"La primera vez que hice la proyección, convertí medio litro o una cantidad así de mercurio en plata pura, mejor que la de la mina (...), y luego, siempre siguiendo al pie de la letra mi Libro, la hice con la Piedra roja, utilizando una cantidad parecida de Mercurio, en presencia de Perenelle sola, en la misma casa, el vigesimoquinto día de abril siguiente del mismo año, a las cinco de la tarde, transmuté verdaderamente en casi tanto oro puro, mejor ciertamente que el oro común, más tierno y dúctil. lo consumé tres veces con la ayuda de Perenelle, que lo veía igual que yo."

Nicolás Flamel


"Mientras que hasta entonces, yo, Nicolás Flamel, notario, tras la muerte de mis padres me ganaba la vida mediante el arte de la escritura, haciendo inventarios, poniendo cuentas en orden y sumando los gastos de tutores y discípulos cayó en mis manos, por la suma de dos florines, un libro dorado, muy antiguo y muy grande. No era de papel ni de pergamino, como otros, sino que solo estaba hecho de delicadas cortezas —eso me pareció a mí— de árboles jóvenes. La cubierta era de bronce, bien encuadernada, y llevaba grabadas letras o figuras extrañas; por mi parte creo que bien podrían haber sido caracteres griegos o de algún otro idioma antiguo. Estoy seguro. No podía leerlos y soy consciente de que no eran notas ni letras de los romanos ni de los gajos, porque de ellas entendemos un poco.

»En cuanto a su contenido, las hojas de corteza llevaban grabadas y escritas —con admirable diligencia— con una punta de hierro unas letras latinas coloreadas, hermosas y cuidadas. Contenía tres veces siete hojas, porque así estaban contadas en la parte superior de cada una; en la séptima hoja del primer grupo había pintada una virgen con una serpiente que la devoraba; en la séptima hoja del segundo grupo había una cruz con una serpiente crucificada, y en la séptima hoja del último grupo había pintados desiertos, en medio de los cuales había hermosas fuentes, de las que salían montones de serpientes que subían y bajaban y corrían de aquí para allá. En la primera de las hojas estaba escrito en grandes letras mayúsculas doradas: “Abraham el Judío, príncipe, sacerdote, levita, astrólogo y filósofo, a la nación judía, dispersa por la ira de Dios entre los galos, envía salud”. A continuación, estaba llena de grandes imprecaciones y maldiciones —se repetía a menudo la palabra maran atha— contra quienquiera que leyera lo que estaba escrito, a menos que fuera un escriba o un religioso ofreciendo un sacrificio.

»El que me vendió aquel libro no sabía lo que valía, ni yo tampoco, en el momento de comprarlo. Pensé que había sido robado o sustraído a los pobres judíos o hallado en alguna parte del lugar antiguo en el que moraban. Dentro del libro, en la segunda hoja, él consolaba a su pueblo, le aconsejaba que evitara los vicios y, sobre todo, la idolatría y que esperara con dulce paciencia la llegada del Mesías, que derrotaría a todos los reyes de la tierra y reinaría con Su pueblo lleno de gloria y por toda la eternidad. No cabe duda de que se trataba de un hombre muy sabio y comprensivo.

»En la tercera hoja y en todas las demás que llevan algo escrito, para ayudar a su pueblo cautivo a pagar los tributos a los emperadores romanos y a hacer otras cosas de las que no hablaré, les enseñaba en palabras corrientes la transmutación de los metales: pintó los recipientes por los lados y les reveló los colores y todo lo demás, salvo el primer agente, del cual no dijo ni una palabra, pero solo —como dijo— en la cuarta y la quinta hoja lo pintó entero y lo representó con muchísima astucia y esmero, de tal modo que, aunque estaba representado y pintado bien y de forma inteligible, no pudiera comprenderlo jamás nadie que no fuera experto en su Cábala, que se transmite por tradición, y que no hubiera estudiado a fondo sus libros.

»Por consiguiente, la cuarta y la quinta hoja no llevaban nada escrito, sino que estaban totalmente llenas de hermosas figuras iluminadas, o como si estuviesen iluminadas, porque el trabajo era exquisito. Primero pintó a un joven con alas en los tobillos, que tenía en la mano un caduceo con dos serpientes enroscadas, con el cual golpeó un casco que le cubría la cabeza. Según mi escaso entendimiento, parecía el dios pagano Mercurio; hacia él se dirigía corriendo y volando con las alas desplegadas un anciano de gran tamaño que llevaba un reloj de arena sujeto sobre la cabeza y en la mano un libro (o una guadaña), como la muerte, con el cual, de forma terrible y furiosa, habría arrancado los pies de Mercurio. Del otro lado de la cuarta hoja pintó una hermosa flor en lo alto de una montaña muy alta y muy castigada por el viento norte: tenía el pie azul, las flores blancas y rojas, las hojas brillantes como el oro puro y a su alrededor hacían sus nidos y sus moradas los dragones y los grifos septentrionales.

»En la quinta hoja había un hermoso rosal florecido en medio de un jardín agradable, que trepaba por un roble hueco, a cuyos pies hervía una fuente de agua casi blanca, que descendía hacia las profundidades, aunque pasaba primero entre las manos de infinidad de personas que escarbaban la tierra en su busca, pero, como eran ciegas, nadie la reconocía, salvo de vez en cuando una que tenía en cuenta el peso. Del último lado de la quinta hoja había un rey con una espada enorme, que hacía que unos soldados asesinaran en su presencia a una multitud de niños pequeños, cuyas madres lloraban a los pies de los soldados implacables: otros soldados recogían después la sangre de aquellos niños y la ponían en un gran recipiente, en el cual iban a bañarse el sol y la luna.

»Y como esta historia representaba en su mayor parte la de los inocentes que Herodes hizo matar y como en este libro aprendí la mayor parte del arte, esta fue una de las causas por las que puse en su camposanto estos símbolos jeroglíficos de su ciencia secreta. Y así puede ver el lector lo que había en las cinco primeras hojas.

»No voy a presentar al lector lo que estaba escrito en todas las demás hojas en un latín correcto e inteligible, ya que Dios me castigaría por cometer una maldad mayor que la de aquel que —según dicen— quería que todos los hombres del mundo tuviesen una sola cabeza, para poder cortársela de un solo golpe. Al tener conmigo este hermoso libro, no hacía otra cosa —ni de día ni de noche— más que estudiarlo, comprendiendo muy bien todas las operaciones que mostraba, aunque sin saber por dónde empezar, lo cual me ponía apesadumbrado y solitario y me hacía exhalar más de un suspiro. Mi esposa Perrenela, a la que amo como a mí mismo y con la que me había casado hacía poco, estaba muy asombrada, me consolaba y preguntaba de todo corazón si podía de alguna manera librarme de lo que me preocupaba. No pude contenerme y se lo conté y le enseñé este hermoso libro, con el cual, en el preciso instante en que lo vio, se entusiasmó tanto como yo mismo; disfrutó mucho contemplando la hermosa cubierta, los grabados, las imágenes y los retratos, aunque los comprendía tan poco como yo: sin embargo, fue para mí un gran alivio poder hablar con ella y entretenerme pensando en lo que debíamos hacer para poder interpretarlos."

Nicolás Flamel
El libro de las figuras jeroglíficas
Tomada del libro Las enseñanzas secretas de todos los tiempos de Manly Palmer Hall, página 670