"El "Stellarium", a bordo del cual habían tomado plaza Antoine Lougre, Jean Gavial y Jacques Laverande, ha alcanzado el planeta Marte y los tres astronautas han comenzado la exploración del planeta. Han encontrado seres extraños, de aspecto casi humano, a pesar de sus seis ojos y la ausencia de nariz. Jean, imprudentemente adelantado, ha sido hecho prisionero. Jacques y Antoine han podido alcanzar el "Stellarium". Es Jacques quien habla."

Joseph-Henry-Honoré Boex, conocido como J.-H. Rosny aîné
Viaje al infinito



"-Es posible, si nos fijamos en sus armas; ese bombardeo de fluido del cual habla Jean parece el índice de una civilización actual. 
-¡Y qué cautivante es...! 
-¡Antropocentrista! -exclamó Antoine-. Los zoomorfos deberían parecernos más apasionantes. Estos, en algunos aspectos, son equivalentes a los terrestres..."

J. H. Rosny Aîné
Viaje al infinito


"La joven graciosa me repetía: 
-¿Qué somos nosotros delante de vosotros? ¡Pobres criaturas impotentes! ¡Qué bella debe ser la vida en la Tierra y qué dicha ser vuestra humilde amiga! 
-Mi querida amiga, no hay criaturas tan seductores como vosotras en nuestro planeta. ¡Ah! Sin duda ignoráis el encanto de nuestros ríos, la dulzura de nuestras praderas, de nuestras colinas llenas de bosques, la fiebre excitante de nuestros océanos, los crepúsculos que mueren tan dulcemente en el fondo del cielo, el encanto de las flores; pero esta belleza no alcanza a vuestra luminosa perfección... 
-Los ríos... aguas que corren... olas que se elevan y caen... tal como las has pintado, eso debe ser divino. Siento en mí renacer recuerdos que no son de mí misma, que vienen del fondo de nuestras edades, del tiempo en que Marte también conocía a las Aguas Vivas."

J. H. Rosny Ainé
Viaje al infinito


"Targ sentía el peso de la vasta soledad y de los montes implacables. Levantó melancólicamente la cabeza hacia la concha acústica del Gran Planetario. Ésta extendía su corola azufrada hacia las faldas de las montañas. Hecha de arcum y sensible como una retina, sólo recibía las señales lejanas de los otros oasis y, programada, apagaba aquéllas que el vigilante no debía responder. Targ la amaba como un emblema de las escasas aventuras todavía posibles para la criatura humana. En su tristeza, se volvió hacia ella como esperando valor y esperanza.
Una voz lo sobresaltó. Con leve sonrisa, vio que una joven mujer de andar rítmico subía hacia la plataforma. Llevaba libre la cabellera de tinieblas; su busto ondulaba flexible como el tallo de los largos cereales. El vigilante la miró con amor. Su hermana Arva era la única criatura que podía hacerlo vivir aquellos minutos súbitos, imprevistos y encantadores en los que, en el fondo misterioso, aún sobrevivían energías necesarias para la salvación de los hombres.
Ella exclamó con risa contenida:
-¡El tiempo está hermoso, Targ. Las plantas son felices!
Arva, con el negro de sus ojos palpitando, aspiró el apacible olor que emanaba de la materia verde de las hojas. Tres pájaros a la altura de los árboles se precipitaron sobre el borde de la plataforma. Del tamaño de los antiguos cóndores, con formas tan puras como las de los hermosos cuerpos femeninos; tenían inmensas alas plateadas con transparentes visos amatista y sus extremos emitían una tenue luminosidad violeta. Sus cabezas eran grandes, los picos muy cortos, muy suaves, rojos como labios, la expresión de sus ojos se parecía a la expresión humana. Uno de ellos, levantando la cabeza, lanzó sonidos articulados. Targ tomó la mano de Arva con inquietud."

J.H. Rosny
La muerte de la tierra



"Y el viejo Goun, que contaba mejor que todos los demás hombres, dijo que no quedaba un hombre de cada cinco, una mujer de cada tres y un niño de cada rama. Entonces fue cuando los que estaban despiertos comprendieron la inmensidad del desastre. Supieron que su descendencia estaba amenazada en su origen, y que las fuerzas del mundo se habían vuelto más formidables: tendrían que vagar, desnudos y débiles, sobre la tierra. A pesar de su fuerza, Faouhm desesperó. No confiaba ya ni en su estatura ni en sus brazos enormes; su rostro grande, en el que se aglomeraban los duros pelos, sus ojos, amarillos como los de los leopardos, mostraban una terrible fatiga, pensó en las heridas que le habían hecho la lanza y la flecha enemigas; bebió a intervalos la sangre que le brotaba todavía del antebrazo.
Como todos los vencidos, recordó el momento en el que había estado a punto de vencer. Los oulhamr se precipitaban a la carnicería; él, Faouhm, aplastaba las cabezas bajo su maza. Iban a aniquilar a los hombres, a raptar a las mujeres, a eliminar el fuego enemigo, para cazar en sabanas nuevas y bosques abundantes. ¿Qué hálito había pasado? ¿Por qué los oulhamr habían caído en el espanto, por qué eran sus huesos los que crujían, sus vientres los que vomitaban las entrañas, sus pechos los que aullaban de agonía, mientras el enemigo, invadiendo el campo, derribaba los fuegos sagrados? Eso era lo que el alma de Faouhm, espesa y lenta, se preguntaba. Se agarraba a ese recuerdo como la hiena lo hace a su carroña. No quería sentirse rebajado, no se daba cuenta de que tenía menos energía, menos valor y ferocidad.
La luz se elevó en toda su fuerza. Se extendía sobre el pantano, entraba en el barro y secaba la sabana. En ésta, y en la carne fresca de las plantas, estaba la alegría de la mañana. El agua parecía más ligera, menos pérfida y turbulenta. Agitaba rostros plateados entre las islas verde-grisáceas; lanzaba largos escalofríos de malaquita y de perlas, dejaba al descubierto los azufres pálidos, las micas escamosas, y su olor era más suave a través de los sauces y los alisos. Según fuera el juego de las adaptaciones y las circunstancias, triunfaban las algas, o chispeaban las azucenas de los estanques o el nenúfar amarillo, surgían las llamas del agua, los euforbios palustres, las lisimaquias, las sagitarias, se veían golfos de ranúnculos con hojas de acónito, meandros de telefios pilosos, de linos silvestres, de epilobios rosados, cardamomos amargos, de dróseras, selvas de cañas y mimbres entre las que pululaban las pulgas de agua, los chorlitos negros, las cercetas, los chorlitos reales, las avefrías de reflejos de jade, la pesada avutarda o las fúlicas de largos dedos. Las garzas acechaban al borde de las calas rojizas; las grullas retozaban y chasqueaban sobre un promontorio; el lucio dentado se lanzaba sobre las tencas, y las últimas libélulas huían dejando trazos de fuego verde en zigzags de lapislázuli."

J.H. Rosny
La guerra del fuego