Cruces

"Todos los años, después de la cena de Acción de Gracias, mi padre sacaba el disfraz de Santa Claus y lo arrastraba hasta una suerte de cruz metálica que había levantado en el jardín. Nosotros formábamos una piña detrás de él y le seguíamos hasta que colocaba allí el disfraz. Durante la semana previa a la Super Bowl, la cruz lucía un jersey y el casco de Rod, y si este quería coger el casco, primero tenía que pedirle permiso a mi padre. El cuatro de julio, la cruz se convertía en el Tío Sam; el Día de los Veteranos, era un soldado; y en Halloween, un fantasma. Aquella cruz era la única concesión de mi padre a las fiestas. Por lo demás, no nos permitía sacar de la caja más de un lápiz de cera a la vez; una Nochebuena le gritó a Kimmie por desperdiciar un trozo de manzana; cada vez que nos poníamos kétchup, lo teníamos a él encima diciendo «Vale, vale, ya basta»; y en las fiestas de cumpleaños había magdalenas en lugar de helado. La primera vez que llevé allí a una cita, la chica me preguntó: «¿Qué es lo que pasa con tu padre y ese poste?», y lo único que pude hacer fue quedarme sentado pestañeando tontamente.

Con el tiempo, Kimmie, Rod y yo nos marchamos, nos casamos, tuvimos hijos y vimos florecer también en nosotros una semilla de mezquindad. Mientras tanto, mi padre empezó a vestir la cruz de forma cada vez más compleja y siguiendo una lógica apenas perceptible. El Día de la Marmota le puso una especie de abrigo de piel y colocó un foco para asegurar la sombra. Después de un terremoto que sacudió Chile, la tumbó y pintó una grieta en el suelo con un aerosol. Cuando mi madre murió, disfrazó a la cruz de Muerte y colgó del travesaño fotos de ella cuando era un bebé. Siempre que pasábamos por allí, encontrábamos amuletos extraños de su juventud dispuestos en torno a la base del poste: medallas del ejército, entradas de teatro, sudaderas viejas o tubos de maquillaje de mi madre.

Un otoño pintó la cruz de amarillo, la cubrió de algodón para proporcionarle abrigo ese invierno y le aseguró descendencia cruzando seis palos de madera y clavándolos a martillazos en diversos puntos del jardín. Tendió cuerdas entre la cruz grande y las tres pequeñas y pegó en ellas, utilizando cinta adhesiva, fichas de archivo en las que pedía disculpas, admitía errores y rogaba comprensión, todo con una caligrafía frenética. Colgó de la cruz metálica un rótulo en el que había escrito AMOR, hizo otro en el que escribió ¿ME PERDONAS?, y murió en el vestíbulo con la radio encendida. Poco después le vendimos la casa a una pareja joven que arrancó todo aquello y lo dejó en la calle el día de recogida de basura."

George Saunders
“Sticks”, Harper’s, noviembre de 1995
Tenth of December, New York, Random House, 2013
Traducido por Daniel Weller




"El desarrollo de nuestra compasión comprensiva no es sólo posible sino que es la única razón por la que estamos aquí en la tierra."

George Saunders



"El ser de la derecha sostuvo el espejo en alto frente al hombre de la barba roja. El tipo de la izquierda le metió la mano al de la barba roja dentro del pecho con un movimiento hábil y cierto aire de disculpa, le extrajo el corazón y lo colocó sobre la balanza.
El ser de la derecha comprobó el espejo. El de la izquierda comprobó la balanza.
Muy bien, dijo el emisario de Cristo.
Nos alegramos mucho por ti, dijo el ser de la derecha, y no puedo describir de forma adecuada el sonido de regocijo que en aquel momento arrancó ecos por todo lo que yo ahora entendí que era un reino enorme que se extendía en todas direcciones del palacio.
Se abrieron entonces de golpe unas puertas gigantescas de diamante situadas en el otro extremo del salón, revelando otro salón todavía más enorme.
Dentro de aquel otro salón divisé una carpa de la seda blanca más pura (aunque describirla de esta forma es mancillarla, porque aquello no era seda terrenal, sino una variedad superior y más perfecta de la cual nuestra seda no era más que una imitación risible), dentro de la cual estaba a punto de celebrarse un gran banquete, y sobre una tarima elevada estaba sentado nuestro anfitrión, un rey magnífico, y al lado del asiento del rey había una silla vacía (una silla espléndida, con un tapizado que habría sido de oro si el oro se tejiera con luz y si cada partícula de esa luz rezumara alegría y el sonido de la alegría), y entendí ahora que aquel asiento era para nuestro amigo de la barba roja.
Aquel rey del salón interior era Cristo, y (ahora lo vi), aquel príncipe emisario que estaba sentado a la mesa también era Cristo, disfrazado o bien en una emanación secundaria.
No puedo explicarlo.
El hombre de la barba roja atravesó las puertas de diamante con sus característicos pasos cadenciosos y las puertas se cerraron detrás de él.
En mis casi ochenta años de vida, yo nunca había experimentado un contraste mayor ni más amargo entre la felicidad (la felicidad que yo había sentido gracias a un mero vislumbre de aquella carpa exaltada, incluso desde tanta distancia) y la tristeza (yo no estaba dentro de la carpa, y ahora incluso unos pocos segundos fuera de ella parecían una eternidad espantosa).
Empecé a llorar, igual que mi amigo del traje fúnebre de Pensilvania."

George Saunders
Lincoln en el bardo



"La ficción nos recuerda que la buena fortuna es opcional."

George Saunders
Entrevista en el periódico ABC




“Nunca sé adónde van mis historias, es algo a lo que llego a través de muchas revisiones, en las que trato de leer desde fuera”, dice. “A los 55 años aún no sé cómo acabar una historia, es algo que llega tras mucho trabajo en busca de ese momento que no deja escaparse al lector.”

George Saunders
Entrevista en el periódico El País



"Para mí la sensación era, aproximadamente: embeleso ante la materialización en mi conciencia de que esta mujer estaba siendo creada en tiempo real, directamente de mi propia mente, por medio de mis anhelos más profundos. Al fin, tras todos estos años (fue mi pensamiento), había encontrado una combinación precisa de cuerpo/ cara/mente en la que se personificaba todo aquello que era deseable. El sabor de su boca, la imagen de aquel halo de pelo casi rubio cubriendo en parte su cara con esa mirada angelical aunque perversa (ella estaba ahora debajo de mí, con las piernas muy levantadas), e incluso (y no es por ser grosero ni deshonrar los exaltados sentimientos que a la sazón experimentaba) las sensaciones que su vagina estaba produciendo a lo largo de mi pene enhiesto eran precisamente aquellas que siempre había codiciado, aunque nunca, hasta ese preciso instante, me había percatado de que las anhelaba tan fervientemente."

George Saunders
Diez de diciembre