ANTROPOLOGÍA DE LAS ADICCIONES



Quizá el miedo más característico de la persona adicta sería el “miedo a toda verdad”... , que no es sino el miedo a enfrentarse a su realidad adictiva. El miedo sería el sustrato de su esclavitud existencial, y lo evidencia la destrucción de su personalidad a la que se ve sometida. Por este camino, enseguida concluiremos que todos somos susceptibles de seguir alguna conducta de tipo adictivo. Pero la diferencia entre dejarse llevar y autodominarse estriba en saber someter los fantasmas que nos obsesionan al crisol de la razón y así espantarlos. Toda persona alguna vez en su vida siente el miedo del instinto adictivo, pero cuando no lo consiente es porque de hecho prevé que lleva enroscado en sus entrañas una radical desesperanza. De igual modo, la persona adicta en vías de rehumanización experimenta que puede luchar y vencer a sus fantasmas más íntimos cuando se posicionan sobre ellos los destellos de la esperanza.

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(...) Las características psicosociales de cada persona son las que determinan y modulan la vía concreta y particular hacia un tipo de adicción.

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(...) Sólo una concepción de la persona esperanzada puede fundamentar a la persona adicta en la esperanza. Nadie puede dar lo que no tiene.

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El fenómeno adictivo conmociona la vida de los seres adictos, de sus familias y de la sociedad entera. Esta pandemia, cuyos daños no se pueden evaluar sólo cuantitativamente, es sobre todo dolorosa por lo que significa de pérdida de personas que en vez de ser libres y generosas derivan en esclavas, egóticas y solitarias, en un proceso de vertiginosa destrucción tanto personal como social. El empastamiento de la persona con las adicciones puede ofrecer todo tipo de explicaciones científicas, pero especialmente una antropológica: huir de la realidad. De tal modo que las conductas adictivas y las adicciones de cualquier tipo que sean –la distinción legales/ilegales, blandas/duras, es un mero metalenguaje- son sobre todo un anestésico a la fatiga de vivir, y una escapatoria para aplazar a un eterno mañana la asunción de las responsabilidades personales cotidianas.

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Las adicciones son posiblemente la nueva esclavitud que tendrá enganchada a media humanidad en el siglo XXI

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Lo primero que genera toda dependencia es una situación de soledad en la cual la persona dependiente se encuentra en una neurótica lucha por conseguir la nada, que desembocará antes o después en estados de angustia existencial

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La filosofía, la psicología y la sociología confirman que la primera causa que empuja a los jóvenes y adultos al mundo adictivo es la falta de claras y convincentes motivaciones de vida, la falta de puntos de referencia, el vacío de los valores, la convicción de que nada tiene sentido y que, por tanto, no vale la pena vivir, el sentimiento trágico y desolador de ser viajeros desconocidos en un universo absurdo que empuja a las huidas exasperadas y desesperadas.

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Adicción es cualquier realidad que hace a la persona esclava de sí misma en su cuerpo, en su mente y en su espíritu .
Las adicciones serían así cualquier tipo de dependencia frente a algo o a alguien, y los calificativos asociados a esa dependencia esclava serían: espiral de autodestrucción, pérdida del sentido de la vida, vacío existencias, trampa mortal, abismo de soledad o solipsismo adictivo, placer autista, etc. Términos que describen no sólo el proceso adictivo y las circunstancias que lo envuelven, sino que explican el fenómeno de las adicciones en su esencia.

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Salvando las diferencias evidentes entre los distintos tipos de ser adicto, desde el punto de vista existencial toda actividad compulsiva es una huida de sí mismo (...) Las adicciones sobre todo son un recurso utilizado para llenar un vacío existencia que germina en el interior de la persona. Al principio son un simple medio para, y posteriormente pasan a ser un fin, hasta llegar a ser –en el caso extremo- el único fin de la vida.

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“Las adicciones pueden parecer muy diferentes en la superficie pero ser provocadas por las mismas causas profundas.”

Washton y Boundy, pág. 47


Los terapeutas que trabajan desde la perspectiva de la rehumanización constatan a diario la eficacia de asociar la adicción con el vacío existencial.

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... hablar de adicciones nos toca de cerca de todos porque es hablar de muerte, es decir algo tan íntimo que forma parte de la estructura constitutiva de nuestro ser. Tanto la persona como la persona adicta conviven con la certeza de la muerte como destino, pero de muy distinta manera. Es decir, la persona construye su existencia como dueña de su ser personal en el mundo fáctico, mientras que la persona adicta la destruye, destruye su capacidad de ser mejor, por causa de una obsesión que domina sus intenciones.

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Las personas adictas buscan por lo general la incomunicación porque no han logrado expresar con sus palabras una parte importante de su vida emocional.

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La personalidad adictiva adopta papeles, actúa dramatizando, se enmascara o se esconde detrás de una fachada. Es decir, vive en la mentira existencial. Las personas que permanecen en el mundo de las adicciones no creen que su ser genuino sea aceptable para los demás y adoptan la actitud de ocultar. Pero esto es autodestructivo, porque una vez que renuncian a su ser verdadero, estas personas están condenadas a ser rechazadas por los demás, porque ya se han rechazado a sí mismas. “El problema real –dice Alexander Lowen- es el miedo a ser uno mismo, el miedo a que el verdadero ser esté manchado o sea inadecuado o inaceptable. Este miedo fuerza a la persona a esconder sus sentimiento auténticos, a enmascarar su manifestación y a aceptar el papel que se espera que desempeñe.2
Cuando vive en el mundo adictivo, es decir en la mentira, la persona adicta no siente la energía desperdiciada en el falso papel que desempeña. Pero con la pérdida de su autenticidad, pierde también el sentido del ser, y en su lugar se instala en una imagen, en una máscara que adquiere una importancia increíble. Una de las funciones de la máscara es ocultarle al esclavo de sí mismo aquellos aspectos de su personalidad que le son demasiado dolorosos o demasiado aterradores como para verlos y enfrentarlos. No sabe el despilfarro de energías mentales y sentimentales que significa para él desempeñar un papel o mantener una imagen que no es la suya. Le requiere tanta energía para mantenerse en la mentira que es poca la que le queda para intentar vivir en la verdad y la creatividad. Hasta que no consiga liberarse del lastre de esa imagen, no experimentará la alegría de verse libre, y el gozo de la experiencia del cambio. Como dice Erns Jünger “una afirmación –imprecisa, pero no falsa- se puede ir explicando frase por frase, hasta que finalmente se aploma y cae en el centro. Pero si una afirmación comienza con una mentira, hay que ir apuntalando con nuevas mentiras, hasta que finalmente todo el edificio se derrumba”. Y, a propósito de los lobos con piel de cordero, diríamos que en el mundo adictivo “las razones son sólo la fina piel de lo irracional”.

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Todo tipo de adicciones presenta el denominador común de provocar en la persona enganchada una existencia de desencuentros y vacía de sentido.

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Ciertamente la persona adicta quiere ayuda, pero al mismo tiempo, se muestra escéptica y desconfiada. Se esconde detrás de una imagen defensiva que le impide manifestar sus sentimientos auténticos. El sentimiento de culpabilidad es muy fuerte en ella, especialmente cuando no está bajo el efecto adictivo. Aunque trata de negar su culpa una y mil veces ante sí y ante los demás, cuando la percibe en su interior se siente agobiada. Este es un momento privilegiado para el acompañamiento terapéutico porque el ser adicto necesita expresar este sentimiento que lo oprime.

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Podemos definir la madurez como el estado de quien “se atreve a ser él mismo”. Todo lo contrario de quien se oculta de sí mismo mediante una imagen, máscara, careta, disfraz, fama, fingimiento, que adopta ante situaciones comprometidas de la vida. Todo ello es la resistencia interior a atreverse a ser lo que se es, en suma, a la autenticidad. Si se vive con máscara, ocultando lo que se es, se adultera la realidad y se envilece el ser personal. La elección radical, la libertad radical del ser humano: ser algo (un número, un objeto) o llegar a ser alguien (ser persona) aquí está el crecimiento y la madurez personales. La persona no puede elegir el color de sus ojos ni su altura física, ni su inteligencia ni su imaginación. Pero puede elegir lo más importante, lo que de verdad le hace madurar y crecer: sus sentimientos, sus motivaciones ante la vida, su calidad de amor, sus actitudes y sus aspiraciones íntimas.

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Si se mira con atención, se cae en la cuenta de que la mayoría de los males son casos de irresponsabilidad.

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El ser adicto encara la realidad claramente desde el punto de vista de la “exterioridad”: vive una existencia no comprometida que tiene como objetivo de toda acción la búsqueda instintiva del placer inmediato. La espontaneidad que lo dirige obedece al presentismo del instante y al interés egótico propio, por lo que su existencia no posee unidad: es una secuencia indeterminada de momentos yuxtapuestos.

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Es característica común de toda persona adicta la ambivalencia y la difuminación de límites, donde no se sabe bien dónde empieza y dónde acaba la cordura.

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La psicología y la psicoterapia no pueden avanzar mucho si parten de la extraña posición de deducir de las neurosis nuestra imagen de persona normal y saludable. Las personas en general, y los terapeutas en particular, somos propensas a no percibir los problemas que no se ajusten a nuestras técnicas. Con lo cual se corre el riesgo de acabar en una visión de la persona que es un espejo de nuestra cultura y de nuestras técnicas, es decir en una visión progresivamente vacía de la persona. La salud se convierte en el vacío que queda cuando se cura por ejemplo la neurosis.

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La psicología humanista y existencial no se preocupa directamente de las adicciones como hace por ejemplo la medicina, como tampoco de las neurosis ni de las enfermedades del alma como hace la psiquiatría, sino de comprender al ser adicto en su existencia singular y concreta tal y como se experimenta a sí mismo y a los demás, y es experimentado por los demás.

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El gran fracaso de la Psicología es que influye en la sociedad sin tener una idea clara de la persona, ni un modelo de persona. “Una buena metáfora –dice Marina- de la situación nos la proporciona la potente American Psychological Associaton, compuesta por cuarenta y tantas divisiones que no se hablan entre sí. Las grandes teoría de este siglo han estudiado un ser humano fragmentado”.

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El lenguaje de estas ciencias tiende a cosificar al ser humano empezando por el mismo concepto de persona, que es sistemáticamente negado a favor del concepto de sujeto o el concepto de individuo (o los conceptos de “paciente”, “discente”, “usuario”, “neurótico”, “consumidor”, etc). Este lenguaje, repetido sistemáticamente en los manuales y en las obras académicas, se ha rodeado de un halo de prestigio inmerecido porque es a todas luces un lenguaje reduccionista. Mi idea es sustituir en los manuales estos conceptos desgastados, por el concepto de persona, sin más. Tiene la ventaja añadida de que la palabra es de género femenino, es decir más amable y acorde con la humildad de lo natural. El resultado puede ser sorprendentemente positivo, pues no sólo comprobamos que ello no es un freno de mano para la investigación básica teórica, sino que tanto la psicología como la medicina, la educación o la sociología serían entonces de verdad ciencias de la naturaleza humana y no de las “cosas humanas”.

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El deseo de placer y el de poder por sí mismos surgen cuando se ha frustrado el deseo de sentido.

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Sintetizamos las actitudes básicas de las personas adictas a través de algunas tendencias psíquicas generales como las siguientes:

En primer lugar observamos un comportamiento impulsivo: las personas adictas quieren todo y lo quieren enseguida; no soportan ni la espera ni la actividad mental de larga duración, que les resulta pesada y penosa. Tratan de satisfacer deseos que, en sí mismos, no pueden ser satisfechos, y eso explicaría sus actitudes y el ritual obsesivo y compulsivo de su adicción. Otro rasgo sería la falta de tolerancia frente a frustraciones. Lo mismo diríamos de su inestabilidad afectiva y su alteración de la identidad, entre otras causas mediante juicios erróneos sobre sí mismas, por exceso o por defecto de estima de sí. Además, la personalidad adictiva padece un estado depresivo habitual, con la exigencia de dependencia respecto de grupos y líderes, y una relación devaluada con sus semejantes, actitud que se expresa a veces a través de un carácter paranoico de la personalidad.

El ser adicto, además, es muy influenciable de un modo u otro, y se identifica con la opinión de la última persona que le ha hablado, signo de una ambivalencia y una fluctuación en los deseos  y en los pensamientos. Y por su escasa autoestima se siente por lo general amenazado e incluso pone en duda el valor de su existencia (“más valdría no haber nacido”), es decir, vive en la insatisfacción y en la tensión producida por su baja autoestima, casi diríamos por su autodepreciación crónica. En general es crédulo y generoso, pero incapaz de decir “no”. Tiende a hacer muchos proyectos, pero los deja todos a mitad de camino, y reacciona como un niño mimado, exigente, egoísta, sin sentido de culpabilidad. También es un ser en quien hay ausencia total de motivaciones. No puede contar con su voluntad, dado que está minada por las agresiones masoquistas; su yo debilitado genera un sentimiento de impotencia y a veces de rebelión. En fin, no suele manifestar interés por los demás, entre otras causas porque su mundo cognitivo y su inteligencia están dominados principalmente por todo lo que se refiere a su adicción.

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La superación de la actividad adictiva supone siempre un profundo y decisivo cambio personal que se fundamenta en primer lugar en la consideración de que la adicción puede ser abandonada definitivamente por la persona adicta.

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... La persona adicta vive en un estado psicológico permanente de mentira en su existencia. No es un estado patrimonio exclusivo del ser adicto, pero sí en la totalidad de los adictos. El primer autoengaño al que sucumbe la persona adicta es considerar que su adicción es un hecho aislado y aislable de otros aspectos de la propia vida. El segundo autoengaño es la identificación de un corto período de no consumo (o dejada de lado la conducta compulsiva por momentos) con el abandono definitivo de la adicción. Y, por último, se sumerge en el autoengaño de creer que a ella nunca le va a ocurrir un final catastrófico y que siempre aparecerá algo o alguien en su vida que hará que todo acabe bien. A esta creencia infantil, en el Análisis Transaccional se la denomina “fantasía de Papá Noel”, y es muy fuerte en un buen número de guiones de vida tanto en personas adictas como en las que no lo son.

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... Los padres y la Comunidad Educativa, profesores y padres al unísono, necesitan implicarse a fondo y cambiar de mentalidad. Necesitan situar el problema central de las adicciones en el ámbito existencial del alumno y del hijo, en su humanidad, o sea en el sentido o sinsentido de su vida, y no en las sustancias o conductas adictivas. Es la sensación de falta de sentido, y no la sustancia, la que empuja al joven a una profunda angustia existencial, que terminaría manifestándose en el recurso de la adicción. De ahí que la prevención podamos definirla como la urgencia de recuperar la dignidad de la persona en un contexto de sentido –familia y escuela- donde propiciar espacios para la creatividad y el crecimiento personales.
Si convenimos en que ser persona adicta supone la adopción de un estilo de vida equivocado, la prevención entonces ha de preparar las condiciones para llegar a configurar otro estilo de vida más saludable y creativo.

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La personalidad adictiva, emparentada con la esclavitud existencial, es el síntoma de un fracaso existencial profundo: no es una causa, es un efecto. Por no tener esto en cuenta, la sociedad en general, y la escuela en particular, fracasan en la prevención y fracasan en la persona del adicto. Para poder hacer prevención es prioritario saber que las adicciones son los efectos visibles de unas causas que hay que indagar en los “valores” que transmite una familia y una escuela fracasada.

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Desde la prevención familiar y escolar podemos ayudar decisivamente a nuestros hijos y alumnos si sabemos descubrir a tiempo las primeras huidas hacia conductas adictivas y las primeras señales de alerta. Por ejemplo, nos ayudará saber que cuando se inician en las adicciones se aficionan a los medicamentos y analgésicos. Aparecen con insomnio o somnolencia, con fatiga física y poca energía matutinas que mejoran al atardecer. Además se vuelven de carácter más reservado e irritable, cada vez más desmotivados por las cosas que antes les gustaban, y más abandonados a su suerte. La carencia de claras y convincentes motivaciones de vida, la falta de puntos de referencia y la ausencia de valores, la convicción de que nada tiene sentido y que por tanto no vale la pena luchar, y sobre todo el sentimiento trágico de vivir en un mundo absurdo, les empujan a la búsqueda de “soluciones” desesperadas.
Todo ello lleva al joven al escapismo: se encierra en su mundo, se hace autista, huye del contacto con los demás, se aísla de familiares y antiguos amigos. Pero sobre todo se notan sus cambios en las conductas concretas diarias: es más desorganizado, no ayuda en las tareas diarias de la casa, baja su rendimiento escolar, se ausenta con bastante frecuencia de las clases y, en suma, abandona sus responsabilidades cotidianas. Desde el punto de vista existencial: huye de sí mismo.

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Desde la perspectiva funcional, la prevención se concibe como una acción que llevan a cabo las personas (agentes) dirigida a reducir la vulnerabilidad de las personas (pacientes); ahora bien, la vulnerabilidad es una función del cociente entre los factores de riesgo (de la persona, del contexto y de la sustancia), convirtiéndose aquellos en demandas y éstos en recursos; la prevención consistirá, pues, en reducir los factores de riesgo e incrementar los factores protectores.

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El fenómeno adictivo no es un hecho aislado y aséptico. Es un fenómeno social bien interrelacionado con el resto de los hechos sociales. Sus causas, riesgos y consecuencias tienen dimensiones colectivas y están en la sociedad entera. Las adicciones son una forma más, entre otras, de las diversas patologías sociales que existen, síntomas de un malestar social más profundo. La sociedad, con su organización, funcionamiento y valores, influye decisivamente en las personas que la constituimos, de tal modo que las adicciones tienen profundas raíces socio-culturales y, a la vez, serias consecuencias para el propio desarrollo de la sociedad.

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... La persona singular (...) es la responsable principal tanto para entrar como para salir del mundo adictivo (...) La entrada en el mundo adictivo es la adopción de una forma de comportamiento y un estilo de vida que se aprende y mantiene por cuanto satisface necesidades individuales y sociales no satisfechas de otra forma (...)
Ciertamente sólo si entendemos que las adicciones son un conjunto de aprendizajes de un estilo de vida equivocado podemos comprender que la persona adicta no es un enfermo ni un pervertido moral o un ser irracional, sino una persona que encuentra en la actividad adictiva un atractivo y unas satisfacciones inmediatas que no puede o no sabe obtener de otra forma a largo plazo. En suma, que el consumo adictivo sería una forma de comportamiento aprendido.
Según esto, la ayuda efectiva de la sociedad a las personas adictas no puede limitarse a la represión, pues nadie suele cambiar su estilo de vida exclusivamente por el miedo al castigo o la cárcel. Ni tampoco el remedio está en la simple “cura” farmacológica o sanitaria. Además de estas, en su caso, la persona adicta necesita ante todo un cambio radical de estilo de vida, es decir una intervención más larga y más centrada en criterios y espacios educativos-preventivos (...)
La acción auténticamente educadora y preventiva de la sociedad lo es precisamente cuando facilita o posibilita las condiciones para que la persona piense y actúe por sí misma, es decir sea libre y responsable. Pero hay mucha manipulación social y mucho engaño en la sociedad precisamente porque esa libertad de la persona no nace del respeto hacía sí misma y hacia los demás.

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... La crisis de la sociedad ante el fenómeno adictivo es sobre todo una crisis educativa, una crisis de identidad y de pérdida del sentido profundo de la vida.

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Generalmente, la familia de la persona drogadicta está constituida por lo que Schwartzman ha denominado “triángulo perverso”, en el cual los vértices estarían representados por el drogadicto (A), una madre sobreprotectora (B), y un padre ausente (C) o adicto (alcohólico, etc.) Es decir, una relación que genera una dinámica familiar de gran dependencia hacia la madre y de una notable repulsa hacia el padre.

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¿Qué tipo de familia es la que fomenta la adicción, aunque sea inadvertidamente? No es sólo el hogar dividido por el divorcio o la separación, sobre todo es el modo global en que los miembros de la familia se relacionan entre sí, el clima de familia. De modo que una persona no desarrolla una personalidad adictiva por “casualidad”, sino que ciertas experiencias de su infancia la predisponen a hacerse adicta. Y a menos que se interrumpan esos patrones familiares generadores de adicción, estos problemas adictivos pasarán a sus hijos, y estos a los suyos.

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Es preciso involucrar a la familia de forma paralela en todo el programa terapéutico rehumanizador, lo cual significa ayudarla a ser protagonista activa, y no sociedad pasiva que se limita a asumir los cambios o que reacciona recelosa respecto del trabajo realizado por el conjunto.

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Si entendemos que las adicciones y las neurosis no son causa de la frustración existencial de la persona, sino síntomas de su deshumanización, entonces hemos de concluir que de verdad lo que necesita la persona esclava de su conducta adictiva, en definitiva de sí misma, es una rehumanización, es decir, una re-educación o una educación nueva a la edad de adulto. El ser humano en vías de rehumanizarse descubre que es persona gracias a una teoría muy natural y sencilla que situaría el problema central de su vida en su ámbito más puramente existencial, es decir en el sentido o sinsentido de su existencia. El cambio de mentalidad que proporciona la rehumanización pretende que una vez que la persona ha abandonado su adicción y sus irracionalidades correspondientes, esto se generalice en un pensamiento nuevo en todas las áreas de su vida, hasta el punto de que un día pueda llegar a decir: “he nacido de nuevo”. La persona rehumanizada, en efecto, experimenta que nace de nuevo, o sea literalmente “renace” a su condición de persona.

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Para que el ser personal pueda recuperar terreno y abandonar las adicciones, le es indispensable ejercitarse en una visión que considere fundamental la búsqueda de sentido y los valores en la vida. Por ejemplo el valor de la belleza. Ciertamente es impresionante el poder estético del ser humano, es decir, el poder de elevarse del nivel sensible hacia realidades superiores suprasensible que se albergan en su espíritu.

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Un procedimiento útil en estos casos (de recaída) es que la persona lleve en el bolsillo o en la cartera una tarjeta recordatorio con instrucciones para leer y seguir en el caso de que se produzca un fallo, a modo de antídoto contra el efecto de trasgresión de la abstinencia.

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Mantener los logros terapéuticos es más fácil cuando el objetivo es la abstinencia total, como ocurre en el caso del alcoholismo, del tabaquismo o de la ludopatía, dice Echeburúa. Pero este objetivo no es tan fácil en otras adicciones porque la persona debe seguir comiendo, comprando, teniendo relaciones sexuales, trabajando o manejando internet. De lo que se trata es de enseñarla a relacionarse con estos estímulos de una forma controlada, como lo hacen la mayor parte de las personas normales.
El riesgo de recaída es mayor en estos casos. Es más sencillo rechazar por completo la relación con una sustancia (el tabaco, el alcohol, la pastilla, etc.) o con una conducta (jugar con dinero) que establecer una relación controlada con ella. Los episodios de recaída, independientemente del trastorno adictivo concreto, aparecen asociados frecuentemente a las mismas tras situaciones de alto riesgo: estados emocionales negativos (ansiedad, depresión, irritabilidad, etc.), conflictos interpersonales (discusión en la pareja, dificultades en el trabajo, etc.) y presión social (invitaciones al consumo, ambientes sociales o laborales en donde hay la proximidad de otros adictos, etc.). Mantener continuamente los límites de una conducta en la que uno está implicado a diario da la medida de la capacidad rehumanizada y rehumanizadora de la persona.

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El terapeuta rehumanizador y humanista es un educador que hace el seguimiento de la persona adicta ayudándola a tener un crecimiento autónomo. No la suplanta en ningún momento, lo que hace es ayudarla a desarrollar su único e irrepetible potencial humano. El educador no busca reconocimientos ni gratificaciones, su fuerza está sobre todo en la humildad que necesita para ir al encuentro del otro respetando su misterio y complejidad, su autonomía e identidad. “El verdadero monitor-educador tiene que ser una persona humanamente rica, orgullosa de que la gente pueda admirar el árbol que crece y no el bastón que lo sujeta, deseosa de seguir aprendiendo, capaz de descubrir también en el trabajo diario, en cada momento, que la vida es un don y está llena de dones. El educador encuentra su realización sólo si salen adelante los demás”. (Picchi, 1998, 27)

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... Casi siempre se encuentra en la historia de una persona adicta dificultades familiares, problemas de integración social o escolar, y en definitiva falta de afecto y de posibilidades reales de encuentro.

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Los grupos de encuentro son valiosos en la medida en que una persona estando sola no ve con la suficiente claridad lo que está haciendo mal, y el grupo está ahí precisamente para mostrarlo.

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Toda adicción es una conducta obsesiva.

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Las adicciones son una salida equivocada a la necesidad de buscar el placer y anestesiar el dolor, de olvidar las frustraciones de la vida, de evadirnos de los conflictos internos, o de negarlos, y alterar la conciencia para escapar de la angustia existencial que a veces nos embarga, y sobre todo de la necesidad de trascendencia de ser felices.

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