De Lubicz proponía una hermandad que obedeciera a las leyes de la armonía universal. Sus preceptos eran: calificar a este mundo de cobarde y moribundo; liberarse de la rutina; afirmar toda verdad, aprobar toda libertad, y tratar como hermanos a los fuertes, los libres y los conscientes.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 10
Uno de los aspectos más frustrantes de abrazar un punto de vista herético en cualquier ámbito científico o académico profundamente arraigado es la negativa del establishment a abordar o, siquiera, reconocer la existencia de evidencias contrarias.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 16
Toda la civilización egipcia se basaba en una completa y precisa comprensión de las leyes universales. Y esta profunda comprensión se manifestaba en un sistema consistente, coherente e interrelacionado que fusionaba ciencia, arte y religión en una sola unidad orgánica. En otras palabras, era exactamente lo contrario de lo que encontramos en el mundo actual.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 19
Por «civilización» entiendo una sociedad organizada en torno a la convicción de que la humanidad está en la tierra con alguna finalidad. En una civilización, los hombres se preocupan por la calidad de la vida interior antes que por las condiciones de la existencia cotidiana. Aunque no hay ninguna razón imperativa lógica o racional por la que la «preocupación por la calidad» deba depender del «sentimiento de finalidad», la naturaleza humana es tal que, sin este sentimiento de finalidad, en la práctica resulta imposible mantener esa preocupación esencial e inquebrantable; una preocupación que implica la determinación personal de dominar la avidez, la ambición, la envidia, los celos, la avaricia, etc., todos aquellos aspectos de nosotros mismos que hacen el mundo tal como es.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 29
Si el mundo es como es, es gracias al progreso, y no a pesar de él. El progreso no es un corolario de la civilización, ni ésta lo es de aquél. «Civilización», como «amor» o «libertad», es un término que significa cosas distintas para cada uno de nosotros. Por «civilización» entiendo una sociedad organizada en torno a la convicción de que la humanidad está en la tierra con alguna finalidad. En una civilización, los hombres se preocupan por la calidad de la vida interior antes que por las condiciones de la existencia cotidiana. Aunque no hay ninguna razón imperativa lógica o racional por la que la «preocupación por la calidad» deba depender del «sentimiento de finalidad», la naturaleza humana es tal que, sin este sentimiento de finalidad, en la práctica resulta imposible mantener esa preocupación esencial e inquebrantable; una preocupación que implica la determinación personal de dominar la avidez, la ambición, la envidia, los celos, la avaricia, etc., todos aquellos aspectos de nosotros mismos que hacen el mundo tal como es. La historia puede dar un sombrío testimonio de ello: aun con el sentimiento de finalidad, el hombre suele fracasar; sin él, carece de una razón de peso para intentarlo siquiera. En una auténtica civilización, los hombres lo intentan y lo logran. En este sentido, el «progreso» es una parodia de la civilización. El conocimiento es una parodia del entendimiento. La información es una parodia del conocimiento. Vivimos en una era de información; y, si nos tragamos el anzuelo de la educación moderna, el pensamiento, el arte y la literatura de los hombres civilizados nos resultan incomprensibles. Egipto era una civilización, y los egiptólogos académicos son incapaces de comprender sus logros. Es por esta razón por lo que, en todas nuestras escuelas, nos encontramos con una evidente paradoja. Nos enseñan que los antiguos egipcios eran un pueblo capaz de producir obras maestras artísticas y arquitectónicas sin parangón en toda la historia de la que tenemos constancia escrita, pero que, al mismo tiempo, eran necrófilos dominados por los sacerdotes, una raza intelectualmente infantil obsesiona da por una preocupación puramente materialista por un mítico más allá; un pueblo que adoraba servilmente a un grotesco panteón de dioses con cabeza de animal; un pueblo desprovisto de unas matemáticas, ciencia, astronomía o medicina auténticas, así como de cualquier deseo de adquirir tales conocimientos; un pueblo tan conservador, tan opuesto al cambio, que sus instituciones artísticas, políticas, sociales y religiosas se mantuvieron rígidas durante cuatro milenios. Pero, si esta visión de un pueblo de necrófilos dominados por sacerdotes es correcta —si no podemos aprender de Egipto nada que ya no sepamos—, ¿para qué molestarse con ellos? Muhammad Alí no se pasaba las tardes en el gimnasio local observando cómo los aficionados se daban de puñetazos. Escoffier nunca frecuentó las hamburgueserías en busca de recetas secretas. Dostoievski no perdió el tiempo escuchando la verborrea de los aprendices de literato. En cambio, los egiptólogos dedican alegremente toda una vida a averiguar los detalles de la lista de la lavandería de Tutankamón. Pero no fue así como empezó. En realidad, lo que estamos presenciando, no sólo en la egiptología, sino también en otros ámbitos, es la senescencia y la muerte de un enfoque académico basado en unas premisas defectuosas, pero, al mismo tiempo, responsable del desarrollo de poderosos —aunque limitados— métodos de investigación. Dado que este enfoque se pierde en las discusiones acerca de cuántos áspides mataron a Cleopatra, toda una nueva generación de estudiosos, liberados de sus prejuicios, pero armados con sus métodos, han iniciado un proceso de revitalización.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 29
La religión egipcia no era una forma de zoolatría, o culto a los animales. Las sabios egipcios reconocían a los animales como «tipos funcionales», como la encarnación de unos principios (reconocimiento al que, a pesar de nuestra ciencia, seguimos rindiendo un frecuente homenaje verbal: el «astuto» zorro, el cerdo «glotón», el perro «fiel», etc.; a nadie se le ocurriría decir que se siente «libre como un elefante», pero decir que uno se siente «libre como un pájaro» es algo que tiene sentido para todo el mundo y en tedas partes, aunque, estrictamente hablando, el elefante no es menos libre que el pájaro). En Egipto, el pájaro representaba el principio de volatilidad, en última instancia el «espíritu». Y el Ba, el espíritu de un hombre, o de una mujer, se representaba como un pájaro con cabeza humana, una interesante excepción a una regla que, por lo demás, sólo rompe la figura de la Esfinge (cuyo origen no es egipcio, sino más antiguo).
John Anthony West
La serpiente celeste, página 31
La construcción de las catedrales se halla todavía rodeada de una buena parte de misterio. Las técnicas empleadas no formaban parte de la tradición cristiana de entonces; el efecto creado por las catedrales no se parecía a nada anterior, y hasta hoy nadie sabe con seguridad de dónde procedían aquellos conocimientos. Los constructores de las catedrales aparecieron en Francia en el siglo XI. Durante los tres siglos siguientes el movimiento se difundió por toda Europa, y fuera lo que fuere lo que constituía el espíritu que lo guiaba, pareció desaparecer de forma tan abrupta como había surgido. En las últimas catedrales (por ejemplo, la de San Pedro, en Roma, o la de San Pablo, en Londres) el efecto espiritual ya no es el mismo, y todo el mundo se da cuenta de ello. Este efecto no es el resultado de un accidente. Y tampoco se debe simplemente a su tamaño: las estructuras modernas no producen un efecto similar, aunque sí es posible que el Empire State Building o la estación de Waterloo inspiren un sentido de lo «sagrado» a los tecnócratas y los financieros. Si las catedrales «funcionan», al igual que el Partenón y el Taj Mahal, es porque quienquiera que fuera quien las diseñó poseía un preciso y profundo conocimiento de las leyes universales armónicas, rítmicas y proporcionales, así como un conocimiento no menos preciso y profundo del modo de aplicar dichas leyes con el fin de crear el efecto deseado.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 54
… en las civilizaciones antiguas había una clase de iniciados que poseían un conocimiento preciso de las leyes armónicas. Sabían cómo manipularlas para crear el efecto preciso que deseaban. Y plasmaron dicho conocimiento en la arquitectura, el arte, la música, la pintura y los rituales, produciendo las catedrales góticas, los inmensos templos hindúes, todas las maravillas de Egipto y muchas otras obras sagradas antiguas que aún hoy, en ruinas, producen en nosotros un poderoso efecto. Este efecto se debe a que aquellos hombres sabían exactamente qué hacían y por qué lo hacían: se llevaba a cabo íntegramente a través de un conjunto de manipulaciones sensoriales.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 67
Los artistas consumados saben instintivamente que sus creaciones se ajustan a unas leyes: considérese por ejemplo la famosa afirmación de Beethoven, realizada mientras trabajaba en su últimos cuartetos, de que «la música constituye una revelación de índole superior a la filosofía». Sin embargo, no comprenden la exacta naturaleza de dichas leyes. Alcanzan la maestría sólo a través de una intensa disciplina, de una sensibilidad innata y de un largo período de ensayo y error. Poco de ello pueden transmitir a sus pupilos o discípulos: sólo se puede transmitir la técnica, pero nunca el «genio». Sin embargo, en las civilizaciones antiguas había una clase de iniciados que poseían un conocimiento preciso de las leyes armónicas. Sabían cómo manipularlas para crear el efecto preciso que deseaban. Y plasmaron dicho conocimiento en la arquitectura, el arte, la música, la pintura y los rituales, produciendo las catedrales góticas, los inmensos templos hindúes, todas las maravillas de Egipto y muchas otras obras sagradas antiguas que aún hoy, en ruinas, producen en nosotros un poderoso efecto. Este efecto se debe a que aquellos hombres sabían exactamente qué hacían y por qué lo hacían: se llevaba a cabo íntegramente a través de un conjunto de manipulaciones sensoriales. Si ahora observamos la época actual, no encontraremos ninguna obra de arte sagrada, pero sí incontables ejemplos de efectos nocivos —científicamente demostrados— que son el resultado del uso indebido de los datos sensoriales. La tortura, por ejemplo, constituye un uso indebido de los datos sensoriales. Los hombres conocen la tortura desde hace mucho tiempo; pero nunca, hasta ahora, se había estudiado científicamente. Cuando se analiza, se hace evidente que la tortura adopta dos formas: privación sensorial (confinamiento solitario) y exceso de estimulación sensorial (atar a alguien al badajo de una campana; el potro de tortura, etc.). Hoy es un hecho bien conocido —y los trabajos en este ámbito revelan continuamente efectos aún más sutiles e insidiosos— que las tensiones y fatigas de la vida moderna tienen consecuencias, reales e, incluso, calculables, en nuestras facultades psíquicas y emocionales. La gente que vive cerca de un aeropuerto o trabaja con el ruido incesante de una fábrica vive en un continuo estado de nerviosismo. En los edificios de oficinas donde el aire se recicla o se hace un amplio uso de materiales sintéticos se crea una atmósfera donde los iones negativos son escasos. Aunque los sentidos no lo detectan de manera directa, en última instancia se trata de un fenómeno vibratorio de nivel molecular, y tiene poderosos efectos, mensurablemente perjudiciales: la gente se vuelve depresiva a irritable, se cansa con facilidad y su resistencia a las infecciones disminuye. Las frecuencias subsónicas y ultrasónicas producidas por una amplia gama de máquinas ejercen también una poderosa y peligrosa influencia. Actualmente los diseñadores poseen un cierto conocimiento de los efectos de los colores y de las combinaciones de éstos; saben qué efectos pueden ser beneficiosos, y cuáles nocivos, aunque no saben por qué. Así, la vida cotidiana de los habitantes de las actuales ciudades es técnicamente una forma de tortura, suave pero constante, en la que las víctimas y los verdugos se ven afectados por igual. Y todos llaman a eso «progreso». El resultado es parecido al que produce la tortura deliberada. Las personas espiritualmente fuertes reconocen el desafío, lo afrontan y lo superan; el resto sucumben, se embrutecen, se vuelven apáticas y fácilmente dominables: se adhieren servilmente a cualquier cosa o persona que prometa aliviar su intolerable situación, y los hombres se ven arrastrados con facilidad a la violencia, o a excusar la violencia en nombre de lo que imaginan que son sus intereses. Y todo esto se lleva a cabo por hombres que profesan elevados ideales, pero que ignoran las fuerzas que manipulan.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 67
En las catedrales, así como en el arte y la arquitectura sacros del pasado, podemos ver el conocimiento de la armonía y la proporción correctamente empleado, provocando un sentimiento de lo sagrado en todos aquellos hombres cuyas emociones no han sido permanentemente paralizadas o destruidas por la educación moderna.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 70
En todos los ámbitos del conocimiento egipcio los principios subyacentes se mantuvieron en secreto, pero se manifestaron en las obras. Cuando dichos conocimientos se escribieron en libros —y hay referencias a bibliotecas sagradas cuyos contenidos no se han hallado jamás—, dichos libros se dirigieron sólo a aquellos que hubieran merecido el derecho a consultarlos. Así, en lo que se refiere a la escritura, no tenemos más que unos cuantos papiros matemáticos dirigidos a estudiantes y, aparentemente, de carácter puramente práctico y mundano: aluden a problemas de distribución de pan y de cerveza entre un determinado número de personas, y cosas así.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 71
En astronomía no tenemos textos, sino un calendario, maravillosamente preciso, que indica, más allá de toda duda, que los egipcios poseían una astronomía avanzada. Tampoco hay textos de geografía y geodesia, pero el trabajo de un gran número de eruditos ha mostrado que el emplazamiento y las dimensiones de la Gran Pirámide, así como los de las tumbas y monumentos que se remontan a la I dinastía, además de la totalidad del complejo sistema egipcio de pesas y medidas, no habrían sido posibles sin la posesión de un conocimiento preciso de la circunferencia de la Tierra, del achatamiento de los polos y de muchos otros detalles geográficos. En medicina nos encontramos de nuevo con el problema de la escasez de textos, y este problema se complica aún más por las dificultades técnicas de su traducción. Pero los textos de los que disponemos aluden a un corpus de conocimientos no escritos, mientras que, si se analizan con detalle, los que sí se han consignado por escrito divulgan un profundo conocimiento de la anatomía, la patología y la diagnosis.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 71
Por último —y de forma más convincente—, tampoco hay textos relativos a las técnicas arquitectónicas. Los murales egipcios están plagados de representaciones de diversas ocupaciones, aparentemente cotidianas (en realidad, poseen también un significado más profundo, pero ya volveremos sobre ello más adelante). Podemos ver carpinteros, alfareros, bastoneros, pescadores, constructores de barcos, maestros cerveceros…, es decir, todos los oficios comúnmente asociados a una cultura artesana desarrollada. Pero en ningún lugar de Egipto aparece una escena en la que se represente a un arquitecto trabajando. No hay nada que indique cómo se planearon, diseñaron o ejecutaron los prodigiosos monumentos de Egipto. Algunos planos fragmentarios, cuidadosamente dibujados en papiros montados sobre cuadrículas, demuestran que dichos planos existieron (lo cual no constituye ninguna sorpresa); pero no hay ni una palabra sobre los conocimientos subyacentes a dichos planos. La habilidad técnica de los egipcios ha resultado siempre evidente. Hoy también lo es que ésta llevaba aparejada un profundo conocimiento de la armonía, la proporción, la geometría y el diseño. Y está claro que todos estos conocimientos, técnicos y teóricos, eran secretos y sagrados, y que dichos secretos se conservaron.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 73
Puede que el mito sea el medio más antiguo conocido de comunicar información relativa a la naturaleza del cosmos, pero es también el más preciso, el más completo y, quizás, el mejor. El mito dramatiza leyes, principios, procesos, relaciones y funciones cósmicas, que, a su vez, se pueden definir y describir mediante el número y la interrelación entre los números.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 76
Estamos obligados a reconocer los límites de la razón, así como la necesaria realidad de ámbitos a los que la razón no tiene acceso. Y aunque la razón por sí misma no pone a los hombres en la senda de una tradición iniciática (esa es la función de la conciencia), sí resulta suficiente para invalidar el escepticismo. Son los sentidos los que nos hacen escépticos. Cuando los científicos y los intelectuales afirman que su ateísmo o su agnosticismo se les impone por la «razón», mienten. Lo que ocurre es simplemente que no han logrado aplicar su razón a los datos relativos y provisionales que les envían sus sentidos.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 80
Dos no es uno más uno. Metafísicamente, el dos nunca puede ser la suma de uno más uno, ya que sólo hay un uno, que es el todo. El dos expresa la oposición fundamental, la contrariedad fundamental de la naturaleza: la polarización. Y la polaridad es fundamental para todos los fenómenos sin excepción.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 86
En términos generales, la filosofía contemporánea falla en dos importantes ámbitos. Uno, caracterizado por el positivismo lógico y sus descendientes, bastante más sofisticados, se centra en la metodología lógica y científica. El otro, tipificado por el existencialismo en sus diversas formas, se centra en la experiencia humana en un contexto personal o social. Ninguna de estas dos escuelas incorpora el pensamiento pitagórico, con el resultado de que los positivistas han elaborado una herramienta analítica rigurosamente consistente, pero sin relación con la experiencia humana, mientras que los existencialistas han hecho útiles observaciones sobre la experiencia, pero no pueden encajarlas es una estructura consistente o convincente. El enfoque pitagórico revela una estructura y un sistema que subyacen a la experiencia.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 100
La filosofía del antiguo Egipto no es filosofía en el sentido actual: no tiene textos explicativos. Sin embargo, es auténtica filosofía en tanto es sistemática, consecuente y coherente, y se organiza en torno a unos principios que se pueden expresar de manera filosófica. Egipto expresaba estas ideas en la mitología, y su coherencia sólo se revela cuando se estudia la mitología como dramatización e interacción del número.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 101
Para los pitagóricos, las formas geométricas asociadas a un número y el modo en que dicho número interactúa con los otros proporcionan las claves de su significado interno, un significado que se manifiesta en d mundo físico en términos de función, proceso y pauta. Hoy existe un creciente interés entre los matemáticos por las ideas pitagóricas, pero los divulgadores de la ciencia siguen rechazándolas como una superstición antigua, a pesar de que el mundo físico se manifiesta a estos eruditos, como a todo el mundo, en términos de función, proceso y pauta. La función, el proceso y la pauta sólo resultan comprensibles a través del estudio de la filosofía del número. El hexágono y el círculo se hallan íntimamente vinculados. Un hexágono se forma cortando el perímetro de un círculo seis veces con su propio radio. El círculo representa simbólicamente el absoluto, o unidad indiferenciada. El seis se halla íntimamente vinculado a todas las cuestiones del tiempo y del espacio. La relación entre el seis y el diecinueve no resulta evidente de manera inmediata, pero se revela en la generación de los números hexagonales: 1 + 6 + 12 = 19. La decisión de los egipcios de basar una cuadrícula en diecinueve cuadrados se fundamentaba en la comprensión del complejo papel desempeñado por el diecinueve en todas las cuestiones relacionadas con la manifestación del tiempo y el espacio. Los pitagóricos no consideran una coincidencia que el diecinueve aparezca con tanta frecuencia en las medidas y ciclos celestes: los retornos sinódicos de la Luna siguen un ciclo de diecinueve años; el diecinueve y sus múltiplos determinan numerosas medidas relacionadas con el planeta Júpiter (cf. R. A. Schwaller de Lubicz, Le Temple de l’Homme, vol. I. pp. 472 ss).
John Anthony West
La serpiente celeste, página 103
El marco en el que tiene lugar la creación es el tiempo y el espacio, cuya definición requiere seis términos. La creación no tiene lugar en el tiempo; lejos de ello, el tiempo es un efecto de la creación. Las cosas no existen en el espacio: son el espacio. No hay más tiempo que el definido por la creación; no hay más espacio que el definido por el volumen. El universo material constituye una jerarquía interrelacionada de energías de diferentes niveles u órdenes de densidad, a las que nuestros sentidos sólo tienen un acceso limitado. Una ciencia que trate de explicar el orden universal en términos de la experiencia sensorial humana, o a través de máquinas que no son sino extensiones cuantitativas de los sentidos humanos, está condenada a alejarse cada vez más de una comprensión global. Esta es la situación que podemos ver actualmente, cuando la especialización prolifera cada vez más, y, aunque en teoría se habla de las innegables interacciones entre los diversos campos, los especialistas no tienen ninguna pista acerca de cómo y por qué tienen lugar dichas interacciones. Y la interminable disputa en torno a la cuestión de si el universo es, en última instancia, material o espiritual, continúa.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 106
Se requieren siete términos para dar cuenta del principio de crecimiento, y es un hecho notable la frecuencia con la que el siete, o sus múltiplos, rigen los pasos reales, o las etapas y secuencias, del crecimiento (aún más notable si se tiene en cuenta que la ciencia ignora el pensamiento pitagórico y, en consecuencia, no trata de buscar tales correspondencias; pero los datos se acumulan de todos modos). Los fenómenos tienden a completarse en siete etapas, o son completos en esa fase concreta. En la escala armónica hay siete tonos. Es la escala armónica, y la función humana de la audición, la que nos proporciona acceso directo al proceso del crecimiento, de la creatividad manifestándose. Fue esta razón —y no el azar o la superstición— la que llevó a los pitagóricos explícitamente, y a los egipcios implícitamente, a emplear la escala armónica como el instrumento perfecto para enseñar y mostrar el funcionamiento del cosmos. Consideremos una cuerda de una longitud dada como la unidad. Hagámosla vibrar: producirá un sonido. Sujetemos la cuerda por su punto medio, y hagámosla vibrar de nuevo: ahora producirá un sonido una octava más alto. La división en dos da como resultado una analogía de la unidad original. (Dios creó a Adán a su imagen, y necesitó siete días —o etapas discretas— para realizar su trabajo). Esquemáticamente, la cuerda dividida que vibra ilustra el principio de doble inversión, que impregna todo el simbolismo egipcio, y que sólo ahora están investigando los físicos subatómicos como característica fundamental de la materia. Entre la nota original y su octava hay siete intervalos, siete etapas desiguales que —pese a su desigualdad— el oído interpreta como «armónicas». No podemos describir o definir la armonía en términos lógicos o racionales. Pero reaccionamos a ella —y a su ausencia— de manera instintiva. Esta reacción se caracteriza por una inequívoca sensación de «equilibrio». Las notas de la escala musical remiten a la división del uno en dos. Dichas notas representan momentos de reposo en el descenso de la unidad hacia la multiplicidad. Se puede decir que el universo creado «ocurre» entre el uno y el dos, y la armonía evoca en nosotros una conciencia instintiva (e incluso un anhelo) de la unidad de la que aquélla se deriva. La armonía es la remembranza de la unidad. Y el arte que se basa en principios armónicos despierta en nosotros el sentimiento de unidad y del orden cósmico o «divino».
John Anthony West
La serpiente celeste, página 110
En el zodíaco, cada signo participa de la dualidad, la triplicidad y la cuadruplicidad. Naturalmente, en la astrología que aparece en los periódicos y revistas (y que los científicos y eruditos creen que es la única que existe) este aspecto fundamental del zodíaco pasa desapercibido. Por desgracia, otros astrólogos modernos más serios, aunque utilizan los signos zodiacales de manera intuitiva, apenas reconocen el simbolismo numérico en el que se fundamentan. Como veremos enseguida, la sección áurea forma parte del núcleo de la escisión primordial, creando un universo asimétrico y cíclico. Este aspecto cíclico significa que los múltiplos de los números son, por así decirlo, registros superiores de los números inferiores. El universo físico se completa, en principio, con cuatro términos: unidad, polaridad, relación y sustancialidad. Pero la materialización plena de todas las posibilidades requiere el funcionamiento de todas las combinaciones de dos, tres y cuatro. Y esto se realiza en los doce signos del zodíaco. Éste se divide en seis grupos de polaridades, cuatro grupos de triplicidades (los modos) y tres grupos de cuadruplicidades (los elementos). Cada signo es, a la vez, polar (activo o pasivo), modal (cardinal es el iniciador; fijo es aquel sobre el que se actúa; mutable es el que media o efectúa el intercambio de fuerzas) y elemental (fuego, tierra, aire, agua). La polaridad se realiza en el tiempo y el espacio (seis veces dos), el espíritu materializado (tres veces cuatro) y la materia espiritualizada (cuatro veces tres). Así, con cuatro términos tenemos el mundo en principio. Con ocho términos tenemos el mundo materializado en el tiempo y el espacio. Con doce términos tenemos el mundo de las potencialidades y las posibilidades. Aunque este breve resumen no se aproxima más que a un aspecto del zodíaco astrológico, debería ser suficiente para sugerir que este antiguo diseño no se basaba en absoluto en los ensueños de arcaicos visionarios, sino que se construyó rigurosamente de acuerdo con los principios pitagóricos. Si esperamos comprender el mundo físico en el que vivimos (por no hablar del mundo espiritual), debemos examinar los principios y funciones que subyacen a la experiencia común. Y el simbolismo del número nos permite hacerlo.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 117
A primera vista, la serpiente puede parecer un modelo perfecto de unidad. ¿Qué podría expresar mejor la singularidad que la extensión indiferenciada de la serpiente? Sin embargo, en Egipto la serpiente era el símbolo de la dualidad, o, más exactamente, del poder que da como resultado la dualidad. Y este mismo poder tiene un aspecto dual; es a la vez creador y destructor: creador en el sentido de que la multiplicidad se crea a partir de la unidad, y destructor en el sentido de que la creación representa la ruptura de la perfección del absoluto. Cuando uno repara en el hecho de que la serpiente tiene tanto una lengua bífida como un doble pene, la sabiduría que subyace a la elección se hace evidente. Como símbolo de dualidad, la serpiente representa el intelecto, la facultad mediante la que el hombre discrimina; es decir, mediante la cual rompemos el todo en sus partes constituyentes. Pero la dualidad desenfrenada es el caos. El análisis realizado de manera descontrolada es sólo destrucción. Limitarse a conocer sin sintetizar equivale a parodiar a Dios; probablemente es por eso por lo que, tomando prestada la serpiente de Egipto, el libro del Génesis la utiliza como símbolo de la tentación. La serpiente, aparentemente una unidad, es dual en su expresión, tanto verbal como sexual; dual y divisible por naturaleza.
Para Sejourné, Teotihuacán fue el lugar en donde la serpiente aprendió milagrosamente a volar, es decir, «en donde el individuo, a través de su crecimiento interno, alcanzó la categoría de ser celestial».
PETER TOMPKINS, Mysteries of the Mexican Pyramids, Harper & Row, 1976, p. 387.
Pero la dualidad —y, para el caso, el intelecto— no es una función únicamente humana, sino cósmica. Hay un intelecto superior y un intelecto inferior. Así, simbólicamente, está la serpiente que repta, y está el intelecto superior, que permite al hombre conocer a Dios: la serpiente celeste.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 128
En lugar de presumir que el lenguaje humano «evolucionó», es hora de tomar en serio y literalmente la afirmación hecha por todas las grandes civilizaciones antiguas y por muchas de las llamadas «sociedades primitivas»: que el lenguaje fue otorgado a los hombres por los «dioses». Se interprete como se interprete (por los «dioses» directamente, o por los sabios que estaban en contacto directo con ellos), esto se corresponde con el curioso hecho de que nunca se ha descubierto ninguna lengua que no sea gramatical y sintácticamente completa. Jamás se ha hallado ninguna lengua en un estadio temprano de «evolución». La lengua más primitiva permite a sus hablantes expresar cualquier cosa que deseen en el marco de referencia de su sociedad. Las lenguas cambian, ciertamente, pero no «evolucionan»: el inglés actual, por ejemplo, no está más «evolucionado» que el de Shakespeare, y en muchos aspectos incluso ha degenerado, degradado por la publicidad y los medios de comunicación hasta convertirlo en un torpe montón de frases hechas, o pervertido por el «clero» científico, que lo ha transformado en una jerga destinada a excluir a los no iniciados.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 131
Por desgracia, son los divulgadores y los autores de libros escolares quienes llegan a un mayor número de personas, y las corrientes de pensamiento erróneas tienden a perpetuarse, al menos hasta que llega un punto en el que la convención ya no puede ocultar sus fatídicas contradicciones e incoherencias internas. La bola de nieve baja rodando por la colina sólo hasta que su impulso inicial se agota.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 138
El propósito de los prodigiosos esfuerzos artísticos y arquitectónicos de Egipto era mágico. En los templos esa magia era pública, destinada a operar sus transformaciones en los individuos que los utilizaban. En las tumbas, en cambio, la magia estaba dirigida al alma descarnada de los difuntos. ¿Quiénes somos nosotros para decir que se trataba de superstición, que era un error, que no servía para nada?
John Anthony West
La serpiente celeste, página 166
El egiptólogo, como un buen hijo del siglo XVIII, profesa el credo de la facilidad. Una matemática que resulte más fácil es automáticamente mejor; un alfabeto que permita a todo el mundo escribir lo que quiera es mejor que un sistema jeroglífico que requiera años de aprendizaje. Estamos tan acostumbrados a aceptar que la facilidad creciente es sinónimo de progreso que nunca cuestionamos esta idea. Sin embargo, se trata de un juicio de valor arbitrario. Esta preocupación por la facilidad se denomina «sentido común»; pero, en realidad, no se trata más que de otra genuflexión inconsciente ante el altar de la teo-economía, el culto de Occidente. (Probablemente, la actual obsesión en todo el mundo por el deporte refleja una apreciación innata de la excelencia, de lo que se realiza por el mero placer de hacerlo, de la dificultad: el reto que anteriormente entrañaba la aventura cotidiana de vivir, pero que hoy ha sido eliminado por la tecnología. Algunos afortunados han percibido la naturaleza del problema, y compiten entre sí, o contra el reloj, mientras millones de personas observan y viven sólo de una manera indirecta una experiencia que debería ser la suya).
John Anthony West
La serpiente celeste, página 168
… me gustaría resumir las dificultades y las desventajas intrínsecas que aparecen al aproximarse al arte egipcio:
1. El conocimiento egipcio constituye un todo. Ningún aspecto está concebido separado del resto. Dado que, para nosotros, no hay ninguna otra manera de estudiarlo que no sea por partes, debemos tener claro constantemente que cualquier conclusión a la que lleguemos debemos relacionarla siempre con el todo del que se ha extraído.
2. El conocimiento egipcio es siempre implícito, nunca explícito. Sólo era «secreto» en el sentido de que no se hallaba consignado por escrito (si no era en los Libros de Thot, que se conservaban en Hermópolis y que se mencionan en algunos textos). Egipto no habló de su conocimiento, sino que, más bien, lo incorporó a su arte y su arquitectura, dejando que ejerciera su efecto de una manera emocional: Egipto hablaba al espíritu del corazón.
3. La autoexpresión no constituye un aspecto necesario de la creatividad.
4. El arte, la religión, la filosofía, el mito, las matemáticas y la ciencia egipcias se basan en la premisa —abstracta y metafísica, pero lógicamente inevitable— de la escisión primordial. De ella surgen de forma natural el flujo y la interacción de los números, el órgano mediador de la sección áurea y los «irracionales» con ella relacionados, y la armonía. A través del estudio del número, los irracionales y la armonía, el hombre se halla en situación de comprender el conjunto de la creación, así como todas las leyes, principios y funciones subyacentes a los fenómenos físicos, que son resultados. Nuestra ciencia estudia sólo dichos resultados, o, más exactamente, sus aspectos mensurables. Así, el hecho de la vida está, por definición, fuera del alcance de la ciencia occidental tal como actualmente se practica; esta ciencia es una disciplina mortuoria, que se dedica a diseccionar los cadáveres de los fenómenos.
5. Egipto era práctico. Estrictamente hablando, el arte es práctico. Es práctico organizar una sociedad de manera tal que permita a los hombres realizar sus objetivos espirituales, e incluso les invite a hacerlo.
6. Aunque no podemos experimentar el impacto emocional del arte y la arquitectura egipcios, sí podemos, al menos, observarlo en su propio contexto, no como una llamada a la sensibilidad estética ni como un instrumento de una tiranía impuesta, sino como un perpetuo ejercicio de desarrollo de la conciencia.
7. Finalmente, y dado que los métodos de Egipto eran —en sentido amplio, pero también de forma concreta— mágicos, los propósitos a los que apuntaban el arte y la arquitectura egipcios siguen siendo insondables para nosotros, y seguirán siéndolo hasta que el hombre moderno alcance de nuevo un conocimiento equivalente de las realidades espirituales en las que se basaba todo Egipto. Lo que para nosotros es «magia», para Egipto era ciencia, y, en cierto sentido, incluso tecnología.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 170-173
Schwaller de Lubicz contempla el conjunto de la civilización egipcia como un gigantesco símbolo, conscientemente organizado, y adecuado a las fases por las que la humanidad pasaba entonces. En consecuencia, cuando observemos los diversos aspectos del conocimiento egipcio, no debemos olvidar nunca que todos ellos se desarrollaron para ser aplicados a un plan predeterminado.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 174
Es cierto que en Egipto no aparece ninguna mención al zodíaco hasta la dominación griega, ni tampoco hay evidencias escritas de que Egipto pusiera nombre a las constelaciones o de que las considerara importantes. Pero al estudiar el curso del simbolismo egipcio, Schwaller de Lubicz encontró evidencias de que, desde las primeras dinastías, era la precesión a través de los signos del zodíaco lo que guiaba el curso de la política artística y arquitectónica egipcia.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 190
El zodíaco de Dendera está representado de una forma más o menos reconocible para nosotros, y en la época en la que se construyó Dendera el zodíaco griego era conocido universalmente gracias a su transmisión por los griegos y los alejandrinos. Sin embargo, Schwaller de Lubicz logró mostrar que las aparentes anomalías que presenta este zodíaco, así como determinados caracteres jeroglíficos cuyo significado han eludido los egiptólogos, indicaban que no se invocaba a Imhotep por razones rituales, sino reales. El zodíaco de Dendera señala la entrada del equinoccio en Piscis. Al mismo tiempo, su orientación y su simbolismo llaman la atención sobre el tránsito precesional en las dos eras anteriores, la de Aries y la de Tauro. Las evidencias se hallan, pues, inscritas en el zodíaco.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 196
La dificultad para comprender las matemáticas egipcias estriba en la falta de disposición —y, en última instancia, en la incapacidad— del hombre moderno para ver las cosas de un modo distinto de como está acostumbrado a verlas.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 206
La ciencia ha decidido observar el tesoro de Alí Baba a través del ojo de una cerradura; sus esfuerzos se emplean en mejorar su equipo de visión y su lenguaje descriptivo (las matemáticas). Pero —como saben muy bien todos los voyeurs— es imposible ver toda la habitación desde cualquier ángulo a través del ojo de una cerradura, y sólo se puede atisbar ese ángulo concreto.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 209
Aunque es legítimo investigar la medicina egipcia para ver cuánto sabían ellos de lo que sabemos nosotros, es igualmente importante tener en cuenta la posibilidad de que Egipto tuviera conocimientos que nosotros no poseemos. El detallado estudio de los papiros médicos que realizó Schwaller de Lubicz, así como determinados consejos que contienen los propios papiros, sustentan esta última posibilidad. Además, sigue habiendo una serie de problemas y misterios que permanecen sin resolver, y algunos de ellos son irresolubles. En primer lugar, los documentos que han sobrevivido, como el papiro de Smith, aluden en numerosas ocasiones a un conocimiento que nunca se consignó por escrito. Hipócrates, que escribió mil años después, se refiere a dicho conocimiento. La insistencia en el secreto por parte de tantas clases sacerdotales de la antigüedad hace tan probable la existencia de una tradición oral que las autoridades en la materia no tienen prácticamente más elección que aceptarla como un hecho. Otra cuestión es qué valor le suponen de este secreto saber popular. Sin embargo, parece bastante evidente que los egipcios mantendrían en secreto todo lo que para ellos fuera más importante o susceptible de abuso en manos de los no iniciados.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 229
Schwaller de Lubicz distingue cuidadosamente entre magia y brujería: la magia es la invocación y la utilización de la energía cósmica natural por medios armónicos; la brujería se ocupa de influir en el ambiente psicológico, y, por tanto, de la energía que emana del conjunto de la vida humana. Ambas son válidas; ambas «funcionan». Hay magia «blanca» y magia «negra», del mismo modo que hay brujería «blanca» y brujería «negra»; y hay formas superiores e inferiores tanto de magia como de brujería. Estas distinciones pueden parecerle superfluas al racionalista, que niega la realidad de cualquiera de las dos. En realidad, la magia y la brujería son tan comunes en nuestra sociedad como en cualquier otra parte, aunque son de orden inferior, casi invariablemente destructivas y siempre denominadas mediante un respetable eufemismo que oculta la auténtica naturaleza de la práctica. El brujo vudú clava agujas en una muñeca, y la víctima muere. Eso es brujería, y los antropólogos no dudan de que la brujería funciona en las sociedades donde se practica. Pero ¿cómo se aplica el vudú en la progresista sociedad actual? El deslumbrante anuncio de automóviles me convence sutilmente de que, si compro el nuevo modelo, la hermosa rubia de la foto, o algún equivalente, estará a mi alcance; y compro el nuevo modelo. Los brujos de la publicidad se han apoderado de mi voluntad sin mi consentimiento, tan certeramente como sus colegas de la jungla. Eso es brujería, literal y técnicamente; y yo consigo a la rubia. La brujería funciona. Funciona influyendo en la voluntad de la víctima, un procedimiento que no es susceptible de medición, pero que resulta demostrablemente efectivo. En la actualidad, los hombres de negocios denominan a la brujería «publicidad»; los políticos, «propaganda», y los psicólogos, «sugestión». Pero todo esto es brujería, y nada más que brujería. Es irrelevante que estos brujos modernos y sus hechizadas víctimas no se den realmente cuenta de lo que hacen, o siquiera de cómo lo hacen; el caso es que lo hacen, y funciona.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 233
Egipto comprendía al hombre como un todo. Pero, dado que los egipcios también conocían el principio, universalmente válido, de la jerarquía, su conocimiento del organismo físico se hallaba íntimamente relacionado con su comprensión de los reinos superiores de los que forma parte el organismo físico del hombre. El hombre es la suma de los principios que impregnan y organizan el universo; es un producto, en constante autoperfeccionamiento, del gran experimento constituido por la vida orgánica en la Tierra, que encarna en sí mismo los reinos mineral, vegetal y animal. Su cuerpo es el templo destinado a permitirle llevar a cabo el rito de su autoperfeccionamiento, el único objetivo humano legítimo. Todos los demás objetivos llevan a la apatía o al desastre, como se hace evidente en la lectura de cualquier periódico. El hombre es una maqueta del universo. Si se comprende a sí mismo perfectamente, también comprenderá el universo: la astronomía, la astrología, la geografía, la geodesia, la medida, el ritmo, la proporción, las matemáticas, la magia, la medicina, la anatomía, el arte… todo se halla vinculado en un gran esquema dinámico. No se puede aislar ningún aspecto de otro, ni tratarlo como una especialidad o un ámbito separado, sin caer en la distorsión y la destrucción. En Egipto, el propio lenguaje empleado en los papiros médicos, la nomenclatura empleada para distinguir las diversas partes del cuerpo, refleja esta fabulosa capacidad para sintetizar, para sugerir automáticamente los vínculos íntimos que existen entre el microcosmos y el macrocosmos.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 238
los neters, o principios divinos
John Anthony West
La serpiente celeste, página 229
Las lenguas modernas dan lugar diariamente a nuevas jergas especializadas, haciendo cada vez más difícil observar las conexiones entre los diversos ámbitos, así como expresarlas. El lenguaje egipcio estaba concebido con un propósito completamente opuesto, y en él los nombres de las cosas solían contener pistas de su relevancia interior. Así, la palabra ais designaba la masa física de tejido cerebral, mientras que el término sia (es decir, ais al revés) designaba la conciencia; de este modo, el lenguaje encarnaba tanto la conexión como la distinción. Obedecía al principio cósmico de inversión, que se halla en la raíz de la creación, que es la obtención de la materia a partir del espíritu.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 240
El mito es un medio, deliberadamente elegido, de comunicar conocimientos. Aunque es posible, e incluso probable, que los antiguos no hubieran sido capaces de expresar dichos conocimientos en un lenguaje filosófico moderno, esto no constituye un defecto. Somos nosotros quienes nos hallamos en desventaja. Para dar sentido al mito, primero debemos convertirlo en una forma que acepte el intelecto; después, puede que haga mella, o no, en nuestro centro emocional y nos permita llegar a comprenderlo.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 242
Una vez se ha revelado la clave del significado interior de los mitos, éstos se convierten en maravillas de plenitud y brevedad simultáneas; cuanto más se estudian, más ricos se presentan. Cualquier aspecto del mito se puede prestar a la más exhaustiva exégesis científica o filosófica. Sin embargo, precisamente porque está arraigada en el mito, no se puede tomar la parte por el todo, como tampoco se puede olvidar o pervertir su importancia funcional. Para el discípulo, el mito constituye una fuente inacabable de instrucción, mientras que, para la mayoría indiferente (pasada o actual), simplemente explica la realidad en forma de una historia que se recuerda fácilmente.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 247
El corazón sintetiza; la mente analiza. Un simbolismo auténtico no es ni primitivo ni subconsciente. Se trata de un medio deliberado de suscitar la comprensión, opuesto a la transmisión de información. Las palabras transmiten información (excepto en la poesía); los símbolos suscitan comprensión. La información por sí sola resulta inútil a menos que se convierta en comprensión. Así, el simbolismo resulta ser prácticamente lo contrario de lo que se creía: tal como se empleaba en Egipto, el simbolismo es directo y exacto. Es el lenguaje, y especialmente el lenguaje científico, el que resulta ser indirecto y engañoso.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 247
El simbolismo egipcio proporcionó un medio maravillosamente flexible para revelar, en un único sistema coherente, la rica variedad de conexiones y correlaciones entre las diversas jerarquías que impregnan cada esfera de la vida física, psíquica y espiritual.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 252
El hombre contiene la chispa divina en su interior. Por tanto, siempre se da forma humana a los principios trascendentes. Existe una distinción, sutil pero importante, entre esta práctica egipcia y la que se realizaba en Grecia, aunque a primera vista puedan parecer semejantes. Grecia reduce los «dioses» a una escala humana y los representa típicamente con un comportamiento impropio de seres divinos. Egipto parte del concepto de que los atributos divinos están en el interior del hombre. No hace descender a los dioses a la Tierra, sino que es, más bien, el hombre el que se eleva hacia ellos. Así, los dioses trascendentes, aquellos que gobiernan la propia creación —Tum, Atum, Ptah, Amón, Min (Ra en su papel generador)— aparecen siempre con forma humana.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 253
Atento a los más diminutos detalles, el simbolismo egipcio incorpora una asombrosa mezcla de precisión en la elección y riqueza de amplificación. El uso de animales como tipos funcionales permitió también a Egipto indicar claramente el reino en el que se desarrollaba la acción o el acontecimiento. El hombre contiene la chispa divina en su interior. Por tanto, siempre se da forma humana a los principios trascendentes. Existe una distinción, sutil pero importante, entre esta práctica egipcia y la que se realizaba en Grecia, aunque a primera vista puedan parecer semejantes. Grecia reduce los «dioses» a una escala humana y los representa típicamente con un comportamiento impropio de seres divinos. Egipto parte del concepto de que los atributos divinos están en el interior del hombre. No hace descender a los dioses a la Tierra, sino que es, más bien, el hombre el que se eleva hacia ellos. Así, los dioses trascendentes, aquellos que gobiernan la propia creación —Tum, Atum, Ptah, Amón, Min (Ra en su papel generador)— aparecen siempre con forma humana. Cuando se representa a los neters, o tipos funcionales, con una forma íntegramente animal, éstos están actuando en la esfera terrestre, en el seno de la vida orgánica. Cuando se muestran en forma humana y con cabeza de animal, simbolizan esa actividad funcional en la esfera humana. Una interesante inversión del proceso es la representación del «alma», el Ba, mediante un pájaro con cabeza humana; en otras palabras, como el aspecto divino de lo terrestre. En el simbolismo egipcio, el papel exacto de los neters se revela de muchas maneras: mediante la ropa, las coronas, el tipo de accesorios simbólicos (por ejemplo, flagelo, cetro, bastón, cruz de la vida). A través del color, la posición, el tamaño y el gesto, el neter revela —a los iniciados en el lenguaje simbólico— una rica variedad de datos a la vez físicos, fisiológicos, psíquicos y espirituales. Y estos datos se hallan siempre en acción.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 253
El egipcio escrito, como el hebreo, carece de vocales. Sin embargo, y a diferencia del hebreo, el egipcio ha desaparecido como lenguaje hablado, y la pronunciación de las vocales es hipotética…
Aun cuando nadie sabe cómo se debía de pronunciar o acentuar el egipcio, suele resultar evidente que los textos utilizan en gran medida la rima, la métrica y la aliteración; son poéticos por naturaleza. En muchos casos, el juego de palabras es tan potente que el texto hablado equivaldría a un sortilegio. Como generalmente se reconoce, ni siquiera la poesía moderna se puede traducir de forma satisfactoria de una lengua a otra. Si se conserva el sentido literal de las palabras, la rima, la métrica y el juego de palabras se pierden. Si se conservan la rima y la métrica, el sentido de las palabras se distorsiona. En el caso del egipcio, el problema se complica aún más.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 276
El egipcio escrito, como el hebreo, carece de vocales. Sin embargo, y a diferencia del hebreo, el egipcio ha desaparecido como lenguaje hablado, y la pronunciación de las vocales es hipotética. Aun así, resulta evidente el carácter de sortilegio del texto. (Siguiendo la costumbre ortodoxa habitual, aquí hemos insertado vocales con el fin de hacer el texto pronunciable; así, en lugar de escribir hpr-i, hemos escrito jeper-i).
Transcrito fonéticamente, el texto (Bremner-Rhind, 28, 20) es como sigue:
Neb djer djed-ef:
Jeper-i jeper jeper-u,
Jeper-kuie em jeper-u en jepri, jeper em sep tepi,
Jeper-kuie em jeper-u en jepri jeper-u
Jeper jeper-u pu,
En pi-en-i yu pi-ut-yu ir-en-i
Pi-en-i em pi-ut-yu
Pi eren-i yu-essen ir-i pi-ut pi-ut-yu.
"Cuando Yo me manifesté en la existencia, la existencia existía. Vine a la existencia en la forma de lo Existente, que vino a la existencia en el Tiempo Primero. Por lo tanto, al venir a la existencia según el modo de existencia de lo Existente, Yo existía. Y fue así como lo Existente vino a la existencia, puesto que Yo era anterior a los Dos Anteriores que hice, puesto que Yo tenía prioridad sobre los Dos Anteriores, puesto que mi nombre era anterior a los suyos, puesto que Yo los hice así anteriores a los Dos Anteriores…"
Traducido de la versión francesa de Sauneron y Yoyotte, en La naissance du monde, col. Sources Orientales, Éditions du Seuil, p. 49
John Anthony West
La serpiente celeste, página 277
La literatura esotérica se parece a las enseñanzas iniciáticas en que ambas proclaman el mismo mensaje: que el hombre no es como podría ser, como debería ser; que el hombre contiene en sí mismo la chispa de la divinidad; que su destino y su auténtica tarea consiste en convertir esa chispa en una llama. Pero las enseñanzas iniciáticas están dirigidas a aquellos que son discípulos conscientes. El sermón de la montaña y una gran parte de los Evangelios no se dirigían a las masas (la Biblia se muestra explícita en este punto). Dichas enseñanzas se dirigían a los discípulos de Cristo, mientras que a los demás se les hablaba en «parábolas». La parábola ofrece la misma «píldora», pero cubierta con la pertinente capa de azúcar, y está dirigida al público en general. No se debe confundir la parábola con la alegoría, que es una personificación racional e intelectual de abstracciones tales como la «verdad» o la «moralidad»: un intento de disfrazar el conocido «sermón dominical». La alegoría resulta siempre obvia, mientras que la literatura esotérica nunca lo es, puesto que su significado se presenta velado por los símbolos. Pero dichos símbolos provienen del mundo exotérico, del mundo de la vida cotidiana; y una característica de la literatura esotérica es que se puede leer y disfrutar sin que su significado interior se haga siquiera evidente. Sin embargo, el poder y la validez del simbolismo es tal que establece un fermento de forma subliminal e inconsciente; la auténtica literatura esotérica resulta casi inmune a los cambios de moda literarios o al paso del tiempo. Hoy prácticamente no hay literatura adulta esotérica. La literatura occidental en su conjunto apenas ha producido media docena de obras auténticamente esotéricas. Pero si de niños hemos tenido suerte, entre las banalidades sociales y la propaganda televisiva seguramente habremos entrado en contacto con los cuentos de hadas. Muchos de ellos son esotéricos, o debieron de serlo inicialmente. Ésta es la fuente de su poder, de su longevidad, y de su peculiar cualidad de permanecer en la mente. El cuento esotérico tiene un «sabor», una «atmósfera». No podemos «demostrarlo»; y «explicarlo» equivale a matarlo. Pero podemos sentirlo. Y una vez hayamos comprendido que el significado interior del cuento —desapercibido, pero experimentado—, su corazón esotérico, es el responsable de su poder, podremos distinguir entre lo esotérico, lo exotérico y lo seudo-esotérico (así, por ejemplo, El príncipe encantado, Blanca Nieves, Rumpelstilzchen, Moby Dick y Los hermanos Karamázov son esotéricos; El lamento de Portnoy es exotérico; Siddhartha es seudoesotérico). Los temas simbólicos de la literatura esotérica se encuentran en todo el mundo; como los gestos, parecen ser universales. En última instancia, la literatura esotérica trata de la búsqueda que el hombre realiza de lo divino en su propio interior. Con frecuencia se trata de una búsqueda explícita —del grial, del tesoro— de algo oculto o inaccesible. A menudo el tesoro se halla custodiado por monstruos o enemigos a los que se debe vencer mediante una combinación de coraje y astucia. Todo esto simboliza la lucha del hombre contra su propia naturaleza: la lucha arquetípica entre Horus y Set, entre el viejo Adán y el hombre nuevo, entre David y Goliat, entre Simbad y el viejo hombre del mar que siempre será su sombra. En ocasiones, el premio es una hermosa princesa o un apuesto príncipe; para lograr dicho premio hay que realizar una serie de tareas, y para ello se requiere coraje, decisión y, con frecuencia, ingenio. Otras veces el príncipe o la princesa aparecen disfrazados de rana o de mendigo, o puede que estén dormidos o encantados. El éxito en la búsqueda se recompensa heredando el reino y «viviendo felices para siempre», es decir, «eternamente».
John Anthony West
La serpiente celeste, página 278
La civilización egipcia se debe contemplar orgánicamente como algo que existió y atravesó sus diversas fases vitales a lo largo del tiempo. Cualesquiera que fueran las vicisitudes políticas de la historia egipcia, el templo, que fue el responsable de la vida religiosa, artística, filosófica y científica de la sociedad, desempeñó su tarea de una forma plenamente consciente y deliberada. La civilización egipcia es en sí misma un gigantesco gesto, una danza sagrada organizada cuya ejecución abarcó cuatro milenios.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 287
El templo de Luxor constituye un perfecto ejemplo de arte como manipulación deliberada de fenómenos armónicos cuyo resultado final es la magia.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 294
Schwaller de Lubicz denomina a la filosofía egipcia el «antropocosmos», el «cosmos hombre», un concepto cuyas sutilezas no resultan fáciles de captar. Dicho concepto ha pasado a dos sentencias conocidas, una hermética («Así abajo como arriba»), y la otra bíblica («Dios formó al hombre a su imagen»); pero ambas sentencias, aunque ciertas, predisponen a interpretaciones engañosas. La primera se presta a una distinción excesivamente marcada, mientras que la segunda se presta a una mezcla demasiado poco diferenciada. El hombre no es exactamente un pequeño universo al que hay que considerar distinto de un universo mayor. Por otra parte, la frase bíblica se presta a los retratos de un Dios musculoso con una gran barba gris, lo cual tampoco es correcto. Decir qué no es el antropocosmos resulta más fácil que decir qué es. El taoísmo y el zen toman siempre la explicación negativa como la vía más segura, y lo dejan en ese punto. Pero la mente racional occidental no adopta fácilmente este tipo de enfoque, y Schwaller de Lubicz se esfuerza en abordar el concepto de antropocosmos en la medida en que lo permite el lenguaje. En realidad, se puede encontrar el antropocosmos como elemento subyacente a todas las filosofías iniciáticas, aunque expresado de manera distinta en cada una de ellas. El hombre no es un «producto» del universo ni un «modelo a escala» suya, sino que se le debe considerar como una encarnación, su «esencia» encarnada en una forma física. Si un artista logra plasmar todo lo que sabe, siente, cree y comprende en una obra de arte, dicha obra no es un modelo a escala del artista, pero, sin embargo, sí es algo más que un «producto»; no se debe comprender como algo netamente distinto del artista (como un hijo respecto de su madre), pero tampoco se trata de algo idéntico a él. Es una «encarnación» del artista, una expresión artística de todo lo que él es. El antropocosmos comporta una relación analógica con el universo que creó al hombre….
El templo de Luxor es una encarnación planificada y plenamente consciente de las leyes de la creación. El simbolismo de los diversos muros, cámaras y santuarios sustenta firmemente la teoría de Schwaller de Lubicz. ¿Puede ser accidental que en el arquitrabe que se corresponde con el emplazamiento del cordón umbilical se anuncie el nacimiento del rey? ¿Se debe al azar que en el santuario correspondiente a las cuerdas vocales aparezcan escritos los nombres del rey, y que en la pared occidental se represente la «teogamia», el rey nacido de los neters; es decir, la creación mística a través de la Palabra, que es el nacimiento de una «virgen», o la Inmaculada Concepción?
John Anthony West
La serpiente celeste, página 299
El templo de Luxor está concebido para evocar la comprensión del poder creador del Absoluto a través de una estricta imitación de los procesos creadores. El templo está «vivo». Aunque, obviamente, no posee la capacidad de reproducirse ni una autonomía física, en lo que se refiere a nuestro aparato sensorial se halla en constante movimiento; sus intrincados alineamientos, sus múltiples asimetrías, le hacen oscilar respecto a sus ejes (este secreto se transmitió a, o bien fue descubierto por, los constructores de las catedrales góticas, que incorporan simetrías parecidas). El templo «creció» en etapas discretas; simbólicamente, creció a partir de una «semilla».
John Anthony West
La serpiente celeste, página 307
Schwaller de Lubicz afirma que los templos egipcios se construían y se demolían según un plan astrológico, y nunca en función del capricho del faraón. Hay poderosas evidencias que sustentan esta afirmación. Ciertos templos egipcios se han convertido total o parcialmente en ruinas debido a causas naturales. Otros han sido deliberadamente desmantelados. Resulta bastante fácil distinguir entre ambos tipos de destrucción. Los templos destruidos por la naturaleza (terremotos, por ejemplo) presentan ante los arqueólogos un emplazamiento en el que inmensas cantidades de escombros aparecen cubiertos por la arena. Los dibujos de Napoleón, así como las primeras fotografías, muestran el estado de estos emplazamientos tal como se encontraron originariamente. Tras la excavación, el resultado típico es que la mayoría de la cantería caída sigue estando allí, en algunos casos lo suficiente para hacer posible la restauración. En cambio, los templos que se han desmantelado deliberadamente se hallan prácticamente libres de escombros. No hay allí nada más que lo que ha podido caer por medios naturales. Una vez limpio el emplazamiento, no quedan restos que hagan la restauración posible.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 308
El templo de Luxor es en sí mismo un texto iniciático, una expresión de una comprensión total de la creación del hombre adánico. Encarna la enseñanza, y es la enseñanza. La famosa frase de Herbert Marshall McLuhan, «El medio es el mensaje» (que, en realidad, resulta inaplicable a las áreas que McLuhan pretendía), se aplica perfectamente al templo de Luxor y al arte egipcio.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 326
Los egiptólogos postulan un período de «desarrollo» indeterminado (e indeterminable) antes de la I dinastía. Esta suposición no viene sustentada por ninguna evidencia; de hecho, las evidencias, en la medida en que lo son, parecen contradecir la suposición. La civilización egipcia, tomada ámbito por ámbito y disciplina por disciplina (incluso adoptando una visión ortodoxa de sus logros), hace que la suposición de un breve período de desarrollo resulte insatisfactoria. El tan cacareado florecimiento de Grecia, dos mil años después, resulta insignificante al lado de una civilización que, partiendo supuestamente de una tosca base neolítica, produjo en algunos siglos un sistema completo de jeroglíficos, el más sofisticado sistema de calendarios jamás desarrollado, unas matemáticas eficaces, una refinada medicina, un dominio total de toda la gama de artes y oficios, y la capacidad de construir las mayores y más logradas edificaciones de piedra jamás construidas por el hombre. El asombro de los modernos egiptólogos, tan cautamente expresado, difícilmente hace justicia a la magnitud real del misterio.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 328
Un enfoque realista del misterio sugiere alternativas que resultan inaceptables para la mente ortodoxa. La primera es que la civilización egipcia no se desarrolló in situ, sino que fue llevada a Egipto por unos hipotéticos conquistadores. Pero esta alternativa no hace sino trasladar el misterio del supuesto período de desarrollo a la patria de origen de dichos conquistadores, hasta ahora por descubrir. La segunda alternativa es que Egipto no «desarrolló» su civilización, sino que la heredó.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 331
Schwaller de Lubicz observó que la severa erosión del cuerpo de la Gran Esfinge de Gizeh se debe a la acción del agua, y no del viento ni de la arena. Si el hecho de la erosión de la Esfinge por el agua se pudiera confirmar, derribaría por sí solo todas las cronologías aceptadas de la historia de la civilización, y obligaría a reexaminar drásticamente el presupuesto del «progreso»: el presupuesto en el que se basa todo el conjunto de la educación moderna. Resultaría difícil encontrar otro caso en el que una sola y simple cuestión tuviera consecuencias más graves: la erosión de la Esfinge por el agua es a la historia lo que la convertibilidad de la materia en energía es a la física.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 332
Al suponer que el viento y la arena son los responsables del desgaste de la Esfinge, los egiptólogos pasan por alto varios factores más. El primero es que los geólogos coinciden en señalar que sólo un viento de suficiente velocidad como para arrastrar arena consigo puede producir una erosión apreciable. En otras palabras, los vientos normales de Egipto, que predominan durante once meses al año, producen efectos insignificantes. La erosión debida a la arena arrastrada por el viento sólo se puede producir en el mes durante el que sopla el jamsin (por otra parte, de manera intermitente). El jamsin sopla únicamente desde el sur, y, en sus lados sur y este, la Esfinge se halla eficazmente protegida de la fuerza de este viento por el conjunto de sus templos, así como por el propio hoyo en el que reposa. Esto significa que, aunque la Esfinge se hubiera mantenido limpia de arena ininterrumpidamente durante los últimos 4.700 años, los efectos de la erosión de la arena arrastrada por el viento serían mínimos, y cabría esperar que los muros exteriores del templo exhibieran los peores efectos. Pero no es así. Aparte de esto, y debido a factores tales como la turbulencia, la erosión fuerte por el viento y la arena suele producir efectos irregulares y a menudo espectaculares, como las extrañas figuras, de aspecto casi extraterrestre, de las mesetas americanas. Y debido al peso de la arena arrastrada, los geólogos reconocen que, independientemente de la fuerza del viento, la erosión se limita en gran medida a una altura de unos dos metros desde el nivel del suelo. Es este tipo de erosión la responsable de las espectaculares torres de piedra que, en sorprendente equilibrio, aparecen excavadas o «vaciadas» en su base, pero intactas en su parte superior.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 340
La Esfinge y sus templos no muestran evidencia alguna de estos efectos típicos. El desgaste es muy marcado, y, a simple vista, presenta un aspecto uniforme. Sólo en un lugar hay evidencias de la típica erosión debida a la arena arrastrada por el viento, y se trata de una zona en la que esto se podría prever razonablemente: la nuca; puesto que, como ya hemos visto, si se abandona a los elementos, el cuerpo de la Esfinge y los templos que están junto a ella desaparecen rápidamente bajo la arena. Sólo el cuello y la cabeza permanecen al aire libre. Dado que la erosión de la arena arrastrada por el viento se limita —como hemos dicho— a los dos metros de altura desde el nivel del suelo, cabría esperar que fuera el cuello, y sólo el cuello, el que mostrara los efectos de este tipo de desgaste. De hecho, el cuello, especialmente la nuca, aparece excavado o «vaciado» en su base: el resultado típico de la exposición a las arenas arrastradas por el jamsin. Este efecto apenas resulta evidente, ya sea a simple vista, ya sea en fotografía. En comparación con el dramático deterioro del resto del cuerpo parece insignificante, y sólo se hace manifiesto si se busca expresamente. Cuando uno se da cuenta de que no puede ser el resultado de casi 5.000 años de constante exposición al jamsin, sino de más del doble de esa cantidad (es decir, desde que Egipto se convirtió en un desierto), se corroboran los efectos relativamente menores de la erosión de la arena arrastrada por el viento, a la vez que se hace mucho más inexplicable el deterioro del cuerpo, expuesto sólo 1.400 años de los últimos 4.700.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 341
La Esfinge y el conjunto arquitectónico que la rodea son estilísticamente tan distintas del resto de los templos egipcios como una abadía cluniacense de una catedral barroca, o como una pintura bizantina de una de Botticelli. Para los patrones egipcios, los templos son pequeños, aunque dichas estructuras exhiben una apariencia de solidez enorme, casi inhumana, y ni siquiera las prodigiosas ruinas de Karnak se les pueden comparar. Los constructores del templo de la Esfinge se impusieron a sí mismos una serie de problemas arquitectónicos y de ingeniería de una magnitud que no se encuentra en ninguna otra parte de Egipto, ni siquiera en las pirámides.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 358
El rostro de la Esfinge no fue nunca el de Kefrén. De quién podría ser es ya otra cuestión, importante, pero aún sin respuesta (los enigmas de la Esfinge no han terminado ni mucho menos). Kefrén no mandó esculpir la Esfinge. La observación casual de Schwaller de Lubicz se ve respaldada hoy por el saber geológico y las evidencias geofísicas. La Gran Esfinge es mucho más antigua que el Egipto dinástico, aunque falta por determinar su antigüedad exacta.
Actualmente se está desarrollando una nueva y sofisticada tecnología que permitirá medir los efectos del bombardeo de rayos cósmicos en los isótopos presentes en la roca. Con estos datos, los científicos podrán determinar cuándo se separó la roca de su lecho y quedó expuesta a la intemperie. Dentro de unos límites amplios, eso nos debería proporcionar una fecha científicamente verificada para la realización de la Esfinge. Mientras tanto, nuestro equipo seguirá buscando en el subsuelo, mediante sismógrafos, o, quizás, radar y otras nuevas tecnologías, nuevas evidencias de la civilización perdida responsable de la Esfinge y de su conjunto de templos.
Mi intuición (ahora bien informada) me dice que, cuando finalmente logremos establecer científicamente una fecha para la Esfinge, dicha fecha estará tan atrás en el pasado remoto que nos va a parecer literalmente alucinante.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 394
Un argumento común planteado por los críticos es: si realmente existió en la antigüedad una civilización tan avanzada y tecnológicamente sofisticada, ¿cómo es posible que la Esfinge sea el único resto que tenemos de ella? La respuesta es sencilla: no lo es, ni nunca hemos pretendido que lo fuera (recuérdese lo que ya hemos comentado respecto a las dos fases de construcción de la pirámide de Kefrén y al Oseirion de Abidos). En los últimos cinco años, una detallada investigación ha puesto de relieve nuevas piezas del rompecabezas, todas las cuales se pueden visitar y examinar por cualquiera: a) La tumba de Khentkaus. Esta curiosa estructura es un gran monolito cuadrado de roca, toscamente tallado, y coronado por un cuadrado en ruinas de grandes bloques tallados cuyo estilo es el típico del Imperio Antiguo. Se supone que esta estructura se construyó como tumba para Khentkaus, una de las reinas de Mikerinos (o Menkaura), constructor de la tercera pirámide. La base de roca estuvo antaño íntegramente recubierta con grandes bloques de revestimiento, parecidos a los bloques empleados en la reparación de la Esfinge en el Imperio Antiguo. La mayor parte de estas piedras de recubrimiento o bien han caído, o bien han sido robadas a lo largo del tiempo. En la cara norte de la roca hay varias fisuras, profundas y redondeadas, parecidas a las de la Esfinge y los muros del recinto que la rodean, como ellas típicas de la erosión por el agua, lo que sugiere firmemente que, fuera lo que fuere originariamente la tumba de Khentkaus, su base se talló mucho antes de la época dinástica. Esta convicción se ve fuertemente reforzada —acaso de manera irrefutable— por la observación de la esquina noroeste de la base. Aquí podemos ver las piedras de la superficie prácticamente intactas en extensas zonas tanto de la parte occidental de la pared norte como de la parte septentrional de la pared oeste. Sólo ha desaparecido de la esquina una única hilera de piedras, lo que significa que la roca subyacente se halla eficazmente protegida de cualquier tipo de desgaste y que, evidentemente, ha estado protegida desde que se aplicó la piedra de recubrimiento. Sin embargo, un cuidadoso examen muestra que esta roca se halla profundamente desgastada y alisada, y que, en consecuencia, debía de haber sido ya erosionada cuando se pusieron las piedras de recubrimiento. Dado que no hay nada que indique que las piedras de recubrimiento fueran originariamente del Imperio Antiguo, esto únicamente puede significar que la base de Khentkaus fue tallada mucho antes, que luego el agua la erosionó como a la Esfinge, y que posteriormente se reparó y revistió durante el Imperio Antiguo. Aunque no resulta demasiado espectacular como experiencia visual, creemos que, cuando acuda un grupo de geólogos neutrales e independientes al emplazamiento para examinar nuestras evidencias, esta esquina noroccidental podría ser la pieza del rompecabezas que completara nuestro razonamiento. b) Los pozos de Saqqara. Saqqara cuenta con varias tumbas-pozo, que no son otra cosa que pozos cuadrados, muy profundos, excavados en piedra caliza. Prescindiendo de cuándo se excavaron originariamente, las paredes de estos pozos se hallan en un estado casi prístino (que es lo que cabría esperar de un pozo profundo que hubiera estado lleno de arena desde su formación). Esto se aplica incluso a la llamada «tumba meridional de Zoser», excavada en torno al año 2700 a. C. A pesar de que, estrictamente hablando, este pozo no es una tumba, sino que forma parte de una construcción más compleja, su apariencia es similar a los pozos posteriores, y, como en el caso de éstos, sus lados no muestran una erosión apreciable. Hay en Saqqara, sin embargo, dos pozos que no se ajustan a este patrón o norma general. A unos 200 metros al este del punto medio exacto de la cara occidental de la pirámide escalonada, se encuentra un pozo anómalo (justamente detrás del alambre que rodea los edificios meridionales). Este pozo, protegido por su propia y destartalada valla, es más pequeño que las tumbas, muy profundo, y sus lados están fuertemente desgastados, formando el patrón ondulado típico de la erosión por el agua (que, en este caso, se debería al agua estancada que llenaba el pozo, más que al agua de lluvia caída por sus paredes durante largos períodos de tiempo). No resulta fácil de ver, ya que está cercado, y la arena acumulada en sus bordes hace peligroso acercarse demasiado; pero el desgaste es visible cuando uno se sitúa en una de las zonas de suelo elevado que rodean el pozo. Un pozo idéntico y parecidamente desgastado se puede encontrar al sur de éste, exactamente al sur de una entrada abierta en la parte izquierda del muro situado detrás de las primeras columnas de la columnata que lleva al complejo de la pirámide escalonada. El profundo desgaste de los muros de ambos pozos sólo se puede explicar, en mi opinión, como el resultado del hecho de que se hubieran excavado en una época muy antigua, se hubieran llenado de agua y hubieran permanecido así hasta que el clima cambió y las arenas del desierto los invadieron. En otras palabras: Saqqara, como la meseta de Gizeh, formaba parte de la civilización, mucho más antigua, que predominó en Egipto antes de que se formara el desierto del Sahara. Es posible que la propia pirámide escalonada oculte los restos de una estructura más antigua. c) La pirámide roja de Dahshur. La parte inferior, en ruinas, de la llamada «cámara mortuoria» ha sido objeto de escasa atención por parte de los egiptólogos. Se supone que constituye otro caso de tumba «saqueada». Pero un examen detallado revela varias características anómalas. Normalmente, una tumba saqueada contiene un sarcófago, a menudo roto en pedazos. Pero aquí no hay sarcófago alguno. Por otra parte, la propia cámara no se parece a ninguna otra tumba normal egipcia. Presenta un aspecto más bien «megalítico», no muy distinto de algunos de los túmulos megalíticos de Gran Bretaña, Escocia y Gales. Se trata de una construcción en forma de herradura, formada por grandes pedruscos toscamente labrados, apilados unos encima de otros, y las piedras que forman el pavimento parecen haber sido arrancadas. Y lo que es más importante: mientras que los muros de piedra caliza, alisada y finamente labrada, de la parte superior de esta cámara no muestran signos de envejecimiento ni de desgaste (aparte de la pátina de polvo y mugre acumulada durante cerca de 5.000 años), las piedras de la parte inferior parecen erosionadas y muy viejas. Dado que no es posible que llegaran a esta condición protegidas, como estaban, en el interior de la pirámide roja, debían de haber estado ya desgastadas cuando ésta se construyó. En otras palabras: es posible que nos encontremos de nuevo ante un yacimiento muy remoto incorporado a una construcción del Imperio Antiguo, muy posterior. En los últimos años se ha descubierto en Egipto al menos otra estructura de aspecto megalítico (en Nubia, al oeste de Abu Simbel), que provisionalmente se ha datado en torno al año 7000 a. C. ¿Acaso la «cámara mortuoria» data también de este período? No parece una construcción «de tiempos de la Esfinge», pero ¿es posible que haya varios períodos aún no descubiertos en la larga historia de Egipto? También la «cámara mortuoria» espera el examen de los geólogos independientes.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 402
La innovación en arte hiere la sensibilidad; la innovación en la ciencia hiere la creencia.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 409
Los egiptólogos y los arqueólogos son probablemente los peores de entre el batallón de truhanes académicos. A los candidatos al doctorado en arqueología o en egiptología no se les exige realizar un solo curso que un físico, un geólogo o un biólogo pudieran calificar de «científico». Nunca se les ha enseñado (y, obviamente, nunca han aprendido por sí mismos) que la ciencia avanza a través del experimento, en el que la medición, la «repetibilidad» y «predecibilidad» constituyen componentes esenciales de la comprobación de las teorías. Un templo egipcio se puede medir, pero no se puede repetir ni predecir; un texto egipcio no se puede medir, ni repetir o predecir. En otras palabras, por su propia naturaleza la egiptología no puede ser una ciencia en el sentido en que lo son la física, la biología o la geología. Los egiptólogos y los arqueólogos actúan con la convicción errónea de que utilizar un método sistemático para obtener los datos es, por sí solo, suficiente para hacer ciencia. Si éste fuera el caso, también la frenología y la astrología serían ciencias.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 411
Centrándose en la batalla que tenía lugar entre Varille y sus colegas ortodoxos, Rousseaux resumía el planteamiento simbolista y su potencial importancia para todo el pensamiento occidental. Respaldando su ensayo con extractos de numerosas cartas y documentos, afirmaba lo siguiente: Varille se adhería rigurosamente a todas las convenciones académicas al presentar las evidencias, y dichas evidencias eran, de hecho, incuestionables. Sin embargo, sus colegas lo habían tachado de «fantasioso». La justificación de ello era que, si todos los egiptólogos estaban de acuerdo en que era un fantasioso, forzosamente había de serlo. (Tres siglos antes, en Inglaterra, se había esgrimido un argumento científico parecido por parte del conocido «juez de la horca», el juez Jeffries. La cuestión era entonces si había o no brujas. Tiene que haberlas — sentenció el juez—, puesto que hay leyes contra ellas). Varille insistía en que las evidencias de De Lubicz demostraban que la egiptología necesitaba una completa revisión. No es que la egiptología académica estuviera equivocada, sino que era, toda ella, superficial. Los textos descifrados según el procedimiento estándar parecían ilógicos e incoherentes, cualidades que se atribuían alegremente a los autores de dichos textos. Pero cuando se interpretaban simbólicamente, los mismos textos adquirían perfecto sentido y resultaban coherentes con una visión del mundo que tenía vínculos con el cristianismo primitivo, el hinduismo y otras tradiciones esotéricas. Varille sostenía que no había que limitarse a traducir literalmente los textos egipcios, sino que había que interpretarlos. Esto, decían los expertos, era absurdo, ya que, tal como se solían traducir, los textos no revelaban ninguna necesidad de interpretación. (Un proceso paralelo sería que los eruditos de la Biblia tradujeran la parábola del sembrador y la semilla, del Nuevo Testamento, insistiendo en que se trataba simplemente de un inútil consejo agrícola). Rousseaux afirmaba que las revistas académicas se negaban constantemente a publicar los ensayos de Varille, todos ellos elaborados de acuerdo con los procedimientos estándar. Entonces, Varille fue acusado por sus adversarios de no facilitar «evidencias» que sustentaran su argumentación. Rousseaux citaba varias críticas concretas lanzadas contra los simbolistas, y las respuestas de Varille publicadas. Proponía una confrontación in situ en Luxor y Karnak, donde los egiptólogos tendrían la posibilidad de revisar por sí mismos las evidencias y, en su caso, de desacreditarlas.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 414
En general, los medios de comunicación son fieles a su tarea de difundir el evangelio de la Iglesia del Progreso, y esta Iglesia resulta tan intolerante y dogmática como fue siempre la de Roma. Pero aquélla (normalmente) no tiene poder sobre la vida física y la muerte de los herejes, y los medios crean sus propios jesuitas indisciplinados. Si perciben que tienen una «noticia», los medios pueden hacer públicos una serie de desafíos al dogma, que, de otro modo, quedarían silenciados durante generaciones o, incluso, para siempre por el Colegio Cardenalicio de la disciplina amenazada. Sin embargo, dado que la calidad de las evidencias y la trascendencia última de estas cuestiones tiene poca o ninguna relación con el tratamiento que finalmente se dé a la noticia, cortejar a los medios constituye una actividad azarosa y arriesgada donde las haya: es como tratar de hacerse amigo de un tigre dándole a comer en la mano trozos de carne. Aun así, si los dioses sonríen y los astros se muestran favorables, a veces es posible hacer salir a los implicados de su torre de marfil y provocar la deseada confrontación, o, dicho de otro modo, «marcar un tanto» al establishment.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 418
El «método» de Schwaller consistía en medir cuidadosamente. Y de las medidas dedujo la geometría y las proporciones del templo. La geometría y las proporciones demostraron incuestionablemente la existencia de una ciencia matemática mística, basada en un profundo conocimiento de los principios y funciones cósmicos (los neters, o dioses). Era esta ciencia la que, en última instancia, informaba la reinterpretación que Schwaller de Lubicz hacía de la totalidad de la civilización egipcia.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 421
El dogma de la Iglesia del Progreso insiste en que la civilización sigue una línea recta, que va desde los cavernícolas hasta los seres avanzados que somos nosotros. La antigüedad de la Esfinge invalida esa presunción de un plumazo…
Quienesquiera que esculpieran la Esfinge y construyeran los increíbles templos situados junto a ella, con bloques de piedra de 200 toneladas cuidadosamente encajados, desde luego no eran «cazadores-recolectores». Hay que reexaminar todo lo que se nos ha dicho que debemos creer acerca de nuestro pasado remoto. El progreso es, en sí, una cuestión de perspectiva: el gusano ve su mundo como un hervidero ilimitado de actividad frenética y decidida; el halcón que lo sobrevuela no ve sino un caballo muerto.
John Anthony West
La serpiente celeste, página 428