"A medida que se acercaba la boda de Narayan, observó en las dos hermanas un cambio de humor. Viji molestaba más a su hermana, la trataba peor, la incordiaba de una forma a veces rabiosa. Eran sus últimos días juntas. Cuando la menor se convirtiera en una esposa, perderían el contacto, dejarían atrás los sueños, los años en que una era la mayor y la otra la seguía como un perrillo faldero. Pero al mismo tiempo, Silvia apreció la gradual seriedad que iba envolviendo poco a poco a Narayan. Hacía menos preguntas, apenas hablaba, se envolvía en silencios llenos de una soterrada carga emocional interior. Pasaba de estados de alegría y excitación absolutas, teniendo en cuenta que iba a ser la gran protagonista de la ceremonia y que eso significaba dar el paso decisivo hacia su madurez, a momentos de infinita tristeza y recogimiento. Miraba el paisaje con el dolor de quien sabe que está a punto de perderlo. Intentaba absorberlo todo con la ansiedad del último minuto, cuando comprendemos que ya es tarde y que, hagamos lo que hagamos, lo que sigue no tiene remedio.
[...]
El cuerpo de Sahira apenas si ocupaba un mínimo espacio en lo alto de la pira funeraria. Envuelto en gasas blancas, su volumen era exiguo, un capullo que la naturaleza daba la impresión de haber dejado caer de forma caprichosa sobre las maderas apiladas en el crematorio.
Cuando las llamas comenzaron a devorar los troncos, trepando por ellos hasta su cumbre, fue como si lo envolvieran con todo su amor, dándole el calor que la muerte le había quitado. Unas llamas rojas, móviles y enloquecidas, que danzaban siguiendo una música propia y singular.
Los escasos presentes parecían hipnotizados ante ellas.
Silvia miró a la madre de la niña. Su rostro mostraba finalmente la paz que la embargaba. Su expresión, pese a todo, era dulce. La cremación colmaba cualquier anhelo posible una vez consumada la tragedia. Tenía a sus otros tres hijos y eso le daba fuerzas. Era su compromiso. Tres hijos y un cuarto en camino, porque cuando le dio el dinero para que pudiera comprar aquella madera, se tocó el vientre y se lo hizo saber."

Jordi Sierra i Fabra
Llamando a las puertas del cielo


"A pesar de que el sol acababa de despuntar más allá de la ciudad, la mujer ya estaba en pie, como cada mañana, por costumbre. Estaba cerca del teléfono, en la cocina, preparándose su primer café. Debido a ello pudo coger el auricular antes de que su zumbido despertara a todos los demás.
A pesar de lo mucho que deseaba estar con Luciana.
La llamada se repitió cuando se echaba agua a la cara por segunda vez. ¿Por qué sus padres no compraban un maldito inalámbrico? Cogió la toalla y se secó mientras se dirigía hacia el teléfono. En esta ocasión se dejó caer en una butaca antes de levantar el auricular. Si, tenían que ser ellos. ¿Quién si no?
-Sección de Voluntarios Estudiosos y Futuros Empresarios -anunció-. ¿Qué clase de zángano y parásito nocturno osa?
Nadie le rió la broma al otro lado.
-Eloy- escuchó la voz de Máximo.
Una voz nada alegre.
-¿Qué pasa? -frunció el ceño instintivamente.
-Oye, antes de que esto pueda cortarse de nuevo... Estamos en... bueno... Es que...
-¡Díselo! -escuchó claramente la voz de Cinta por el hilo telefónico.
-Máximo, ¿qué ha ocurrido? -gritó alarmado Eloy.
-Luci se tomó una pastilla, y le ha sentado mal.
-¿Una...?-se despejó de golpe-. ¡Mierda! ¿Qué clase de pastilla?
La pausa fue muy breve.
-Éxtasis.
Fue un mazazo. Una conmoción.
¿Luciana? ¿Un éxtasis? Aquello no tenía sentido.
Estaba en medio de una pesadilla.
-¿Qué le ha pasado? ¿Dónde estáis?
-En el Clínico. La hemos traído porque... bueno, no sabemos qué le ha pasado, pero se ha puesto muy mal de pronto y...
-Deberías venir, Eloy -escuchó de nuevo la voz de la mejor amiga de Luciana por el auricular.
-Los médicos están con ella -continuó Máximo-. Pensamos que deberías saberlo y estar aquí.
Se puso en pie.
-Salgo ahora mismo -fue lo último que dijo antes de colgar."

Jordi Sierra i Fabra
Campos de fresas



"Eché a andar como cualquier turista, guiado por las torres del templo que se divisaban desde cualquier parte del centro de la ciudad.
Las piernas no se me doblaron hasta que me encontré fuera del alcance visual de la tienda. No estaba seguro de lo que había visto, pero sí de lo que había sentido. Si aquel «taller» era o parecía una cárcel… era algo que no estaba en condiciones de jurar.
Pero lo que flotaba allí, y las miradas de aquellos niños tanto como la forma en que trabajaban o las condiciones de ese trabajo…
Necesitaba pensar, caminar, y ya que no soplaba ni una pizca de aire fresco para, además, aliviarme el calor o la angustia, me dirigí al templo, atravesando las calles atiborradas de gentes y puestos de venta ambulante que lo rodeaban.
El templo de Meenakshi es uno de los más grandes y más especiales de toda la India, y no sólo por esa estatua de Kali cubierta de bolitas de manteca o por ese ceremonial nocturno en el que los monjes trasladan a Shiva para que pernocte con Parvati. Lo es por su entorno, su belleza interior y su gigantismo. Tiene cuatro puertas, cada una con un alto gopuram.
Los gopurams son torres piramidales de base rectangular que va estrechándose a medida que ganan altura.
Para un español, y en sentido estrictamente visual, dado su abigarramiento, es lo más parecido a una falla valenciana, especialmente si están recién restaurados o pintados. En cada piso hay escenas y estatuas características con los dioses de la amplia gama de divinidades hindúes. Hay gopurams de sesenta o setenta metros.
Los de las puertas del templo de Meenakshi son de los más altos.
Entré en el templo, en parte por el frescor interior, por la sensación de paz y recogimiento, por ser lo único capaz de permitirme un largo paseo sin agobios. No recordaba el camino pero de igual forma llegué frente a la estatua de Kali y el olor despertó mis recuerdos. El vendedor de bolitas de manteca era un hombre enteco, apenas piel y huesos, anciano. Algo que nunca he sabido es diferenciar las castas, aunque los brahmanes suelen ser más identificables al cuidar de los templos y evidenciar su poder por la forma de andar, moverse o hablar."

Jordi Sierra i Fabra
La música del viento




"Franz Kafka examinó de nuevo su reloj, y el de la torre. Ningún error. Pasaban diez minutos de la hora habitual a la que Elsi aparecía corriendo por el extremo del parque, a su izquierda. Diez minutos, la mayor de las tardanzas. ¿Significaba eso que su interés había muerto de repente? ¿Y si se encontraba enferma? ¿Qué haría Brígida en tal caso, seguir escribiendo día tras día para cuando se recuperase?
Dos semanas, catorce cartas, y aquellos diez minutos bastaban para enfrentarlo a una certeza desconocida hasta ese momento.
¿Hasta cuándo sería el cartero de muñecas?
¿Hasta cuándo escribiría la muy viajera Brígida?
Once minutos, doce.
Franz Kafka bajó la cabeza. Se sintió más triste y desilusionado que Elsi la mañana de la irreparable pérdida. Recordó paso a paso la escena de la que había formado parte veinticuatro horas antes sin hallar en ella nada que indujera a sospechar del cansancio de la niña. Había disfrutado mucho sabiendo cómo Brígida navegó por el Nilo y se internó valiente y audazmente por los pasillos secretos de las pirámides. Tanto como él escribiéndolo. De hecho le entraron unos deseos enormes de visitar Egipto.
Quince minutos.
Se resignó a lo inevitable. Si se trataba de un resfriado, la pobrecilla lo estaría pasando tan mal como él, sin posibilidad de avisarlo. Si por el contrario era el cansancio, el fin de su interés… Por lo menos habría cumplido con su tarea, impidiendo que una enorme herida presidiera la existencia de Elsi a causa de la pérdida de Brígida. Bastante había hecho con serle fiel dos semanas enteras.
—Podrás volver a escribir algo de provecho —se dijo.
¿Acaso no era de provecho la correspondencia de Brígida?
Tal vez tuviera más valor que cualquiera de aquellos relatos que nunca publicaría, y que estaban condenados al fuego y al olvido cuando Max Brod cumpliera con su voluntad tras su muerte.
Se sentía triste.
Decepcionado.
Veinte minutos.
¿Por qué seguía esperando? Nada menos que él, Franz Kafka, un adulto, esperando a una niña de poquísimos años…
Iba a levantarse.
Entonces la vio, como siempre, corriendo desde el extremo del parque, más veloz y congestionada que otras veces. Corriendo como aquello fuese lo más importante de su corta vida.
Ningún olvido.
Allí estaba Elsi.
Franz Kafka sonrió aliviado."

Jordi Sierra i Fabra
Kafka y la muñeca viajera



"Ginés se guarda el periódico donde se da la noticia de que un chico de dieciséis años ha matado a un hombre de nueve puñaladas. Un hombre al que solo había visto por el barrio, nada más. El artículo es breve, una simple noticia más entre los sucesos del momento. Ni siquiera merece una historia como la del tipo que mata a su esposa. Eso sí destaca porque crea «alarma social». Y además engorda la estadística: «En lo que va de año, setenta y siete mujeres han muerto a manos de sus parejas o ex parejas…». Un quinqui asesinado por un adolescente no supone mucho más. Ningún periódico dirá: «En lo que va de año catorce hombres han muerto apuñalados a manos de adolescentes locos».
Pero en el periódico había algo más.
Una columna.
Algo escrito por un periodista de renombre.
«¿Qué clase de mundo estamos creando, cuando un muchacho entra en un bar con un cuchillo y, en medio de la concurrencia, apuñala a un hombre? ¿Es este el progreso del siglo XXI, en medio de videojuegos asesinos, Internet sin freno, películas sin moral, falta de respeto y autoridad en las escuelas, cadenas de televisión que ofrecen lo peor de la condición humana, series que glorifican el éxito a cualquier precio o banalizan el consumo de drogas, pérdida de la capacidad de mando de los padres…?».
Cuando lo leyó pensó en el periodista de renombre.
Sentado en su butaca.
Pontificando.
Sin haber pisado jamás la calle, y mucho menos su barrio, y mucho menos haber mamado los códigos no escritos de la supervivencia.
Todos se llenaban la boca con palabras.
Palabras duras.
Palabras crueles.
Palabras falsamente hermosas.
Palabras muertas que parecen vivas.
Palabras domesticadas.
Palabras fáciles.
Palabras cargadas de balas.
Palabras huecas de paz.
Palabras."

Jordi Sierra i Fabra
Parco




"La encontró en la capilla, como había imaginado al no verla en la habitación. Por extraño que parezca, se había quedado dormido, vencido por el agotamiento. Y al despertar...
Aquella extraña y sobrecogedora soledad.
Mercedes estaba sola, arrodillada delante del altar, con las manos unidas. La capilla no era excesivamente grande. Situada en la planta baja del Gregorio Marañón, a la derecha de la entrada principal, parecía ser al mismo tiempo lugar de llegada y de despedida, de súplica y de acción de gracias, de esperanza y resignación, de aflicciones y gozos. El crucifijo que la presidía invitaba al recogimiento, y el visitante casi lograba sustraerse a la circunstancia de que muy cerca de él había decenas de personas debatiéndose entre la vida y la muerte.
Paulino miró al crucifijo con una sensación imprecisa.
No era creyente, aunque lo había sido. O tal vez lo era sin saberlo. Sin ninguna razón concreta había perdido la fe muchos años antes, o la había olvidado. Nunca se había preguntado cuándo, ni por qué, ni cómo, ni siquiera dónde. Mercedes, en cambio, sí lo era. Creyente y, en ocasiones, practicante. Sin embargo, nunca habían hablado de ese tema.
Se acercó despacio a su mujer. Sus zapatos, de suela de goma, no hicieron el menor ruido, o ella estaba tan absorta en su oración que no oía nada. Iba a ponerle una mano en la cabeza, a decirle que sin su compañía había sentido miedo y soledad; pero a menos de dos pasos se detuvo golpeado por el llanto.
Sacudido por la voz.
—Por favor... ¡Por favor, Dios mío!... Sálvala, dale un corazón... No la dejes morir así...
Paulino volvió a mirar al crucifijo, y el vacío que le atenazaba el estómago se extendió hasta su mente.
De pronto se sintió extraño. Y radicalmente perdido. No llegó hasta donde se encontraba su mujer. No la advirtió de que estaba allí. Cerró las manos, dio media vuelta y se alejó tan despacio como había entrado, pero mucho más confuso. Andaba cuando en realidad quería correr. Callaba cuando en realidad quería gritar.
Salió de la capilla y regresó a la quinta planta, pasando como un sonámbulo entre las escasas personas que a aquella hora se movían por el centro médico.
Nervioso y desconcertado, entró en la habitación de María."

Jordi Sierra i Fabra
Malas tierras




"La noche era tan hermosa, tan cálida, que por un momento quiso congelar el tiempo, hacer que ese segundo se convirtiera en el símbolo de su paz. Algo extraño, teniendo en cuenta la muerte de la abuela y lo sucedido con su padre.
Tormentas que intentaba alejar, egoístamente.
Observó de reojo a Pablo.
Le acababa de contar lo del accidente, que su padre no dormía, no comía, lloraba como un niño, y encima con su madre todavía en el pueblo.
[...]
El corazón le latía con fuerza, con demasiada fuerza.
Estaba de luto. Si su madre sabía algo de aquello…
La cola llegó a su fin. Alcanzó la taquilla del cine Tívoli y le entregó a la taquillera el importe exacto de la entrada, para que no se demorara dándole el cambio y la retuviera allí más de la cuenta. La pidió arriba, más barata. Con ella en la mano se dirigió a la puerta. El hombre que la custodiaba se la cortó, no sin antes mirarla de arriba abajo, y cruzó el amplio vestíbulo hasta llegar a la sala, situada a su izquierda. La escalera que llevaba al piso superior quedaba enfrente. La subió a la carrera y entró en aquel templo de la fantasía. Era la primera vez que iba a un cine como aquél, así que le fascinó el lujo del teatro, el patio de butacas, los palcos. El acomodador le indicó su lugar y se sentó, hundiéndose en el asiento. Ni se hubiera atrevido a comer pipas o altramuces allí. En los cines de barrio, con dos películas, sí. Allí no."

Jordi Sierra i Fabra
Sombras en el tiempo



“La vida es el ruido entre dos silencios.” 

Jordi Sierra i Fabra
Ocultos



"Mi nombre es Gustav y tenía nueve años cuando lo conocí. Parece un viejo cuento de Dickens, pero es cierto que era huérfano y que malvivía como podía, en las calles, huyendo siempre de los guardias que pretendían atraparme, y nunca, nunca lo consiguieron porque yo era más listo y más rápido que ellos. Especialmente más rápido.
Conocía todas las calles, las callejuelas, los escondites, los huecos, los solares perdidos y las casas abandonadas, los viejos refugios y los apestosos depósitos de las basuras.
Y principalmente las alcantarillas.
El submundo donde ninguna persona civilizada se atrevía a penetrar, porque era el reino de las ratas.
Las ratas y los niños perdidos.
No era un ladrón, nunca le quité la bolsa a nadie, pero sí robaba comida por necesidad o por no poder vencer la tentación cuando la fruta brillaba muchísimo en los puestos de la plaza. Mi padre, antes de morir, me había dicho que fuera una persona honrada, digna, merecedora de ser llamada, cuanto menos, respetable. Mi madre, antes de morir, me había dicho que las palabras de mi padre estaban bien, pero que mejor vivir con alguna mancha que ser un cadáver impoluto."

Jordi Sierra i Fabra
El extraordinario ingenio parlante del profesor Palermo




"No había sido la mejor noche de su vida.
Primer sueño: Martín Peláez tirando por la ventana a Jaume Crusat. Segundo sueño: Martín Peláez tirando por la ventana a su hijo. Tercer sueño: Ignacio detenido en La Modelo. Cuarto sueño: su padre y sus hermanastros riéndose de él porque había ido a verlos desnudo. Quinto sueño: varias monjas rodeadas de niños autoflagelándose mientras ellos cantaban villancicos. Sexto sueño: una
subasta de bebés. Séptimo sueño: la hermana María tirando por la ventana a Martín Peláez.
¿Sueños? No, pesadillas.
Salvo, quizá, el último.
Se levantó el primero porque ya tenía los ojos abiertos mucho antes de la hora.
Desconectó el despertador para que Roser disfrutara más del descanso y, muerto de frío por el cambio de temperatura, se metió en la ducha. El baño le fue bien, pero se lo dio muy rápido. Quería hablar con Ignacio antes de que empezara la guerra de cada día por la ocupación del lavabo.
[…]
Detuvo un taxi y le dio la dirección de la casa de su hermanastra. Las sabía todas de memoria, la de su padre, la de su hermanastro y la de ella. Y por supuesto el despacho de Manuel Soler Raventós, por donde a veces pasaba para verle de lejos.
El hijo no querido.
El bastardo.
¿Qué le dolía más, eso, ser un bastardo, el hijo ilegítimo, o no saber si él, simplemente, no quería verle? A fin de cuentas la idea de no dejar que se casara con su madre había tenido que partir de su abuelo, el jefe del clan cuarenta años antes. El gran hombre muerto hacía unos pocos años atrás. ¿Y si su padre no se atrevía a dar el paso? ¿Y si…?
Siempre las mismas preguntas.
Manuela Soler Palau vivía cerca de la casa paterna, en pleno Pedralbes. A fin de cuentas su marido también tenía pedigrí. El taxi le dejó en la puerta, con el taxista mirando por la ventanilla el lujo del edificio. Hilario bajó y no caminó más allá de unos metros. Antes incluso de entrar en el edificio, un conserje le interceptó el paso. Lo miró de arriba abajo con rostro de celador en guardia."

Jordi Sierra i Fabra
Al otro lado del infierno



"No me hacía falta anotar nada, tenía buena memoria, pero apunté calle y el número en el papel con las anotaciones de ambos casos que saqué del bolsillo, bajo su atenta mirada de mujer impresionada por la fatalidad ajena.
Cuando terminé, solo quedó la retirada.
–Gracias –me despedí.
–Siento lo de tu madre, hija. Tan joven...
Imaginé que se refería a mí.
Volví a darle las gracias y bajé la escalera pasando por delante de la puerta del piso de Berta Blanch, mi clienta. No pegué la oreja a la madera, por si me pillaban o la vecina de arriba aún me estaba observando por el hueco. Una vez en la calle regresé a la moto, crucé el Paralelo y subí por la Ronda de Sant Pau hasta Tamarit. El verano se prolongaba un poco y era de agradecer, porque la moto, en invierno, era bastante latazo. Volví a detenerme al llegar al cruce con Calabria y una vez allí caminé hasta el portal en el que vivía la amiga de mi última interrogada.
Me di cuenta de que no me había dicho el nombre, solo el piso.
–Voy al quinto tercera –me adelanté por segunda vez a la pregunta de la portera de turno.
El ascensor era viejo, madera noble, puertas normales, no correderas, de los que suben a cámara lenta, por eso tenía hasta un combado banquito bajo el cristal, con manchas de viejo picoteándolo y esmerilado por los lados. Me dejó en un rellano adornado con dos macetas que flanqueaban la ventana central y tomé aire antes de pulsar el timbre.
La que me abrió esta vez fue ella misma.
Porque si era la criada, tenía que ser Manolita Crespo.
Mediana estatura, fuerte, seria, ojos rendidos, manos grandes, mejillas caídas, labios apenas intuidos, cabello gris y bata de trabajo.
Hiciera lo que hiciera, era cansado, porque sudaba.
Puse cara de inocencia.
–¿Es usted Manolita Crespo?
–Sí.
–¿Podría hablar con usted un minuto?
–¿Por qué? –mostró su natural desconcierto.
–Estoy buscando a una vieja amiga de mi madre y lo único que sé es que también era amiga suya.
–¿Y quién es esa amiga?
–Jacinta Utrillo.
–¿La Cinta? ¡Ah, sí! –reaccionó asintiendo de arriba abajo–. Pero hace mucho que no sé de ella. La tira de años.
–¿Sabe dónde podría encontrarla?
–Entonces vivía en Sants, en la calle Gayarre.
–¿Recuerda el número?
–No –frunció el ceño–. Lo único que recuerdo es que al lado había una panadería.
–¿No tiene su número de teléfono o algo así?
–No, hija, lo siento. Si nos veíamos en la escalera casi a diario, ¿para qué llamarse? Sé lo de su calle porque siempre decía que él era su músico favorito. Y lo de la panadería porque un día que se encontraba mal la acompañé a casa. Eso es todo."

Jordi Sierra i Fabra
El caso del martillo blanco


"No tomó su bata, extendida a los pies de la cama. No tenía frío. Caminó llevando tan sólo la combinación de seda, como un fantasma exquisito, y sus pies descalzos la llevaron directamente hasta la galería tras la cual se abría la terraza y más allá de ella la calle, el Retiro, Madrid entero.
Sabía que él estaría allí, sentado. Y allí lo encontró. Como tantas otras veces, aunque nunca de noche. Vio a Lorenzo quieto, pensativo, mirando la noche, las estrellas, la luna casi llena. Ella, proyectando toda su luz a través del ventanal, lo iluminaba de forma inquietante. Un claroscuro vivo y poderoso. En aquel momento se dio cuenta de que aquélla era una imagen sin edad. La blancura de la luna le hurtaba toda dimensión de tiempo. La parte del rostro bañado por ella formaba una máscara, y el resto una escultura digna del mejor Rodin. Se le antojó que, en ese instante, Lorenzo era una estatua.
Estaba prácticamente igual que en aquellos días, a bordo del Sinaia, o en su primer reencuentro en México. Tal vez soñara. Tal vez hubiera retrocedido en el tiempo. Hasta que se miró su propia mano, y supo que todo era real, que estaban a punto de convertirse en viejos, y que la imagen de Lorenzo era una ilusión, un efecto motivado por su quietud, la luna y su percepción del amor.
Vaciló sin saber qué hacer, si dejarlo solo y regresar a la cama, o acompañarlo.
Pero la última vez se había jurado no volver a dejarlo solo nunca más.
Nunca más."

Jordi Sierra i Fabra
Los años rojos


"¿Por qué deberías olvidarme si un día me amaste?"

Jordi Sierra i Fabra
Rabia



"Por su trabajo, papá solía pasar algunas noches fuera de casa. Con mi abuela moviéndose siempre como una sombra, como si en lugar de caminar flotara, yo me había convertido en una experta en interpretar silencios. Cada hora tenía el suyo. No era igual el de la mañana que el de mediodía, y aún menos los de la tarde o el anochecer, sobre todo los del anochecer, porque la abuela aborrecía la televisión y su universo de pasiones ficticias. A veces no me atrevía a poner la música muy alta y optaba por los auriculares, aunque nunca se quejó.
La única que se quejaba era mamá.
Que papá entrase por la puerta de modo inesperado, casi siempre gritando con su tono jovial, era lo más normal. Por eso al llegar a casa el efecto fue sobrecogedor.
Papá no iba a volver..., por lo menos como antes.
El silencio sería eterno.
—Voy a prepararte algo —dijo la abuela.
—No...
No me hizo ni caso, ni yo insistí. Era incapaz de tragar nada. Daría tres bocados a lo que fuera y después...
Me pregunté si ella se desmoronaría al quedarse a solas.
Como hice yo.
Al entrar en mi habitación se me cayó el mundo encima.
Me vi reflejada en el espejo frente al cual había bailado tantas y tantas horas siendo niña, me abracé a mí misma y descargué toda la tensión que me había sobrecogido desde que la llamada del hospital nos hizo salir corriendo.
De eso hacía ya una eternidad.
Dejé que las lágrimas fluyeran sin tratar de retenerlas, y continué quieta, de pie en medio de la habitación, aplastada por los sentimientos que se desbordaban en mi cuerpo.
La danza de las palabras me asaeteó la mente.
«Parálisis», «Traumatismo craneoencefálico», «Vegetal»...
Creía que podría llorar a gusto, aislarme durante unos segundos, pero no fue así. La voz de la abuela me llegó procedente del pasillo, al otro lado de mi puerta, aunque ni la golpeó con los nudillos ni trató de abrirla."

Jordi Sierra i Fabra
El caso del falso accidente




"Olvídate de la inspiración y otros mitos, como el de las musas. Convéncete de que estás solo frente al vacío de la hoja en blanco."

Jordi Sierra i Fabra


“Sé fuerte, sé fuerte, pero después cede y rómpete.” 

Jordi Sierra i Fabra
Rabia



“Soy diferente. Me gusta ser diferente, quiero ser diferente, verme diferente, sentirme diferente. No quiero que me pongan un número, ni que me den órdenes. No quiero que me anulen, ni formar parte de la masa. Quiero ser yo, porque soy todo lo que tengo.” 

Jordi Sierra i Fabra
Rabia










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