Inicialmente, Jung concibió la psique estructurada como una pirámide, o como un sistema de círculos concéntricos: el ego estaba en el ápice (o en el centro) con el «campo» de la conciencia justo debajo (o alrededor). Por debajo de la conciencia estaba el inconsciente, con sus dos niveles, el personal y el colectivo. El inconsciente personal -el subconsciente de Freud- contiene todos aquellos contenidos que pueden ser recuperados a voluntad por la memoria, y aquellos que no lo pueden ser, por haber sido reprimidos. Cuanto más se niega la expresión consciente de esos contenidos, más profundamente son apartados de la con ciencia, y se hunden cada vez más profundamente hasta que se convierten en complejos autónomos. Asumen, por decir lo así, una personalidad propia que ejerce una influencia sobre nosotros sin que nos demos cuenta de ello. Pueden incluso irrumpir en la conciencia y «poseerla», como en el caso de la psicosis que el propio Jung había temido.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 77
Ver sólo con los ojos es ver el mundo con una visión simple, únicamente bidimensional, literal. Ver el mundo a través de los ojos es cultivar lo que Blake llamaba «doble visión», que percibe con una profundidad mayor y capta lo metafórico, más allá de lo literal. La visión simple ve el sol solamente como sol; la doble visión lo ve también como una hueste celestial. Necesitamos la doble visión para ver a los dáimones; para ver que son reales, pero no literalmente. Por desgracia, nuestra mente se ha vuelto tan literal que la única realidad que reconocemos es la realidad literal, que, por definición, excluye a los dáimones. Pero la realidad está lejos de ser intrínsecamente literal. Es literalizada por la perspectiva peculiar de nuestra conciencia moderna. Es peculiar, pues es la única perspectiva que pretende no ser en absoluto una perspectiva, sino la verdadera visión del mundo real. De hecho, ha perdido la perspectiva, porque «perspectiva» significa «ver a través», y no consigue ver a través de sí misma. Tan fuerte es la literalidad de nuestra visión del mundo que es casi imposible para nosotros comprender que es exactamente eso: una visión, y no el mundo. Pero es esta literalidad, con todas sus pretensiones de rigurosa objetividad en los lugares más insospechados, lo que trataré de desmontar a lo largo de este libro. Por otra parte, el literalismo escinde la doble visión en una visión polarizada; no sólo literaliza este mundo, sino también, por decirlo así, el Otro Mundo.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 96
“El cientifismo puede ser descrito más o menos como una combinación de positivismo lógico -que rechaza la especulación metafísica y sostiene que ninguna afirmación es significativa si no puede verificarse empíricamente— y materialismo -por el que entiendo, por supuesto, la doctrina filosófica de que la materia es la única realidad.”
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 99
… es dudoso que pueda nunca existir «una descripción completa del universo»; y que, si puede haberla, es aún más dudoso que sólo la ciencia pue da proporcionarla; no puede proporcionar «el significado de la vida» porque ignora la complejidad de la mayor parte de la vida. Ignorar la complejidad es, generalmente, una de las características de las ideologías, y sin duda la razón principal de su éxito. Su perspectiva simple y literalista nos promete la liberación de la duda, de la ambigüedad, de la dificultad. Las ideologías se concentran en una única imagen que encarna su lado parcial de la verdad de una forma tan impresionante que paraliza la imaginación del discípulo y la cierra a cualquier otra posibilidad.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 100
La literalización de la naturaleza significó la ruptura de su ambigüedad. Pues para las culturas tradicionales -no menos que para la imaginación romántica- la naturaleza tiene siempre dos filos, es a la vez amable y peligrosa, fértil y destructora, de este mundo y del otro. No sólo es la morada tradicional de los dáimones, sino que es en sí misma daimónica. En el momento en que es dividida por el escalpelo del ego racional, esa mitad de su ambigüedad, por decirlo así, que ha sido suprimida, vuelve en forma demonizada.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 103
… los dáimones habitan otro mundo, a menudo subterráneo, que interactúa fugazmente con el nuestro. Son materiales e inmateriales, están y no están, son con frecuencia pequeños, siempre evasivos y de formas cambiantes; su mundo se caracteriza por las distorsiones de tiempo y espacio y, sobre todo, por una incertidumbre intrínseca. La cuestión es que la expresión «partículas subatómicas» podría sustituir a «dáimones» en el párrafo anterior sin que por ello perdiera en absoluto su exactitud. No se trata de una coincidencia: el reino subatómico, como el inconsciente, es el lugar donde se refugiaron los dáimones una vez que fueron expulsados de su hábitat natural.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 110
El mundo del Apolo solar, «el que ve de lejos», es un mundo de luz, claridad, orden, belleza formal, desapego, objetivos con visión de futuro. Es fácil identificarle como el dios que está detrás de la ciencia.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 134
La supervivencia del más apto
La teoría moderna de la evolución afirma que las especies evolucionan hacia otras especies por selección natural. Muy ocasionalmente, una mutación fortuita en la estructura genética de un miembro de una especie favorecerá su supervivencia. Ese individuo y su descendencia 160 www.FreeLibros.me son por ello seleccionados naturalmente para prosperar sobre otros miembros de su especie. El ejemplo de selección natural que me convenció de su veracidad es el caso de las polillas de Manchester. En el siglo XIX, las chimeneas de las fábricas de los alrededores de Manchester vomitaban tanto humo que los árboles se teñían de negro. Una polilla de color gris claro (Biston betularia) permaneció en su corteza y se valió de su camuflaje para evitar ser devorada por los predadores. A medida que los árboles se iban volviendo más oscuros, las mariposas iban «evolucionando» hacia una coloración progresivamente más oscura. Imagínense cuál fue mi decepción cuando descubrí que no se trataba de una prueba de selección natural. Lo que en realidad sucedía era lo siguiente: originalmente había una gran cantidad de polillas grises y unas pocas más oscuras de la misma especie. Las de color más claro eran devoradas porque su camuflaje ya no servía, mientras que las más oscuras prosperaron. No había ningún cambio evolutivo, ni tampoco selección natural, sólo un cambio de población; algo así como si una enfermedad exterminara a los blancos y no afectara a los negros. Aunque esta historia evolucionista fuera verdad, sólo representaría una pequeñísima alteración en una única especie; no habría nada remotamente parecido al cambio de una especie en otra. Los darwinistas pueden protestar diciendo que ellos nunca afirmarían que la historia de las polillas es una evidencia de la selección natural. Sin embargo, la historia está todavía en libros de texto y enciclopedias; y, aunque no fuera así, los darwinistas de a pie siguen contando orgullosamente el cuento de la polilla. Es un tipo de leyenda que no se preocupan de corregir aquellos que tienen más conocimientos. Más aún que una leyenda: esta era la teoría oficial al menos hasta 1970, cuando el A Handbook of Evolution del Museo Británico de Historia Natural describía la «melanosis industrial» de las polillas como «el cambio evolutivo más sorprendente realmente presenciado» y como «prueba de la selección natural». Mi opinión es que muchas «pruebas» darwinistas se sitúan en ese nivel; dicho de otro modo, parecen ser una especie de folclore. Darwin modificó el énfasis de la «selección natural» cuando adoptó la expresión «supervivencia del más apto», de Herbert Spencer (que también acuñó el término «evolución»). Esta expresión es más apropiada a su concepción de la vida como una amarga lucha. Pues lo que sucede, decía Darwin, es que aquellos animales que son más aptos para su entorno son los que tienen más éxito y los que tienen más descendencia. ¿Cómo medimos la aptitud de cualquier animal? Por su capacidad de supervivencia, dicen los darwinistas. Por eso los más aptos sobreviven, y aquellos que sobreviven son los más aptos. Es dudoso que una simple tautología -que los supervivientes sobreviven-pueda ser nunca una ley significativa. Aunque no fuera tautológica, la supervivencia de los más aptos seguiría siendo dudosa. Es una noción completamente individualista que excluye la cooperación, el amor y el altruismo que caracterizan a muchas especies sumamente prósperas, incluida la nuestra. La competición sanguinaria que Darwin imaginó como la característica distintiva de la naturaleza pocas veces se encuentra en la práctica. La abrumadora mayoría de las más de 22.000 especies de peces, reptiles, anfibios, aves y mamíferos no luchan ni matan por comida ni compiten agresivamente por el espacio. Además, en el éxito influye gran cantidad de factores, y la suerte no es el menor; de hecho, la idea de que un entorno competitivo elimina a los débiles y ase gura la supervivencia del más apto ya no es, para ser justo con los darwinistas, ampliamente suscrita. «Más aptos» ha tendido a ser reemplazado discretamente por «adaptados». Las teorías de la selección natural, o la «supervivencia de los más aptos», no clarifican cómo evolucionan las criaturas. Es sólo otra manera de decir que algunos animales viven y se reproducen, mientras otros desaparecen. N o es una «ley», ni siquiera una descripción especialmente precisa de la naturaleza. De ser algo, es algo más parecido a un síntoma de la visión enferma de Darwin que otra cosa: su rechazo a reconocer los múltiples rostros de la naturaleza y su insistencia en un solo rostro, que le devolvía su mira da fija como una máscara cruel. Como la naturaleza le asaltaba con oleadas de náuseas, Charles construía frenéticamente diques de hábitos y «rutinas puntuales, con sus días iguales como “dos guisantes” », y se esforzaba por proteger su vida emocional. Pero, por supuesto, los muros que levantó para mantener a raya a la naturaleza se convirtieron en su prisión. «He perdido, para mi desdicha, todo interés en cualquier tipo de poesía», escribía con tristeza. Desaparecido el amado Milton de su juventud, perdido su Paraíso, incluso lo intentó desesperadamente con algo más fuerte: Shakespeare, a quien había amado siempre. Pero «lo encontré tan absolutamente monótono que me produjo náuseas». ¿Monótono, de verdad? Su único placer radicaba en pequeños experimentos con sus queridas lombrices de tierra y las flores diminutas que reprendía y alababa; y esto era admisible sólo porque podía pasar clandestina mente bajo el manto de la ciencia. Sin embargo, los gusanos no podían salvarle. «Mi mente se ha convertido en una especie de máquina para procesar leyes a partir de numerosas colecciones de hechos». Pobre Charles, un hombre bueno y amable, que se había pasado la vida negándole a la naturaleza su alma y que, a resultas de ello, perdió la suya; la máquina en que quería convertirla acabó siendo aquello en lo que él mismo se convirtió.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 178
El fervor de una ideología puede a veces llevar a sus partidarios a decir verdades a medias, e incluso a tratar de hacer juegos de manos con las pruebas.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 187
En 1992, un escritor científico llamado Richard Milton publicó un libro, The Facts of Life, que cuestionaba la validez científica de la teoría de la evolución. Cuando leí una reseña de Richard Dawkins, que describía el libro como «disparatado», «estúpido» y «baboso», y a su autor como alguien que «precisa asistencia psiquiátrica»' me sentí naturalmente agradecido hacia Dawkins por llamar mi atención, a través de su crítica cuidadosamente razona da, hacia una obra que de otra manera me podría haber pasado inadvertida. Mr. Milton resultó estar desconcertantemente sano. Escribió su libro como un padre preocupado porque a su hija le habían enseñado una teoría como si fuera la verdad del Evangelio. No hay, dice, pruebas suficientes para establecer que la teoría de la evolución sea una realidad. La teoría, como todo el mundo sabe, afirma que todos los organismos del planeta han evolucionado por «mutación fortuita». De vez en cuando, un miembro de una especie nace por accidente con alguna característica que le da una ventaja sobre sus vecinos, como un cuello ligera mente más largo que le permite comer follaje de una parte más alta del árbol. La selección natural hace el resto, y la evolución produce una jirafa. Por eso, en el curso de millones de años hay lo que en la época de Darwin se llamaba una gradual «transmutación de las especies», por medio de la cual todo lo que ahora está vivo evolucionó de algún antepasado común, como un sencillo organismo del mar. Muchas especies no sobrevivieron, sino que fueron eliminadas por la selección natural (así lo cuenta el cuento); y conservamos sus restos fósiles -todos los dinosaurios, por ejemplo- para probarlo. Un hecho crucial es que la teoría predice inmensas cantidades de fósiles, como invertebrados con rudimentarias espinas dorsales, peces con patas, reptiles con alas medio formadas, es decir, fósiles de todas las especies de transición que relacionan los peces con los reptiles, y a los reptiles con las aves y los mamíferos. Predice aún más fósiles de todas las especies intermedias entre los primeros mamíferos conocidos (posiblemente un pequeño roedor) y nosotros mismos. Así mismo, predice más fósiles de todas aquellas especies intermedias que no sobrevivieron, los monstruos que fortuitamente experimentaron un cambio sin salida. Sin embargo, no tenemos ni uno solo de tales fósiles (bien, tal vez haya uno, y ya hablaré de ello). La falta de fósiles desconcertó a Darwin y a sus colegas, pero supusieron que finalmente aparecerían las pruebas. Hemos estado buscando en todos los lugares posibles durante más de cien años y todavía no hemos encontrado ningún fósil correspondiente a esas especies de transición (salvo, quizá, uno). Ni se tiene noticia de ninguna especie de transición viva en la actualidad. ¿Cuándo dejaremos de promulgar la evolución como un hecho probado?, pregunta Milton, al que también molesta con toda razón el fervor religioso con que se promueve la teoría y la manera en que cualquier disidente es desautorizado, o se le niega el acceso a las publicaciones científicas. Él mismo no pretende saber cómo apareció la vida que conocemos. Categóricamente, no es un creacionista (un creyente en la verdad literal del relato bíblico de la creación). Sin duda quedaría espantado por mi propia glosa del evolucionismo. Simplemente, deplora «hasta qué punto el darwinismo ideológico ha reemplazado al darwinismo científico en nuestro sistema educativo».
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 187
Los evolucionistas están naturalmente dispuestos a mostrarnos una «secuencia evolutiva». Pero la única con un número decente de «pasos» -es la prueba clásica- muestra unos caballos evolucionando en línea recta. Fue construida apresuradamente y, a medida que fueron apareciendo más fósiles, resultó que la evolución no había sido en absoluto lineal ni ascendente, sino que (con referencia al tamaño solamente) los caballos habían sido más altos en un principio, pero luego eran de nuevo más bajos con el paso del tiempo. Además, aunque existen similitudes entre, digamos, los dos primeros caballos de la «secuencia», Eohippus y Mesohippus, las diferencias son todavía mayores; y no hay pruebas de ninguna especie que los conecte. La sugerencia de que forman una cadena evolutiva «no es una teoría científica, es un acto de fe». Felizmente, hay un «eslabón perdido» en el que descansa en gran parte la teoría de la evolución: el Archaeopteryx. En 1861, unos canteros de Solnhofen, en Baviera -zona conocida por sus fósiles-, partieron una piedra que contenía un Compsognathus fosilizado, un dinosaurio del tamaño de una paloma. Sorprendentemente, tenía plumas. O, al menos, tenía plumas cuando fue vendido al Museo Británico... Llamado Archaeopteryx, el fósil era tal vez la prueba no sólo de una especie de transición, sino también del momento en que los reptiles se transformaron en aves. Sus características de reptil incluían garras «rudimentarias», dientes y una cola ósea. Sus características aviares eran las «plumas y alas verdaderas», y posiblemente su espoleta, análoga a la clavícula de los mamíferos, que no tienen los dinosaurios. Sin embargo, no poseía los pode rosos músculos pectorales necesarios para volar, así que debía de haber sido un planeador o, si no, algo que se parecía un poco a un pollo. En resumen, podía ser un dinosaurio con alas o un ave dentada de cola ósea, dependiendo de cómo lo miremos, aunque el supuesto pájaro hacia el que evolucionó (Protoavis) ha sido descubierto en Texas en lechos considerados setenta y cinco millones de años más antiguos que aquellos en los que se encontró el Archaeopteryx , Por último, se debe recordar que el Archaeopteryx es un «eslabón perdido» sólo conjetural mente. Como el resto de las especies, está aislado en el registro de fósiles, sin ninguna huella de antepasados o descendientes inmediatos. El Archaeopteryx es ambiguo, elude la interpretación, cambia de forma entre ave y reptil según el observador. Visto desde la fe neodarwinista, es un ser intermedio entre ave y reptil. En otras palabras, cumple todas las funciones de un daimon, igual que hacen todos los eslabones perdidos. Son intrínsecamente borrosos, abiertos a diferentes lecturas interpretativas. Son incluso turbios, como el eslabón perdido entre los humanos y los monos que se encontró en un pozo de grava en Sussex en 1912. Un fragmento de caja de cráneo humano y una quijada de mono proporcionaron la base para una «reconstrucción» del Hombre de Piltdown. Cuando cuarenta años más tarde se demostró que era un engaño, se puso claramente de manifiesto que los científicos pueden ser tan crédulos como cualquiera. Cuando aparecen pruebas para su ideología, ven lo que esperan y desean ver. Si, por ejemplo, se mira el Archaeopteryx a través de los ojos de los profesores antidarwinistas Fred Hoyle y Chandra Wickramasinghe, se ve de inmediato que es un fraude. Las plumas son totalmente modernas y quedan impecablemente alineadas en un plano, mientras que la roca en la que está el fósil ha sido partida con tan improbable pre cisión por el centro de las plumas, que el dibujo de las dendritas en la roca natural está únicamente ausente en las zonas emplumadas. Las plumas no están siquiera arraigadas en la cola, sino meramente a su alrededor. El Archaeopteryx es un auténtico Compsognathus fósil, afirman los profesores, al que se han añadido las marcas de las plumas, tarea sencilla si se imprime un poco de pasta y piedra pulverizada. El primer Archaeopteryx fue conseguido por Karl Haberlein y vendido al Museo Británico por una gran suma de dinero dos años después de la publicación de E l origen de las especies de Darwin. Fue una singular casualidad, pues el principal propagandista de Darwin, T. H. Huxley, acababa de reflexionar sobre que las aves debían de descender de los reptiles y que un día aparecería un reptil emplumado. Y apareció, casi idéntico a la descripción de Huxley. Desgraciadamente, la cabeza de este primer Archaeopteryx estaba destrozada, de manera que era imposible llegar a una conclusión sobre la cuestión crucial de la presencia o ausencia de dientes. Por suerte, como para colocar el asunto decisivamente a favor de los darwinistas, dieciséis años más tarde apareció otro Archaeopteryx. Fue descubierto por Ernst Haberlein, hijo de Karl, que también consiguió una gran cantidad de dinero por él. ¿Suerte? ¿Coincidencia? ¿O el caso de un padre que transmite sus habilidades, algunas de ellas arqueológicas, al hijo? Hay otros pocos Archaeopteryx, pero son o bien «reclasificaciones» de Compsognathus fósiles o bien exiguos restos igualmente interpretados por el ojo de la fe. Los recientes descubrimientos en China, en la década de 1990, de dos reptiles del tamaño de un pavo, emplumados pero incapaces de volar, denominados respectivamente Protoarchaeopteryx robusta (pues se cree que es un antecesor del Archaeopteryx) y Caudipteryx (debido a las plumas de la cola) han sido recibidos como nuevas pruebas de que las aves descienden de los dinosaurios. Pero en realidad sólo hay pruebas de que algunos dinosaurios pequeños, incluido tal vez el Archaeopteryx, tenían plumas, pero no para volar, sino posiblemente como aislante, camuflaje, o tal vez como una broma, y sin necesidad de estar relacionados con las aves.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 187
¿Por qué los evolucionistas creen en su teoría contra todas las pruebas? En parte, supongo, porque no existe ninguna historia alternativa creíble; sobre todo, porque es un poderoso mito de creación que exige ser creído implícitamente.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 191
Evolución e involución
¿Por qué los evolucionistas creen en su teoría contra todas las pruebas? En parte, supongo, porque no existe ninguna historia alternativa creíble; sobre todo, porque es un poderoso mito de creación que exige ser creído implícitamente. El análisis estructural ya ha demostrado cómo mitos que pueden parecer muy diferentes en la superficie son en realidad variantes del mismo mito. Simplemente, son transformados según ciertas reglas arquetípicas. Esto es cierto en los mitos de evolución e involución. Tradicionalmente, los mitos de creación son involutivos. Describen cómo descendemos de dioses o de antepasados divinos, y nuestro estado presente es una caída, una regresión desde la perfección del pasado. Somos inferiores a nuestros antepasados. Nuestra misión es recrear las condiciones del Edén o de la Arcadia, el estado de la armonía pasada. Sólo nuestro mito científico occidental es evolutivo. Describe cómo hemos ascendido desde los animales hasta nuestro presente estado avanzado, progresando desde la imperfección del pasado. Somos superiores a nuestros ancestros. Nuestra tarea es crear las condiciones de la Nueva Jerusalén o Utopía, el estado de la armonía futura. Observamos que los dos mitos son, como ocurre muy a menudo, simétricos pero invertidos. Así, mientras el mito evolutivo pretende que no es un mito en absoluto, sino historia, que reemplaza a todos los demás mitos, vemos que en realidad es una variante del mito involutivo, una variante excéntrica que quiere que se la tome literalmente. El evolucionismo coloca a los humanos en la copa del árbol, posición que con anterioridad ocupaban los dioses. También nos dota de los poderes divinos de razón, etc. Pero afirma, al mismo tiempo, que somos sólo animales, un producto meramente biológico. En otras palabras, hemos «ascendido» para convertirnos en los «animales divinos» de los que tantas culturas tradicionales dicen descender. El lugar en que realmente se produce la «transmutación de las especies» no es la naturaleza, sino el mito. Especies de dioses y dáimones siempre se están apareciendo a los seres humanos en forma animal. Brujas y chamanes asumen forma de animales, y algunos animales se quitan la piel para asumir forma humana. El intercambio de humanos y animales es una metáfora de la relación recíproca entre este mundo y el Otro, de la manera en que cada uno fluye en el otro. Antiguamente, creíamos en hombres lobo; las tribus africanas todavía creen rutinaria mente en hombres leopardo o en hombres cocodrilo. Actualmente, nosotros creemos en hombres mono. El mito no plantea ninguna objeción a la transformación de un mono en un hombre, o viceversa; pero sólo a los evolucionistas se les ocurriría entender esto literalmente; la transmutación de las especies es una literalización del cambio de forma daimónico. Las especies de transición abundan en el mito, donde no sólo tenemos hombres-animal, sino también centauros, sátiros, faunos, sirenas, etc.; pero están ausentes en la realidad. La evolución actúa imaginativamente, pero no literalmente. La búsqueda del mágico hombre mono, o «eslabón perdido» que transformará el mito en historia, tiende a seguir la misma secuencia de acontecimientos: se encuentra un diente o un hueso y se saluda con excitación como prueba del eslabón perdido. Pasa el tiempo y se lo reclasifica a regañadientes como de hombre o de mono.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 191
Construimos siempre una serie de vínculos entre nosotros y los dioses (o lo que pensemos que es el fondo de nuestro ser), como las emanaciones neoplatónicas, la Cadena del Ser medieval o los santos, los ángeles y la Santísima Virgen del catolicismo romano. Cuando el protestantismo y, más tarde, el deísmo del siglo X VIII suprimieron los vínculos entre nosotros y Dios, fue más fácil dejar de creer en Él; pero también quedó un vacío que clamaba por ser llenado con alguna nueva cadena del ser, y la teoría de la evolución cumplía exactamente los requisitos.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 195
El evolucionismo trata, incorrectamente, de literalizar el mito convirtiéndolo en historia.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 195
Los evolucionistas son culpables de idolatría, no porque adoren imágenes falsas, sino porque falsamente adoran una sola imagen, fijando la riqueza de las metáforas de la naturaleza en un modo único y rígido y obstruyendo así el fluido y oceánico juego de la imaginación, tan espantosa para Darwin y, sin embargo, tan esencial para la salud del alma.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 198
Según Platón, al nacer se nos asigna al azar un daimon que determina nuestro destino.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 199
El daimon es nuestro esquema imaginativo. Impone el mito personal que representamos en el curso de nuestra vida; es la voz que nos llama a nuestra vocación. Todos los hombres y mujeres daimónicos son conscientes de sus dáimones personales y de sus paradojas.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 200
El hermetismo estaba en condiciones especialmente favorables para ello, porque de muchas maneras parecía anticipar el cristianismo y, al mismo tiempo, incorporaba elementos que se parecían al platonismo, al neoplatonismo y al estoicismo, y los sintetizaba en una religión que era mucho más atractiva por estar libre de templos o de liturgia. Lo que la religión hermética ofrecía era una gnosis, una revelación directa de lo divino. Los tratados tenían forma de diálogos, muy semejantes a los de Platón, entre un maestro y un discípulo, en los que éste es conducido hacia la iluminación divina. El pensamiento era tortuoso y difícil; pero la mezcla de poesía y rigor intelectual, de magia y misticismo, que comprometía apasionadamente a la totalidad de la persona, tenía un poderoso atractivo para quienes sentían que la religión, como ocurre con la filosofía moderna, se había perdido en la actividad mental (el pensamiento, la reflexión) y estaba muy lejos de ser una auténtica experiencia de Dios.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 204
Los astros se mueven en la noche como las imágenes arquetípicas de los dioses se mueven en el inconsciente colectivo, reflejándose cielo y psique de forma recíproca.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 206
Si hay algún propósito global en la mitología, recordemos, es el intento, nunca del todo realizado, de reunir Cielo y Tierra. La alquimia tiene el mismo objetivo. Su símbolo de reunión es la Piedra, en la que todos los pares de elementos se unen en un gran matrimonio. No importa lo inalcanzable del objetivo, la Obra tiene absoluta mente un propósito, de la misma manera que toda actividad imaginativa profunda lo tiene, no tanto como un objetivo fijo sino como un camino volátil. La alquimia está siempre en marcha, seamos o no conscientes de ello. Es el movimiento de la propia imaginación mitopoética. El alquimista solamente colabora con el movimiento y lo acelera, igual que lo hace un artista. En su esfuerzo por transformar el mundo, se transforma también a sí mismo y crea su propia alma. El arte auténtico, pues, implica siempre iniciación, tanto para el artista como para su cliente. Sólo puede ser realizado por la actividad imaginativa del sí-mismo y nunca por lo que a veces se le parece: las fantasías que solamente sirven al ego.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 265
El alquimista es un individuo ya «culturizado» que ni cuece la comida ni es «cocido» por otros. Cuece «meta les», y así se «cuece» a sí mismo. Tenemos una relación muy directa con el alimento, porque lo incorporamos; con los «metales» inorgánicos tenemos una relación menor; no sólo no podemos comérnoslos, sino que están más allá de cualquier ser vivo, excepto de una piedra (la que deben llegar a ser). La Obra no transforma la naturaleza en cultura, sino la cultura en supranaturaleza. Para realizar esta tarea, el filósofo no puede usar el fuego ordinario que transforma la naturaleza cruda en cultura cocida; necesita un «fuego secreto», un fuego anti-natural que transmutará los metales no comestibles en meta-naturaleza comestible, el Elixir que le hará tan inmortal como la Piedra y capaz de resistir cualquier fuego, porque él mismo está compuesto de fuego.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 266
La piedra filosofal es descrita a menudo, de forma bastante sencilla, como la unión de los cuatro elementos, Mercurius Quadruplex.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 271
El ego racional no puede en definitiva separarse del alma; pero su rechazo a la miríada de imágenes del alma deja un vacío que, a su vez, se refleja -como se refleja siempre el alma- en el conjunto del universo. El oscuro abismo del espacio puntuado por diminutas luces de soles moribundos, como las chispas de alma de los gnósticos, es la imagen del alma moderna. O, más bien, de la ausencia de alma, ante lo cual el ego sufre esa sensación de alienación, desarraigo y falta de sentido que es el corolario inevitable de su creencia inflacionista en su propio poder autosuficiente.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 293
El cuadro del científico solitario que desafía a un universo extraño es un mito heroico. Otros mitos, incluso los heroicos -piénsese en el mito de Odiseo-, nos muestran que estamos muy lejos de estar solos. Estamos rodeados por una red de relaciones, no sólo con la familia y los amigos, sino también con dáimones útiles y dioses protectores. La naturaleza no es indiferente ni está muerta, sino que está animada y personificada y es amable. Incluso el universo puede ser como era en la época medieval, lleno de dioses y resplandeciente de luz, en vez de los «espacios silentes» de Pascal. En resumen, es el ego heroico moderno el que siente que está solo; y el universo vacío y hostil es su reflejo.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 298
El ego y el héroe Lo que la psicología denomina ego está fundamentado arquetípicamente. Es, podríamos decir, el arquetipo del «impulso hacia la actividad, la exploración exterior, la res puesta al reto, el aprehender, alcanzar y extender» Su estilo de conciencia radica en «sentimientos de independencia, fuerza y realización, en ideas de acción decisiva, autonomía, planificación, virtud, conquista (sobre la animalidad), y en psicopatologías de lucha, masculinidad abrumadora y determinación». Los mejores retratos del ego se encuentran en los mitos: los héroes. Aquiles, Sansón, Heracles, Edipo, Sigurd, Odiseo, Perseo, Parsifal; éstos son los héroes greco-romano-judeo-nórdicos que modelan la conciencia del ego de la cultura occidental. Y por eso es importante preguntarse qué héroe o héroes subyacen en el distintivo ego «científico» moderno, el ego que he estado llamando «ego racional», pero que ha sido diversamente denomina do «ego heracleo», «ego puritano protestante nórdico» (Hillman) y «ego heroico ilustrado» (Midgley). Arquetípicamente, su trasfondo puede estar localizado en varios mitos, y el primero de éstos es el gnóstico, un término general aplicado a numerosas sectas que florecieron en los primeros siglos después de Cristo. Dichas sectas estaban vagamente conectadas por su creencia en la importancia central de la gnosis, del conocimiento, en el sentido de una experiencia directa y existencial de la Divinidad. Aunque el gnosticismo fue tildado de herejía por el cristianismo, era también una variante del cristianismo. La doctrina cristiana de que Dios descendió a la humanidad para salvar a los hombres corruptos es una versión invertida de la doctrina gnóstica de que los hombres corruptos tienen que ascender a la Divinidad para salvarse. El gnosticismo, en otras palabras, es una parte necesaria de la mitología total que rodea al cristianismo; y, si se suprime, retornará con otra apariencia. N o es difícil observar que la ciencia es al menos parte de esa apariencia. Por ejemplo, el mito gnóstico de Sofía, que existe con muchas variantes, puede ser esbozado de forma característica como sigue: en el Principio, treinta Eones emanan de la pareja primordial, Abismo y Silencio. Cada Eón es una pareja divina masculino- femenina; y el Eón más joven, Sofía, se separa de su mitad masculina y empieza a buscar la gnosis -unión divina- a través de una «inteligencia deformada»: una engreída creencia en la infalibilidad de su propio intelecto. Esta hibris le hace caer desde el mundo divino al mundo del dolor y la oscuridad, donde se divide en dos. Su «sí-mismo superior» vuelve a su otra mitad, mientras que su sí-mismo inferior empieza a generar monstruos demoníacos a partir de los sucesivos esta dos de la mente: su pena, miedo, ignorancia, confusión y anhelo por alcanzar la unión divina se materializan como elementos del mundo creado (Sofía, «Sabiduría», es con frecuencia la personificación del Anima Mundi). En cierto modo, por supuesto, este escenario es muy diferente de nuestro cosmos moderno. Pero, en otro, es curiosamente similar. Los elementos primordiales son abstracciones: Abismo y Silencio caracterizan el espacio profundo de nuestro propio universo, o las condiciones anteriores al big bang. Los pares de Eones podrían ser el proyecto original de nuestros pares de partículas de leptones y bariones, de los que se formó la Creación. Pero, lo más importante, el mito de Sofía está detrás de nuestro cientifismo, cuya inteligencia deformada busca la verdad y, sin embargo, en su hibris, se aleja de la verdad. Su literalismo «crea» el mundo literal que luego se pone literalmente a investigar. Este patrón, proféticamente establecido en el mito de Sofía, se hace más explícito cuando el mito continúa: tan pronto Sofía ha creado el mundo a partir de su propia angustia, un demiurgo -un Eón creador- llamado Jaldabaoth se materializa y toma tiránica posesión del mundo atormentado. Sofía es ahora prisionera en su propia creación. Jaldabaoth es en cierto sentido hijo de Sofía. Es el paradigma del ego racional que, teniendo su fundamento en el alma, busca no obstante separarse del alma. Toma posesión de las imágenes del alma (la Creación de Sofía) y las hace literales; el encarcelamiento de Sofía en su propia creación significa la fijación del alma en sus propias imágenes cuando son literalizadas. La tarea de rescatar a Sofía de la prisión del literalismo le fue asignada a un Eón anti tético a Jaldabaoth, una especie de gemelo bueno llamado Jesús, que eleva a Sofía desde el «mundo del terror», se convierte en su «esposo sagrado» y la lleva al Cielo. Aquí, pues, está la esperanza de que el ego racional tenga una vertiente redentora que pueda conectar de nuevo con el alma.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 298
Una vez que recibimos el golpe de los dioses, somos llamados a curarnos a nosotros mismos mediante un viaje al otro mundo, un descenso-a las profundidades. Todos los acontecimientos daimónicos son así. Están en la frontera entre los mundos; podemos rechazarlos ignorándolos, ridiculizándolos, «explicándolos»; o podemos seguirlos hacia abajo hasta la imaginativa casa del tesoro de Hades, pues todo lo que parece especialmente trivial o absurdo a veces puede ser el mejor camino hacia una visión profunda.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 324
El fuego sagrado fue encendido por vez primera por Hermes, que inventó las varillas para encenderlo. La primera aplicación de su nuevo descubrimiento fue la cremación de ofrendas en los sacrificios a los dioses. Hermes es el dios del fuego secreto de los filósofos, la luz de la naturaleza, la iluminación, mientras que Prometeo preside la luz eléctrica. Hermes también está detrás, sospecho, de la «revolución de la información». Él es, recordemos, el dios de las encrucijadas y las fronteras, de la mediación y la comunicación. Si le veneramos nos proporciona capacidad hermenéutica, intuiciones y sabiduría; si no lo hacemos, nos engaña (es un gran embaucador) mediante mensajes que parecen verdaderos, pero que en realidad son falsos. Puesto que viaja únicamente entre los dioses, de arriba abajo, desde el Olimpo, a través de nuestro mundo, hasta el Hades, su dimensión es la profundidad. Nos relacionamos con él a través de las profundidades del alma, cuyo movimiento es lento, laberíntico y descendente hacia la muerte. Si le negamos a Hermes su movimiento vertical, empieza a extenderse horizontalmente y se acelera, hasta que rodea toda la Tierra como Puck (que lo hizo en cuarenta minutos). Las revelaciones herméticas se vuelven señales literales, desde los satélites de arriba a los cables de abajo; sus transmisiones cruzan el globo en todas direcciones, más rápidas y confusas a cada minuto, en un brutal intento de devolvernos ese conocimiento de las cosas eternas que nunca, ¡ay!, pueden ser medianamente ensambladas, por muchos trillones de bits de información que se extiendan por el mundo.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 339
Desde el punto de vista del recuerdo, de la conciencia, olvidar es, en el mejor de los casos, un fastidio, y en el peor, una represión envenenada. Pero el olvido tiene su propia perspectiva unida al dormir, a los sueños, y en última instancia, a la muerte. Las experiencias del Mundo Inferior, desde sueños a abducciones alienígenas, se resisten a ser recordadas porque no quieren ser forzadas bajo el yugo de la conciencia coactiva del ego. Recordar nuestros sueños es a menudo, como ya he sugerido, un proceso de arrastrarlos hacia la luz del día y someterlos a explicaciones e interpretaciones. Olvidar puede ser, perfectamente, un movimiento necesario pero en sentido contrario: una entrada en la oscuridad, una pérdida de conciencia para despertar a otra diferente, la conciencia de los sueños que apenas puede recordar el cotidiano mundo de la vigilia. Olvidar podría ser la manera de recordar del inconsciente. Cuando el alma quiere recordarnos su presencia, abre una grieta en la base de la conciencia, a través de la cual se desliza lo único que absolutamente debemos recordar; y olvidamos. Olvidar lo que creemos que es importante podría ser recordar aquello que es verdadera mente importante.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 393
El virus de la imaginación
El rechazo a las insinuaciones de Hades -la resistencia a la muerte- es el sello de la modernidad, especialmente de nuestra manera de entender la medicina. De todos los desarrollos tecnológicos que han cambiado nuestra vida desde el Renacimiento, la tecnología médica es quizá la única que podemos señalar con mayor confianza y decir: «En eso, al menos, las cosas han ido a mejor». La medicina puede ahora realizar habitualmente lo que los periódicos, de forma un tanto imprecisa, denominan «milagros». Comparados con la vida urbana en la Inglaterra victoriana, con sus enfermedades industriales, sus mortíferas nieblas tóxicas, su espantosa mortalidad infantil, sus terribles infecciones -tuberculosis, cólera, fiebre tifoidea, difteria- e incluso su cerveza cargada de estricnina y el té con plomo, somos el vivo retrato de la salud, de una vida más sana y más larga de lo que nunca antes se soñó. El progreso que aportó la industrialización trajo también una época oscura para la salud de la mayoría. Pero a veces nos llega un diminuto y agudo recordatorio de que, antes de esa época, las cosas no eran tan uniforme mente espantosas. Nos alegra vivir en una época de pasta dentífrica, anestésicos y adecuada odontología; pero los 41 1 www.FreeLibros.me dientes de los esqueletos encontrados a bordo del hundido buque de guerra isabelino Mary Rose estaban en perfecto estado (¿tal vez porque entonces no había azúcar y se roía mucha carne?). Sin embargo, en general, y aun cuando concedamos que la gente puede haber sido más sana que nosotros en algunos aspectos secundarios en el pasado, y que probablemente los isabelinos estaban más sanos que los pobres urbanos Victorianos, nos sentimos aliviados porque es improbable que seamos aniquilados por la peste bubónica, la polio, la viruela o la apendicitis. Estamos mejor que nunca. Entonces, ¿por qué tan a menudo nos sentimos más enfermos? ¿Por qué los gastos en salud aumentan cada año, y sin embargo no da la impresión de que seamos más felices? ¿Por qué estamos empezando a cuestionar los beneficios de la longevidad? ¿Por qué nos vemos ahora infestados de enfermedades que pueden no poner en peligro nuestra vida pero que la hacen desdichada, mientras los médicos apenas pueden hacer algo por evitarlo: dolores de cabeza inexplicables, dolores de espalda crónicos, desórdenes estomacales, ataques de ansiedad, desórdenes de tensión y depresiones, más una cohorte de enfermedades que parecen cernirse entre la frontera de mente y cuerpo, como encefalomielitis miálgica, esclerosis múltiple, fatiga crónica, hiperactividad, alergias, asma, eccema y otros desórdenes «nerviosos»? ¿Por qué no podemos librarnos nunca de los «grandes ase sinos»? Podemos haber suprimido la peste negra, pero ¿no tenemos ahora cáncer y enfermedades del corazón? Hay montones de respuestas a estas preguntas; pero la respuesta más sencilla y olvidada (que nadie se sorprenda al escucharlo) es que hemos descuidado el alma, especial mente en el campo de la medicina convencional, cuyos presupuestos materialistas nos dicen que el cuerpo es todo lo que tenemos; que es más o menos una máquina -complicada, sí, pero aun con todo, esencialmente una máquina- y que esa máquina incluye la «mente», que es complicada, sí, pero no más complicada que el cerebro, con el que se identifica, y que finalmente será completamente comprendida. Por otra parte, la tradición daimónica nos dice que el cuerpo es la expresión física de un alma individual vinculada con el Alma del Mundo, y que, como tal, es -como la naturaleza- una ciudadela de metáforas. Ninguna de sus manifestaciones, incluidos sus síntomas y enfermedades, es meramente biológica. También ellas son productos de la imaginación que nos invitan a ver una enferme dad del corazón, por ejemplo, como una enfermedad de las emociones, tal vez de la propia imaginación, puesto que las emociones se asientan tradicionalmente en el corazón; que nos muestran el cáncer como una rebelión contra la concepción materialista del cuerpo, porque el cáncer es como la locura del cuerpo, el cuerpo que se revuelve contra sí mismo, devorándose, como para liberarse de sí mismo o de la propia concepción literalista que tiene de sí. Desde el punto de vista daimónico, los diminutos agentes de las enfermedades como bacterias y virus son, igual que las partículas subatómicas, entidades daimónicas cuya existencia se postuló hipotéticamente -esto es, se imaginó- antes de que fueran «descubiertos». Esto no significa que no existan; significa tan solo que su existencia no es únicamente literal, aunque los demonicemos, los rechacemos y los exorcicemos con los rituales literalizados que llamamos vacuna, desinfección, etc. Los virus en particular se han puesto de moda en tiempos recientes. Se los culpa de cada vez más enfermedades cuyas causas son dudosas. Pueden ser virus diferentes o, más alarmantemente, pueden ser los mismos virus que han experimentado una mutación. La naturaleza evasiva y metamorfoseante de los virus sugiere que son los habituales dáimones literalizados. Además, existe la oscura sospecha de que la enorme cantidad de medicamentos «maravillosos» que hemos inventado no necesariamente cura las enfermedades, sino que más bien las acalla. Según esta idea, la enfermedad se introduce entonces más profundamente en el cuerpo, para reaparecer más tarde con otra apariencia más virulenta; exactamente como los dáimones que reprimimos por nuestra cuenta y riesgo por miedo a que se transmuten en demonios. Desde este punto de vista, la gran incidencia del cáncer debería ser «entendida como la forma reprimida de enfermedades que nosotros ya no manifestamos».
Patrick Harpur, escritor, ensayista
El fuego secreto de los filósofos, página 486
Ediciones Atalanta, 2006
La psicoterapia es un arte de doble visión que ve la metáfora en la historia literal del paciente, el mito detrás de su historia. Trata de disolver los bloqueos y fijaciones en la psique del paciente, re-imaginar los traumas que el paciente sólo puede ver de una manera; y esto significa guiarle para que vea a través de los literalismos que están impidiendo el libre vuelo de la imaginación. Una vez que la psique está desbloqueada (una vez que el alma está liberada de su apresamiento por parte de dáimones hostiles, diría un chamán), el paciente puede encontrar un camino de vuelta a su propio sí-mismo más profundo (su alma puede ser recuperada). No está necesariamente cura do, pues su sí-mismo más profundo podría estar en la enfermedad o la locura. Éstas podrían ser su vocación. La debilidad de la psicoterapia es su personalismo, pues no conecta al paciente con mitos que estén más allá de su historia personal; y, en segundo lugar, su individualismo, pues no conecta al paciente con la tribu. Se ha dicho, con justicia, que la psicoterapia en el fondo alienta el egocentrismo: nos sentamos en una pequeña sala «tratando con» nuestra rabia cuando, propiamente, deberíamos dirigirla con justa indignación contra los males de la sociedad. Se trata del alma mía, mía, mía, cuando debe ría tratarse del Alma del Mundo. Así, mientras las almas más nobles se ponen de acuerdo consigo mismas, el mundo se va desplomando.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 498
El mundo de la des personalización es el mundo del cientifismo, cuyo rechazo de la iniciación y negación de la muerte, así como su mantenimiento del ego racional, cueste lo que cueste, nos introduce en una distopía vacía y sin alma. Me hiere una punzada de temor al pensar que puedo estar, que los occidentales podemos estar tan despersonalizados, que sólo por rutina estamos medio vivos. Me pregunto si tenemos siquiera la sospecha de cómo podrían ser nuestras vidas si nuestros efímeros contactos con el Alma del Mundo -esos pequeños destellos de verdad y de belleza- se volvieran tan continuos como el aire que respiramos.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 503
A comienzos del siglo XX, el alma, que había estado tanto tiempo marginada por el materialismo y el racionalismo, señaló su vuelta a través de los síntomas físicos que Freud observó en las neurosis de sus pacientes. Desde entonces, hemos confundido el alma con el lugar en el que fue redescubierta, como si nuestra alma perdida sólo pudiera ser recuperada por medio de la psicoterapia. Además, y a consecuencia de ello, hemos tendido a localizar el alma, ahora llamada «inconsciente», exclusivamente en el interior del individuo. Hemos olvidado que el alma está en todo y que todo está en el alma, y que el alma es tanto colectiva e impersonal como individual y personal. Hemos desatendido el Anima Mundi, que ahora, a principios del siglo XXI, clama por nuestro cuidado y atención con síntomas físicos análogos a los que el psicoanálisis observó en el individuo. Todo lo que una vez apreciamos como fundamento de la vida, aquello a lo que siempre podíamos acudir si todo lo demás fallaba, se ha vuelto al parecer contra nosotros: el aire, la luz del sol, la lluvia, todo está contaminado, todo es cancerígeno, ácido, todo contiene veneno. Parte de la contaminación es la manera en que -aunque la contaminación literal no fuera cierta- sentimos que lo es. La paranoia es una forma de vida cuando nos sentidos ataca dos por agentes invisibles que nos rodean: gérmenes, virus, «rayos» invisibles (como las microondas) en el aire e incluso venenos en los alimentos llenos de supuestos pesticidas, agentes químicos y peligrosas modificaciones genéticas. El sentido paranoico de que el mundo está conspirando contra nosotros es también, por supuesto, un síntoma del revivir del mundo. Lo hemos declarado muerto duran te tanto tiempo que cuando vuelve a la vida, dotado de alma y animado como antaño, regresa aparentemente como la muerte misma. Los dáimones proscritos vuelven como los demonios vengativos de síntomas patológicos letales. Si queremos reinstalar el Alma del Mundo en su gloria original, tendremos que hacer algo más que introducir remedios medioambientales, que, por muy bienintencionados que sean, tienden a mantenerse en un polo igual y opuesto, esto es, a ser tan literalistas como el daño que hacemos. Tenemos que cultivar una nueva perspectiva o visión en profundidad; y también un sentido de la metáfora, una doble visión. Si queremos cambiar nuestra obstinada literalidad, tendremos incluso que dejar entrar un poco de locura, abandonarnos a cierto éxtasis. Siempre podemos comenzar tratando de desarrollar un mayor sentido de lo estético, una apreciación de la belleza, que es el primer atributo del alma. Por la manera en que vemos el mundo podemos restaurar su alma, y el modo por el que el mundo es dotado de alma puede restaurar nuestra visión.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 504
Revelar un secreto es contraproducente, porque su poder depende del silencio y la oscuridad en que se incuba y crece, hasta que impregna todo nuestro ser y nos des cubrimos transmutados. Así, aunque yo pueda descubrir el fuego secreto, el secreto del fuego secreto sigue siendo cuestión del sí-mismo de cada uno.
Patrick Harpur
El fuego secreto de los filósofos, página 510
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