“Cada mujer que aparece debe enfrentarse a las fuerzas que querrían hacerla desaparecer. Lucha contra aquellas fuerzas que relatarían en su lugar su propia historia, que la borrarían de la historia, de la genealogía, de los derechos del hombre, del imperio de la ley. La capacidad de contar tu propia historia, sea en palabras o en imágenes, ya supone una victoria o una rebelión.”

Rebecca Solnit


"Denunciar algo es un acto muy importante, no es una victoria, pero es algo que posibilita la lucha. Hasta que no definimos el mansplaining fue difícil describir esta cosa de ser tratadas con condescendencia por hombres que asumen que saben cosas que la mujer ni siquiera conoce, aunque sea completamente al revés. La extraordinaria conversación feminista ha introducido nuevas ideas en los últimos años, así que todo el mundo –o al menos muchos de nosotros–, estamos familiarizados con el hecho de cómo las mujeres son desacreditadas cuando sus testimonios amenazan al status quo, al patriarcado o a algún hombre en particular. Cuando puedes ver el patrón y definirlo, al menos tienes la posibilidad de ganar. Puedes ganar la batalla de la Historia, y no tendrás que empezar desde el principio cada vez que pase."

Rebecca Solnit


"La mitad de los chicos de la escuela no tenían en casa a su padre. Algunos habían perdido a sus madres. La mayoría de sus padres se habían divorciado de ellos. Así es como se sentían los chicos. Nada de “mi padre y mi madre se han divorciado”, sino “mi madre y mi padre nos han divorciado”.
[...]
«Lo más difícil es entender que nuestros padres no son perfectos —dijo (el señor Terrell a Camy)—, que cometen errores, que son humanos. Y supongo que los tuyos deberían haber hecho las cosas de otra manera. Los niños entienden mucho más de lo que creemos».
[...]
Estaba furiosa con su madre, pero sabía que ella no tenía la culpa, nadie la tenía. Tampoco era culpa de su padre, ni de la niña pequeña."

Virginia Hamilton
Plain City 




"Necesitamos una sociedad en la que los hombres no violen. O al menos, en la que la violación sea una anomalía."

Rebecca Solnit




Si fuera hombre


Cuando era muy joven, algunos amigos gay hicieron una fiesta de travestismo. Mi novio de ese momento, con ayuda de su madre, lo hizo tan bien que un montón de hombres heterosexuales se sintieron desconcertados; necesitaban saber que la estimulante y sonriente sirena en el vestido pegado no estaba comprometiendo su heterosexualidad. Yo  fui como una especie de Rod Stewart con incipiente barba, no tan convincente, y me sorprendí un poco al darme cuenta de que, para mí, personificar a un hombre significaba ocupar todo el espacio del sofá, eructar y rascar mis partes privadas, fruncir el ceño y maldecir. Había una sensación de no tener que complacer a nadie ni ser simpática que fue divertida, pero no era necesariamente alguien que quisiera ser.

Soy lo suficientemente vieja como para que a las niñas no se les permitiera usar pantalones en la escuela hasta la mitad de mi educación primaria; tanto que recuerdo un columnista de un diario local, que discutía con un gruñido de pánico, que si las mujeres usaban pantalones, el género desaparecería, lo cual él veía como una cosa terrible. He usado pantalones y zapatos que son buenos para terrenos difíciles durante la mayor parte de mi vida, junto con labial y cabello largo; ser mujer me ha permitido caminar por esta línea entre lo que solía ser considerado femenino y masculino. Pero me he preguntado de vez en cuando cómo sería la vida si fuera hombre. Con esto no quiero me refiero a aspirar a, o a apropiarme de, o a sufrir disforia de género o problemas más profundos con los cuerpos, la sexualidad y el sentido del yo que las personas trans enfrentan.  

Me gustan muchos cosas de ser mujer, pero hay tiempos y modos en los que es una prisión y a veces sueño con estar fuera de ella. Sé que ser un hombre puede ser una prisión de otras maneras. Conozco y amo a muchos hombres, heterosexuales y homosexuales, y veo cargas a las que están atados, cargas que me alegro de no llevar. Están todas las cosas que los hombres no deben hacer, ni decir, ni sentir; la constante vigilancia en los niños para prevenirlos o castigarlos por hacer algo que no concuerda con las convenciones de la masculinidad heterosexual, esos chicos para los que, durante sus años de formación, “marica” y “nena” –no ser heterosexual o no ser masculino– siguen siendo los epítetos más burlones.

En los 70’s, cuando los hombres se encontraban resolviendo cómo su propia liberación sería paralela a la liberación de las mujeres, hubo una demostración en la cual unos sujetos sostenían un cartel que decía “Los hombres son más que objetos de éxito”.

Tal vez como mujer, fui liberada de las expectativas, se esperaba que fuera alguna variante de fracaso. Yo podría rebelarme triunfando, mientras que muchos hombres blancos clase media de mi época parecían revelarse fracasando, porque las expectativas habían sido colocadas muy altas para ellos. Eso tenía la ventaja de más apoyo, a veces, por sus esfuerzos, pero la desventaja de más presión y expectativas más altas.

Se suponía que debían crecer para ser el presidente, o el orgullo y la alegría de su madre, o el único sostén de su familia, o un héroe todos los días – para hacer de alguna manera cosas notables; ser común, decente y trabajador se consideraba a menudo como insuficiente. Pero el éxito estaba disponible para ellos, y eso era una ventaja – y todavía lo es. Todavía tenemos desproporciones salvajes en esos frentes; el New York Times reportó en el 2015 que “Menos compañías grandes son dirigidas por mujeres que por hombres llamados John”. Entre las firmas más importantes de los Estados Unidos, “por cada mujer, hay cuatro hombres llamados John, Robert, William o James”.

Cuando mi madre estaba viva y saludable, solía bromear con que mi problema era que yo era el hijo perfecto. Lo que mi madre esperaba de mí era, por lo que yo sabía, profundamente diferente de lo que ella esperaba de sus tres hijos. Solía bromear con que se suponía que ellos debían arreglar su techo; y yo arreglar su psique. Quería algo imposible de mí, una combinación de mejor amiga, confidente, cuidadora y persona con la cual descargarse en todo momento, una persona que nunca estuviera en desacuerdo ni se fuera. Ella vivió a unos 20 kilómetros al norte de San Francisco, donde he vivido desde los 18 años, y yo estaba dispuesta a presentarme regularmente, incluyendo vacaciones, el día de la madre y su cumpleaños, llevar regalos, escuchar, ser útil de manera práctica, mientras continuaba con mi propia vida (me fui de casa y me hice financieramente independiente a los 17).

De cualquier forma, resintió las oportunidades que tuve y que ella sentía que no, comenzando con la universidad, a la que nadie la alentó a ir, a diferencia de su hermano. Creo que este resentimiento es común entre su generación y la mía, y de alguna manera vio que mi carrera perjudicaba mi papel como su cuidadora o como cuidadora en general. Yo sabía que el escape aceptable de ser devota a ella, era dedicar mi vida a otras personas – conseguir un marido, tener hijos – en lugar de no estar disponible porque estaba trabajando y viviendo mi propia vida. Cuando yo era joven, ella me recitaba la copla: “Un hijo es un hijo hasta que él toma una esposa, una hija es una hija toda su vida.” En sus expectativas había un matiz de: Yo sacrifiqué mi vida para otros; sacrifica la tuya para mí.

No soy un sacrificio, pero mi trabajo fue una fuente de conflicto para otros también. Comencé la universidad temprano, me gradué temprano, me especialicé en la Escuela de Postgrado de Periodismo en UC Berkeley, donde obtuve mi título justo antes de cumplir los 23 años, trabajé para una revista, salí de la revista e inadvertidamente me encontré siendo una escritora independiente, que es en gran parte, cómo me he ganado la vida en las últimas tres décadas. Publiqué un libro a los 30, y luego otro – 20 hasta la fecha.

Desde el principio en mi amistad con una escritora feminista mayor, quien ha escrito muchos libros influyentes, solíamos reír de que los hombres que conocíamos estaban disgustados porque habíamos publicado tanto. Parecían sentir que tenían que ser más exitosos que quienes les atraían; que de alguna manera nuestro trabajo creativo era un acto de agresión o de competencia. No creo que las mujeres se acerquen a los hombres de la misma manera (aunque un novelista me dijo una vez que su ex esposa le hizo sentir como un caballo de carreras al cual le estaba apostando).

Bromeábamos: “Si hubiera sabido que te iba a encontrar, habría quemado los manuscritos.” O como reiría más tarde, “¿Crees que este libro hace que mi cerebro se vea grande?” Los chicos pueden ser estigmatizados como nerds y geeks, pero en realidad no pueden ser “demasiado” inteligentes. Las niñas pueden, y muchas aprenden a ocultar su inteligencia, o simplemente a abandonarla, devaluarla o dudar de ella. Tener opiniones fuertes e ideas claras es incompatible con ser halagadoramente considerada.

Lo que es confianza en un hombre es visto con demasiada frecuencia como competitividad en una mujer; lo que es liderazgo en un hombre es autoritarismo en una mujer; incluso la palabra mandona, como zorra o fastidiosa, rara vez se aplica a los hombres. Hace unas décadas, conocí a una mujer que era campeona mundial de artes marciales. La familia de su marido estaba desconcertada por el hecho de que él no podía vencerla. No creían que quisiera hacerlo, pero suponían que de alguna manera estaba castrado por no poder hacerlo, por el hecho de que ella no lo hacía sentirse poderoso de esa manera abominable. A él mismo, para darle crédito, no parecía importarle.

Cuando era niña, me hubiera gustado que mi inteligencia y mis trabajos intelectuales fueran considerados un bien absoluto y una fuente de orgullo, en lugar de algo que tuviera que manejar con delicadeza, para no molestar u ofender. El éxito puede contener un fracaso implícito para las mujeres heterosexuales, que se supone tienen éxito como mujeres cuando hacen que los hombres se sientan divinos en su poder. Como Virginia Woolf indicó: “Las mujeres han servido todos estos siglos como anteojos que poseen el poder mágico y delicioso de reflejar la figura del hombre dos veces su tamaño natural”.

He conocido a muchos hombres brillantes cuyas esposas sirven a sus carreras y viven a sus sombras, y el casarse con un hombre exitoso todavía se considera el pináculo del logro de las mujeres en muchos círculos. Algunas de esas mujeres florecieron, pero no pocas parecían disminuidas por su papel de ayudantes y criadas, y si se divorciaban, lo hacían de la identidad que habían ayudado a construir y mantener. Ha habido tantas mujeres que se quedaron en casa y criaron a los niños mientras que los hombres se fueron a aventuras y persiguieron logros. Todavía hay. Estos hombres heterosexuales con carreras y familias brillantes – nadie les pregunta cómo logran tenerlo todo, porque lo sabemos: ella es el cómo.

El primer número de la revista Ms en 1972 publicó un icónico ensayo titulado Por qué quiero una esposa. Es una lista espantosa de todas las cosas que una esposa podría hacer por su marido e hijos, de la mujer como una especie de sirviente autogestionado. Incluso recientemente, uno de mis mejores amigos me dijo que se sorprendió con la cantidad de sonrisas y complacencias que recibió cuando salió en público con su nuevo hijo, como si cuidar de su hijo fuera una especie de crédito especial opcional que está ganando. Es como si todo lo que hacen los padres, aparte de la economía, fuera un bono extra; nada de lo que hacen las madres es suficiente. Esta es una de las razones por las que una mujer podría querer ser un hombre (y por qué elegir tener hijos puede significar algo completamente diferente para una mujer que para un hombre, a menos que tenga esa cosa todavía rara: un compañero cuyo compromiso con el trabajo es verdaderamente igual). Si yo fuera un hombre, o si yo tuviera una mujer como pareja, podría haber hecho elecciones muy diferentes sobre el matrimonio y los hijos.

A menudo se oyen declaraciones que implican que es generoso de un hombre soportar el brillo o el éxito de una mujer, aunque más y más parejas heterosexuales están negociando esto, en tanto que más mujeres se convierten en el principal sostén de la familia o quien recibe ganancias superiores (y Leonard Woolf fue ejemplar en el apoyo al trabajo de su esposa, que sobrepasaba el suyo). Pero mientras iba creciendo, supe que se suponía que debía ser el público más que un participante, o el centro de atención.

He escrito antes acerca de los hombres que explican las cosas – acerca de esa dinámica en la que algunos hombres asumen que saben cuando no lo hacen, y que la mujer con la que están hablando no sabe cuando sí lo hace. Un ensayo que escribí en el 2008 sobre el tema nunca dejó de circular, al parecer porque resonó para muchas mujeres y tal vez algunos hombres.

La palabra mansplaining ahora existe en más de 30 idiomas, según un artículo de este año, y me doy cuenta de que se construye en la idea de una dinámica en la que las mujeres son eternamente la audiencia. No hay indicios de que el mansplaining vaya a desaparecer. Recientemente, una conocida me dijo: “Un hombre me preguntó una vez si conocía el programa de Bracero [para los trabajadores agrícolas mexicanos en Estados Unidos], y cuando le dije:” Sí, escribí mi tesis de licenciatura sobre eso”, contestó: “Bueno, te contaré”. Yo dije:” No, yo te contaré a ti, cabrón”. Y la cena se puso rara.

Al igual que la mayoría de las mujeres, incluso después de la edad en que los extraños me exigían sonrisas, he tenido un número considerable de completos desconocidos que acuden a mí para descargar sus teorías o historias, sin reciprocidad en la conversación, si conversación es el término para esa calle de un solo sentido. Conocemos esta realidad a partir de estudios sobre cómo los niños son más alentados en la escuela, criados para hablar más en las reuniones, e interrumpir a las mujeres más que a los hombres.

¿Cómo pensar en grande cuando se supone que no debes meterte en su camino, no debes eclipsarlos ni intimidarlos?

En la década de 1990 la artista Ann Hamilton dio a sus estudiantes un montón de hojas de madera contrachapada de peso ligero de 1.20m por 2.40m para cargar a todas partes a donde fueran durante una semana. El ejercicio los hizo conscientes del espacio; eran torpes, siempre estaban en riesgo de golpear a personas y a cosas, probablemente tenían que ofrecer un montón de excusas. El éxito a veces parece para las mujeres una cosa torpemente grande, que se supone, está en el camino de otras personas y del que, parece ser, hay que disculparse periódicamente. Las frases usadas a veces para los hombres que se relacionan con mujeres exitosas – “lo toma con filosofía”, “eso no la hace menos sexy”, “ estar de acuerdo con”, “lidiar con”, “estar chido con” – son recordatorios de que el éxito femenino puede ser considerado como una cierta clase de intrusión o comportamiento inadecuado.

¿Qué se sentiría tener un éxito que no contenga de ninguna manera fracaso, que no sea incómodo o motivo de una disculpa, algo que no se necesita minimizar, tener un poder que aumenta en lugar de menoscabar mi atractivo? (La idea misma de que la ausencia de fortaleza es atractiva, es espantosa y real.) Ann Hamilton ha tenido una tremenda carrera, y parte de ella proviene de la gran escala y de la ambición de su trabajo desde el comienzo, el cual parecía excepcional cuando apareció en la escena del arte a finales de los años ochenta. Recuerdo a todas las mujeres estudiantes de arte que conocí en esa época, que hicieron cosas pequeñas y furtivas que expresaban algo sobre su condición, incluyendo la falta de espacio que se sentían libres de ocupar. ¿Cómo vas a pensar en grande cuando  se espera que no te interpongas en el camino, que no sobrepases con tu bienvenida, no eclipses ni intimides? Ann me escribió cuando le pregunté acerca de la tarea de la madera hace mucho tiempo: “Todavía estoy tratando de romper el hábito de disculparme por mí misma – a pesar de que no dudaría en pedir ayuda en proyectos – pedirla para mí misma trae de manifiesto el viejo, “Por favor, discúlpeme.'”

Sé que las cosas están cambiando y que las mujeres jóvenes tienen diferentes experiencias, pero las mujeres mayores que yo tienen historias horribles que contar, y no estamos fuera de esa sombra. La jueza de la Suprema Corte, Ruth Bader Ginsburg, dice de su llegada al colegio de abogados en los años cincuenta: “El decano nos pidió a cada una explicar qué es lo que hacíamos en la facultad de derecho, ocupando un asiento que podría ser usado por un hombre”. Hillary Clinton le contó a un entrevistador hace unos años, acerca de la reunión, con una oposición similar, en la década de 1960, de los jóvenes que habían realizado la prueba de admisión de la escuela de derecho en Harvard el mismo año que ella lo hizo. Incluso la acusaron de ser homicida en sus ambiciones: “Si ocupas mi lugar, seré reclutado y me iré a Vietnam, y moriré”. Él no se imaginaba que ella tuviera derecho a competir; o que el lugar que aún no habían ganado no era más suyo que de ella. Este problema no sólo concierne a la élite: las mujeres plomeras, electricistas y mecánicas, me han hablado de que, en su campo, son tratadas como si fueran incompetentes, intrusivas, o ambas.

No es difícil encontrar historias contemporáneas de terror sobre mujeres que no pueden pronunciar palabra en las reuniones, cuyas ideas son robadas por otros, quienes no son ascendidas del modo en que lo serían si fueran hombres, que son acosadas y abusadas o, en el mundo empresarial, no son invitadas a las reuniones sociales ejecutivas. Este año, Silicon Valley ha derramado historias de acoso sexual y discriminación de trabajadores,  y la esencia de muchas de ellas es que las empresas de tecnología toleran el acoso más de lo que toleran a las personas que lo denuncian. Incluso este mes, un empleado de Google, en un ahora infame escrito, insistió en que el paisaje profundamente desigual de los trabajos en las empresas de Silicon Valley se debe nada más ni nada menos que a la capacidad superior de los hombres.

Todavía tenemos un largo camino por recorrer. Una joven matriculada en un colegio de mujeres, me dijo este verano que estaba encantada de estar en un hábitat intelectual donde ningún joven brillante dominaría las discusiones en el aula, de la manera en que lo hacían en su escuela preparatoria; caminar a casa cruzando el campus a las 3am sin pensar en la seguridad es otro placer. (Las mujeres participan en agresiones sexuales, pero en números que son diminutos en comparación con las cifras de los hombres). Las mujeres son también blancos en el mundo en línea; en un pequeño experimento en Twitter el año pasado, la periodista Summer Brenner tomó prestada la foto de perfil de su hermano y convirtió su nombre en iniciales, el acoso que había experimentado en línea se redujo a casi nada. Las mujeres aspiran a ser hombres sólo para estar libres de su persecución.

Si yo fuera un hombre… No quisiera ser alguien más tanto como quiero, de vez en cuando, ser tratada como alguien más, o que me dejaran en paz cuando estoy sola como lo estaría si fuera algo más. En particular, he querido ser capaz de caminar sola, sin molestias, en ciudades y montañas. No puedes vagar solitaria como una nube cuando estás siempre pendiente de no estar siendo perseguida, o tener que estar preparada, en caso de que la persona que pase te toque. He sido insultada, amenazada, escupida, atacada, toqueteada, acosada, perseguida; mujeres que conozco han sido acosadas tan ferozmente que tuvieron que ocultarse, a veces durante años; otras mujeres que conozco han sido secuestradas, violadas, torturadas, apuñaladas, golpeadas con piedras, dejadas muertas. Esto impacta en tu sentido de la libertad, por decir lo menos.

Cada vez que estoy fuera sola, una pequeña parte de mi conciencia está perpetuamente ocupada por estas preguntas de supervivencia, aunque hay algunos lugares en los que he estado – Islandia, Japón, desiertos extremadamente remotos donde los osos eran la única amenaza – en los que sentí que no tenía que pensar en ello. La caminata solitaria ha sido el momento en que muchos escritores – Wordsworth, Rousseau, Thoreau, Gary Snyder – consiguieron alcanzar muchos de sus pensamientos y composiciones; yo también lo he hecho, pero se me ha interrumpido desde a fuera y desde este monitor interno, siempre pensando en mi seguridad. Sé que mi privilegio blanco inclina el equilibrio al  revés con esto; me permite ir a lugares a los que una persona negra no puede, y la respuesta corta a cómo sería  mi vida si hubiera nacido negra es: diferente en casi todos los aspectos imaginables.

Hay muchas historias de personas que se trasvisten no como expresión propia, sino para fines prácticos, al igual que hay personas de color que se hacen pasar por blancas. Deborah Samson y Anna Maria Lane están entre las mujeres que lucharon contra los británicos en la guerra revolucionaria, vestidas de hombres, y más mujeres hicieron lo mismo en el ejército de la Unión durante la guerra civil. La novelista George Sand usó el nombre de un hombre para atravesar el mundo literario de la Francia del siglo XIX y luego ropa de hombre para atravesar París. Ella no sólo se estaba escondiendo del acoso, sino que guardaba los zapatos traicioneros y los metros de tela que hacían difícil caminar por una ciudad que era áspera y sucia. Cambiaba esas cosas frágiles por botas sólidas y ropa robusta en las que podía vagar con confianza en todos los climas y todas las horas del día y de la noche, y le encantaba. Sylvia Plath, nacida un siglo más tarde, escribió en su diario cuando tenía 19 años que: “Haber nacido mujer es mi horrible tragedia. Sí, Dios, quiero hablar con todos los que puedo tan profundamente como puedo. Quiero poder dormir en un campo abierto, viajar al oeste, caminar libremente por la noche “.

No son pocas las cosas que las mujeres usaban, y siguen usando, que son un impedimento y un confinamiento. Algunas mujeres que evacuaron el World Trade Center el 11 de septiembre lo hicieron descalzas, lastimando sus pies porque sus zapatos les impedían la movilidad. ¿Cómo es pasar una gran parte de tu vida en zapatos que te hacen menos estable y rápida que la gente a tu alrededor? Algunas mujeres usan ropa apretada que les impide el libre movimiento, ropa frágil, ropa con la que te puedes tropezar. Estas prendas pueden ser divertidas y glamorosas, pero como uniforme de todos los días, suelen ser incapacitantes.

Las personas trans han sido testigos notables de lo diferente que el mundo los trata cuando transitan. He leído muchas historias de mujeres que descubren que ya no tienen derecho de paso, sin ser golpeadas en la calle; un hombre que descubre que ya no es interrumpido. El género modela los espacios – sociales, conversacionales, profesionales, así como literales – que tenemos para ocupar. De quiénes somos, me di cuenta mientras era co-creadora de un atlas de la ciudad de Nueva York, está incluso construido en los puntos destacados de la ciudad, en la que muchas cosas se llaman en honor a hombres, y pocas en honor a mujeres, desde las calles y edificios – Lafayette Street, Madison Avenue, Lincoln Center, Rockefeller Center – hasta barrios – cerca de Paterson, Levittown, Morristown. La nomenclatura de la ciudad parecía animar a los hombres a imaginar la grandeza para sí mismos, como generales, capitanes de la industria, presidentes, senadores. Mis colaboradores y yo hicimos un mapa en el que todas las paradas del metro en Nueva York son renombradas en honor a las grandes mujeres de la ciudad. El año pasado, cuando lo discutí con los estudiantes de la Universidad de Columbia (que se llama así por Cristóbal Colón, por supuesto), una joven de color comentó que se había encorvado toda su vida; que en una ciudad donde las cosas fueran nombradas por personas como ella, ella podría ponerse de pie recta. Otra se preguntó si ella sería acosada sexualmente en los bulevares que llevaran el nombre de mujeres. El mundo es una superficie desigual, con mucho para tropezar y espacio para reinventar.

Me gusta ser una mujer. Me encanta ver y tal vez sonreír o hablar con los niños que me encuentro en parques y supermercados, y en cualquier otro lugar; estoy segura de que nunca nadie me tomará por una pervertida o una secuestradora, y sé que eso sería más complicado si fuera hombre. Hay ventajas más sutiles sobre el rango de expresión que se me permite en mis relaciones personales, incluso en mis amistades estrechas, de apoyo, emocionalmente expresivas con otras mujeres – y, durante toda mi vida adulta, mis amistades con hombres gays, muchos de los cuales han roto con valentía, festiva y brillantemente las reglas de la masculinidad y me han ayudado a reír de los vacíos entre quiénes somos y quiénes debemos ser. La liberación es un proyecto contagioso, y crecer alrededor de personas que desarmaron y reorganizaron el género, ayudó a liberar incluso a una mujer heterosexual como yo.

Así que no desearía ser un hombre. Yo sólo quiero que todas nosotras seamos libres.

Rebecca Solnit


"¿Son los hombres una única categoría sobre a quién amo o a quién odio? ¿Es algo que une a Pablo Neruda (al que amo) y Donald Trump (que es una desgracia en nuestro sistema solar)? ¿Hay hombres tan frágiles que se sienten amenazados por mujeres que describen lo que les amenaza, las epidemias de racismo y violencia doméstica y acoso que limitan nuestras vidas? ¿Es el confort masculino más importante que la supervivencia femenina? ¿Las mujeres tienen que hacer sentidos cómodos a los hombres pero es poco femenino decir que quieren matarte? ¿Es mejor que simplemente muramos? ¿O simplemente hemos intentado matar al ‘ángel de la casa’ del que hablábamos antes? No sé si podré hacer que los trolls se sientan mejor, pero hay muchísimos hombres a los que amo."

Rebecca Solnit


"Una vez amé a un hombre que era muy parecido al desierto, y antes de eso amé el desierto. No era por cosas concretas, sino por el espacio entre ellas, por esa abundancia de ausencia, esa es la atracción que ejerce el desierto. La geología que en otros paisajes más exuberantes está debajo de la vegetación queda a la vista en el desierto, lo que le confiere una elegancia como la de un esqueleto, al tiempo que de sus duras condiciones —las enormes distancias hasta el agua, los múltiples peligros, el calor y el frío extremos— le recuerdan a una su mortalidad. Pero el desierto está hecho ante todo de luz, al menos para los ojos y para el corazón, y una enseguida descubre que esas montañas que se alzan a treinta kilómetros de distancia son un color rosa al amanecer, del verde de los arbustos al mediodía, azules al atardecer y cuando están cubiertas de nubes. La luz no deja ver esa dureza huesuda de la tierra, transita por ella como las emociones por un rostro, y por eso el desierto está profundamente vivo: a las montañas parece cambiarles el humor a cada hora, los lugares que al mediodía son anodinos y sobrios se llenan de sombras y de misterio con el atardecer, la oscuridad se convierte en un embalse del que beben los ojos, las nubes anuncian lluvia, lluvia que llega como la pasión y se va como la redención, lluvia acompañada de truenos, de rayos, de aromas, pues es tal la pureza de este lugar que, con la humedad, el agua, el polvo y los distintos arbustos tienen todos un color propio. Lo que da vida al desierto son las fuerzas primarias de la piedra, el clima, el viento, la luz y el tiempo, y en él la biología sólo es una invitada inoportuna que tiene que arreglárselas sola, dorada, eclipsada y amenazada por sus anfitriones."

Rebecca Solnit
Dos puntas de flecha










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