"El amor es un camino pedregoso."

Louise Erdrich
Filtro de amor


"Es un mundo triste, sin embargo, cuando uno no tiene éxito en el amor, incluso después de haber intentado tantas veces como yo."

Louise Erdrich
Filtro de amor



"La tristeza se come el tiempo. Ten paciencia. El tiempo se come la tristeza."

Louise Erdrich
El hijo de todos




“La vida te romperá. Nadie puede protegerte de eso, y vivir solo no ayudará, porque la soledad también te quebrantará con su nostalgia. Necesitas amar. Debes sentir. Es por esto que estás en la tierra. Estás aquí para arriesgar tu corazón. Estás aquí para ser engullido. Y cuando seas roto, o traicionado, o abandonado, o herido o rozado por la muerte, siéntate bajo un manzano y escucha las manzanas caer y amontonarse alrededor de ti, derrochando su dulzura. Di que lo has probado tanto como has podido.”

Louise Erdrich


"Lo correcto y lo incorrecto eran diferentes tonos, no lados de una moneda."

Louise Erdrich
Filtro de amor


"Lo que yo estoy haciendo ahora es para el futuro, aunque puede que a ti te parezca nimio o insignificante o absurdo."

Louise Erdrich
La casa redonda





"Resulta extraño y curioso que algo pueda crecer con tal fuerza incluso cuando está plantado en el lugar equivocado. También centrifugaba ideas."

Louise Erdrich
La casa redonda


"Seis días más tarde estaba harto de Eli. Cada día de nieve me parecía interminable, encerrado con ese chico quejumbroso. Eli iba de un lado a otro, murmuraba, dormía, y además comió hasta dejar completamente vacío mi armario, hasta la última patata, y también el paquete de provisiones que me había traído, y que de no ser por él me habría durado todo el maldito mes. Pasamos dos días sin otro alimento que unos mendrugos de pan con grasa. El séptimo día le di su rifle. Lo miró sorprendido, pero finalmente se marchó hacia el norte. Yo también salí a ver las trampas. Capturé unas hojas de hierba, un montoncillo de piel gris, un pequeño esqueleto que un búho había limpiado en una noche, y un conejo agusanado que no se podía comer. Volví a casa, encendí el fuego, bebí un poco de té de agujas de pino y pensé que al final de ese invierno, que parecía peor de lo que había temido, podría verme obligado a cocer mis mocasines. Eso, por lo menos, era un acierto. Jamás había querido usar las botas de cuero teñido de la tienda. Ésas pueden matarte. Un rato más tarde, fui a mirar el saco de harina que, como sabía, estaba vacío. Todavía estaba vacío. Entonces me acosté.
Tenía en la mano un trozo de carbón con el que me ennegrecí la cara. Me puse encima del pecho mi bolso de nutria y dejé cerca el crótalo. Empecé a cantar en voz baja llamando a mis protectores, hasta que las palabras que salían de mi boca ya no eran mías, hasta que el crótalo empezó a sonar y la canción se cantó sola, y allí, en los profundos barrancos brillantes, vi claramente las huellas de las raquetas de Eli para la nieve.
Erraba al azar, debilitado por el estómago vacío, sin pensar de dónde soplaba el viento ni llamar a las nubes para que cubrieran el cielo. No sabía qué iba a cazar, ni qué señal buscar o seguir. Dejó que la nieve lo deslumbrara y estuvo a punto de dejar caer el rifle. Y entonces la canción lo alcanzó y lo sostuvo hasta que comprendió, por la profundidad de la nieve y su corteza dura y ligera, por el viento alto y las nubes que rodaban, que todo a su alrededor era perfecto para la cacería del alce.
Había visto antes las huellas, junto a una laguna helada. Fue allá, sabiendo que el alce es obtuso y no tiene imaginación, aunque su oído es particularmente fino. Caminó cuidadosamente por el borde de la depresión. Ahora estaba pensando. Su visión se aclaró y vio el rastro que pasaba sobre el hielo y regresaba a la maleza y a los matorrales. De inmediato echó a andar en la dirección del viento y paralelamente al rastro; luego volvió a buscarlo. Así lo rastreaba: sin seguir directamente las huellas, siempre atento al viento y cauteloso con el áspero suelo, ganando terreno mientras el alce pisaba torpemente y quebraba la corteza a cada paso hasta que finalmente se detuvo a comer junto a unos arbustos jóvenes.
Entonces la canción creció. Hice un esfuerzo. A Eli le pesaban los brazos y las piernas, y sin alimento no podía pensar. Tenía la mente en blanco y temí que cometiera un error. Él sabía que después de comer, el alce siempre va a favor del viento para descansar. Pero los árboles eran más densos, pequeños y enmarañados, y las sombras eran de un azul más oscuro y se alargaban.
El abrigo de Eli, obra de Margaret, estaba hecho con una vieja manta gris del ejército forrada con pieles de conejo. Cuando se lo quitó y se lo puso del revés, para que sólo las suaves pieles rozaran las ramas y no lo traicionaran mientras se acercaba, albergué más esperanzas. Se quitó las raquetas y las colgó de un árbol. Guardó el sombrero en el bolsillo, preparó el rifle y, alerta a los movimientos, a la gran forma, avanzó lentamente."

Louise Erdrich
Huellas


"Tal y como ella lo veía, no podía regresar a Alemania sola, sin haber sido capaz de encontrar esposo en esta nueva tierra de promisión donde la guerra no había reducido el número de hombres vivos. No podía volver con las manos vacías. Unos hijos sin madre servirían. En su condición de heroica protectora de los hijos de su hermano, podría integrarse en la vida social del pueblo como su tía, y no como una tía solterona sino como una tía con personas a su cargo. Tendría una posición social. Si no, ¿qué le quedaba?
A veces, en su pequeña y austera casa, en la sala de estar dominada por el barato escritorio de maestra, comprado de segunda mano además, su mente saltaba como una rata enjaulada. No podía continuar llevando las cuentas de esa manera, secándose cada día un poco más, volviéndose tan quebradiza como las páginas donde escribía y tan tiesa como los números que sumaba o restaba. Y, sin embargo, la verdad sea dicha, ¿qué había de atractivo e importante en tener marido? Todas sus amigas estaban casadas y no hacían más que quejarse de los comentarios soeces de los hombres, de sus costumbres vulgares o de sus ausencias, o alardeaban del tipo de comida o de las cantidades que eran capaces de ingerir. Tante no encontraba ninguna verdadera utilidad a tener marido, a no ser que fuese rico. Y, sin un esposo rico, sólo le quedaba hacer el balance de los libros de contabilidad de tres precarios negocios —la ferretería Krohn, el café Olson y la carnicería—, que a duras penas podían pagarle la miseria que cobraba. Llegó a la conclusión, por tanto, de que la única forma de abandonar su triste habitación era buscarse un marido pudiente, o deshacerse de Delphine y alejar de algún modo a Emil y Erich de su padre mientras fueran todavía lo bastante jóvenes como para encandilar a los demás y no tan mayores como para crearle problemas a ella.
Por supuesto, había otro modo. Podía ganar dinero por sí misma. Pensó en ello. Ganar dinero. No se le ocurría ninguna idea. Siguió dándole vueltas y concluyó que era su única esperanza. El deseo de ganar dinero comenzó a girar en su cabeza con una virulencia frenética. Soñó con dólares, soñó con océanos, soñó con bajar de un transatlántico en Alemania vestida con un abrigo de piel. Por la noche, el dinero bailaba detrás de unos barrotes de hierro, fuera de su alcance. Una tarde, mientras comía una pálida rebanada de pan con una salchicha de ternera blanca, le vino a la cabeza una idea que le pareció tan descabellada y estrafalaria que la descartó de inmediato. Pero volvió. Y Tante acabó siendo incapaz de pensar en otra cosa.
Cuando se levantó a la mañana siguiente, Tante había tomado la decisión de vender la última joya que le quedaba de su familia, un camafeo que le había legado su abuela: un amplio y espectacular perfil esculpido de una mujer a la vez recatada y sensual. La talla era de exquisita factura y el rostro, sensible y, sin embargo, algo arisco. El pelo de color crema se fundía con el rosa de la concha. Tante había admirado el camafeo cuando era niña y, al sacarlo de su escondrijo, una diminuta grieta en la pared detrás del tocador, recordó cómo lo había acariciado suavemente, prendido en el encaje que rodeaba el cuello de su abuela, en una tarde soleada durante una merienda campestre. Tiempos ya remotos. Representaba para ella seguridad y bienestar, todo lo irreprochable y sólido en su vida en Alemania antes de la guerra. Lo llevaba a menudo, demasiado a menudo, para recordarlo. Renunciar a él no era baladí. Pero estaba decidida. Guardó el camafeo en un calcetín y metió éste en el bolso. Lo vendería, y con el dinero se compraría un vestido elegante. Con ese traje, acudiría al banco y no se marcharía de allí hasta conseguir un empleo que al fin la hiciese rica, puesto que de algún modo se encontraba cerca de una gran cantidad de billetes —todo el dinero del pueblo."

Louise Erdrich
El coro de los maestros carniceros