La colina de los sueños



Inquietas llamas temblaron ahora en la sustancia de sus nervios; atisbos de misterios, de secretos de la vida cruzaron temblando por su cerebro; le acuciaron deseos desconocidos. Al mirar más allá de la yerba, hacia el bosquecillo, le pareció que el sol se había vuelto realmente verde; y el contraste entre el brillante resplandor que bañaba el espacio de césped y la densa negrura del bosquecillo producía una luz extraña y vacilante, en la que troncos y raíces empezaban a adoptar toda suerte de posturas grotescas: el bosque estaba vivo. La yerba, debajo de él, subía y bajaba como las profundas ondulaciones del mar. Se durmió, tendido en la yerba, en el centro del bosquecillo.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 19


Cada vez se iba sumergiendo más en sus libros; había llegado a considerar todo lo caído en desuso como su mundo; asqueado ante las estúpidas preguntas que solían hacerle sobre si «eso da dinero», «para qué sirve», y otras por el estilo, se empeñaba más aún en la lectura de lo raro y lo inútil. La extraña pompa y simbolismo de la Cábala con sus alusiones a cosas terribles; los misterios rosicrucianos de Fludd, los enigmas de Vaughan, los sueños de los alquimistas…, todo eso le deleitaba.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 32


Dejando a un lado su desventurado recuerdo, le vino a la memoria todo el desprecio y la burla que había sufrido; de pequeño había oído a los maestros hablar desdeñosamente de él y de su deseo de aprender cosas ajenas a las tareas ordinarias de clase. De adolescente había soportado la insolencia de esta gente desdichada; la risa estridente de todos ante su pobreza le irritaba y chirriaba en sus oídos; veía la sonrisa agria de algunas mujeres idiotas, criaturas inferiores al cerdo en inteligencia y modales, despiadadas, cuando pasaba él con la mirada fija en el polvo y mal vestido. Él y su padre parecían recorrer una avenida de burla y de desprecio: ¡de desprecio por parte de unos animales como ésos! Aquella pútrida inmundicia, modelada en forma humana, que no sabía hacer otra cosa que adular y lisonjear a los ricos, convencida de que ninguna bajeza; era demasiado baja si se empleaba en honrar a los que tenían el poder y la autoridad; y ningún refinado desprecio era demasiado cruel si iba dirigido al pobre y al humilde y al oprimido; era esta chusma grosera y horrenda la que le señalaba con el dedo. Y estos hombres y mujeres hablaban de cosas sagradas, y se arrodillaban ante el pavoroso altar de Dios, ante el altar de fuego tremendo, rodeado, como ellos declaraban, por los ángeles y los arcángeles y toda la comunidad del cielo; y en sus mismas iglesias tenían una nave para los ricos y otra para los pobres.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 43


Entonces, había personas que se ayudaban; la amabilidad y la compasión no eran meras entelequias, ficciones de la «sociedad» tan útiles como el número «pi», e igual de inexistentes.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 49


Pasó media docena de hojas, y comenzó a esbozar las líneas generales del nuevo libro en las caras no usadas; trazó el esquema en una de ellas, y en otras anotó sugerencias y posibilidades. Escribía deprisa, eufórico de ver cómo fluían las frases entrañables bajo su pluma; en particular una escena que había imaginado le inflamó de deseo; dejó correr libremente una mano, y vio resplandecer la obra escrita; y la acción y todo el calor de la existencia cobraban vida y palpitaban en cada página. Ideas afortunadas adquirían forma en palabras más afortunadas aún. Cuando finalmente se echó para atrás, en su silla, sintió la emoción y el flujo de la historia como si fuese un trozo de su propia vida. Volvió a leer lo que había escrito, recreándose de nuevo en la agilidad y fluidez del resultado; y al guardar tiernamente en el cajón las pocas hojas escritas, se detuvo a saborearla esperanza en el trabajo del día siguiente.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 56

«Sólo en el patio de Avallaunius se puede encontrar la verdadera ciencia de lo exquisito».

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 95


—Busca el cántaro marcado con el nombre de Faunus, y te alegrarás.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 97


«La literatura —volvió a decirse mentalmente— es el arte sensual de producir impresiones exquisitas por medio de palabras».

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 98

Extasiado en el jardín de Avallaunius, le parecía muy extraño haber ignorado en otro tiempo todos los significados exquisitos de la vida. Ahora, al mirar a través del emparrado, bajo un cielo violáceo, veía el cuadro; antes, en cambio, había contemplado con asombrada tristeza el andrajo que lo envolvía.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 104

En efecto, la vida de muchos le recordaba la de las flores: quizá, más concretamente, la de esas flores que según toda apariencia son durante años oscuros y polvorientos macizos de verde, y de repente, una noche, revientan en una llamarada de flor, y cubren todo el prado de perfumada fragancia, hasta el amanecer. Era el espacio de esa noche lo que vivía la flor, no los largos años improductivos; de manera semejante, muchas vidas humanas nacían por la noche y morían antes de despuntar el día.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 110
No cabía duda, pensaba, de que el vivir una vida solitaria, e interesarse sólo por sí mismo y por sus propios pensamientos, le había vuelto en cierta medida inhumano.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 113


Cada vez que sentía deseos de escuchar el antiguo susurro de los bosques o las canciones de los faunos, se inclinaba con más afán sobre su trabajo, y cerraba sus oídos a tales encantamientos.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 113


En lo más hondo de su corazón se alojaba la esperanza de que un día podría escribir un libro valiente; apenas se atrevía a acariciar tal aspiración, percibía demasiado profundamente su incapacidad; sin embargo, este anhelo era el fundamento de todos sus pacientes y dolorosos esfuerzos. Se había dicho a sí mismo en secreto que si trabajaba sin cesar, sin desfallecer, podría producir algo que en cualquier caso sería arte, distinto de esos objetos en forma de libros, impresos con tinta de impresor y catalogados como libros, que había leído.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 117


«Por la mujer que gime por su amante diabólico». Las palabras brotaron de sus labios cuando volvió a alzar los ojos. Una ancha franja de luz pálida y limpia entraba en la habitación; y al asomarse a la ventana, vio la calle toda reluciente de charcos de agua, mientras las últimas gotas de la tormenta de lluvia hacían centellear esos espejos que el sol esparcía por el suelo. Lucian miró a su alrededor, perplejo, hasta que sus ojos se detuvieron en el reloj, encima de la chimenea vacía. Había permanecido sentado casi dos horas sin percatarse del paso del tiempo, y la vanidad había estado murmurando sin cesar esas palabras mientras soñaba una historia interminable y maravillosa. Experimentó en cierto modo, las sensaciones del propio Coleridge: pareció que se le presentaban cosas extrañas, asombrosas, inefables, no en forma de idea, sino de una manera real y material; pero fue menos afortunado que Coleridge, ya que no pudo identificar, siquiera vagamente, qué era lo que había visto. No obstante, cuando hurgó en su pensamiento, supo que en ningún momento le había abandonado la conciencia de la habitación en donde estaba: había visto acumularse una espesa oscuridad, y había oído sisear el torbellino de la lluvia en el aire. Las ventanas se habían cerrado con un golpe violento, había percibido un rumor de pasos de personas que corrían a resguardarse, la voz de la patrona gritándole a alguien que acudiese a ver la lluvia que entraba por debajo de la puerta. Era como mirar un antiguo cuadro bituminoso: al final, uno veía que la mera negrura se resolvía en formas de árboles y rocas y viajeros. Y sobre este fondo de su habitación, y la tormenta, y los ruidos de la calle, su visión se destacaba iluminada, sentía que había descendido a las profundidades, a las cavernas que se adentraban bajo el alma. Trató en vano de consignar la crónica de sus impresiones; los símbolos perduraban en su memoria, pero su significado era mera conjetura.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 119


En su imaginación, identificaba cada una de esas casas extrañas por delante de las que pasaba con su propio hogar desaparecido; todo estaba preparado y dispuesto como en los viejos tiempos, pero a él le habían dejado fuera, le habían juzgado y condenado a vagar en la fría niebla, con los pies cansados, angustiado, desamparado; y los que habrían querido salir a ayudarle no podían, ni podía él entrar a donde estaban ellos. Nuevamente, por centésima vez, volvió a su sentencia: no podía dominar el arte de las letras y había perdido el arte de la humanidad. Veía la vanidad de todos sus pensamientos; era un asceta al que no le importaban el calor y la alegría y las pequeñas comodidades de la vida; y, no obstante, dejaba que su pensamiento se recrease en esas cosas. Si por algún milagro se hubiese compadecido de él uno de aquellos transeúntes que caminaban deprisa, deseosos de llegar a casa, y le hubiese pedido que entrase, habría sido totalmente inútil: sin embargo, anhelaba placeres que no era capaz de disfrutar. Era como si hubiese llegado a un lugar de tormento donde los que no podían beber suspirasen por un poco de agua, y los que no podían sentir calor tiritasen en el frío eterno. Le agobiaba la horrible ilusión de que aún dormía en el enmarañado bosquecillo, prisionero de los verdes bastiones del fuerte romano. Jamás llegó a salir de allí, sino que otro niño, en su lugar, había bajado después de la colina, y ahora vagaba por el mundo.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 140


Y había una voz cantora que salía a través de las blancas celosías y la verja de bronce, una voz que cantaba al Amante y la Amada, a los Viñedos, a la Puerta y el Camino. ¡Oh!, la lengua era desconocida; pero la música y el estribillo se repetían una y otra vez, difundiéndose temblorosos por entre la blanca red de la celosía del claustro. Y cada rosa, en el aire oscuro, era una llama.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 149


Le parecía que había debido de ser un milagro o una posesión infernal, una especie de locura, lo que le había empujado a seguir, decepcionado cada día, y cada día esperanzado.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 160


Dominar el secreto de las palabras, construir una frase que contuviese el rumor del verano y de la abeja, invocar el viento en una oración, sugerir el olor de la noche en el ascenso y descenso y armonía de una línea: ésta era la historia de las largas noches, de la llama blanca de la vela sobre el papel y la pluma ansiosa.

Arthur Machen
La colina de los sueños, página 1462


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