Heart’s Needle
5
"De nuevo el invierno y cae la nieve;
Aunque todavía tienes tres años,
Ya estás creciendo
Extraña a mi.
Parloteas sobre nuevos amigos, cantas
Extrañas canciones; no sabes
Hey ding-a-ding-a-ding
O a dónde voy
O cuando te canté al acostarte, El zorro
salió en una noche fría,
Antes de salir a caminar
Y no te escribí;
No te preocupan borrascas y tormentas
Hace tiempo renovadas;
Afuera, la densa nieve trepa
En mis huellas
Y se arremolina en almacenes, sellados,
Oscuras boyeras, arrebujadas, quietas,
Más allá del campo vacío
El monte del zorro
Donde él retrocede y ve la pata,
Arrancada, incapaz de sentir;
Concedida a la trampa
desdentada, de acero azul."
William De Witt Snodgrass
Fragmento
La aguja del corazón
A Cynthia
Cuando no regresó a los buenos vestidos y a la buena comida,
a su casa y a su gente, Loingseachan le dijo,
“Tu padre ha muerto.”
“Lamento escucharlo,” contestó.
“Tu madre ha muerto,” le dijo el chico.
“Toda piedad para mi se ha ido del mundo.”
“Tu hermana, también, ha muerto.”
“El suave Sol descansa
En cada fosa,” dijo; “una hermana quiere
a pesar de no ser querida.”
“Suibhne, tu hija ha muerto.”
“Y una hija es la aguja del corazón.”
“Y, Suibhne, tu pequeño, que te llamaba “Papi” –ha muerto.”
“Ay,” dijo Suibhne, “esa es la gota que
hace a un hombre desplomarse.”
Y cayó del árbol;
Loingseachan tomó sus manos y lo esposó.
Del romance Irlandés, La Locura de Suibhne.
1
Hija de mi invierno, nacida
cuando los nuevos soldados caídos se congelaban
en los empinados barrancos de Asia y apestaban la nieve,
cuando me desgarraba
un amor que todavía no podía calmar,
un miedo que silenciaba mi acalambrada cabeza
esa guerra fría donde, perdido, no podía encontrar
paz en mi voluntad,
todos esos días en que mantuvimos
tu mente como un paisaje de nieve prístina
donde el granjero friolento encuentra, debajo,
sus campos dormidos
en su suave cubierta, blanca
como una manta que calienta la cama
del dolor o del nacimiento, inmaculada como papel extendido
para que yo escriba,
y piensa: he aquí mi tierra
sin marcas de agonía, la leve pisada
de la comadreja persiguiendo la pesada bota del trapero;
y he planeado
mis oportunidades de impedir
los tormentos del inclemente verano o
aumentar la cosecha antes
de que vuelva a nevar.
2
Finales de Abril y tú tienes tres años; hoy
plantamos tu jardín en el patio.
Para prevenir que perros realengos por la noche
y los túneles de los topos, dañen tus juegos,
cuatro delgados palos hacen guardia
levantando su delgado hilo.
Pero fuiste la primera en demolerlo.
Y después de batir bien la tierra
trajiste tu regadera para ahogar
a la tierra y a nosotros con ella. Pero estas semillas mezcladas
están metidas con leve marga en firmes filas.
Hija, hicimos lo mejor que pudimos.
Alguien tendrá que sacar las malezas y esparcir
los jóvenes retoños. Regarlos en la hora
en que cae la sombra sobre sus lechos.
Tendrás que mirarlos diariamente
porque cuando florezcan
yo estaré lejos.
3
El niño en medio de ellos por la calle
llega a un charco, levanta los pies
y cuelga de sus manos. Se sorprenden
del peso y se acercan,
retroceden para mecerlo a través del tiempo,
se atiesan y se separan.
Leemos sobre soldados de la guerra fría que
nunca avanzaron, nunca cedieron, se sentaron
firmes en sus frías trincheras.
El dolor se cuela desde alguna carie
a través de los dientes ordenados como regimientos
la mandíbula se cierra y muele
hasta que algo en alguna parte cede.
Es mejor que los pobres soldados vivan
en las manos de otro
que caigan donde irremediables poderes caen
sobre cosechas y graneros, en pueblos donde todo
arderá. Y ningún hombre permanece.
Por su bien, cortan y dividen
la tierra ganada y perdida. En cada lado
se devuelven prisioneros
excepto algunos nombres desconocidos.
El campesino vuelve atrás y reclama
sus campos quemados por extraños
y nadie parece estar muy complacido.
Es lo mejor. Aun, lo que no debe ser apropiado
crispa al puño vacío.
Tiré de tu mano, una vez, cuando odiaba
menos las cosas: un mero juego dislocó
el radio de tu muñeca.
Huesecillo de amor, hija, aunque me he ido
como deben hacerlo los hombres y te he dejado desdibujarte
para calmar a otros,
quizá sea bueno que una obra China
o el mismo Salomón pueda decir
yo soy tu verdadera madre.
4
Nadie puede decirte por qué
la temporada no espera;
la noche en que te dije
que debía partir, sollozaste de una forma aterradora
para quedarte hasta tarde despierta.
Ahora que el abanico está girando,
damos nuestro paseo
entre las flores municipales,
robamos una de su tallo,
tratamos de conversar.
Resollamos como gigantes bocones
dispersando con nuestro aliento
grises dientes de leones;
secuela de helados vientos es la primavera.
Dice el poeta.
Pero los ásteres, también, están grises,
un gris fantasmal. El frío de la noche pasada
pone en camino a
petunias y enanas caléndulas,
jorobadas y viejas.
Como nervios sujetos en un gráfico,
la escarcha ha borrado a
la mitad de la vid de campanillas
aun garabateada a través de sus rígidos cordeles.
Como líneas rotas
de versos que no puedo componer.
En su telar enmarañado
encontramos una flor para llevar,
con algunos capullos tardíos que quizás florezcan,
de vuelta a tu habitación.
Viene la noche y el rocío se endurece.
Me cuentan que la hija de un amigo lloraba
porque un grillo, quien
había trovado toda la noche frente
a su ventana, ha muerto.
5
De nuevo el invierno y cae la nieve;
Aunque todavía tienes tres años,
Ya estás creciendo
Extraña a mi.
Parloteas sobre nuevos amigos, cantas
Extrañas canciones; no sabes
Hey ding-a-ding-a-ding
O a dónde voy
O cuando te canté al acostarte, El zorro
salió en una noche fría,
Antes de salir a por una caminata
Y no te escribí;
No te preocupan borrascas y tormentas
Hace tiempo renovadas;
Afuera, la densa nieve trepa
En mis huellas
Y se arremolina en almacenes sellados,
Oscuras boyeras arrebujadas, quietas,
Más allá del campo vacío,
Del monte del zorro
Donde él retrocede y ve la pata
Arrancada, incapaz de sentir;
Concedida a la trampa
dentada de acero azul.
6
La Pascua ha vuelto de
nuevo; el río se eleva
sobre el terreno descongelado
y la ribera. Cuando viniste trajiste
un huevo teñido de lavanda.
Desde nuestra orilla gritamos para oír
nuestras voces que regresaban de las colinas para salirnos al paso.
Necesitamos el paisaje para multiplicarnos.
Bailaste por primera vez en esta orilla.
Mientras nueve meses llegaban al término, sabíamos
como a tus pulmones, inmersos
en el útero, les crecieron milagrosamente
sus inútiles pliegues hasta
que el feroz y helado aire se apresuró a llenarlos
como arbustos colmados de hojas. Decidiste tu hora,
aguantaste el aliento, y lloraste con toda la capacidad de tus pulmones.
Sobre el estancado muelle
todavía vemos las hambrientas golondrinas de la orilla
galantes en su libre
vuelo, nos hundimos en el lodo para seguir
al chorlito desde la hierba
que oculta el nido. Durante ese marzo hubo
lluvia; el río subió; podías escuchar los chorlitos volando
toda la noche lamentándose sobre la lodosa planicie.
Recuerda cómo el pájaro negro
de alas rojas gritaba, sacudiendo sus frágiles alas,
bajando en picado hacia mi cabeza -
Vi donde su fuerte nido se acuna, se mece
en altos juncos que deben hamaquearse
con los vientos soplando en todas direcciones.
Si sigues recordando, recuerda este lugar. Todavía
vives cerca – en la colina opuesta.
Tras la cortante tormenta de viento
del cuatro de julio, todo ese verano
a través de las cálidas y gentiles
tardes, escuchábamos grandiosas sierras eléctricas chillar
como langostas de acero. Cuadrillas
de rufianes hormigueaban para segar
ramas arrancadas por el viento disperso, para cortar
todas las espinosas ramas que pudieran arruinar el árbol.
En los escombros yace
el estornino, muerto. Cerca del parque
sorprendimos un día
a una altiva paloma morena salpicada de bronce.
Se agitó en mis manos
tan temerosa de que la dejara ir.
Su guardián vino. Y le ayudamos a meterla en su nido.
Me hacías ver cosas que yo pronto olvidaría.
Me hiciste recordar
una noche de otoño en que vine una vez más
a sentarme en tu cama;
una corona de sudor se alzaba en tus brazos y en
tu frente y tú jadeabas por aliento,
por socorro, como una niña atrapada, ahogándose ahí, bajo
sus cómodas sábanas de algodón.
Tus pulmones atascados e incapaces de respirar.
De todas las cosas, tan sólo
tenemos el poder de elegir cuando es tiempo de morir;
no hay nada más en este
mundo que podamos negar. Aun así, yo,
quien dice esto, tuve días en que no pude alzarme
de la cama para enfrentar a este mundo
ladrón. Hija, ya tengo otra esposa,
otra hija. Intentemos elegir la vida.
7
Aquí en el áspero polvo
está nuestro terreno de juego.
Te alzo en tu columpio y debo
empujarte a lo lejos,
verte retornar de nuevo,
darte impulso de nuevo, luego
esperar tranquilo hasta que vuelvas.
Tú, aunque ascendías
más alto, más allá de mí, a lo lejos,
caerás de vuelta a mí con estruendo.
Mal centavo, péndulo,
mantienes mi ritmo constante
para balancearte en el azulado Julio
donde gordos jilgueros vuelan
sobre el deslumbrante, fecundo
alcance de nuestras crecientes caídas.
Ahora nueva vez, en este segundo,
te sostengo entre mis manos.
8
Yo te insistía lo mejor que podía
aunque no servia de mucho;
no tolerabas tu comida
hasta que la dulce y fresca leche se agriaba
con jugo de limón.
Eso te alborotaba como una buena broma.
El primer junio en el patio
como Nerón en cuclillas durante una fiesta
te sentaste y masticaste el clavo dulce.
Eso ha terminado.
Cuando fuiste lo suficientemente mayor para caminar
fuimos al zoológico a alimentar
los conejos con hierba dulce;
vimos el par de monos, encerrados,
consumiendo su sal.
De vuelta a casa vimos las lentas
estrellas que nos seguían bajo la bóveda celeste.
Dijiste, vamos a atrapar una que esté bajita,
despellejarla
y preparárnosla de cena.
Como el proveedor ausente,
rara vez te convidaba a tales comidas;
comíamos en restaurantes locales
o traíamos los almuerzos que podíamos empacar
en una bolsa marrón
con un pan rancio y seco que le arrojábamos a los patos
en la laguna verde e inmunda.
Galletas para los puerco-espines y los zorros.
Caramelos para que los astutos mapaches
los frieguen y los enjuaguen
arrojándolos luego en sus mugrientos cubos
y contemplándolos entre sus garras.
Cuando me mude cerca de la cárcel
aprendí a freír
tortillas y pastelitos de manera que
pudiera prepararte meriendas en mi mesa.
Mientras me reconstituía de la desesperanza,
cuando fui capaz,
la única solución posible era
que vinieras lo menos posible.
En Halloween vienes una semana.
Te disfrazas de zorro
bermellón, lustrosa,
gorda y bizca en el desfile
o donde asoman las lámparas con malicia
vas con tu bolsa de puerta en puerta
recogiendo obsequios. Que bizarro:
cuando te quitas la mascara
mis vecinos olvidadizos se preguntan
de quién eres hija.
Por supuesto pierdes el apetito,
lloras y no quieres tocar tu plato;
como una ley local
coloco tu comida en un cajón naranja
en tu cuarto durante días. De noche
te tiendes dormida ahí en la cama
y te rascas el mentón.
Con toda certeza los crímenes de tu padre
te están
visitando. Tú me visitas de vez en cuando.
Se acabo el tiempo. Ahora nuestra calabaza me ve
trayéndote tu maleta.
Se aguanta la risa;
la frente se arruga, hundiéndose.
Este año rompiste tú primera corteza de nieve
del escalón para comértela.
Aunque nos manejamos bien por días
ansío dulces cuando te vas y sé
que estos pudren mis dientes. Así es, nuestra dulce
dieta nos provoca caries.
9
Aunque el seco terreno no tendrá
las pocas volutas secas de nieve
y no debe estar tan frío,
avanzo entumecido.
Un amigo me pregunta como he estado
y no lo sé
o no encuentro muy correcto preguntar.
O que sentido tendría saber.
Desde hace tres meses que volviste
las hojas y la nieve han caído;
Tus fotos pegadas sobre mi escritorio
aparentan ser las mismas.
De alguna forma me he venido a encontrar
a mí mismo en los salones del tercer piso
del museo,
caminando para matar el tiempo de nuevo
entre los perennes y resignados
animales disecados,
donde, a través del capricho
de una centuria, desplazamientos y
la conocida traición entre
guerras, ellos escuchan algún viejo mandato
y en sus apacibles reinos se congelan
en esta escena inmóvil,
Nature Morte. Aquí
junto a la puerta, su guardián,
el dodo moteado se alza
donde tú y tu media hermana corrieron
gritando y señalando. Aquí, el pasado año,
tirabas de mis manos
y tuviste tu primera y peor pataleta,
así que tus juguetes fueron puestos en los estantes.
Aquí en la primera jaula de cristal
los pequeños linces se arquean,
aun practicando sus gruñidos
de constante rabia.
El visón, aquí, inmenso,
empuja su ternero, ceja a ceja,
y lo mira a los ojos
para ver en que está pensando ahora.
Te forcé a obedecer;
No sé por qué.
Aun la esbelta leona
más allá de ellos, en la saliente
de pizarra y arbustos desérticos,
se detiene mirando siempre hacia el borde,
se para tiesa y bronceada y envidiosa
sobre su cachorro;
con cuernos enganchados en un alto brezo,
dos grandiosos alces saltan,
pegados en su odio perenne
hasta que el hambre los trae ambos al suelo.
Quien en igual debilidad se ata
nadie debería separarlo.
Pero separados en el océano
de hielo quebrado, el oso blanco se tambalea
más allá de los curtidos grupos
de sosas y dispersas focas árticas
detenidas aquí en un movimiento violento
como de tropas napoleónicas.
Nuestros estados han permanecido demasiado
en la guerra, temblando de odio y horror,
están paralizados en la bahía;
una vez que estemos fuera de alcance, dijimos,
creceremos fuertes y razonables.
Algún otro día.
Como los fríos hombres de Roma,
hemos ganado costosos campos para sembrar
de sal, nuestra única semilla.
Nada más que una herida crecerá.
Te escribo tan sólo los más amargados poemas
que no podrás leer.
Onán quien no procrearía
una hija para tomar el pan de su hermano
y ser el producto de su hermano,
se levantó y dejó su justa cama,
salió y derramó su semilla
en la helada tierra.
Apoyo al que no ha nacido,
A niños color masilla enroscados
en jarros de alcohol,
que no despiertan a ningún otro mundo,
sin cambios, donde ningún ojo está de luto.
Veo la placenta
que envuelve un gatito, muerto.
Veo las ramas de la doble garganta
de una potra de dos cabezas;
veo al chivo hidrocefálico;
aquí está la rizada e hinchada cabeza,
aquí, el cráneo bullendo;
piel de un cordero sin miembros,
un feto de caballo, momificado;
montados y unidos para siempre,
los perros siameses que andan,
estómago con estómago, mitad y mitad,
que nadie habrá de cortar.
Avanzo entre los tumores,
entre tejidos gangrenosos, bocios, quistes,
entre fístulas y cáncer,
donde el hombre de las malignidades despreciadas
está suspendido y persiste.
Y no conozco las respuestas.
Las ventanas se tornan blancas.
El mundo se mueve como un corazón enfermo
envuelto en hielo y nieve.
Tres meses hace que hemos estado apartados
a menos de una milla. No puedo pelear
o dejarte ir.
10
El vicioso invierno finalmente cede
al verde trigo invernal;
El granjero, cansado en los cansados campos
que no se atreve a dejar, comerá.
Una vez más las pistas frescas; imperan
los lechones, como jarras de cerveza negra,
pillan a su vieja marrana contra la barandilla
para hacerse de sus hinchados pezones
y los potrillos persiguen a las yeguas
que circulan en el pasto;
las temporadas nos traen de vuelta una vez más
como caballos de tiovivo.
Con boca de azafrán, hambre perenne,
llega la Primavera al parque;
asamos perros calientes en viejas perchas
y alimentamos a los cisnes con migas de pan,
pagamos nuestros respetos a los pavorreales, conejos,
y al curtido ganso de Canadá
quien tomó, el otoño pasado, nuestros hábitos de blancos domesticados
y ahora no desea libertad.
Como un rey, el gallo faisán
marcha junto a sus dudosas gallinas;
el puercoespín y el delgado zorro rojo
trotan alrededor de las jaulas de solteros
y el trencito pintado en miniatura
chilla en su carril oval:
dijiste, ¡me voy a Pennsylvania!
y saludaste. Y has vuelto.
Si te amaba, dijeron, me iría
a buscar mis propios asuntos.
Pues, una vez más este abril, hemos
vuelto a los osos;
castigados y cuidados, tras las rejas,
los mapaches, a pan y agua,
estiran sus delgados dedos negros hacia los nuestros.
Y tú aún eres mi hija.
William Snodgrass
La ciénaga
Contiendas y nenúfares
se aquietan en las pesadas aguas;
una treintena de ranas
saltan a cada paso que das;
el vientre de un pez resplandece
confundido entre los podridos troncos.
Allá cerca de las rocas grisáceas
ratas almizcleras se sumergen y giran.
Saliendo de su contorno de limo
una negra babosa de agua se arrastra
invertida sobre la superficie
hacia aquel alimento que ha de elegir.
Tú alzas los ojos; mientras caminas
el sol se estremece y cae preso
en el cerco de cañas de los árboles,
entre sus tallos muertos.
¿Hurgas en el barro, viejo corazón,
qué estás haciendo aquí?
William De Witt Snodgrass
Quien roba mi buen nombre
A la persona que obtuvo mi número de tarjeta débito y gastó $11,000 en cinco días
Mi pálida hijastra, recién salida del bus escolar,
masculló: “¡Bueno, esta es la última vez que digo que mi apellido
es Snodgrass!”. Así pues, que ese anónimo
varón mexicano que pródigamente reclama
mis líneas de clan, identidad y los dieciséis
dígitos que desbloquean mi cuenta bancaria,
se lo piense dos veces. Que menos que un nombre propio
ha sido tomado por tres exesposas, cada una por un monto
que excede todo lo que usted ha despilfarrado, cada una más que contenta
por cambiárselo de nuevo. Ese apellido que usted finge
puede tener más consecuencias que recibir burlas
de niños tontos o ser rastreado por detectives bancarios.
No subestime su historia: uno de los nuestros tocó
piano en la transmisión semanal de su prisión;
uno se enriqueció en un fraudulento quiz show; uno hizo
un desastre que costó la Serie Mundial. Mi propio pasado
lo podría someter a culpa por asociación:
si escribe algo más que cheques falsos,
abandone toda esperanza de ser publicado en una gran editorial
o premios —los críticos rehúyen del nombre como al sexo
sin condón. Quienquiera que roba mi cartera
ayuda a encadenarme de nuevo a mi mesa de escribir
para diversión y lucro. Así que reciba las gracias con mi maldición:
que su seudónimo lo ayude a enviarlo a su pluma.
William Snodgrass
Sentado afuera
Estas sillas de jardín y la chaise lounge
de voluminosa madera de secuoya fueron compradas para mi padre
hace veinte años, luego desplomadas en el patio
adonde él iba raras veces cuando aún podía trabajar
y nunca se quedaba un largo rato. Su brazo izquierdo
en un cabestrillo, luego talado, ahí fumaba o dormía
mientras el tiempo duraba, miraba qué autos pasaban,
leía los reportes de la bolsa, contaba pastillas,
luego dormitaba de nuevo. Yo no fui allá
en esas últimas semanas, harto de los delirios
que ellos aún tenían, su charla de planes
para algún tour en bote o un viaje a las Bahamas
una vez que se hubiera recuperado. Bajo nuestros sauces,
a este viejo conjunto le ha ido bien: nos hemos sentado en compañía,
leído o tomado notas —aunque los apoyabrazos
se ponen secos y astillosos o las llantas se caen
por lo que todo el armazón se debilita si se arrastra
a través del áspero terreno. Claro que los árboles,
también, pueden no durar: las hojas se huracanan,
las ramas se quiebran, la corteza perforada
se separa, luego se desprende. Yo mismo tengo un hijo
con cosas por las que preocuparme. A veces pienso
desde que me retiré, sentado aquí a la sombra
y sintiendo los vientos virar, que debo de haber estado lleno
de un pavor infantil de que podías encontrar a alguien muriendo
si te acercabas demasiado. Y no puedes estar seguro del todo.
William Snodgrass
Una casa con llave
Mientras conducíamos de regreso, cruzando la colina,
la casa aún
oculta entre los árboles, yo siempre pensaba
—un miedo de tonto— que podría haberse encendido
en llamas, alguien podría haber penetrado.
Como si las cosas debieran de ser
demasiado buenas aquí. Aún, siempre la encontrábamos
bien asegurada, sana y salva.
Mencioné eso, una vez, a manera de chiste;
hablamos, sin lugar a dudas,
sobre lo absurdo
de temerle a la envidia de un dios arisco
de nuestra buena fortuna. Desde la granja
de al lado, nuestros vecinos no vieron que algún mal
llegara a las cosas que queríamos aquí.
¿Qué teníamos que temer?
Tal vez debí haber pensado: todas
esas cosas se pudren, caen
—graneros, casas, muebles.
Los dos somos más fuertes que lo que éramos
separados; hemos crecido
juntos. Todo lo que poseemos
puede arder; sabemos lo que cuenta —una idea
de ese estilo. Dijimos tanto.
Hemos visto a amigos llevados a la traición;
sintieron que el amor les vació
algún yo que necesitaban.
Habíamos dicho que el amor, como un brote, puede alimentarse
del odio que entregamos y disfrazamos;
nos advertimos. Que tú podrías despreciarme
—odiar todo lo que más amamos—
ninguno de los dos lo pudo haber adivinado.
La casa aún está en pie, con llave, como estuvo en pie
intocada unos buenos
dos años después de que partiste.
Algunas cosas se perdieron en el acuerdo;
algunas cosas se escabulleron. Suficiente ha quedado
para que yo vuelva algunas veces. El robo
y el vandalismo eran de nosotros.
Tal vez debimos haberlo sabido.
William Snodgrass o W. D. Snodgrass
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