Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista


EL ELEFANTE ENCADENADO

-No puedo -le dije- ¡NO PUEDO! - ¿Seguro? -me preguntó el gordo. -Sí, nada me gustaría más que poder sentarme frente a ella y decirle lo que siento… pero sé que no puedo. El gordo se sentó a lo Buda en esos horribles sillones azules de consultorio, se sonrió, me miró a los ojos y bajando la voz (cosa que hacía cada vez que quería ser escuchado atentamente), me dijo: -¿Me permites que te cuente algo? Y mi silencio fue suficiente respuesta. Jorge empezó a contar: Cuando yo era chico me encantaban los circos, y lo que más me gustaba de los circos eran los animales. También a mí como a otros, después me enteré, me llamaba la atención el elefante. Durante la función, la enorme bestia hacía despliegue de peso, tamaño y fuerza descomunal… pero después de su actuación y hasta un rato antes de volver al escenario, el elefante quedaba sujeto solamente por una cadena que aprisionaba una de sus patas a una pequeña estaca clavada en el suelo. Sin embargo, la estaca era sólo un minúsculo pedazo de madera apenas enterrado unos centímetros en la tierra. Y aunque la cadena era gruesa y poderosa me parecía obvio que ese animal capaz de arrancar un árbol de cuajo con su propia fuerza, podría, con facilidad, arrancar la estaca y huir. El misterio es evidente: ¿Qué lo mantiene entonces? ¿Por qué no huye? Cuando tenía cinco o seis años, yo todavía confiaba en la sabiduría de los grandes. Pregunté entonces a algún maestro, a algún padre, o a alguna tía por el misterio del elefante. Alguno de ellos me explicó que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado- Hice entonces la pregunta obvia: - Si está amaestrado ¿por qué lo encadenan? No recuerdo haber recibido ninguna respuesta coherente. Con el tiempo me olvidé del misterio del elefante y la estaca… y sólo lo recordaba cuando me encontraba con otros que también se habían hecho la misma pregunta. Hace algunos años descubrí que por suerte para mí alguien había sido lo bastante sabio como para encontrar la respuesta: El elefante del circo no escapa porque ha estado atado a una estaca parecida desde que era muy, muy pequeño. Cerré los ojos y me imaginé al pequeño recién nacido sujeto a la estaca. Estoy seguro de que en aquel momento el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y a pesar de todo su esfuerzo no pudo. La estaca era ciertamente muy fuerte para él. Juraría que se durmió agotado y que al día siguiente volvió a probar, y también al otro y al que le seguía… Hasta que un día, un terrible día para su historia, el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Este elefante enorme y poderoso, que vemos en el circo, no escapa porque cree -pobre- que NO PUEDE. Él tiene registro y recuerdo de su impotencia, de aquella impotencia que sintió poco después de nacer. Y lo peor es que jamás se ha vuelto a cuestionar seriamente ese registro. Jamás… jamás… intentó poner a prueba su fuerza otra vez… -Y así es, Demián. Todos somos un poco como ese elefante del circo: vamos por el mundo atados a cientos de estacas que nos restan libertad. Vivimos creyendo que un montón de cosas "no podemos" simplemente porque alguna vez, antes, cuando éramos chiquitos, alguna vez, probamos y no pudimos. Hicimos, entonces, lo del elefante: grabamos en nuestro recuerdo: NO PUEDO… NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ Hemos crecido portando ese mensaje que nos impusimos a nosotros mismos y nunca más lo volvimos a intentar. Cuando mucho, de vez en cuando sentimos los grilletes, hacemos sonar las cadenas o miramos de reojo la estaca y confirmamos el estigma: ¡NO PUEDO Y NUNCA PODRÉ! Jorge hizo una larga pausa; luego se acercó, se sentó en el suelo frente a mí y siguió: Esto es lo que te pasa, Demián, vives condicionado por el recuerdo de que otro Demián, que ya no es, no pudo. Tu única manera de saber, es intentar de nuevo poniendo en el intento todo tu corazón…. TODO TU CORAZON

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 4


-Hay un cuento en el Talmud, trata sobre un hombre común. Ese hombre era el portero de un prostíbulo. No había en aquel pueblo un oficio peor conceptuado y peor pagado que el de portero del prostíbulo… Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido el portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos. Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo: -A partir de hoy, usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes. El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo, pero… -Me encantaría satisfacerlo, señor -balbuceó- pero yo… yo no sé leer ni escribir. -¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga estoy y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto… -Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo… No lo dejó terminar. - Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, los siento. Que tenga suerte. Y sin más, se dio vuelta y se fue. El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a su casa, por primera vez, desocupado. ¿Qué hacer? Recordó que a veces en el prostíbulo cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo. Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso usaría una parte del dinero que había recibido. En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debería viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. ¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha. A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino. -Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme. -Mire, sí, lo acabo de comprar, pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo… -Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano. - Está bien. A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta. -Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende? -No, yo lo necesito para trabajar y, además, la ferretería está a dos días de mula. - Hagamos un trato -dijo el vecino- Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos días de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece? Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días… Aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa. -Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo? -Sí… -Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatro días de viaje y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras. El ex -portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue. "…No todos disponemos de cuatro días para hacer compras", recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas. En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo en viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Pronto entendió que, si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero. Alquiló un galpón. Luego le hizo una entrada más cómoda y algunas semanas después con una vidriera, el galpón se transformó en la primera ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente. Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha. Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos… Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo de las clases, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñarían además de lectoescritura, las artes y los oficios más prácticos de la época. El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo: -Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primera hoja del libro de actas de la nueva escuela. - El honor sería para mí -dijo el hombre-. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto. - ¿Usted? -dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo - ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir? - Yo se lo puedo contestar -respondió el hombre con calma-. ¡Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería portero del prostíbulo!


Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 20


Mi experiencia personal vivencial y observatoria me hace creer que el ser humano libre y encontrado consigo mismo es generoso, solidario, amable y capaz de disfrutar por igual del dar y del recibir. Por lo tanto, cada vez que te encuentres con aquellos que viven mirándose al ombligo, no los odies; ya bastante despelote deben tener con ellos mismos. Cada vez que te descubras en actitudes mezquinas, ruines o pequeñas, aprovecha para preguntarte qué te está pasando. Te garantizo que en algún lugar erraste el rumbo. Alguna vez, escribí: Un neurótico no necesita un terapeuta que lo cure ni un papito que lo cuide. Todo lo que necesita es un maestro que le muestre dónde perdió el camino.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 31


Una vez llegó a la selva un búho que había estado en cautiverio, les contaba a todos acerca de las costumbres de los humanos. Contaba, por ejemplo, que en las ciudades los hombres calificaban a los artistas en competencia, a fin de decidir quiénes eran los mejores en cada disciplina, pintura, dibujo, escultura, canto… La idea de transplantar costumbres humanas prendió con fuerza entre los animales y quizás por ello se organizó de inmediato un concurso de canto, en el cual se anotaron rápidamente casi todos los presentes, desde el jilguero al rinoceronte. Guiados por el búho, que había aprendido en la ciudad, se decretó que el concurso se definiría por el voto secreto y universal de todos los concursantes, que serían de esta manera su propio "jurado". Así fue. Todos los animales incluido el hombre pasaron al estrado y cantaron recibiendo el más o menos intenso aplauso de la audiencia. Luego anotaron su voto en un papelito y lo colocaron doblado en una gran urna que sostenía el búho. Cuando llegó el momento del recuento, el búho se subió al improvisado escenario y flanqueado por dos ancianos monos, abrió la urna para leer y comenzar el recuento de los votos del "transparente acto eleccionario", "gala del voto universal y secreto" y "ejemplo de vocación democrática" (como había escuchado decir a los políticos en las ciudades). Uno de los ancianos sacó el primer voto y el búho, ante la emoción general, gritó: - ¡El primer voto, hermanos, es para nuestro amigo el burro! Se produjo un silencio, seguido de algunos tímidos aplausos. - ¡Segundo voto: burro! …¿?… -¡Tercero… burro! Los concurrentes comenzaron a mirarse, sorprendidos al principio, acusadoramente después y por último, cuando proseguían apareciendo votos para el burro, cada vez más culposos y avergonzados de sus propios votos. Todos sabían que no había peor canto que el desastroso rebuzno del equino. Sin embargo, uno tras otro, los votos lo elegían como el mejor de los cantores. Y así sucedió que, terminado el escrutinio, quedó decidido por "libre elección" del "imparcial" jurado, que el desigual y estridente grito del burro era el ganador: LA MEJOR VOZ DE LA SELVA Y ALREDEDORES. El búho explicó después lo sucedido: cada concursante considerándose a sí mismo el indudable vencedor, había dado su voto al menos calificado de los concursantes. Aquel que no podía representar amenaza alguna a su propia proclamación. La votación fue casi unánime. Sólo dos votos no fueron para el burro: el del propio burro que nada tenía para perder y votó sinceramente por la calandria y el del hombre que (cuándo no), votó por sí mismo. -Y bien, Demián, estas son las cosas que hace la mezquindad en nuestra sociedad. Cuando nos sentimos tan necesitados que no hay espacio para otros, cuando nos creemos tan merecedores que no podemos ver más lejos de nuestro ombligo, cuando nos imaginamos tan maravillosos que no concebimos otra posibilidad que no sea poseer lo deseado, entonces muchas veces la vanidad, la miseria, la chatura, la estupidez, nos vuelve mezquinos. No egoístas, Demián, mezquinos… MEZ-QUI- NOS.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 34


-Hace algunos años -empezó el gordo- escribí un ensayo que empezaba con esta frase: "El canal de parto y el ataúd, son dos lugares diseñados sólo para un cuerpo…" Y esto, Demi, quiere señalar -para mí-, que nacemos solos y morimos solos. Esta idea, esta (yo creo) terrible idea, es quizás la más dura de las cosas de las que yo mismo me di cuenta en mi propio proceso de crecimiento. Pero también descubrí, por suerte, que existen los compañeros de ruta: compañeros para un ratito, compañeros para un tiempito más largo y también existen los amigos, los amores, los hermanos; compañeros para toda la vida. - Sabes, gordo, me hace acordar de aquello que leí alguna vez sobre la pareja: No camines delante de mí porque podría no seguirte, ni camines detrás de mí, podría perderte. No camines debajo de mí porque podría pisarte, ni camines encima de mí porque podría sentir que me pesas. Camina a mi lado, porque somos pares. - Claro, Demi, es eso mismo. Este darse cuenta de que nadie puede recorrer por ti tu camino, es fundamental. Tanto, como saber que el camino es más nutritivo si se recorre en compañía. Darme cuenta de quién soy y saberme único, diferente y separado del mundo por el límite de mi piel, no necesariamente quiere decir aislado, ni desolado, ni siquiera autosuficiente. -Entonces, ¿no se puede vivir sin los otros? -Depende de lo que tú creas que es vivir en cada momento y de quiénes son los otros, en cada momento.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 51


- Cada vez que recibes algo, Demián, puede estar en tu ánimo o en el del otro, transformar este dar en una deuda. Si fuera así, sería mejor no recibir nada.
Pero si eres capaz de dar sin esperar pagos y de recibir sin sentir obligaciones, entonces puedes dar o no, recibir o no, pero nunca más quedarás endeudado. Y lo más importante, nunca más nadie dejará de pagarte lo que te debe, porque nunca más nadie te deberá nada.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 70


La educación en que vivimos cree que hay que educar la solidaridad, yo creo que hay que dejarla salir. - ¿Qué tal educar para dejarla salir? -Quizás pudiera ser útil, pero sin forzar a nadie a ser solidario. Eso es empujar al río para que fluya… y no me calza. -Pero entonces existen mejores y peores personas, existen el egoísmo y la solidaridad, existen el bien y el mal. -Es probable, pero prefiero pensar que existen alturas de vuelo. Prefiero pensar que andamos por el mundo caminando y caminando. Que hay algunas pocas personas que vuelan, como los maestros; que hay algunas, menos aún, que vuelan muy alto, como los sabios, y que hay también, qué pena, quienes se arrastran. Son los que ni siquiera tienen altura para levantar su cabeza del suelo; son los que tú y yo llamamos malos tipos. Incluso admitiendo que no todos tienen alas, yo creo que cada uno puede aceptar su camino; o tratar de crecer para ganar altura. Pero la locura existe y hay algunos que, en lugar de alzar vuelo, dedican su esfuerzo a trepar para parecer más altos; y quienes, aunque suene increíble viven enterrándose más y más abajo buscando no sé qué respuestas. -En todo caso, me parece que todo depende de lo elevado del objetivo.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 71


Buda peregrinaba por el mundo para encontrarse con aquellos que se decían sus discípulos y hablarles acerca de la Verdad. A su paso, la gente que creía en sus decires venía por cientos para escuchar su palabra, tocarlo o verlo, seguramente por única vez en sus vidas. Cuatro monjes que se enteraron de que Buda estaría en la ciudad de Vaali, cargaron sus cosas en sus mulas y emprendieron el viaje que llevaría, si todo iba bien, varias semanas. Uno de ellos conocía menos la ruta a Vaali y seguía a los otros en el camino. Después de tres días de marcha, una gran tormenta los sorprendió. Los monjes apuraron el paso y llegaron al pueblo, donde buscaron refugio hasta que pasara la tormenta. Pero el último no llegó al poblado y debió pedir refugio en casa de un pastor, en las afueras. El pastor le dio abrigo, techo y comida para pasar la noche. A la mañana siguiente, cuando el monje estaba pronto para partir fue a despedirse del pastor. Al acercarse al corral, vio que la tormenta había espantado las ovejas del pastor y que éste trataba de reunirlas. El monje pensó que sus cofrades estarían dejando el pueblo y si no salía pronto, los demás se alejarían. Pero él no podía seguir su camino, dejando a su suerte al pastor que lo había cobijado. Por ello decidió quedarse con él hasta juntar el ganado. Así pasaron tres días, tras los cuales se puso en camino a paso redoblado, para tratar de alcanzar a sus compañeros. Siguiendo las huellas de los demás, paró en una granja a reponer su provisión de agua. Una mujer le indicó dónde estaba el pozo y se disculpó por no ayudarlo, pero debía seguir con la cosecha… mientras el monje abrevaba sus mulas y cargaba sus odres con agua, la mujer le contó que, tras la muerte de su marido, era difícil para ella y sus pequeños hijos llegar a recoger la cosecha antes de que se pudriera. El hombre se dio cuenta de que la mujer nunca llegaría a recoger la cosecha a tiempo, pero también supo que, si se quedaba, perdería el rastro y no podría estar en Vaali cuando Buda arribara a la ciudad. Lo veré algunos días después, pensó, sabiendo que Buda se quedaría unas semanas en Vaali. La cosecha llevó tres semanas y apenas terminó la tarea, el monje retomó su marcha… En el camino, se enteró de que Buda ya no estaba en Vaali. Buda había partido hacia otro pueblo más al norte. El monje cambió su rumbo y se dirigió hacia el nuevo poblado. Podría haber llegado, aunque más no fuera para verlo, pero en el camino tuvo que salvar a una pareja de ancianos que eran arrastrados corriente abajo y no hubieran podido escapar de una muerte segura. Sólo cuando los ancianos estuvieron recuperados, se animó a continuar su marcha sabiendo que Buda seguía su camino… …Veinte años pasaron con el monje siguiendo el camino de Buda… y cada vez que se acercaba, algo sucedía que retrasaba su andar. Siempre alguien que necesitaba de él evitaba, sin saberlo, que el monje llegara a tiempo. Finalmente se enteró de que Buda había decidido ir a morir a su ciudad natal. Esta vez, dijo para sí, es la última oportunidad. Si no quiero morirme sin haber visto a Buda, no puedo distraer mi camino. Nada es más importante ahora que ver a Buda antes de que muera. Ya habrá tiempo para ayudar a los demás, después. Y con su última mula y sus pocas provisiones, retomó el camino. La noche antes de llegar al pueblo, casi tropezó con un ciervo herido en medio del camino. Lo auxilió, le dio de beber y cubrió sus heridas con barro fresco. El ciervo boqueaba tratando de tragar el aire, que cada vez le faltaba más. Alguien debería quedarse con él, pensó, para que yo pueda seguir mi camino. Pero no había nadie a la vista. Con mucha ternura acomodó al animal contra unas rocas para seguir su marcha, le dejó agua y comida al alcance del hocico y se levantó para irse. Sólo llegó a hacer dos pasos, inmediatamente se dio cuenta que no podría presentarse ante Buda, sabiendo en lo profundo de su corazón que había dejado solo a un indefenso moribundo… Así que descargó la mula y se quedó a cuidar al animalito. Durante toda la noche veló su sueño como si cuidara a un hijo. Le dio de beber en la boca y cambió paños sobre su frente. Hacia el amanecer, el ciervo se había recuperado. El monje se levantó, se sentó en un lugar apartado y lloró… Finalmente, había perdido también su última oportunidad. -Ya nunca podré encontrarte -dijo en voz alta. -No sigas buscándome -le dijo una voz que venía desde sus espaldas- porque ya me has encontrado. El monje giró y vio cómo el ciervo se llenaba de luz y tomaba la redondeada forma de Buda. -Me hubieras perdido si me dejabas morir esta noche para ir a mi encuentro en el pueblo… y respecto a mi muerte, no te inquietes, el Buda no puede morir mientras haya algunos como tú, que son capaces de seguir mi camino por años, sacrificando sus deseos por las necesidades de otros. Eso es el Buda, y Buda está en ti.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 72


- A veces me parece que la civilización ha conseguido volvernos locos a todos. Dormimos de 12 a 8, almorzamos entre las 12 y la 1, cenamos entre las 9 y las 10… En realidad, nuestras actividades las decide el reloj. No nuestras ganas. A mí me parece que para algunas cosas es imprescindible cierto grado de orden, pero para otras es absolutamente incomprensible obedecer el orden preestablecido.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 75



… ponerse de acuerdo cuando nos ponemos de acuerdo es fácil, lo difícil es ponerse de acuerdo en que no estamos de acuerdo.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 79





Cuando se calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la mañana. - ¿Por qué él es feliz? -Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo. - ¿Fuera del círculo? -Así es. - ¿Y eso es lo que lo hace feliz? -No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz. -A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz. -Así es. -Y él no está. -Así es. - ¿Y cómo salió? - ¡Nunca entró! ¿Qué círculo es ese? -El círculo del 99.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 95


Tú y yo y todos nosotros hemos sido educados en esta estúpida ideología: Siempre nos falta algo para estar completos, y sólo completos se puede gozar de lo que se tiene. Por lo tanto, nos enseñaron, la felicidad deberá esperar a completar lo que falta… Y como siempre nos falta algo, la idea retoma el comienzo y nunca se puede gozar de la vida… Pero qué pasaría si la iluminación llegara a nuestras vidas y nos diéramos cuenta, así, de golpe que nuestras 99 monedas son el cien por cien del tesoro, que no nos falta nada, que nadie se quedó con lo nuestro, que nada tiene de más redondo cien que noventa y nueve que esta es sólo una trampa, una zanahoria puesta frente a nosotros para que seamos estúpidos, para que jalemos del carro, cansados, malhumorados, infelices o resignados. ¡Una trampa para que nunca dejemos de empujar y que todo siga igual…eternamente igual! …Cuántas cosas cambiarían si pudiésemos disfrutar de nuestros tesoros tal como están. -Pero ojo, Demián, reconocer en 99 un tesoro no quiere decir abandonar los objetivos. No quiere decir conformarse con cualquier cosa. Porque aceptar es una cosa y resignarse es otra.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 100


Aquello que te hace bien es terapéutico.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 102



… toda la idea de la sociedad postindustrial está basada en tener y no en ser, como diría Erich Fromm. Y para convencernos de que esto es verdad, nos han condicionado con un axioma que viene naturalmente a nosotros, si no somos capaces de evitarlo. Esta frase es a la vez usada como motor y como trampa. - ¿Una frase? -Sí. La frase es: "QUÉ FELIZ SERÍA YO CON LO QUE NO TENGO" Donde lo que no tengo no es un auto, una casa, un buen sueldo, una pareja. Lo que no tengo es "lo-que-no-tengo"; quiero decir una unidad no posible. Dicho de otra manera: si yo consiguiese tener lo-que-no- tengo, no me haría feliz porque ese algo (auto, casa, novia, etc.) al tenerlo, dejaría de ser lo-que-no-tengo y siguiendo el axioma, sólo podré ser feliz teniendo lo-que-no-tengo. - ¡Pero esa trampa no tiene salida! -NO, si no puedes cambiar de axioma. - ¿Y se puede? - Todos los mandatos y pautas educativas se pueden revisar, para ratificarlos o rectificarlos El precio que hay que pagar es que los valores atados a un orden determinado, se descolocan. Y nos sentimos confusos y desubicados hasta encontrar un nuevo orden, acorde con nuestra nueva realidad. Pero llegados allí aparece el premio: la valoración de lo que tienes y la posibilidad de disfrutarlo a partir de lo que eres.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 104


El mentiroso no es alguien que teme el resultado del juicio de otro; ni la condena en ese juicio. El mentiroso ya se juzgó y ya se condenó. ¿Entiendes? El asunto ya fue juzgado. El mentiroso se esconde de su propio juicio, de su propia condena y de su propia responsabilidad. Como te dije: el problema no es del otro, es del que miente.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 135





Voy paseando por un camino solitario, disfruto del aire, del sol, de los pájaros y del placer de que mis pies me lleven por donde ellos quieran. A un costado del camino, encuentro un esclavo durmiendo. Me acerco y descubro que está soñando, de sus palabras y gestos adivino… sé lo que sueña: El esclavo está soñando que es libre. La expresión de su cara refleja paz y serenidad. Me pregunto… ¿Debo despertarlo y mostrarle que sólo es un sueño, y que sepa que sigue siendo un esclavo? ¿O debo dejarlo dormir todo el tiempo que pueda, disfrutando, aunque sea en sueños, de su realidad fantaseada? - ¿Cuál es la respuesta correcta?… -agregó Jorge. Me encogí de hombros. -No hay respuesta correcta -siguió Jorge-. Cada uno debe encontrar la propia respuesta, y no hay lugar afuera donde buscarla. -Yo creo que me quedaría paralizado frente al esclavo, sin saber qué hacer -dije. -Voy a darte una ayudita, que por lo menos en algún caso te puede servir, mientras estás paralizado acércate al esclavo y míralo. Si el esclavo soy yo, no lo dudes: ¡DESPIÉRTAME!

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 140


En este sistema, mentir está mal porque si mientes nunca voy a poder saber a ciencia cierta, qué piensas, qué haces, ni qué te pasa. Para conservar el control de la situación yo, como todos, necesitamos hechos verdaderos y si mis sentidos no alcanzan a informarme, necesito de la información que me des, necesito creer que lo que me dices es cierto. -Pero si no puedo confiar en lo que me dicen los demás - argumenté- tampoco puedo vivir. -Nadie puede prohibirte que confíes, Demián. Lo que cuestiono es que pretendas prohibirle al otro que mienta. -Pero, Jorge, si cada uno dijera lo que se le canta, todo se volvería un horror. Si todos mienten y nadie puede creer en nadie, la situación se transforma en un caos. -Es una posibilidad -dijo el gordo- pero no es la única. Hay otra posibilidad que es la que a mí me gusta pensar como más probable. Dijimos que uno miente porque juzgándose a sí mismo, teme el juicio de los demás. Dijimos también que el que miente ya se condenó. Pero imagínate un mundo en libertad, un mundo de permisos inconmensurables, un mundo donde nada tenga que ser prohibido, inconveniente ni obligatorio… En un mundo así, nadie se condenaría, ni se juzgaría, ni esperaría juicios críticos de los demás. Y entonces, quizás suceda que con la libertad de mentir o no mentir, con el permiso de decir la verdad u ocultarla, quizás suceda que todos a la vez dejemos de mentir y el universo se transforme por fin en un espacio confiable y relajado… Esa también es una posibilidad, Demián. - ¿Estás seguro de que esa Es una posibilidad? -No, no estoy seguro. Pero hay tantas cosas de las cuales estoy seguro, que prefiero creer con seguridad en esta, que, aunque no lo es, por lo menos tiene la ventaja de ser deseable.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 141


-Pero entonces, la sinceridad no tiene valor para ti -protesté. -Claro que la tiene, Demián. Lo que pasa es que me niego a instituirla por decreto. - ¿Y cómo se va a dar ese mundo deseado por ti y por mí? -Andando el tiempo y andando la vida, te va a pasar, te está pasando ya, que te vas a encontrar con otros y con otras con quienes eres tan libre que no necesitas mentir. Te vas a encontrar con algunos a quienes podrás permitirles tanto que sean como son, que jamás se les ocurrirá mentirte. Esos son tus verdaderos amigos, cuídalos -sentenció Jorge-. Y si esos amigos y tú se dan cuenta de que con ustedes empieza un nuevo orden…

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 143



Todos tenemos siempre una respuesta. Aunque esta sea a veces el silencio, otras la confusión y otras la fuga.

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 142




¿Será cierto que es mejor sufrir mucho una realidad que disfrutar la ignorancia del universo fabulado?

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 164



¿No es mucho más fácil portarme bien que ser yo mismo?

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 165


¿Qué obligación tiene el otro de entenderme? ¿Qué obligación de aceptarme? ¿Qué obligación de escucharme? ¿Qué obligación de aprobarme? ¿Qué obligación de no mentirme? ¿Qué obligación tiene de tenerme en cuenta? ¿Qué obligación tiene de quererme como yo lo quiero? ¿Qué obligación tiene de quererme cuanto yo lo quiero? ¿Qué obligación tiene algún otro de quererme? ¿Qué obligación tiene de respetarme? ¿Qué obligación tiene el otro de enterarse de que yo existo? ¿Y sin ningún otro se entera de que yo existo, yo aquí para qué existo? ¿Y si mi existencia no tiene sentido sin otro, cómo no sacrificar cualquier cosa, sí, CUALQUIER COSA para que el sentido permanezca a mi alcance? ¿…Y si el camino desde el parto hasta el ataúd es solitario, ¿para qué engañarnos haciendo de cuenta que podemos encontrar compañía?

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 165


En un oasis escondido entre los más lejanos paisajes del desierto, se encontraba el viejo Elihau de rodillas, a un costado de algunas palmeras datileras. Su vecino Hakim, el acaudalado mercader, se detuvo en el oasis a abrevar sus camellos y vio a Elihau transpirando, mientras parecía cavar en la arena. -¿Qué tal anciano? La paz sea contigo. -Contigo -contestó Elihau sin dejar su tarea. - ¿Qué haces aquí, con esta temperatura, y esa pala en las manos? - Siembro -contestó el viejo. - ¿Qué siembras aquí, Elihau? - Dátiles -respondió Elihau mientras señalaba a su alrededor el palmar. - ¡Dátiles! -repitió el recién llegado, y cerró los ojos como quien escucha la mayor estupidez comprensivamente-. El calor te ha dañado el cerebro, querido amigo. Ven, deja esa tarea y vamos a la tienda a beber una copa de licor. - No, debo terminar la siembra. Luego si quieres, beberemos… - Dime, amigo: ¿cuántos años tienes? -No sé… sesenta, setenta, ochenta, no sé… lo he olvidado… pero eso ¿qué importa? -Mira, amigo, los datileros tardan más de cincuenta años de crecer y recién después de ser palmeras adultas están en condiciones de dar frutos. Yo no estoy deseándote el mal y lo sabes, ojalá vivas hasta los ciento un años, pero tú sabes que difícilmente puedas llegar a cosechar algo de lo que hoy siembras. Deja eso y ven conmigo. -Mira, Hakim, yo comí los dátiles que otro sembró, otro que tampoco soñó con probar estos dátiles. Yo siembro hoy, para que otros puedan comer mañana los dátiles que hoy planto… y aunque sólo fuera en honor de aquel desconocido, vale la pena terminar mi tarea. -Me has dado una gran lección, Elihau, déjame que te pague con una bolsa de monedas esta enseñanza que hoy me diste -y diciendo esto, Hakim le puso en la mano al viejo una bolsa de cuero. - Te agradezco tus monedas, amigo. Ya ves, a veces pasa esto: tú me pronosticabas que no llegaría a cosechar lo que sembrara. Parecía cierto, y, sin embargo, mira, todavía no termino de sembrar y ya coseché una bolsa de monedas y la gratitud de un amigo. - Tu sabiduría me asombra, anciano. Esta es la segunda gran lección que me das hoy y es quizás más importante que la primera. Déjame pues que pague también esta lección con otra bolsa de monedas. -Y a veces pasa esto -siguió el anciano y extendió la mano mirando las dos bolsas de monedas-: sembré para no cosechar y antes de terminar de sembrar ya coseché no sólo una, sino dos veces. -Ya basta, viejo, no sigas hablando. Si sigues enseñándome cosas tengo miedo de que no me alcance toda mi fortuna para pagarte…

Jorge Bucay
Recuentos para Demian. Los cuentos que contaba mi analista, página 167





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