Cuando empezamos con la escritura automática estábamos en un hotel junto al bosque de Ashdown, pero regresamos en seguida a Irlanda y pasamos gran parte de 1918 en Glendalough, en Rosses Point, en Coole Park, en una casa cercana, en Thoor Ballylee, siempre solos más o menos, mi esposa aburrida y cansada de su tarea casi diaria, y yo pensando y hablando de poco más. A principios de 1919, el comunicante del momento —se alternaban continuamente— dijo que pronto iban a cambiar de la palabra escrita a la hablada, ya que así cansarían menos a mi esposa; pero el cambio no sucedió durante unos meses. Me encontraba efectuando una gira de conferencias por América, a fin de conseguir un techo para Thoor Ballylee, cuando llegó. Teníamos uno de esos pequeños compartimentos dormitorio en un tren, con dos literas, y viajábamos por el sur de California. Mi esposa, que llevaba unos minutos durmiendo, empezó a hablar en sueños; y a partir de entonces, casi todas las comunicaciones llegaron de ese modo. Mis maestros no parecían hablar desde su sueño, sino como por encima de él, como si su sueño fuese una marea sobre la que flotaban. Una palabra casual dicha antes de dormirse daba origen a veces a un sueño que irrumpía en las comunicaciones, como emergiendo de abajo, y las turbaba o anegaba, como cuando soñaba que era una gata bebiendo leche o que era una gata durmiendo ovillada, y por tanto muda. La gata volvía noche tras noche; y una vez en que traté de ahuyentarla con el sonido que hacemos como si fuésemos un perro para entretener a un niño, se despertó temblando, y su sobresalto fue tan violento que jamás me he atrevido a repetirlo. Estaba claro, por tanto, que aunque las facultades de discernimiento de los comunicantes se hallaban despiertas, las de ella dormían; o que tenía conciencia de la idea que sugería el sonido, pero no del sonido.
William Butler Yeats
Una visión, página 7
Una visión, página 7
La escritura automática se deterioraba, se volvía confusa o sentimental; y cuando se lo hacía notar yo a mi comunicante, éste decía: «Desde tal hora de tal día, todo es frustración».
William Butler Yeats
Una visión, página 10
Una visión, página 10
Formaba parte del propósito de mis comunicantes afirmar que todos los logros del hombre provienen de su conflicto con lo que se opone a su ser verdadero. ¿Era la misma comunicación tal conflicto? Uno dijo, como si me correspondiese a mí decidir qué papel debía representar yo en su sueño: «Recuerda que te engañaremos si podemos».
William Butler Yeats
Una visión, página 11
Una visión, página 11
Los escritos automáticos y discursos en sueños venían acompañados o ilustrados por extraños fenómenos. Durante nuestra estancia en un pueblecito próximo a Oxford, tropezamos dos o tres noches seguidas con lo que parecía ser un soplo de aire súbito y cálido que provenía del suelo, en la misma curva del camino. Una noche en que me disponía a contarle a mi esposa la historia de cierto místico ruso, sin acordarme de que esto podía hacerla creer que se trataba de un episodio de su propia vida, cayó de repente un relámpago entre nosotros y dio violentamente en una silla o una mesa. Luego sonaron también muchos silbidos, generalmente como advertencia de que iba a llegar algún comunicante cuando mi esposa se durmiese.
William Butler Yeats
Una visión, página 11
Una visión, página 11
Los fenómenos más habituales fueron desde entonces los olores agradables, unas veces a incienso, otras a violetas o a rosas o a alguna otra clase de flor, y tan perceptibles para media docena de nuestros amigos como para nosotros mismos; aunque una de las veces en que mi esposa percibió olor a jacinto un amigo notó olor a colonia. Un olor a rosas inundó toda la casa al nacer mi hijo, y lo percibimos el doctor, mi esposa y yo, y sin duda la enfermera y los criados también, aunque no les pregunté al respecto. Estos olores nos llegaban a mi esposa y a mí, en la mayoría de los casos, cuando cruzábamos una puerta o estábamos en algún lugar pequeño y cerrado; pero a veces se me generaban en el bolsillo o incluso en las palmas de las manos.
William Butler Yeats
Una visión, página 12
Una visión, página 12
No logro descubrir una diferencia clara entre un olor natural y otro sobrenatural, salvo que el natural viene y se va gradualmente, mientras que el otro se presenta de repente y desaparece de igual manera. Pero había otros fenómenos.
William Butler Yeats
Una visión, página 13
Una visión, página 13
Una vez, un japonés que había cenado con nosotros se puso a hablar de la filosofía de Tolstoi, que fascina a muchos japoneses cultos; yo expuse mis objeciones con vehemencia: «Sería una locura que la adoptase Oriente —dije—, ya que debe hacer frente a Occidente con las armas», y otras muchas cosas por el estilo; después de marcharse, me estaba reprochando mis expresiones exageradas e intempestivas, cuando oí en voz alta y clara estas palabras: «Has dicho lo que queríamos que dijeses». Mi esposa, que estaba escribiendo una carta en el otro extremo de la habitación, no oyó nada, pero descubrió que había escrito esas mismas palabras en la carta cuando no tenían ningún sentido. A veces mi esposa veía apariciones: un gran pájaro negro antes del nacimiento de nuestro hijo; personas con vestidos de finales del siglo XVI y finales del XVII. Hubo fenómenos más extraños aún que prefiero silenciar de momento porque parecen tan increíbles que requerirían una larga historia y muchas disquisiciones.
William Butler Yeats
Una visión, página 13
Una visión, página 13
No sabía de ninguna fuente común, de ninguna conexión entre él y yo, a no ser a través de Los seres elementales que, de un lado a otro, vagan por mi mesa.
William Butler Yeats
Una visión, página 15
Una visión, página 15
He oído a mi esposa, hablando de manera entrecortada en algún sueño totalmente ordinario, utilizar expresiones características del lenguaje filosófico. A veces los conceptos filosóficos se vuelven vagos y triviales, o bien me hacen pensar en sueños. Por lo demás, la doctrina de mis comunicantes refuerza esta similitud, porque uno de ellos dijo en el primer mes de la comunicación: «A menudo no somos más que formas creadas»; y otro, que los espíritus no dicen al hombre la verdad sino que crean las condiciones para que él la alcance, como una crisis de destino, de manera que el hombre se vea obligado a escuchar a su Daimon. Y han insistido una y otra vez en que el sistema entero es creación del Daimon de mi esposa y el mío, y que es tan sorprendente para nosotros como para ellos. Los meros «espíritus», dicen mis maestros, son los «objetivos», un reflejo y una distorsión; el Daimon descubre la realidad misma en lo que ellos llaman, en memoria de la Tercera Persona de la Trinidad, el Yo espiritual. Los espíritus bienaventurados deben buscarse dentro del yo que es común a todos.
William Butler Yeats
Una visión, página 18
Una visión, página 18
"Los escritores somos hijos de la opinión pública.!
William Butler Yeats
Una visión, página 21
Una visión, página 21
¿Y si Cristo y Edipo o, para cambiar de nombres, santa Catalina de Genova y Miguel Angel, son los dos platos de una balanza, los dos extremos de un columpio? ¿Y si cada dos mil y pico años sucede algo en el mundo que hace al uno religioso y al otro secular, al uno sabio y al otro necio, al uno justo y al otro malvado, al uno divino y al otro diabólico? ¿Y si hay una aritmética o una geometría capaz de medir exactamente la inclinación de una balanza, la profundidad de un plato, y fechar por tanto el cumplimiento de ese algo?
William Butler Yeats
Una visión, página 23
Una visión, página 23
Ezra, estas generalidades que pertenecen, tal vez, al pasado
—al cielo abstracto—; sin embargo, has escrito El regreso; y aunque te limitas
a anunciar en él un cambio de estilo, quizás en texto e imagen me proporciona
palabras más adecuadas que las mías propias. Mirad, ahí regresan; ¡ah, mirad
los movimientos indecisos, los pies lentos, los pasos turbados, el caminar
inseguro! Mirad, ahí regresan, uno a uno, con temor, semidormidos; como si
vacilasen en la nieve y murmuraran en el viento, y medio diesen la vuelta; eran
éstas las «alas del terror», y eran los inviolables. ¡Dios de alada sandalia!
¡Y con ellos, los lebreles de plata olfateando el rastro del aire! ¡Ea! ¡Ea!
Éstos fueron los de veloz persecución; éstos los de olfato sutil; éstos los
ansiosos de sangre. ¡Lentos, con la trailla, van los pálidos perreros!
William Butler Yeats
Una visión, página 23
Una visión, página 23
Una visión, página 25
Una visión, página 39
Una visión, página 40
«Me baso en la tercera antinomia de Manuel Kant: tesis, libertad; antítesis, necesidad; pero la formulo de otro modo. Cada acción humana proclama la libertad última y particular del hombre, y la desaparición del alma en Dios; proclama que la realidad es un cúmulo de seres y un solo ser; tampoco es esta antinomia una apariencia que la forma del pensamiento nos impone, sino la vida misma que gira ora en un sentido, ora en otro; un torbellino y una crueldad.
»Tras una época de necesidad, verdad, bondad, mecanicismo, ciencia, democracia, abstracción y paz viene una época de libertad, ficción, maldad, afinidad, arte, aristocracia, particularidad, guerra. ¿Acaso se ha consumido nuestra época hasta la arandela?
»La muerte no puede resolver la antinomia: la muerte y la vida son expresión suya. Venimos al mundo como multitud y después de la muerte nos disolvemos en el Uno, a menos que una bruja de Endor nos haga volver, y no se arrepienta aunque le gritemos con Samuel: “¿Por qué me has turbado?”, en vez de dormir sobre ese pecho.
»El lecho nupcial es el símbolo de la antinomia resuelta, y sería más que un símbolo si el hombre pudiera perderse en él y a la vez conservar su identidad; pero se duerme. Y ese sueño es como el sueño de la muerte.
«Queridas aves rapaces, preparaos para la guerra, preparad a vuestros hijos y a cuantos tengáis a mano; pues ¿cómo puede una nación o una raza, sin guerra, llegar a ser esa “brillante estrella particular” de Shakespeare que iluminó los caminos en la adolescencia? Someted el arte, la moral, las costumbres, el pensamiento, a la prueba de las Termopilas; haced que el rico y el pobre se comporten el uno con el otro de tal manera que puedan resistir juntos allí. Amad la guerra por su honor, para que pueda cambiar la creencia, renovarse la civilización. Deseamos tener creencia, cosa que nos falta. La creencia proviene de una impresión tremenda, y no es deseada. Cuando una raza descubre, merced a la aparición y al horror, que lo perfecto no puede perecer ni lo imperfecto permanecer interrumpido mucho tiempo, ¿quién podrá resistir a dicha raza? La creencia se renueva continuamente en la dura prueba de la muerte.»
Una visión, página 40
Veintiocho son las fases de la luna,
con la llena, la nueva y todos los crecientes,
veintiocho; y veintiséis, sin embargo,
las cunas en que el hombre puede ser acunado;
pues ni en la llena ni en la nueva hay vida humana.
Del primer creciente a la mitad, el sueño
llama a la aventura, y el hombre
es siempre feliz como un pájaro o una bestezuela;
pero cuando el astro se acerca al plenilunio
sigue el hombre el antojo más difícil
de entre los caprichos no imposibles; y aunque marcado
por el látigo de nueve colas de la mente,
su cuerpo moldeado desde dentro, su cuerpo
se va volviendo más hermoso. Pasa la undécima,
y Atenea coge a Aquiles por el pelo;
Héctor está en el polvo, nace Nietzsche,
porque el creciente del héroe es el duodécimo.
Y aunque nacido y enterrado dos veces, ha de volverse,
antes que la luna se complete, desvalido como un gusano.
La decimotercia luna pone al alma en guerra
con su propio ser, y una vez esa guerra empezada,
no queda músculo en el brazo; después,
con el frenesí de la luna decimocuarta
el alma comienza a temblar hasta aquietarse,
¡a morir en el laberinto de sí misma!
Una visión, página 45
Una visión, página 46
Una visión, página 47
Una visión, página 195
IV
Anaximandro, filósofo presocrático, creía que había dos infinitos: uno de coexistencia en el que nada envejece, y otro de sucesión y mortalidad en el que los mundos se suceden uno tras otro con un mismo número de años. Empédocles y Heráclito pensaban que el universo tenía primero una forma y luego la opuesta en perpetua alternancia, lo que significa, al parecer, que todas las cosas eran consumidas por el fuego cuando los planetas se situaban en el signo de Cáncer de tal manera que se podía trazar una línea uniendo todos sus centros con el de la Tierra, y destruidas por el agua cuando estaban en Capricornio; un fuego que no es lo que nosotros llamamos fuego, sino «el fuego del cielo», «fuego en el que todo el universo vuelve a su semilla», y un agua que no es lo que nosotros conocemos por agua, sino «un agua lunar», es decir, la Naturaleza. El Amor y la Discordia, el Fuego y el Agua, dominan alternativamente: el Amor volviendo todas las cosas al Uno, y la Discordia separándolas todas; pero tanto el Amor como la Discordia son la eternidad inmutable. Aquí se origina quizá el símbolo expuesto en este libro de una esfera sin fases que se vuelve fásica en nuestro pensamiento: la realidad indivisa de Nicolás de Cusa que la experiencia humana divide en opuestos; y aquí, también, como señala Pierre Duhem, descubrimos por primera vez la doctrina platónica de la imitación: los estados opuestos copian la eternidad.
Pero cuando vuelve la edad del Fuego o del Agua, ¿vuelve el mismo hombre, o un hombre nuevo que se le parece?; y si es el mismo, ¿debe tener la misma verruga en la nariz? Unos creían una cosa y otros otra. ¿Era destruido el mundo por completo en el solsticio, o adquiría meramente nueva forma? Filolao pensaba que el fuego y el agua destruían la vieja forma y alimentaban la nueva. ¿Se sucedían los mundos uno a otro sin solución de continuidad? Empédocles pensaba que debía de haber un estado intermedio de descanso.
Hasta aquí, las Ideas lo habían sido todo y el individuo nada; a Platón y a Sócrates sólo les importaba la belleza y la verdad, pero Plotino creía que cada individuo tenía su Idea, su propia réplica eterna; el Año Máximo y los Grandes Años que eran sus meses se convirtieron en un río de almas. A la generación siguiente le pareció claro que el Eterno Retorno, aunque perduraba para el río de almas en general, había cesado para el sabio, porque el sabio podía sustraerse a dicho ciclo. Proclo descubrió en el Número Aureo de la República un Año Máximo, que es «el mínimo número común de todas las revoluciones visibles e invisibles»; y en el Timeo, un año mucho más pequeño, «que es el mínimo común múltiplo» de las revoluciones de las ocho esferas, y pensó que este año más pequeño sólo podía calcularse por razonamiento.
Sin embargo, ahí están las afirmaciones de Platón, para que los eruditos puedan resolver el Número Áureo, al que han encontrado catorce soluciones diferentes. Para Taylor, sugieren 36.000 años, o 360 encarnaciones del platónico Hombre de Ur. Proclo pensaba que la duración del mundo se halla «cuando contemplamos la unidad numérica, único poder que se autodespliega, única creación que completa su obra, que llena todas las cosas de vida universal. Debemos ver que todas las cosas terminan su carrera y vuelven otra vez al punto de partida; debemos ver que todo retorna a sí mismo y completa en sí mismo el ciclo asignado a ese número; o esa unidad que encierra una infinidad de números contiene en sí la inestabilidad de la Diada, y determina no obstante el movimiento entero, su fin y su principio, y por esta razón se llama el Número y el Número Perfecto». Es como si innumerables esferas de reloj —unas señalando los minutos, otras los segundos, otras las horas, otras los meses, otras los años— completasen su recorrido al dar el Big Ben las doce de la última noche del siglo. Mis instructores ofrecen como símbolo las unidades menores que se combinan sin residuo en una obra de arte, pero podemos sustituirlas si queremos por los movimientos menores que se combinan en el círculo que en la Lógica de Hegel une, no solsticio de verano con solsticio de verano, sino absoluto con absoluto. «Los meses y los años están también numerados, aunque no son números perfectos sino partes de otros números. El tiempo del desarrollo del universo es perfecto, pues no forma parte de nada, es un todo y por esa razón se asemeja a la eternidad. Es, por encima de todo, una integridad; pero sólo la eternidad confiere a la existencia esa integridad completa que permanece en sí misma: la que el tiempo desarrolla; el desarrollo es efectivamente una imagen temporal de lo que permanece en sí mismo.»
V
Puede que una doctrina que mostraba que en el solsticio de verano del Gran Año todas las cosas retornan a la semilla del Fuego pareciese totalmente natural a un griego; porque los años atenienses empezaban en mitad del verano. Pero desde algún lugar del Asia Menor, desde Persia quizá, se propagó una doctrina que hizo que la atención se desplazara de Cáncer y Capricornio a Aries, de los extremos donde el mundo se destruía al punto medio donde se restablecía, donde el Amor empezaba a prevalecer sobre la Discordia, el Día sobre la Noche. El diluvio destructor se iniciaba en Capricornio, pero continuaba durante los dos signos siguientes, desapareciendo sólo cuando aparecía el Restaurador del mundo; la creación misma no había sido sino una mera restauración. Para muchos cristianos y judíos —aunque esta doctrina dejó de ser ortodoxa muy pronto—, no sólo el Mesías, sino el Espíritu que caminaba sobre las aguas, y Noé sobre el monte Ararat, fueron otros tantos restauradores del mundo. «Algunos cristianos —escribe Nemesio, obispo de Emessa— querrían que relacionásemos la Resurrección con la restauración del mundo; pero se engañan extrañamente; porque está probado por las palabras de Cristo que la Resurrección no puede ocurrir más que una vez, que no proviene de una revolución periódica, sino de la Voluntad de Dios»[60]. La doctrina, sin embargo, reaparece bajo diversas formas como reconocida herejía hasta el siglo XIII; aunque Francis Thompson, ese erudito, gran poeta y hombre devoto, no la tiene por tal cuando escribe:
No sólo del Hombre cíclico
disciernes aquí el plan;
no sólo del Hombre cíclico, sino del cíclico Yo;
no sólo de los grandes años mortales
asoma apenas el reflejo,
sino del año de tu propio pecho, girando aún
en órbita más amplia cada vez,
hacia la lejana conclusión, donde coronado,
el amor no consumado cantará en su propia pira.
VI
Cristo resucitó de entre los muertos una noche de luna llena del primer mes del año: el mes que hemos bautizado con el nombre de Marte, gobernador del primero de los doce signos.
No sé si mis instructores han sido los primeros en elaborar una nueva órbita lunar de igual importancia que la solar de ese mes arquetípico. Hasta ese mes, al abordar un simbolismo que yo he evitado hasta ahora para mayor claridad, propusieron un zodíaco aparte en el que la luna llena cae en Capricornio. Los dos zodíacos abstractos se superponen así, de manera que una línea trazada entre Cáncer y Capricornio del uno corta en ángulo recto la línea equivalente del otro. Como Capricornio es el signo más meridional —«el sur lunar es el este solar»—, una línea trazada de este a oeste en el uno corta en ángulo recto la línea trazada de este a oeste en el otro. Como cada periodo de tiempo es a la vez un mes y un año, pueden superponerse los círculos, girando los signos del círculo lunar de derecha a izquierda, y los del círculo solar de izquierda a derecha. Tienen el mismo carácter, siendo respectivamente particular y universal, como los círculos de lo Otro y lo Mismo del Timeo. En el primero, se mueven la Voluntad y su contrario; en el segundo, la Mente creadora y su contrario; o podemos considerar el primero como la rueda de las Facultades y el segundo la de los Principios.
VII
Hubo poco acuerdo sobre la longitud del Gran Año; cada filósofo lo calculaba de manera diferente, pero la mayoría lo dividió en 360 o 365 días, según la opinión predominante en cuanto al número de días del año. Los estoicos de la época de Cicerón pensaban que se dividía en 365 días de 15.000 años cada uno. Cicerón creía que había empezado con un eclipse en la época de Rómulo, o quería que los hombres lo creyeran así para confundir a la Madre Shipton local, que se había pasado a sus enemigos; y ¿por qué hizo Virgilio esa profecía que durante toda la Edad Media se aceptó como alusiva a Cristo? En todas partes surgieron profecías parecidas; porque el mundo tenía la impresión de que estaba al principio de un gran cambio; aunque no sé de ningún libro que las haya estudiado y rastreado hasta sus orígenes.
VIII
En el siglo II antes de Cristo, Hiparco descubrió[61] que las constelaciones zodiacales se movían, que durante cierto número de años el sol no salía por el equinoccio de primavera en la constelación de Aries; pero parece que su descubrimiento tuvo poca trascendencia hasta el siglo III después de Cristo, en que Ptolomeo fijó la velocidad del movimiento en 100 años[62] por grado, a fin de que Aries pudiera volver a su posición original cada 36.000 años: las 360 encarnaciones del Hombre de Ur. A estos 36.000 años los llamó Año Platónico, nombre por el que fue conocido desde entonces. Pero si la octava esfera, la esfera de las estrellas fijas, se movía, era preciso transferir el movimiento diurno a una novena esfera o zodíaco abstracto dividido en doce partes iguales; fueran a donde fuesen la constelaciones, el primer mes de dicho año debía contener la energía marcial del Carnero; a mitad del invierno, la humedad y el frío caprinos, aun cuando se hubiesen extraviado las constelaciones de Capricornio. Asimismo, la vida individual debe con servar hasta el final el sello impreso en ella al nacer.
Ptolomeo debió de añadir nuevo peso a la convicción de Plotino de que los astros no tienen efecto sobre el destino humano, sino que son manecillas que nos permiten calcular la situación del universo en un momento dado y por tanto su efecto sobre una vida individual[63]. «Es imposible que una forma singular surja a la existencia —dice Hermes en un pasaje del que ya he citado varias frases— exactamente igual a una segunda, si se originan en diferentes puntos y en momentos diferentes; las formas cambian a cada instante de cada hora de la revolución de la órbita celeste… Así, el tipo permanece inalterado, pero genera en momentos sucesivos copias de sí mismo tan numerosas y distintas como las revoluciones de la esfera celeste; porque la esfera celeste cambia al girar, pero el tipo ni cambia ni gira.» Pero las naciones también han recibido al nacer el sello de un carácter derivado del todo, y, como los individuos, han tenido sus periodos de crecimiento y decadencia. Cuando sonó en el cielo la trompeta de Sila, los sabios etruscos, según Plutarco, declararon que el ciclo etrusco de 11.000 años había llegado a su fin, y que «otra clase de hombres iba a surgir en el mundo».
IX
Syncellus decía que cuando la constelación de Aries volvía a su posición original comenzaba una nueva época, y que ésa era la doctrina de los «griegos y egipcios… como se consigna en la Genética, de Hermes y en los libros ciránicos»[64]. ¿Fue Ptolomeo el primero en poner fecha a ese retorno? El inventor de la novena esfera, ya sea Ptolomeo u otro, tuvo que hacer ese cálculo. ¿Qué fecha era? No he leído su Almagesto ni es probable que lo haga; tampoco la da ningún historiador ni comentarista de sus descubrimientos. Debió de depender del día que él seleccionó para el equinoccio (en Roma, el 25 de marzo), y de qué estrella parecía que señalaba el fin de Aries y el principio de Piscis. Desde luego, era lo bastante próxima a la del asesinato de César como para hacer que el Imperio romano pareciese milagroso, lo bastante cerca de la Crucifixión como para haber dado a la Iglesia primitiva, de no haberse enzarzado en una guerra con el fatalismo griego, el más grande de sus milagros:
Y entonces cantaron todas las Musas
en la primavera del Annum Magnus.
X
En la carta de las Veintiocho Encarnaciones —Libro I, 2.ª parte, sec. I—, el signo de Aries está entre las Fases 18 y 19. Transcurrieron unos años antes de que comprendiese yo el significado de éste y de los demás signos cardinales de la carta automática original. Es la posición que ocupará el equinoccio de primavera en el momento central de la próxima era religiosa, o al principio de la civilización antitética subsiguiente; porque la posición del equinoccio marca la fase de la Voluntad en la rueda de 26.000 años. Es el Aries o este solar del doble cono de su era particular situado dentro de la revolución del Gran Año. En la actualidad se acerca al punto central de la Fase 17, donde debe producirse el influjo siguiente. Pasó por la Fase 16 a fines del siglo XI, en que comenzó nuestra civilización. Se dice que esa posición entre las Fases 18 y 19 determina el más grande de los poderes intelectuales, porque es el centro de ese cuarto de la Rueda simbólica del entendimiento lógico, y porque es uno de los cuatro momentos en que las Facultades son equidistantes: el conflicto, y por tanto la intensidad de la conciencia, se hallan repartidos por el ser entero.
El momento correspondiente en la rueda más pequeña de nuestra civilización gótica llegó hacia finales del siglo XVII, justo antes de ese primer decenio del XVIII, en el que Oliver cree que el intelecto europeo alcanzó el máximo de autoridad y poder. Es un momento de suprema abstracción; y no pienso en Spinoza, Leibniz y Newton solamente; pienso en esos monjes de Port Royal que practicaban la vivisección con perros para estudiar la circulación de la sangre, convencidos de que los animales inferiores no son sino autómatas construidos de tal modo que simulan con bramidos y silbos los gritos de la agonía. Que tal momento se reprodujera en el periodo más grande que iba a venir le ha dado importancia, un especial poder para modelar los espíritus. No nos ayuda, empero, a juzgar qué forma puede adoptar la abstracción en una era religiosa que debe caminar hacia una civilización antitética y hacia la unidad concreta y sensual de la Fase 15. Un simbolismo histórico que comprenda un periodo de tiempo demasiado grande para poderlo abarcar la imaginación o explicarlo la experiencia puede parecer demasiado teórico, demasiado arbitrario para que contribuya a un fin práctico; no obstante, es necesario para el mito, si no queremos caer, como le ocurrió a Vico, en la idea de una civilización retornando perpetuamente al mismo punto.
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Una civilización es una lucha por conservar el dominio de sí, y en esto es como un gran personaje trágico, como una Níobe, que debe hacer gala de una voluntad sobrehumana, o su llanto no despertará nuestra compasión. Hacia el final, llega la pérdida del dominio del pensamiento; primero hay un repliegue en el ser moral, luego la última rendición, el llanto irracional, la revelación… el grito del pavo real de Juno.
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¡Ah, qué cosecha de trigo para momias!
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y cambiar con ella también la amistad;
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mucho coraje impetuoso, antes de que la soledad
trastornara su juicio;
pues la meditación sobre el pensamiento desconocido
pueden volver cada vez más escaso el trato humano:
ni son pagadas ni alabadas.
Aunque habría puesto reparos al anfitrión,
y al vaso por ser mío;
un amante de fantasmas fue:
quizás es más arrogante, ahora que es fantasma.
Pero nada son los nombres. Da igual quién sea,
ya que se han vuelto tan sutiles sus elementos,
los vapores del moscatel
pueden dar a su fino paladar el éxtasis
que ningún hombre vivo alcanza bebiendo el vino entero.
Yo tengo verdades de momia que decir
de las que se burlan los vivos;
aunque no a oídos sensatos,
pues quizá los que las oigan
rían y lloren una hora de reloj.
Esa idea… esa idea debo retener con fuerza
hasta que la meditación domine sus partes;
nada puede retener mi mirada
hasta que esa mirada corta, despreciando el mundo,
donde los condenados perdieron, aullando, el corazón,
y donde los bienaventurados bailan;
esa idea, de manera que, ligado a ella,
no necesite de otra cosa,
envuelto en los vagabundeos de la mente
como lo están las momias en sus vendas.
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