En la imagen de M. C. Escher (el círculo con demonios negros y ángeles blancos) se plasman tres verdades psicológicas. La primera es que el mundo está lleno de bondad y de maldad: lo ha estado, lo está y siempre lo estará. La segunda es que la barrera entre el bien y el mal es permeable y nebulosa. Y la tercera es que los ángeles pueden convertirse en demonios y, algo que quizá sea más difícil de imaginar, que los demonios pueden convertirse en ángeles.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 14
Los psicólogos sociales (como yo mismo) nos inclinamos a evitar el criterio disposicional cuando intentamos entender las causas de una conducta inusual. Preferimos iniciar nuestra búsqueda de significado planteando preguntas sobre el «qué»: ¿qué condiciones pueden contribuir a determinadas reacciones? ¿Qué circunstancias pueden generar una conducta? ¿Qué aspecto tiene la situación desde el punto de vista de quienes se encuentran en ella? Los psicólogos sociales nos preguntamos en qué medida los actos de una persona se pueden deber a factores externos a ella, a variables situacionales y a procesos propios de un entorno o un marco dado.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 21
Aunque proclamo el poder de la situación, también pregono el poder de las personas para actuar de una manera consciente y crítica, como ciudadanos informados, con criterio y determinación. Entender cómo actúa la influencia social y tomar conciencia de que todos somos vulnerables a su poder sutil y penetrante nos convertirá en consumidores sensatos y críticos que no cederán con facilidad ante dinámicas de grupo, a la influencia de autoridades, a llamamientos persuasivos, a estrategias de conformidad.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 42
La maldad consiste en obrar deliberadamente de una forma que dañe, maltrate, humille, deshumanice o destruya a personas inocentes, o en hacer uso de la propia autoridad y del poder sistémico para alentar o permitir que otros obren así en nuestro nombre.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 314
… toda investigación es «artificial» porque es una imitación de su equivalente en el mundo real.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 14
Dentro de ciertos entornos sociales que tienen poder, la naturaleza humana se puede transformar de una forma tan drástica como la transformación química del doctor Jekyll en míster Hyde en la rica fábula de Robert Louis Stevenson. El interés que ha seguido teniendo el EPS a lo largo de tantos decenios se debe, creo yo, a la sorprendente «transformación del carácter» que se produjo en el experimento, al hecho de que unas personas buenas se convirtieran de repente en unos carceleros que actuaban con maldad o en unos reclusos que manifestaban una pasividad patológica en respuesta a las fuerzas situacionales que actuaban sobre ellos. Es posible inducir, seducir e iniciar a buenas personas para que acaben actuando con maldad. También es posible hacer que actúen de una manera irracional, estúpida, autodestructiva, antisocial e irreflexiva si se las sumerge en una «situación total» cuyo impacto en su naturaleza haga tambalear la sensación de estabilidad y coherencia de su personalidad, su carácter, su moralidad[15]. Queremos creer en la bondad esencial e invariable de la gente, en su capacidad de resistir ante las presiones externas, de evaluar de una manera racional las tentaciones de la situación y rechazarlas. Otorgamos a la naturaleza humana unas cualidades cuasidivinas, unas facultades morales y racionales que nos hacen ser justos y sabios. Simplificamos la complejidad de la experiencia humana erigiendo un muro aparentemente infranqueable entre el Bien y el Mal. En un lado estamos Nosotros y están los Nuestros, los que son como nosotros; al otro lado de ese muro colocamos a los Otros y a los Suyos, a los que son como ellos. Paradójicamente, al haber creado este mito sobre nuestra invulnerabilidad a las fuerzas situacionales, nos hacemos aún más vulnerables a ellas por no prestarles suficiente atención.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 320
En un entorno situacional adecuado, cualquiera de nosotros puede acabar repitiendo cualquier acto que haya cometido antes cualquier otro ser humano, por muy horrible que pueda ser. Este conocimiento no excusa de ningún modo la maldad; más bien la democratiza y distribuye su culpa entre personas comunes y corrientes, en lugar de centrarla en los malvados y los déspotas, en los Otros en lugar de Nosotros.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 321
Las situaciones sociales pueden tener en la conducta y en la manera de pensar de personas, grupos y dirigentes unos efectos mucho más profundos de lo que creemos. Algunas situaciones pueden ejercer en nosotros una influencia tan poderosa que podemos acabar actuando de una manera que nunca habríamos imaginado
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 322
En muchos entornos que fomentan la disonancia de una manera encubierta es posible engañar a cualquier persona sensata para que lleve a cabo algún acto irracional. La psicología social ofrece pruebas abundantes de que, cuando sucede esto, las personas inteligentes hacen tonterías, las personas cuerdas hacen locuras y las personas morales hacen cosas inmorales. Y, cuando ya las han hecho, ofrecen «buenas» racionalizaciones de por qué han hecho lo que no pueden negar que han hecho. La gente tiene más capacidad para racionalizar que para ser racional; tiende a justificar las discrepancias entre su moralidad privada y los actos que la contradicen. Ello les permite convencerse a sí mismas y convencer a los demás de que su decisión se ha basado en consideraciones racionales. No son conscientes de su fuerte motivación para mantener la coherencia frente a las disonancias.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 335
Normalmente, la gente tampoco es consciente de una fuerza aún mayor que guía su repertorio conductual: la necesidad de aprobación o respaldo social. La necesidad de gustar, de ser aceptado y respetado, de parecer normal, de integrarse, es tan poderosa, que estamos dispuestos a realizar las conductas más ridículas y extravagantes si un desconocido nos dice que ésa es la forma correcta de actuar. Nos reímos de los muchos episodios de Objetivo indiscreto que revelan esta verdad, pero rara vez nos fijamos en las veces que nosotros mismos somos la «estrella» del Objetivo indiscreto de nuestra propia vida.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 336
Todo ser humano tiene el potencial para perfeccionar las aptitudes, las capacidades y los atributos necesarios para ir más allá de la supervivencia y mejorar la condición humana.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 350
Dicho de otro modo, he argumentado que las semillas de la locura se pueden plantar en «el patio trasero» de cualquier persona y que crecerán en respuesta a alteraciones psicológicas pasajeras en el transcurso de toda una vida de experiencias ordinarias. Pasar de un modelo médico y restrictivo de los trastornos mentales a un modelo orientado hacia la sanidad pública impulsa la búsqueda de los vectores situacionales que puedan entrar en juego en las alteraciones individuales y sociales, en lugar de limitar la búsqueda al interior de la persona afectada. Nos encontraremos en una posición mejor para prevenir y tratar la psicopatología y la locura si aplicamos unos conocimientos básicos de los procesos cognitivos, sociales y culturales a una apreciación más plena de los mecanismos implicados en transformar la conducta normal en una conducta enfermiza.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 369
Las motivaciones y las necesidades que en general nos sirven bien nos pueden llevar por el mal camino cuando unas fuerzas situacionales cuyo poder no reconocemos las despiertan, las amplifican o las manipulan. Por eso el mal es tan omnipresente. Su tentación puede hallarse tras cualquier esquina, en un pequeño desvío del camino de la vida, en algo borroso que apenas vemos en el retrovisor y que nos lleva al desastre.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 383
Torturadores y verdugos: ¿patologías o imperativos situacionales? Es indudable que la tortura sistemática de otros seres humanos representa una de las facetas más oscuras de la naturaleza humana. Mis colegas y yo estábamos seguros de haber hallado un lugar donde la maldad disposicional sería patente: entre los torturadores que, durante muchos años, realizaron a diario actos infames en Brasil como policías autorizados por el gobierno para obtener información y confesiones torturando a enemigos «subversivos» del Estado. Empezamos centrándonos en los torturadores, intentando entender tanto su psique como la manera en que fueron formados por sus circunstancias, pero tuvimos que ampliar nuestra red analítica para abarcar a sus compañeros de armas que eligieron, o fueron asignados a, otra rama de trabajo basado en la violencia: los escuadrones de la muerte. Compartían un «enemigo común»: hombres, mujeres y niños que, aunque eran ciudadanos de su propio Estado, incluso vecinos suyos, fueron etiquetados por «el Sistema» como amenazas para la seguridad nacional por ser socialistas y comunistas. A algunos había que eliminarlos con eficiencia, y a otros, que podían tener información secreta, había que torturarlos para que revelaran esa información y confesaran su traición antes de ser asesinados. Al llevar a cabo su misión, los torturadores podían recurrir a la «maldad creativa» plasmada en aparatos y técnicas de tortura que, desde la Inquisición instituida por la Iglesia Católica, habían sido refinados durante siglos por innumerables organizaciones y regímenes políticos. Sin embargo, para superar la resistencia de algunos enemigos tenían que añadir cierta improvisación. Algunos se declaraban inocentes, se negaban a admitir su culpabilidad o no se dejaban intimidar por la mayoría de las técnicas de interrogación. Para que estos torturadores llegaran a ser expertos en su oficio hacía falta tiempo y una comprensión mínima de los puntos débiles del ser humano. En cambio, la tarea de los escuadrones de la muerte era muy fácil. Con capuchas para garantizar el anonimato, con armas y con el apoyo del grupo, podían servir a la patria con presteza y de una manera impersonal: «un simple trabajo». Para un torturador, su tarea nunca podría ser un simple trabajo. La tortura siempre supone una relación personal; es esencial que el torturador tenga claro qué clase de tortura debe emplear, con qué intensidad debe torturar a una persona dada en cada momento. Si aplica la técnica equivocada o la intensidad no es suficiente, no hay confesión. Si la intensidad es excesiva, la víctima muere antes de confesar. En cualquiera de los dos casos, el torturador no tiene nada que ofrecer a sus superiores y es objeto de su ira. Aprender a determinar la clase y la medida de tortura idónea para obtener la información deseada supone recibir recompensas y elogios de los superiores. ¿Qué clase de hombres podían ser capaces de actuar así? ¿Necesitaban unos impulsos sádicos y haber llevado una vida marcada por la sociopatía para arrancar la piel a tiras a sus semejantes día tras día y año tras año? Aquellos «trabajadores de la violencia», ¿eran de una estirpe ajena al resto de la humanidad, con malas semillas, malos árboles y malos frutos? ¿O cabe la posibilidad de que pudieran ser gente del montón, programada para llevar a cabo aquellos actos infames mediante algún programa de adiestramiento identificable y repetible? ¿Podríamos identificar algún conjunto de condiciones externas, de variables situacionales, que pudieran haber contribuido a la creación de aquellos torturadores y asesinos? Si las causas de sus actos malvados no se pudieran hallar en unos defectos internos, sino en fuerzas externas que habían actuado sobre ellos —los componentes políticos, económicos, sociales, históricos y vivenciales de su formación como policías—, quizá podríamos hacer una generalización a distintas culturas y diferentes entornos para descubrir algunos de los principios operativos responsables de esta transformación humana tan singular. La socióloga y experta en Brasil Martha Huggins, la psicóloga griega y experta en tortura Mika Haritos-Fatouros y yo mismo, entrevistamos a fondo a varias docenas de estos «trabajadores de la violencia» en diversos puntos de Brasil (véase un resumen de nuestros métodos y las conclusiones detalladas sobre estos trabajadores de la violencia en Huggins, Haritos-Fatouros y Zimbardo[34]). Mika ya había realizado un estudio similar sobre los torturadores adiestrados por la junta militar griega y, en gran medida, nuestros resultados fueron congruentes con los suyos[35]. Descubrimos que los instructores eliminan a los sádicos del proceso de adiestramiento porque no se pueden controlar y disfrutan causando dolor, por lo que no pueden centrarse en el objetivo de obtener confesiones. Así pues, según todas las pruebas que pudimos reunir, los torturadores y los asesinos de los escuadrones de la muerte eran totalmente normales antes de desempeñar sus nuevos roles, y tampoco se observó ninguna patología o tendencia aberrante en ellos en los años que siguieron a su trabajo como torturadores y asesinos. Su transformación se podía explicar totalmente como consecuencia de distintos factores situacionales y sistémicos, como el adiestramiento recibido para desempeñar aquel nuevo rol, su espíritu de grupo, la aceptación de la ideología basada en la seguridad nacional, y la creencia aprendida de que los socialistas y los comunistas eran enemigos de la patria. Otras influencias situacionales que contribuyeron a su nuevo estilo conductual eran hacer que se sintieran especiales y superiores a otros funcionarios del Estado al habérseles encargado aquella misión especial; el secretismo de sus deberes, que sólo conocían sus compañeros de armas; y la constante presión para obtener resultados con independencia de la fatiga o los problemas personales. Presentamos muchos estudios detallados de casos que documentan lo corrientes que eran los hombres que cometían aquellos actos tan atroces, legitimados por su gobierno y apoyados en secreto por la CIA en aquel momento de la Guerra Fría (1964-1985) contra el comunismo soviético. El informe Tortura en Brasil, preparado por miembros de la archidiócesis de São Paulo, presenta información detallada sobre la importante participación de agentes de la CIA en el adiestramiento de la policía brasileña en técnicas de tortura[36]. Esta información coincide con todo lo que se sabe de la instrucción sistemática en relación con técnicas de tortura y de interrogación que se ofrecía en la llamada «Escuela de las Américas» a agentes de países que tenían el comunismo como enemigo común[37]. Sin embargo, mis colegas y yo creemos que estos actos se pueden reproducir en cualquier época y en cualquier país cuando surge la obsesión por las amenazas a la seguridad nacional. Antes de los miedos y los excesos engendrados por la reciente «guerra contra el terrorismo», existía la casi perpetua «guerra contra el crimen» en muchos centros urbanos. En el cuerpo de policía de la ciudad de Nueva York (NYPD) esta «guerra» dio origen a «los comandos del NYPD». Este equipo de policías recibió total libertad para dar caza a supuestos violadores, ladrones y atracadores según dictaran las condiciones del momento. Llevaban puestas unas camisetas con el lema «No hay mejor caza que la del hombre». Su grito de guerra era «La noche es nuestra». Esta cultura policial profesionalizada era comparable a la de los torturadores de la policía brasileña que habíamos estudiado. Una de sus atrocidades más sonadas fue el asesinato de un inmigrante africano (Amadou Diallo, de Guinea), que acabó con más de cuarenta balas en el cuerpo cuando intentaba sacar la cartera para enseñarles su documentación[38]. En ocasiones se produce «una cagada» como ésta, pero casi siempre hay unas fuerzas situacionales y sistémicas identificables que actúan para que pueda ocurrir.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 420
La maldad por inacción o pasividad es una verdadera piedra angular del mal, porque hace que los malvados crean que quienes saben lo que ocurre lo aceptan y lo aprueban aunque sólo sea por su silencio.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 428
… cualquier cosa o cualquier situación que haga que una persona se sienta anónima, que sienta que nadie sabe quién es o que a nadie le importa, reduce su sentido de la responsabilidad personal y, en consecuencia, hace posible que pueda actuar con maldad. Y esta posibilidad aumenta cuando se añade otro factor: si la situación o alguna autoridad le da permiso para actuar de una manera antisocial o violenta contra otras personas, como ocurre en estos estudios, la persona estará dispuesta incluso a «hacer la guerra». En cambio, si el anonimato de la situación sólo transmite una reducción del egocentrismo y fomenta la conducta prosocial, la gente estará dispuesta a «hacer el amor» (el anonimato de muchas fiestas suele contribuir a que haya más contacto social).
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 435
… el anonimato fomenta la conducta agresiva cuando también existe una «autorización» para actuar de una manera que normalmente está prohibida.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 437
… el anonimato fomenta la conducta agresiva cuando también existe una «autorización» para actuar de una manera que normalmente está prohibida. La guerra proporciona el permiso institucional para matar o malherir a los adversarios.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 437
Las condiciones del entorno contribuyen a hacer que algunos miembros de la sociedad se sientan anónimos, que nadie de la comunidad dominante sepa quiénes son, que nadie reconozca su individualidad y, por lo tanto, su humanidad. Cuando sucede esto, contribuimos a su transformación en asesinos y vándalos en potencia.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 438
Las personas pueden hacerse malvadas cuando se enredan en situaciones en las que los controles cognitivos que normalmente guían su conducta de una forma socialmente y personalmente aceptable se bloquean, suspenden o distorsionan. La suspensión del control cognitivo tiene múltiples consecuencias, entre ellas la suspensión de la conciencia en general y de la conciencia de uno mismo, del sentido de la responsabilidad personal, de la obligación, el compromiso, la moralidad, la culpa, la vergüenza y el miedo, y del análisis de los propios actos en función de sus costes y sus beneficios. Las dos estrategias generales para lograr esta transformación son: a) reducir la responsabilidad social del actor (nadie sabe quién soy o no le importa saberlo) y b) reducir el interés del actor en autoevaluarse. La primera suprime la preocupación por la evaluación social, por la aprobación social, haciendo que el actor se sienta anónimo: es el proceso de desindividuación. Resulta efectivo cuando actuamos en un entorno que transmite anonimato y diluye la responsabilidad personal. La segunda estrategia acaba con el control de uno mismo y de la propia coherencia recurriendo a métodos que alteran nuestro estado de conciencia. Esto se logra por medio del alcohol u otras sustancias, despertando emociones fuertes, realizando actos hiperintensos, viviendo en un presente expandido donde no hay preocupación por el pasado ni por el futuro, y proyectando la responsabilidad hacia el exterior, hacia los demás, en lugar de hacia el interior, hacia uno mismo. La desindividuación crea un estado psicológico singular en el que la conducta se somete a las exigencias inmediatas de la situación y a los deseos biológicos hormonales. La acción sustituye al pensamiento, la búsqueda del placer inmediato se impone a la dilación de la gratificación y las decisiones refrenadas de una manera consciente dan paso a respuestas emocionales irreflexivas. El estado de excitación suele ser tanto un precursor como un resultado de la desindividuación. Sus efectos se amplifican en situaciones nuevas o no estructuradas en las que se anulan los hábitos de respuesta y los rasgos habituales del carácter. La vulnerabilidad de la persona a los modelos sociales y a las indicaciones situacionales se intensifica; en consecuencia, es tan fácil hacer el amor como hacer la guerra: todo ello depende de lo que la situación exija o suscite. En última instancia, no hay sentido del bien ni del mal, no hay sensación de culpabilidad por actos ilegales ni infiernos por actos inmorales. Cuando los controles internos se suspenden, la conducta se halla por completo bajo el control externo de la situación; lo exterior se impone a lo interior. Lo que es posible y está disponible se impone a lo correcto y a lo justo. Y, entonces, la brújula moral de las personas y de los grupos pierde el norte.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 439
La desindividuación transforma nuestra naturaleza apolínea en dionisíaca Supongamos que la cara «buena» de las personas es la racionalidad, el orden, la coherencia y la sabiduría de Apolo, mientras que la cara «mala» es la desorganización, el caos, la irracionalidad y el corazón libidinoso de Dioniso. El principal rasgo apolíneo es la represión y la inhibición del deseo; se opone al rasgo dionisíaco de la liberación y el deseo desinhibido. Las personas pueden hacerse malvadas cuando se enredan en situaciones en las que los controles cognitivos que normalmente guían su conducta de una forma socialmente y personalmente aceptable se bloquean, suspenden o distorsionan. La suspensión del control cognitivo tiene múltiples consecuencias, entre ellas la suspensión de la conciencia en general y de la conciencia de uno mismo, del sentido de la responsabilidad personal, de la obligación, el compromiso, la moralidad, la culpa, la vergüenza y el miedo, y del análisis de los propios actos en función de sus costes y sus beneficios. Las dos estrategias generales para lograr esta transformación son: a) reducir la responsabilidad social del actor (nadie sabe quién soy o no le importa saberlo) y b) reducir el interés del actor en autoevaluarse. La primera suprime la preocupación por la evaluación social, por la aprobación social, haciendo que el actor se sienta anónimo: es el proceso de desindividuación. Resulta efectivo cuando actuamos en un entorno que transmite anonimato y diluye la responsabilidad personal. La segunda estrategia acaba con el control de uno mismo y de la propia coherencia recurriendo a métodos que alteran nuestro estado de conciencia. Esto se logra por medio del alcohol u otras sustancias, despertando emociones fuertes, realizando actos hiperintensos, viviendo en un presente expandido donde no hay preocupación por el pasado ni por el futuro, y proyectando la responsabilidad hacia el exterior, hacia los demás, en lugar de hacia el interior, hacia uno mismo. La desindividuación crea un estado psicológico singular en el que la conducta se somete a las exigencias inmediatas de la situación y a los deseos biológicos hormonales. La acción sustituye al pensamiento, la búsqueda del placer inmediato se impone a la dilación de la gratificación y las decisiones refrenadas de una manera consciente dan paso a respuestas emocionales irreflexivas. El estado de excitación suele ser tanto un precursor como un resultado de la desindividuación. Sus efectos se amplifican en situaciones nuevas o no estructuradas en las que se anulan los hábitos de respuesta y los rasgos habituales del carácter. La vulnerabilidad de la persona a los modelos sociales y a las indicaciones situacionales se intensifica; en consecuencia, es tan fácil hacer el amor como hacer la guerra: todo ello depende de lo que la situación exija o suscite. En última instancia, no hay sentido del bien ni del mal, no hay sensación de culpabilidad por actos ilegales ni infiernos por actos inmorales[8]. Cuando los controles internos se suspenden, la conducta se halla por completo bajo el control externo de la situación; lo exterior se impone a lo interior. Lo que es posible y está disponible se impone a lo correcto y a lo justo. Y, entonces, la brújula moral de las personas y de los grupos pierde el norte. La transición de la mentalidad apolínea a la mentalidad dionisíaca puede ser rápida e inesperada, haciendo que buenas personas cometan maldades porque se han instalado en un presente expandido sin preocuparse por las consecuencias futuras de sus actos. Las limitaciones habituales de la crueldad y de los impulsos libidinosos se diluyen en los excesos de la desindividuación. Es como si se produjera una especie de cortocircuito en el cerebro, como si cesaran totalmente las funciones de planificación y de toma de decisiones de la corteza cerebral frontal y tomaran el mando las partes más primitivas del sistema límbico del cerebro, sobre todo el centro de la emoción y la agresividad que se encuentra en la amígdala.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 438
En la antigua Grecia, Dioniso era único entre los dioses. Se le consideraba el creador de un nuevo nivel de realidad que ponía en duda las suposiciones y la manera de vivir tradicionales. Representaba al mismo tiempo una fuerza para liberar al espíritu humano de su sobria reclusión en el discurso racional y la planificación ordenada, y una fuerza de destrucción: deseo sin límites y placer personal sin los controles de la sociedad. Dioniso era el dios de la embriaguez, el dios de la locura, el dios del frenesí sexual y del ansia de batalla. Los dominios de Dioniso incluían todos los estados del ser que suponen la pérdida de la propia conciencia y de la racionalidad, la suspensión del tiempo lineal y el abandono del yo a los impulsos de la naturaleza humana que derriban los códigos de conducta y la responsabilidad.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 440
Para la psicología salta a la vista que la personalidad y las situaciones interaccionan para generar la conducta; las personas siempre actúan en el seno de diversos contextos conductuales. Las personas son producto de sus distintos entornos y, al mismo tiempo, producen los entornos en los que actúan. Los seres humanos no son simples objetos pasivos al albur de las contingencias del entorno. Normalmente, la gente selecciona los entornos en los que va a entrar y los que va a evitar, y puede cambiar un entorno mediante su presencia y sus actos, influir en otros que se hallen en esa esfera social y transformar los entornos de innumerables maneras. La mayoría de las veces somos agentes activos capaces de influir en los acontecimientos de nuestra vida, capaces de forjar nuestro destino. Por otro lado, la conducta humana y las sociedades humanas están sometidas a la fuerte influencia de mecanismos biológicos fundamentales, además de estar influidas por los valores y las prácticas culturales. El individuo es la unidad del ámbito de actuación de prácticamente todas las grandes instituciones occidentales, como la medicina, la educación, el derecho, la religión y la psiquiatría. Estas instituciones contribuyen conjuntamente a crear el mito de que las personas siempre tienen el control de su conducta, actúan según su libre albedrío y eligen de una manera racional, por lo que son responsables de todos y cada uno de sus actos. Salvo en casos de discapacidad o de locura, las personas que obran mal deben saber que obran mal y se les debe castigar en consecuencia. Se presupone que los factores situacionales son poco más que un conjunto de circunstancias extrínsecas mínimamente relevantes. Cuando se evalúan los diversos factores que contribuyen a cualquier conducta de interés, los partidarios de la disposición colocan casi todo el peso en la Persona y muy poco en la Situación. Al parecer, esta postura enaltece la dignidad de las personas, que deberían tener la fuerza interior y la voluntad necesarias para resistir a todas las tentaciones y todos los alicientes situacionales. Los que adoptamos la postura conceptual contraria creemos que esta perspectiva niega la realidad de la vulnerabilidad humana. Reconocer estas flaquezas comunes ante las fuerzas situacionales que hemos examinado hasta ahora es el primer paso para apuntalar la capacidad de resistirse a las influencias perjudiciales y para desarrollar unas estrategias efectivas que refuercen esta resistencia en las personas y en las comunidades. El enfoque situacionista debería alentarnos a adoptar una profunda postura de humildad al intentar entender actos de maldad «inconcebibles», «impensables», «sin sentido»: la violencia, el vandalismo, el terrorismo suicida, la violación o la tortura. En lugar de arrogarnos de inmediato una autoridad moral que nos distancie de esos malvados porque somos buenas personas y nos haga rechazar de plano cualquier análisis de la situación, el enfoque situacional concede a esos «otros» el beneficio de la «benevolencia atributiva». Predica la lección de que cualquier acto, para bien o para mal, que haya llevado a cabo cualquier ser humano, también lo podríamos llevar a cabo cualquiera de nosotros frente a las mismas fuerzas situacionales.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 458
El miedo es la mejor arma psicológica de que dispone el Estado para atemorizar a los ciudadanos hasta el punto de que estén dispuestos a sacrificar sus libertades y garantías básicas a cambio de la seguridad que les promete su gobierno omnipotente.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 578
Aun siendo un optimista contumaz, al ver la maldad de los genocidios, las matanzas, los linchamientos, las torturas y tantas otras atrocidades de las que el ser humano es capaz, mi imagen positiva de la condición humana se está empañando; sin embargo, aún abrigo la esperanza de que, si actuamos en común, podremos combatir el efecto Lucifer.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 589
En un plano conceptual, he propuesto que demos a los procesos situacionales y sistémicos más peso del que normalmente solemos darles al intentar explicar conductas aberrantes y aparentes cambios de personalidad. La conducta humana siempre está sujeta a fuerzas situacionales. Este contexto se engloba dentro de otro contexto macroscópico más amplio que casi siempre es un sistema de poder diseñado para sustentarse a sí mismo. Los análisis que normalmente lleva a cabo la mayoría de la gente, incluyendo la que pertenece a instituciones legales, religiosas o médicas, se centran en la persona como único agente causal. En consecuencia, minimizan o pasan por alto el impacto de las variables situacionales y los factores sistémicos que conforman las conductas y transforman a las personas.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 592
El anonimato y el secretismo encubren la maldad y debilitan los lazos humanos. Pueden convertirse en el campo de cultivo de la deshumanización y, como sabemos ahora, la deshumanización prepara el terreno a matones, violadores, torturadores, terroristas y tiranos.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 600
Los análisis de las virtudes humanas realizados por los psicólogos positivos permiten establecer seis categorías básicas de la conducta noble y virtuosa que disfrutan de un reconocimiento prácticamente universal. Estas categorías son: sabiduría y conocimiento, coraje, humanidad, justicia, templanza y trascendencia. De ellas, el coraje, la justicia y la trascendencia son las características básicas del heroísmo. La trascendencia se refiere a las creencias y los actos que van más allá de los límites del ego.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 609
El heroísmo hace que nos centremos en los aspectos positivos de la naturaleza humana. Los relatos de heroísmo nos atraen porque nos recuerdan que la gente es capaz de resistirse a la maldad, de no ceder a las tentaciones, de superar la mediocridad y de responder cuando los demás no actúan.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 609
Según los psicólogos Alice Eagly y Selwyn Becker, es más probable que alguien sea considerado un héroe por una combinación de coraje y de nobleza que por el coraje por sí solo. La idea de nobleza aplicada al heroísmo suele ser tácita y escurridiza. En general es más evidente la idea de jugarse la vida o del sacrificio personal.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 610
Para que un acto se considere heroico debe cumplir cuatro criterios básicos: a) se debe hacer voluntariamente; b) debe suponer algún riesgo o sacrificio potencial, como amenaza de muerte, amenaza inmediata para la integridad física, amenaza a largo plazo para la salud, o degradación grave de la calidad de vida; c) se debe realizar al servicio de una o más personas o de la comunidad en general; y d) no se debe haber previsto de antemano ningún beneficio.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 615
A la noción aceptada tradicionalmente de que los héroes son personas excepcionales, podemos añadirle ahora una perspectiva contraria: que algunos héroes son personas ordinarias que han hecho algo extraordinario.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 628
El acto heroico de Rosa Parks al negarse a ceder su asiento a un hombre blanco en un autobús de Alabama, el de Joe Darby al dar a conocer las torturas de Abu Ghraib, o el de las primeras personas que responden ayudando a las víctimas de un desastre, son actos de valentía que se dan en unos lugares y unos momentos concretos. En cambio, el heroísmo de Mohandas Gandhi o de la Madre Teresa se sustenta en actos constantes de valor a lo largo de toda la vida. El heroísmo crónico es al heroísmo agudo lo que el valor es a la valentía. El significado de todo esto es que cualquiera de nosotros puede convertirse fácilmente en un héroe o en un canalla en función de la influencia que ejerzan en nosotros las fuerzas situacionales. Lo esencial es descubrir cómo limitar o evitar las fuerzas situacionales y sistémicas que impulsan a algunos de nosotros hacia la patología social. Pero igualmente importante es que toda sociedad fomente una «imaginación heroica» entre sus ciudadanos. Para ello es necesario transmitir el mensaje de que cualquier persona es un héroe en potencia que optará por hacer lo correcto cuando llegue el momento de decidir. La pregunta fundamental para todos nosotros es si debemos actuar para ayudar a los demás, si debemos impedir que los demás sufran daño o si debemos no actuar en absoluto. Deberíamos preparar muchas coronas de laurel para todas las personas que descubran en su interior una reserva de virtudes y fuerzas ocultas que les haga dar un paso al frente para actuar contra la injusticia y la crueldad y salir en defensa de sus valores y principios.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 633
En cierto sentido, el heroísmo reside en la capacidad de resistir a las poderosas fuerzas situacionales que atrapan a tanta gente con tanta facilidad.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 634
Por razones que aún no entendemos del todo, miles de personas ordinarias de todos los países del mundo toman la decisión de actuar con heroísmo cuando se encuentran en unas circunstancias especiales. A primera vista, parece que la perspectiva que adoptamos aquí rebaja el mito del héroe y convierte algo especial en algo banal. Pero no es así, porque nuestra postura sigue reconociendo que los actos de heroísmo son especiales e infrecuentes. El heroísmo sustenta los ideales de la comunidad, actúa como guía y ofrece un modelo ejemplar de conducta prosocial. La banalidad del heroísmo significa que todos somos héroes en potencia. Es una decisión que todos podemos tener que tomar en algún momento. Creo que hacer del heroísmo un atributo igualitario de la naturaleza humana en lugar de una característica extraordinaria de unos pocos elegidos permitirá fomentar los actos heroicos en cualquier comunidad.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 635
Programa de diez pasos para resistir influencias no deseadas
Dicho esto, paso a presentar mi programa de diez pasos para resistir el impacto de las influencias sociales no deseadas y, al mismo tiempo, mejorar la capacidad personal de resistencia y las virtudes cívicas. Se basa en ideas que abarcan diversas estrategias de influencia y ofrece unos métodos simples y efectivos para hacerles frente. La clave de la resistencia reside en ser consciente de uno mismo, desarrollar sensibilidad situacional y «saber espabilarse». Veremos que se trata de tres aspectos esenciales de muchas de estas estrategias.
« ¡Me he equivocado!».
«Estoy atento».
«Soy responsable».
«Afirmaré mi identidad personal».
«Respeto la autoridad justa pero me rebelo contra la injusta».
«Deseo ser aceptado, pero valoro mi independencia».
«Estaré más atento a las formulaciones».
«Equilibraré mi perspectiva del tiempo».
«No sacrificaré libertades personales o civiles por la ilusión de seguridad».
«Puedo oponerme a sistemas injustos».
Este programa de diez pasos no es más que un punto de partida para desarrollar la resistencia individual y colectiva contra las influencias no deseadas y los intentos ilegítimos de persuasión.
Philip Zimbardo
El efecto Lucifer, página 598 y siguientes
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