"En cierta ocasión, en una cena de gala donde acudieron varios embajadores, le tocó sentarse junto al Nuncio del Vaticano a un lado y una exhuberante señora al otro, esta última llevaba un precioso crucifijo de oro colgado a su cuello y que reposaba en su esplendido escote.
Viendo que el Nuncio no cesaba de fijarse en el crucifijo, la señora le preguntó:
-“Ilustrísima, veo que le gusta la imagen del crucificado que llevo”.
A lo que don Segismundo espetó acto seguido:
-“Y no sólo el crucifijo en sí, sino también las dos colinas del Calvario donde luce”."

Segismundo Moret y Prendergast

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