"Desde el primer manuscrito de un autor, se puede adivinar si se trata irremediablemente de un aficionado o de alguien que puede llegar a ser un escritor, incluso si ha de ser un mal escritor."

Raymond Queneau


"El pálido amanecer envolvía con su manto gris perla los árboles del Bois de Boulogne y su rocío. Cinco coches de punto procedentes de los cuatro confines del horizonte hacían retumbar de manera siniestra ora el pavimento, ora el asfalto, ora incluso el simple fango. Los coches de punto traían a hombres vestidos de negro, graves como sobrecitos de antipirina y, en cuanto dichos coches de punto se detuvieron, los hombres de negro descendieron. Eran diecisiete: cuatro duelistas, ocho testigos, un médico y cuatro periodistas. He aquí que se ponen a jugar a cara o cruz, a pesar de que no se pueden permitir tirar el dinero ni el tiempo. Si lo hacen es para decidir el primer duelo. Porque, aunque hay cuatro duelistas, habrá tres duelos y no dos como sería lícito suponer. Uno de esos caballeros se batirá sucesivamente contra los otros tres. No se ha visto jamás cosa igual desde el tiempo de Richelieu, lo cual explica la presencia de periodistas. Hubert debe batirse primero con Jean. Un pálido rayo de sol intenta atravesar las nubes, no lo consigue. Hubert, más hábil, le hace un rasguño a Jean a quien le parece que duele, pero no dice gran cosa. Se pasa al segundo duelo, Jacques recibe una estocada, ha sido un buen golpe en el estómago, el médico lo cose someramente en espera de mejor ocasión. Se pregunta a Hubert si está cansado. En absoluto. Los periodistas toman buena nota. Ahora es Surget quien esgrime el hierro, pero su adversario es de acero y Surget muerde el césped, tan dolorosa le resulta la estocada que acaba de recibir. También se lo llevan. Los periodistas regresan a sus gacetillas. Hubert vuelve a su casa. El sol ha conseguido por fin atravesar el manto de nubes que lo obnubilaban. Los adversarios no se han reconciliado."

Raymond Queneau
El vuelo de Ícaro



"Esperaron el tranvía un largo rato, luego entraron en el bosque. Caminaron entre los árboles de sílex y bajo sus pires se fragmentaban hasta convertirse en polvo hojas grises y metálicas. Hacía mucho frío.
- ¿No tienes demasiado frío? -preguntó Lehameau.
- Oh no. Cuando estoy con usted me da calor.
- ¿Es verdad? -preguntó Lehameau riendo-. Yo también, sabes -añadió entonces muy serio-, cuando tu estas conmigo, ya no pienso en el frío, en la dureza del tiempo.
- ¿Es usted desgraciado, señor Bernard?
- ¿Yo? No. ¿Por qué piensas que puedo ser desgraciado? No soy desgraciado. No soy feliz, no es lo mismo. Pero tampoco busco ser feliz. Pero tú eres aún demasiado pequeña, demasiado joven, para entenderlo."

Raymond Queneau
Un duro invierno


"La canción no es en absoluto un arte menor. En pocos años se ha convertido en algo inteligente, divertido, sensible, satírico. En una palabra, interesante". Que así sea."

Raymond Queneau



"Las religiones desaparecerán con la felicidad de los hombres."

Raymond Queneau



"No creo que se pueda juzgar la calidad absoluta de un original. Se valora desde un punto de vista particular, el del editor."

Raymond Queneau



"Nunca he dejado de escribir."

Raymond Queneau


"Pasé otra vez frente al hotel. A la tercera entré. Odile no estaba. No vi en la cara de la dueña ningún indicio de suspicacia: no era nada raro que estuviera fuera. Me fui. Eran cerca de las ocho. Por el bulevar caminaba gente en cantidad indefinida. Me senté en un banco, abrumado por mi impotencia; a mi alrededor la gente se agitaba en cantidad indefinida. Miraba aquellas caras como para distraerme. De vez en cuando pensaba vagamente en ese grave asunto de la adhesión al partido comunista y de la reunión que debía celebrarse aquella misma noche. Odile debía estar en el hospital, claro. En un café tan pequeño como el Marcel, dos o tres disparos de revólver debían haber sonado como cañonazos. Me silbaban los oídos. Sentí hambre. Entré en el primer restaurante que vi y comí hasta que no pude más. Tuve a bien beber un aguardiente. No me sentía con fuerzas para ir a la reunión del Boulevard Beaumarchais; me habría ido a casa pero temía que me estuviera esperando algún policía. No tenía nada que ver con aquel asesinato; esa idiota de Alice me había metido miedo.
Así pues, me fui al cinematógrafo a ver alguna película de risa. Hacia medianoche, pasé otra vez por el hotel de Odile; no supieron decirme nada muy concreto. Seguí mi camino y vi que el café Marcel seguía cerrado. Me compré un tubo de Gardenal en una farmacia de guardia. En mi hotel no me esperaba nada especial.
Al día siguiente me desperté hacia las once y telefoneé; esta vez, me respondieron con suspicacia. También mi hotelero hizo algunas alusiones al incidente de la víspera. Salí. En lo alto de las escalinatas de la Place de la Bourse se escuchaban los mismos ladridos de siempre. Compré Paris-Midi, Tesson había muerto. No decían nada de Odile. Un artículo exigía que se limpiara la capital y emitía juicios muy severos contra los bribones con debilidad por las pistolas. No decían nada de Odile. Louis Tesson había muerto en el hospital. ¿Pero cómo atreverme a aparecer en ese hospital? Pasé otra vez por el hotel de Odile y fui mal recibido. Por la noche leí en el periódico que habían detenido a S… el mecánico amigo mío del regimiento; estaban haciendo limpieza.
El segundo fue un día vacío, penoso, agobiante. Ya ni pensaba en los grandes problemas dialécticos e inconscientes, ni siquiera en buscar el modo de colmar mi soledad en la Place de la République, había olvidado a Saxel, Anglarés y compañía. Creo que aquel día incluso lloré."

Raymond Queneau
Odile



"Un escritor es quien se da cuenta de que no se escribe sólo por gusto propio, que tiene consciencia de no estar solo. El hombre, o la mujer, que está verdaderamente interesado por la escritura sabe que pertenece a la comunidad de los demás escritores, que tiene contemporáneos que le juzgarán, que le criticarán, que escribirán paralelamente a él."

Raymond Queneau



Un poema es muy poca cosa


Un poema es muy poca cosa 
Apenas algo más que un ciclón en las Antillas 
Que un tifón en el Mar de la China 
Un temblor de tierra en Formosa 

Una inundación del Yang Tse Kiang 
Que ahoga a cien mil chinos de golpe 
Zas
No eso no da siquiera tema para un poema 
Es muy poca cosa 

Nos divertimos mucho en nuestro peque?o pueblo 
Vamos a edificar una nueva escuela 
Vamos a elegir nuevo alcalde y cambiar los d?as de mercado 
Estamos en el centro del mundo ahora estamos cerca del río 
océano que corroe el horizonte 
Un poema es muy poca cosa.

Raymond Queneau



"Una hora después, he logrado meter a Joël en el taxi con ayuda de Mrs. Killarney. Le he preguntado si venía.
—No, gracias. Eso es para los jóvenes.
Ha cerrado de un portazo y le he dado al chófer la dirección de los Mac Adam. Le he pedido que se detuviera delante de la casa de tía Patricia para aprovechar una vez más sus comodidades, ya que me sentía cada vez más emocionada. Cuando he bajado, Joël y el chófer habían desaparecido. Los he sacado de un pub cercano, no sin antes haber absorbido tres güisquis para armarme de valor, y hemos llegado a nuestro destino con dos horas de retraso. Yo he pagado el taxi con mis últimos feoirlins.
Nos han recibido con una ovación formidable. Joël no ha tardado en desaparecer por el lado de las botellas, mientras que mis amigas, entonces he constatado que no me faltaban, me abrumaban con preguntas, besos y cumplidos. Me sentía muy intimidada pese a los güisquis y he advertido que era la única que no se había puesto polvos ni pintado los labios. Incluso Ignatia llevaba las uñas de rojo.
Cuando el entusiasmo suscitado por nuestra llegada se ha calmado un poco, alguien ha puesto un disco en el fonógrafo y algunas parejas se han puesto a bailar. Era una mazurca, justo lo que yo había aprendido: un glissé, un coupé arriba, un fouetté, un glissé, un coupé arriba, un jeté, seis tiempos y ocho movimientos. Con el gaznate seco, el corazón batiendo y la lengua como cuero, me preguntaba si iban a invitarme. Y me ha invitado, aunque no de inmediato, un muchacho al que nunca había visto.
Cuando me ha puesto el brazo en la cintura y he sentido su mano en el hueco de la espalda, mi emoción ha sido tan intensa que he estado a punto de desmayarme. Unos relámpagos me surcaban la columna vertebral, mis ojos espejeaban, una bola de fuego me asaba las intimidades. He empezado con algunos pasos de galope de la cuadrilla de lanceros. No hemos tardado en tropezar, pero mi caballero (¡oh!) me ha estrechado más fuerte para impedir que me cayera. De repente los entresijos de mi ser se han humedecido y, echando la cabeza hacia atrás, casi he puesto los ojos del revés, mientras mis extraviados pies, intentando en vano encontrar el enésimo movimiento del compás equis, sólo daban con los magullados dedos de los pies de mi caballero (¡oh!).
—Agota, ¿eh? —me ha preguntado amablemente.
—¡Aaaah! —he dicho.
—¿No le gustaría un glass para reponerse? —me ha propuesto.
—Buena idea —he respondido.
Me ha soltado y, cogiéndome por el codo (como a una novia, ¡oh!), me ha conducido al bufé. Abel servía. He pedido un güisqui y mi caballero (¡oh!) otro. Tras haberse soplado una fracción notable del vaso, me ha preguntado:
—¿Usted es la hija del vampiro?
—Parece.
—Mi nombre es Steve.
—El mío Sally.
—Nunca la había visto aquí.
—Quizá no.
—Bhfuil tü ag foghluim na Gaedhilge?
—Táim le tamall.
—¿Con Padraic Baoghal?
—Parece.
—Yo también. Me tomará como alumno en el lugar de Barnabé Pudge. ¿Le conoce?
—¡Si lo conozco! ¿El ferretero?
—Es un oficio —ha dicho Steve.
—¿Y usted qué hace?
—Vampirólogo. Me gustaría que me dijera algo de su papá, pues estoy ansioso de detalles inéditos y su padre se ha labrado una bonita carrera en la actividad que he adoptado como objeto de mi erudición.
—¡Que le den por el culo! —le he respondido.
—¿Perdón?
—¡Le he dicho que le den por el culo!
—¡Señorita!
Se ha inclinado graciosamente y se ha alejado. Me he quedado un instante sola. Abel, que servía copas por doquier, me ha propuesto llenarme el vaso, lo que he aceptado enseguida. He observado que se mantenía a una respetuosa distancia.
—¿Me tiene miedo? —le he preguntado animada por cierto calor interno debido probablemente al güisqui.
Ha farfullado algunas palabras con la botella en la mano. Me he acercado a él.
—¿Quién es ese asqueroso?
Le he mostrado al llamado Steve, con el dedo.
—Un amigo de Patricia. Un estudiante de vampirología.
—¿Es por eso que le intereso?
—Yo… eh… no lo sé.
He pensado que había llegado el momento de flirtear. Con el que fuera, me daba igual. ¿Y por qué no con ese Abel a quien apenas conocía? En ese momento he intentado recordar algo: ¿dónde lo había visto la última vez? Estábamos sentados el uno al lado del otro, si no recuerdo mal, pero ¿dónde? No podía dar con ello. Así, pues, he continuado:
—¿Y a usted no le intereso?
—Sí… sí… mucho.
—No sólo papá es interesante, ¿no cree?
—Sí… sí… claro.
Acababan de poner otro disco, era un boston. Me encanta el boston. Creo que me gusta tanto como los arenques al jengibre, y la idea de bailarlo con un señor de un físico agradable me ha herido la médula espinal hasta el punto de que no he podido dominar mis palabras, pese a saber que llevaba el flirt más allá de los límites permitidos.
—¿Bailamos esto? —le he propuesto a Abel.
Lanza a su alrededor la mirada del hombre que se está ahogando, luego, no viendo llegar ningún auxilio, coloca la botella en la mesa y, enlazándome, arrancamos. Yo había comprendido que era tímido. Efectivamente, me pisaba fluidamente los pies. A fin de darle confianza, me he apretado contra él, muy fuerte, y no he tardado en recordar las circunstancias en que lo había contactado la primera vez: ¡claro! ¡En el último té de la señora Baoghal!"

Raymond Queneau
Obras completas de Sally Mara