero comprobó que nada había ocurrido. Walter le clavaba los ojitos, levemente brillantes detrás de las gafas. Había captado cada detalle de la cara de Tilman; había visto las lágrimas de Roosevelt, la confusión de Mary Maud, y ahora la estudiaba a ella para comprobar cómo reaccionaba. Se enderezó el sombrero de un manotazo cuando, por la forma en que la miraba su hijo, se percató de que se le había ido hacia atrás.
-Deberías llevarlo así -dijo él-. Te da un aire desenfadado, de despiste.
Ella endureció el gesto tanto como pudo.
-Ahora la responsabilidad es tuya -le dijo con tono severo, categórico.
Él siguió allí de pie, con aquella media sonrisa, en silencio. Como una masa absorbente que se queda con todo sin dar nada. Ella tuvo la impresión de estar ante un extraño con la misma cara de la familia. Tenía la misma sonrisa evasiva de abogado que su padre y su abuelo maternos, engastada en la misma mandíbula poderosa, bajo la misma nariz romana; su hijo tenía los mismos ojos, ni azules, ni verdes, ni grises; no tardaría en quedarse calvo como ellos. Ella endureció más el gesto.
-Tendrás que tomar las riendas de la casa y el negocio -le dijo, y se cruzó de brazos-, si quieres seguir aquí.
A él se le borró la sonrisa. La miró con fijeza, la expresión ausente, y luego paseó la vista por el prado, más allá de los cuatro robles y de la lejana y negra hilera de árboles, por el cielo despejado de la tarde.
-Creía que esta era mi casa -dijo él-, pero se ve que las suposiciones sirven de bien poco.
A ella se le encogió el corazón. De pronto le vino la imagen de su hijo desamparado. Desamparado allí, desamparado en todas partes.
-Por supuesto que es tu casa -dijo ella-, pero alguien debe tomar las riendas. Alguien tiene que encargarse de que estos negros trabajen.
-Yo no sé hacer trabajar a los negros -rezongó él-. Es lo último de lo que sería capaz.
-Yo te diré todo lo que tienes que hacer.
-¡Ja! -exclamó él-. Eso, seguro.
La miró y recuperó la media sonrisa.
-Señora mía -le dijo-, saldrás adelante. Naciste para tomar las riendas. Si al viejo le hubiera dado el ataque hace diez años, estaríamos todos mucho mejor. Habrías sido capaz de guiar una caravana de carretas a través de las comarcas deshabitadas. Eres capaz de detener a una turba. Eres la última del siglo diecinueve, eres…
-Walter -lo interrumpió ella-, tú eres hombre. Yo soy solo una mujer.
-Una mujer de tu generación -dijo Walter- vale más que un hombre de la mía.
Ella apretó los labios en un gesto de indignación y la cabeza la tembló imperceptiblemente.
-¡A mí me daría vergüenza decir eso! -susurró.
Walter se dejó caer en la silla en la que estaba sentado antes y abrió el libro. La cara se le tiñó de un rubor letárgico.
-La única virtud de los de mi generación es que no nos da vergüenza decir la verdad sobre nosotros mismos -dijo Walter, y se puso a leer otra vez. La entrevista con su madre había concluido.
Ella se quedó allí de pie, rígida, los ojos llenos de pasmado disgusto clavados en él. Su hijo. Su único hijo. Los ojos de Walter, su cabeza y su sonrisa eran los de la familia, pero por debajo se percibía un tipo de hombre distinto de cuantos ella había conocido. En él no había inocencia, ni rectitud, ni fe en el pecado o en la predestinación. El hombre que ella veía cultivaba con imparcialidad tanto el bien como el mal y a todas las cosas le veía tantos matices que era incapaz de actuar, incapaz de trabajar, incapaz incluso de hacer que los negros trabajaran. Ese vacío era terreno abonado para todo tipo de males. “¡Sabe Dios -pensó, y se quedó sin aliento-, sabe Dios lo que sería capaz de hacer!”
No había hecho nada. Tenía veintiocho años y, por lo que ella alcanzaba a ver, no se ocupaba más que de trivialidades. Tenía el aire de quien espera el gran acontecimiento y no es capaz de iniciar trabajo alguno por miedo a ser interrumpido. Como siempre estaba ocioso, a ella se le había ocurrido que tal vez su hijo quería ser artista, filósofo o algo así, pero no era el caso. No quería escribir nada que llevara su nombre. Se entretenía mandando cartas a gente que no conocía de nada y a los periódicos. Con distintos nombres y distintas personalidades, escribía a gente extraña. Era un pequeño vicio, peculiar y deleznable. Su padre y su abuelo habían sido hombres honestos que habrían despreciado los vicios pequeños más que los grandes. Sabían quiénes eran y cuál era su sitio. Era imposible decir qué era lo que sabía Walter ni cuáles eran sus puntos de vista sobre nada. Leía libros que no tenían nada que ver con nada de lo que importaba. Con frecuencia, le iba detrás y se encontraba con algún extraño pasaje subrayado en un libro que él había dejado en alguna parte, y, entonces, ella se pasaba días dándole vueltas. Un pasaje que encontró en un libro que Walter había dejado en el suelo del cuarto de baño de arriba la persiguió de un modo inquietante.
“El amor debe estar lleno de ira -comenzaba, y pensó: ‘Sí es así, el mío lo está’. Siempre estaba furiosa. Y seguía-: Y como has rechazado mi petición, quizá prestes oídos a mi advertencia. ¿Qué empresa te trae a la casa de tu padre, oh, soldado afeminado? ¿Dónde están tus murallas y tus trincheras, dónde el invierno pasado en las líneas del frente? ¡Escucha! Desde el cielo resuenan los clarines de guerra; ve a nuestro general marchar completamente armado, se acerca entre las nubes a conquistar el mundo entero. De la boca de nuestro rey sale una espada aguda de dos filos que corta cuanto halla a su paso. ¡Despierta al fin de tu sueño, ven al campo de batalla! Abandona la sombra y busca el sol.”
Le dio la vuelta al libro para comprobar qué leía. Era una carta de san Jerónimo a un tal Heliodoro, en la que lo reprendía por haber abandonado el desierto. Una nota al pie decía que Heliodoro era miembro del famoso grupo reunido en torno a Jerónimo en Aquilea, en el año 370. Había acompañado a Jerónimo a Oriente Próximo con la intención de llevar una vida de ermitaño. Se separaron cuando Heliodoro prosiguió viaje a Jerusalén. Finalmente, regresó a Italia, y en los años posteriores se convirtió en un distinguido eclesiástico como obispo de Altino.
Este era el tipo de cosas que leía… cosas que en el presente no tenían sentido. Entonces le vino a la mente, con un leve y desagradable sobresalto, que el general con la espada en la boca, que marchaba presto a la violencia, era Jesucristo."
Flannery O'Connor
"Raras veces usaba la otra expresión porque no necesitaba retractarse a menudo de lo que decía, pero cuando lo hacía su rostro se detenía en seco, había un movimiento casi imperceptible en sus negros ojos, durante el cual parecían retroceder, y entonces quien la veía se daba cuenta de que la señora Freeman, aun cuando estaba allí, tan real como los sacos de grano apilados, estaba ausente en espíritu. Intentar comunicarse con ella cuando esto sucedía era algo de lo que la señora Hopewell ya había desistido. Podría hablar hasta morirse. Era imposible conseguir que la señora Freeman admitiera que no tenía razón en algo. Si lograban hacer que hablara, entonces decía algo como: «Bueno, no podría decir que sí ni que no». O dejaba que su mirada se posase en el último estante de la cocina, donde había un montón de botellas polvorientas, y decía: «Ya veo que no ha comío muchos de los higos que puso en conserva el verano pasao».
Se ocupaban de los asuntos de mayor importancia en la cocina durante el desayuno. Todas las mañanas, la señora Hopewell se levantaba a las siete, encendía su calentador de gas y el de Joy. Joy era su hija, una muchacha rubia y recia que tenía una pierna artificial. La señora Hopewell la consideraba una niña, aun cuando ya tenía treinta y dos años, y muy culta. Joy se levantaba cuando su madre estaba comiendo, caminaba pesadamente hacia el lavabo y daba un portazo, y al poco tiempo aparecía la señora Freeman por la puerta trasera. Joy oía a su madre decir: «Entre»; luego conversaban un rato entre susurros y desde el lavabo era imposible distinguir sus voces."
Flannery O'Connor
La buena gente del campo
"Soy escritora, porque escribir es lo que mejor hago."
Flannery O'Connor
"Yo predico que hay toda clase de verdades, tu verdad y la de alguien más. Pero detrás de todas ellas hay una verdad solamente y esa es que no hay ninguna verdad."
Flannery O'Connor