"Así, miré, como siempre, el programa de televisión en la última página del periódico y mi mirada tropezó con una palabra: Fitzcarraldo. Ver la película
Fitzcarraldo era la "otra" forma de aficionarse a la ópera, según las palabras que había pronunciado James Wastley y que yo no había olvidado porque habían sido dichas para que yo no las olvidara. Había asistido ya a la representación de Norma y aparecía la segunda oportunidad, la segunda opción. Y justamente aquel día, que era un día cualquiera, a simple vista, pero que no lo era. Primero, porque ya se había cumplido la primera parte de su profecía, si es que me ponía a exagerar; segundo, porque ya se habían producido una cadena de casualidades y todo cuanto me estaba sucediendo estaba sospechosamente ligado a mi viaje a Oriente. Me ponía a pensar, y todo encajaba, como en un rompecabezas, o todo podía encajar, porque empezaba a tener la sensación de que así era, de que todo encajaría, tarde o temprano.
Vi Fitzcarraldo en compañía de Félix. Mis padres se fueron pronto a dormir, en vista de que no había ningún programa de su gusto. Mientras yo aplicaba mi hipotética inteligencia y sensibilidad, mi percepción y mi gusto en entender qué era lo que James admiraba en aquella película —el heroísmo inútil, el carácter visionario, la fantasía voluntariosa—, Félix, a mi lado dormitaba. Dormido, todas las facciones relajadas, parecía más joven y más guapo y apenas enfermo.
Ése era uno de los mitos de James, si es que había sido sincero y admiraba a Fitzcarraldo, como decía admirar a aquel tío suyo que había muerto desahuciado y pobre en Bombay. Muchos mitos para un hombre de mirada desengañada y cínica, que sólo me había mirado una vez a los ojos, una sola vez, para lanzarme aquella frase sobre la ópera.
Terminó la película y desperté a Félix, que aseguró que no se había perdido nada de ella y que le había gustado mucho. Le recordé dónde estaba su cuarto, porque andaba desconcertado por el pasillo. Se volvió para decirme que de acuerdo, gracias, buenas noches, hasta mañana; todas las fórmulas de la despedida, y aún murmuró algo más, tal vez insatisfecho de no haber encontrado otra mejor.
Algunas veces me digo, al despertarme de un sueño largo y complicado, que debería anotarlo, pero lo he hecho en muy pocas ocasiones. Aquella noche soñé con el Mississippi, con aquel legendario barco de ruedas que avanzaba majestuoso por sus aguas. Alguien me cogió de la mano y yo me volví. No sé con quién esperaba encontrarme, pero no con aquella persona que seguía apretando mi mano, cada vez con más fuerza, pero sin hacerme ningún daño."

Soledad Puértolas
Queda la noche


"Cuando escribes, no te planteas si algo quedará, aunque en el fondo hay un afán de consistencia, de que no sea sólo un mero desahogo. El creador tiene la osadía de convertirse en portavoz del ansia de inmortalidad que todos tenemos."

Soledad Puértolas Villanueva



"La chica extendió su mano. Busqué sus ojos: seguía aburrida, cansada. Se quería ir de allí. En cuanto fuimos presentados, se fueron. Los miré un momento en su nuevo desfile entre las mesas. Cansados y satisfechos.
Pedí otro café y me fui a casa. En esa soledad, me sentí bien. La vida desfilaba ante mis ojos. Mi madre se había marchado con su pretendiente. Chicho Montano, aquel casi despreciado compañero de colegio, había remontado su depresión y acariciaba un futuro brillante. Federico seguía en su vorágine de amistades y proyectos. Yo tenía mucho qué hacer, pero, no sé por qué, fui a la biblioteca y busqué el libro encuadernado en piel que encerraba las obras de mi padre. Recordé al personaje de quien Matilde me había hablado una vez: el que, como el rey Midas, convertía en oro todo lo que tocaba. Salía en casi todas sus obras, pero en una de ellas un poco más. La encontré en seguida. La leí de un tirón y, sorprendentemente, me gustó. El autor no se había permitido más que un poco de filosofía y de nostalgia. El personaje, que era un poderoso magnate, intervenía en un par de ocasiones, forzando hacia el bien la vida del protagonista, más débil de lo que un protagonista de una obra de mi padre solía ser. En una de esas ocasiones le decía: «No es fácil para mí darte este consejo y no puedo pedirte que me obedezcas a ciegas, así que tendrás que confiar en tu instinto». Acto seguido, le decía que abandonara a la mujer que amaba o creía amar. Eso era lo de menos, eso empezaba a dejar de interesarme (aunque aquella noche, todo me interesó), pero, por alguna inexplicable razón, la frase me traspasó. La repetí varias veces, como si hubiera en ella alguna clave. Tal vez me impresionaba por la forma en que el personaje parecía, con ella, disculparse de su intervención o por la forma en que yo me imaginaba al vacilante protagonista mientras la escuchaba, sorprendido, un poco agradecido, y, finalmente, buscando con esfuerzo su instinto a través de aquella enmarañada situación que le había tocado vivir."

Soledad Puértolas
Todos mienten




"Las cosas van cambiando, pero no entiendo por qué tan despacio. No es que nos discriminen, es que las mujeres parecemos invisibles. O no te ven o destacan sobre todo que eres mujer. Como si eso fuera tu rasgo más importante como escritora. Eso no pasa con los hombres."

Soledad Puértolas Villanueva



"Me parece que fue después de la primera vez que el hombre del vino se sentó con nosotros, una noche, cuando comprendí que la sonrisa y las atenciones de Bernard no eran sino pasos y que, llegado un punto, todo se aceleraría. Parecía tan inevitable que me entró una súbita necesidad de calma. Presentía el torbellino, el aturdimiento de las emociones, y quería que todo fuera muy despacio, que esos preliminares durasen mucho. En cierto modo, prefería que las cosas se quedaran siempre así, que no alcanzasen el torbellino. Era eso de lo que habíamos hablado tú y yo cuando nos conocimos. Te lo dije, Elena, ya no quiero historias ni líos que parece que van a ser cortos y luego duran, aunque sólo sea por dentro, duran y hacen daño durante mucho tiempo. Me gustan las emociones que ahora presiden mi vida, no quiero nada más, nada de aventuras nuevas, por fugaces que sean. Nunca son lo bastante fugaces. Siempre dejan huella.
Pero Bernard no lo aceptó. Y lo cierto fue que cuando me vi en mi cuarto, sola, después de haberme despedido de él en el pasillo, dejándole allí, sus ojos llenos de reproche, como si yo le hubiera engañado, como si lo hubiera planeado todo con premeditación y hubiera iniciado el acercamiento y la seducción con la sola intención de decirle adiós a unos pasos de la recompensa, me arrepentí de no haberle dejado entrar. Hubo, eso es cierto, un instante de alivio. Apoyada contra la puerta cerrada, respiré profundamente. Había escapado de las turbulencias, estaba a salvo.
No oí sus pasos por el pasillo cuando cerré la puerta de mi habitación, no podía oír nada, porque el corazón se me salía del cuerpo y me asusté, ¿por qué me latía tanto?, ¿de qué peligro huía? Bueno, todo había pasado. Tenía que recuperar la normalidad. Pero de pronto no lo soporté, ¡la normalidad!, ¡qué horror! Había tocado lo extraordinario y ahora estaba condenada a la normalidad. Esa misma noche supe que allí no se acababa nada, que eso era únicamente el comienzo. Se había hecho demasiado tarde para invocar la calma, para intentar detener nada.
Hubiera querido borrar el tiempo que acababa de transcurrir, abrir la puerta y abrirle los brazos a él, preguntarle por qué me había escogido. En su grupo, había chicas más jóvenes y más guapas. Pero Bernard me había mirado a mí, a una cantante mexicana que está de gira por Europa, un ave solitaria, una mujer más cerca de la madurez que de la juventud.
Me acaba de recorrer un escalofrío, Elena. Se me ha ocurrido una idea que te va a parecer absurda. A lo mejor es por el cansancio del viaje, llevo horas sin dormir, mis pensamientos andan algo desordenados… Hablamos mucho tú y yo, Elena, pero no te lo conté todo. No tuvimos mucho tiempo, te fui contando cosas en ratos perdidos, cosas sueltas, desligadas. Algunas eran tan complicadas que no merecía la pena perderse por ahí, ¿qué más daba? Lo importante era lo bien que nos entendíamos, como si hubiéramos compartido muchas cosas desde el principio de los tiempos, como si hubiéramos sido amigas desde la infancia. El caso es, Elena, ahora te lo digo, que mi gira europea tenía un patrocinador muy personal. Sí, un amante. Sólo que a la mitad todo se torció. No voy a entrar en detalles, pero fue él quien me invitó a pasar esos días en aquel estupendo hotel, me pidió que aceptara, que dedicara esos días a pensar en él, en nosotros, antes de regresar a mi país. Me pedía que me tomara ese plazo. Naturalmente, yo conocía el resultado de esos días de meditación. Sabía que esa aventura sólo cobraba sentido porque tenía lugar lejos de casa."

Soledad Puértolas
Compañeras de viaje



"Nunca me han arrastrado las consignas, por eso no me siento desencantada."

Soledad Puértolas Villanueva


"Porque se diga lo que se diga, los libros dan respuestas. Aunque no sean soluciones, aunque no sean definitivas. Respuestas instantáneas, luces que relampaguean en la oscuridad. Una hermosa frase, un pasaje de una novela, un verso: allí está, de pronto, la verdad. Y todo el sin sentido, y todo el desorden, se convierten, repentinamente, en belleza."

Soledad Puértolas
Recuerdos de otra persona
















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