“Algunos se detienen, hacen visera con las manos e inquieren hacia arriba en busca del consabido objeto volante no identificado, pero como el cielo se ve limpio, fruncen el ceño y se van haciendo claros gestos de contrariedad.”

Hernán Rivera Letelier
El hombre que miraba al cielo



"Aquí, en Chile, no me valoran mucho, pero afuera es diferente. Yo creo que aquí hay un prejuicio personal conmigo, pero lo que busco es llegar a los lectores."

Hernán Rivera Letelier



"Cuando los últimos resplandores del sol rojeaban en la cresta de los cerros pelados, con el último aliento de nuestro cansancio, comenzamos a sentir de pronto la humedad del mar en el aire. Inflando los pulmones a toda vela, aspirábamos con fruición la refrescante brisa con olor a yodo proveniente del litoral. «Respire hondo» le viene diciendo Idilio Montano a Liria María. «Según decía mi abuela, la brisa del mar es tan vivificante como un caldito de pollo». Enamorados hasta los tuétanos, los jóvenes de nuevo se han ido quedando atrás en la marcha y caminan mirándose a los ojos en un estado de enternecimiento casi lastimoso. Esa languidez aguada que en las miradas de los otros es cansancio, en las pupilas suyas no es nada más que amor.
De pronto, un poco más atrás de donde vienen ellos, se oyen unos apagados gritos de mujer. Al devolverse ven que es una embarazada a quien la caminata ha apurado el parto. Tirada sobre unos cueros de vacuno ella está a punto de parir, mientras su esposo, un calichero de la oficina Argentina, alto y flaco como los postes del telégrafo, pide desesperadamente que alguien asista a su pobre Chinita. Llorando sin ningún reparo, el hombre dice que él no sabe nada de alumbramientos y, aunque en las calicheras manipula la dinamita como si fuera juguete de niños, en el fondo no es más que un cobarde, pues a la primera gotita de sangre es capaz de desmayarse como un piñufla cualquiera. Excepto Liria María, en esa parte de la columna no se divisa ninguna mujer, y los hombres presentes, mirándose unos a otros, no hallan qué carajo hacer con la parturienta. Cuando la joven quiere ir por su madre, Idilio Montano le aprieta la mano y, temblándole la voz, le dice bajito que ya no hay tiempo, que él la va a asistir, que algunas veces cuando niño ayudó a su abuela en el atendimiento de más de un parto. Cambiando entonces el tono de voz, Idilio Montano pide a los hombres más viejos que armen un toldo con frazadas alrededor de la mujer, y se da a la tarea de ayudarla a alumbrar. Entre los pujos y los quejidos de la parturienta, asistida por Liria María que tiembla de pies a cabeza, Idilio Montano comienza a realizar los manteos que veía hacer a su abuela, mientras va repitiendo bajito, como para entretener a la paciente y darse valor a sí mismo: «Parto sin dolor, madre sin amor, como decía mi santa abuela».
Cuando un instante después el berrear de la criatura resuena rotundo en el eco de la pampa —«¡Un pampinito de tomo y lomo!» anuncia conmovido Idilio Montano—, al tomar y alzar al recién nacido entre sus manos ensangrentadas, el joven herramentero siente de golpe, con los ojos arrasados en lágrimas, que aunque la marcha se tronche y el movimiento no tenga el éxito esperado, que aunque los gringos pulmoneros del carajo se rían de ellos nuevamente y ganen otra vez como siempre ganaban, él, personalmente, ha logrado algo grandioso: se ha hecho hombre. En estos tres días de huelga ha conocido la férrea solidaridad de los oprimidos, ha encontrado el amor en los ojos de Liria María, y ahora mismo acaba de sentir la indecible sensación de la vida palpitando nueva entre sus manos.
Tres horas después, mientras la columna camina bajo la luna llena, cuyo fulgor onírico vuelve fantasmal la alta noche pampina, Idilio Montano aún parece aturullado por el acontecimiento. Tomados de la mano, Liria María debe tironearlo a cada rato para que no se quede como embobado contemplando un punto invisible en el aire. Y es que, además, le cuenta emocionado él, la madre de la criatura le ha dicho que le pondrá su nombre."

Hernán Rivera Letelier
Santa María de las flores negras



"De Loredanna era fácil enamorarse. Sobre todo del sortilegio de su sonrisa. Hasta el Mirador había sucumbido. Y es que además de su belleza física, la muchacha transmigraba una luminosidad jubilosa. Tenía el don de la risa sin ella saberlo; su risa, bella como el canto de pájaro, no solo le aliviaba el dolor físico al anciano, sino que estaba cauterizando mi propia herida de amor.
En los semáforos, cuando se hallaba alegre, la Saltimbanqui usaba la esfera de cristal; cuando se hallaba muy alegre, el monociclo y la nariz de payaso. Alegre y muy alegre eran sus dos estados permanentes. Yo, en cambio, cuando me hallaba sombrío, pintaba el barco pirata; cuando muy sombrío, la Virgen y el niño.
A veces, luego de verla ensayar sus malabares en la orilla del mar, le decía a Loredanna que me gustaría llegar a dominar un arte a la perfección, ser un virtuoso. Qué lata, replicaba ella sentada frente a mí en la posición de loto, la perfección debe ser muy aburrida.
El virtuosismo no le interesaba. Si ella fuera una virtuosa del malabarismo, decía, dejaría caer una clava de vez en cuando. Solo por divertirme.
Yo recordé algo que había leído alguna vez: los antiguos calígrafos japoneses dejaban caer una manchita de tinta para destacar la perfección de su trabajo."

Hernán Rivera Letelier
El hombre que miraba al cielo



"Después de sentarse y pedir cinco botellas de aguardiente —«no se trata de ser escatimoso, pues, compadritos», dice Domingo Domínguez—, la cabrona, una peruana que encaramada en sus tacones no sobrepasa el metro veinte de estatura, les manda tres mujeres más a la mesa."

Hernán Rivera Letelier
Santa María de las flores negras



"El espectáculo que hacía toda esa muchedumbre frenética detrás del arco era formidable. Daba la impresión, contaba después el Tuny Robledo, que al patear el penal debía batir no sólo al guardavallas, sino a todo ese montón de personas, «¡a toda esa microbiada de gente que grita y gesticula reunida detrás del arco, señora, señor, amontonada a todo lo ancho del fondo de la cancha y casi traspasando la raya!», gritaba a los cuatro vientos Cachimoco Farfán, que casi pierde la voz en la transmisión del partido y, sobre todo, en la locución de este último lance; enardecida locución que, según la creencia popular, aún se oye en las tardes de viento en el sitio eriazo en que se convirtió nuestro campo de juego, y todo el perímetro en donde alguna vez se alzó el campamento. Porque estaba profetizado por el hermano Zacarías Ángel que Coya Sur no iba a transformarse en otro pueblo fantasma, como los tantos diseminados a través del desierto, sino que además de ser abandonado, desmantelado y desbaratado, sería borrado para siempre de los mapas geográficos y políticos de la República de Chile. Como al final se hizo. No dejaron piedra sobre piedra, recuerdo sobre recuerdo, arrasaron incluso con los algarrobos y pimientos de la Plaza Redonda. Se ensañaron hasta no dejar ninguna huella de la vida que allí hubo, ningún rastro de los amores que se vivieron, ningún vestigio ni sedimento de las penas y las alegrías de sus habitantes. Hoy sólo el viento recorre aullando el sitio geológico en donde alguna vez estuvieron las casas (el viento y las ánimas de los cuatro electricistas del campamento buscando las puertas batientes del Rancho Huachipato para apagar su sed ecuménica); sólo el viento y los remolinos lamen las piedras y peinan el terreno árido de la cancha de fútbol donde, todavía, con un poco de cálculo e imaginación se puede adivinar el rayado del rectángulo, el círculo central y las áreas grandes y chicas. Y si se tiene un poco de suerte y más o menos se sabe de qué se está hablando, es posible ubicar el lugar exacto donde estuvo marcado el punto penal del arco oeste. Porque aunque haya pasado el tiempo inexorable, aunque hayan pasado los años unos tras otros, lentos y fatales, todavía esa marca no deja de blanquear bajo el sol del desierto, gracias a que cada primero de noviembre los peregrinos que vienen al cementerio suelen buscarlo para fotografiarse acuclillados alrededor de él, junto a sus nietos y bisnietos, y después, emocionados hasta las lágrimas, proceden a recalcarlo con ceremoniales puñados de salitre o de cal (las mujeres derraman sus polveras) para que la memoria del tiempo no olvide jamás el sitio en donde una lejana tarde de domingo cayó muerto el Fantasista de la pelota blanca, el lugar preciso donde se pateó el último penal del último partido jugado antes del advenimiento del fin del mundo, penal relatado a todo pulmón por el inefable Cachimoco Farfán, quien, con su micrófono de tarro agarrado a dos manos, atragantándose, babeándose entero, con las venas del cuello a punto de reventar, vociferaba, aullaba, bramaba y ululaba a los cuatro vientos."

Hernán Rivera Letelier
El fantasista




"Era la pampa, el salitre, la sequedad, el desierto de Atacama. Yo tenía doce años y nunca había visto la mar. Dos días llevaban mis hermanas mayores en el puerto buscando casa. Suerte la suya. Mi padre, mi hermano menor y yo nos habíamos quedado embalando los bártulos. De modo que aquella tarde, apenas mi hermana Edith saltó de la pisadera de la góndola, me abalancé encima suyo para que me contara la mar. El mar, me corrigió ella en tono didáctico. Yo no le dije nada. A mí me gustaba más la mar.
El campamento minero paralizaba sus faenas y teníamos que emigrar de nuevo —el éxodo constante de los pampinos—. Algunos se iban a trabajar a otras salitreras; otros volvían al sur, a su tierra natal, allá en los campos de la patria. Nosotros, como muchas otras familias (incluida la de María), nos íbamos a Antofagasta, el puerto más cercano. Partíamos temprano al día siguiente, así que yo me fui a acostar de los primeros (estaba todo embalado, menos los colchones). Pero no fue a dormir que me recogí esa noche, sino a pensar, a imaginar, a soñar la mar. No el mar, sino la mar. La mar como la María; como la María que tenía ojos del color del mar. Que era azul, pero más que azul, había dicho mi hermana; que era verde, pero más que verde; que era como verde y azul revueltos. ¡Verdeazul como los ojos de la María!, dije yo casi gritando. Mi hermana sonrió. Ella siempre había sospechado que a mí me gustaba la María. Y cómo me gustaba. Antes solo había tenido el cielo para comparar el color de sus ojos alacranados. Y un día se lo dije: «Tus ojos son puro cielo, María». Ella, que era de la misma edad de mi hermana Edith —un año mayor que yo—, me dijo que los míos eran del color de los cerros. Ella tampoco conocía la mar, solo la había visto en películas. Ella iba al biógrafo. Yo no. Mis padres eran evangélicos. De modo que yo ni en películas ni en fotos ni en sueños conocía la mar. Simplemente no me la imaginaba. Y mi hermana llegó esa tarde del puerto mostrando un tesoro de cosas nunca antes vistas por mis ojos, cosas del mar. Traía caracolas, traía conchas, traía huiros, traía estrellas de mar. Huele, me decía, es el olor del mar. Y mis sentidos se llenaban de sensaciones extrañas y peregrinas. Llegó hablando palabras nuevas mi hermana aquella tarde; palabras bellas, fulgentes, asombrosas. Gaviotas llegó diciendo, garumas, pelícanos, olas más altas que la casa. Las gaviotas, las garumas y los pelícanos me los podía imaginar, eran pájaros, volaban (como las golondrinas y los gorriones, únicos pájaros que yo conocía hasta entonces). Pero las olas, qué eran las olas, qué cosa podía tener un nombre que se me deshacía en la lengua. La pronunciaba y la palabra se me volvía agua en el paladar. Son tumbos, dijo mi hermana. Y quedé aún más perplejo. Son montones de agua que llegan a la arena rugiendo, dándose vueltas de carnero y haciéndose espuma blanca, trató de explicar mi pobre hermana. Y las palabras le llegaban como olas a la boca y se le hacían espumilla en la comisura de los labios. Verdeazul, olas, tumbos, agua salada, gaviotas rayando el cielo y pelícanos con un pico como bolsa de comprar pan. Cómo será, pensaba yo. Agua azul, agua verde, agua verdeazul, agua y más agua; y más allá de donde llegaba la vista, más agua todavía. Y al atardecer el sol hundiéndose en el agua, redondo como una naranja, en serio que sí, hermanito, te lo juro ¿La mar apagando el sol, o el sol hirviendo la mar? Ya me estaba afiebrando. Yo solo había visto el sol escondiéndose detrás de los cerros. También había dicho arena y rocas, mi hermana. Bueno, la arena la conocía, el desierto estaba lleno de arena y de piedras. Claro, las piedras eran las rocas. Y el salitre podía ser la espuma. Solo faltaba el agua para convertir la pampa en mar. Mi padre una vez me dijo que toda la extensión de la pampa salitrera antes había sido mar. Y una tarde, para demostrármelo, cuando llegué a la calichera a pie descalzo llevándole su pan con mortadela y su tecito preparado en botella de Bilz, mi viejo me mostró un bolón de caliche partido en dos (una roca de caliche) en cuyo interior se veía el dibujo de un pez petrificado. Fue la primera vez que oía decir pez; hasta ese momento solo conocía la palabra pescado. Ese era un pez, pero de piedra. Y mi pobre padre tenía que partir esas piedras de caliche con su macho de 25 libras, triturarlas a puro ñeque mientras mojaba su cotona con el agua que le chorreaba de la cara, del torso, de su cuerpo aperreado. El sudor era agua salada. Igual que el agua del mar. Y el mar era más grande que la pampa, había dicho mi hermana. Cómo sería ver tanta agua junta, Diosito santo. En la casa ni siquiera había agua potable. El agua para tomar la acarreábamos en baldes desde el caño de la esquina (antes era peor, contaba a veces mi padre; antes nos repartían una ficha que decía vale por un hectolitro de agua, y con ese poquito la vieja tenía que cocinar y dejar para lavarnos la cara). A mí me gustaba ir a buscar el agua al caño de la esquina en mis dos baldes de lata galvanizada y mi gancho a la espalda. Mientras se llenaban los baldes, yo contemplaba las burbujas de agua con la misma fascinación con que se contempla el flamear de una fogata. Y el agua acumulada en el barril dispuesto en la cocina —donde se criaban pirigüines— era la cantidad más grande de agua junta que yo había visto en mi vida. Siempre me habían hablado de la piscina de la casa del administrador, pero nunca la había visto. Una vez fuimos a mirarla con la María. Eludimos a los guardias que, a caballo y con huasca, correteaban a los niños que invadían el sector de los gringos, y llegamos por la parte de atrás. Pero la piscina estaba sin agua. La están limpiando, dijo la María, decepcionada. ¿Y si al llegar a Antofagasta la mar estuviera vacía? ¿Limpiarían también la mar? Estaba delirando. La María se reiría como loca si me oyera decir eso. Mar, María. Mar, Mario. El-mar-la-mar-el-Mario-la-María. Sonaba bonito decirlo rápido. Las palabras parecían encresparse, moverse, mecerse, como había dicho mi hermana que se mecía la mar. Parece una cuna, dijo. El-mar-la-mar-el-Mario-la-María. Hasta daban ganas de dormirse acunado en su compás."

Hernán Rivera Letelier
Romance del duende que escribe canciones



"Hacía dos noches que estaba durmiendo con la cabecera puesta para los pies. Una rata enorme, fláccida, fosforescente, había resbalado desde el muro de la iglesia la noche anterior cayéndole en pleno rostro. La había sentido pesada como un gato. De modo que ahora, antes de estirar la mano en la oscuridad, titubeó un instante sin saber bien de qué lado estaba el velador. Cuando se hubo situado, tanteó los fósforos, raspó uno y encendió la vela.
Herido por la trémula luz de la llama que pobló de ángeles amarillos el clima de la pieza misérrima, se quedó un momento sentado en la cama. Somnoliento, manoteando en su memoria como a través de pegajosos visillos de gasa, Hidelbrando del Carmen trató de recordar lo que había soñado. Como secuencias de una sinopsis de película vieja, las difusas escenas del sueño le fueron llegando en fogonazos cortos y desordenados. Eran imágenes de una salitrera paralizada —de eso estaba cierto—, uno de los tantos pueblos fantasmas que poblaban los alunados valles de la pampa. Confusamente le parecía que de nuevo se trataba de Algorta. Y ahí, bajo un sol yerto, en medio de esa soledad como de planeta abandonado, alguien golpeaba una puerta con desesperación.
«Parece que están golpeando...», recordó que decía su madre, clamando al Señor en voz alta cada vez que despertaba a medianoche inquieta por algún mal sueño.
Junto a la palmatoria, sobre las hojas de la Biblia abierta en el libro de los Salmos, brillaba el reloj de pulsera del hermano Tenorio López. Lo alcanzó. Eran exactamente las cinco de la madrugada. A sus trece años de edad ya le estaba comenzando a funcionar el despertador biológico de los ancianos. El de su padre era de una precisión suiza.
Con sus sentidos aún aletargados, tendiéndose de espaldas en el colchón lleno de tulucos, introdujo con torpeza los pies en los pantalones de mezclilla y los bajó al suelo desganadamente. Sus calcetines de color naranja, los únicos que tenía, yacían apelotonados junto a sus zapatos como dos crisantemos resecos. Con la cara apoyada entre las manos, atraída su vista por el tono encendido de los calcetines, se los quedó contemplando un rato sin verlos. Lo más terrible del sueño había sido lo candente de ese sol infernal y la desesperación infinita con que él golpeaba la puerta. Porque ahora tenía la sensación cierta de que los escombros del sueño eran de la oficina Algorta y que era él ese espectro vestido de negro, con un raído traje fuera de época, que golpeaba afanosamente la puerta.
«Parece que están golpeando...», repitió para sí en voz baja. Y pensó en el poder de premonición que poseía su madre. Recordó una noche, en Algorta, cuando el tronar de un dinamitazo sacudió fuertemente las calaminas y despertó a todos en casa. «Se mataron los amantes», dijo su madre acongojada. Y los amantes, dos jóvenes —él, alto y moreno; ella, pequeña y rubia— que tres días antes habían aparecido por la oficina en busca de trabajo y, sin tener dónde vivir, no habían hecho más que pasearse abrazados y silenciosos por las calles del campamento, se habían suicidado. Junto a la línea del tren, el hombre se ató un cartucho de dinamita en la correa, con el pucho de su último cigarrillo (así lo había imaginado él muchas veces) encendió la guía, le dijo a ella que la amaba y la abrazó fuerte. En el instante de la explosión ambos lloraban.
Para espantar la modorra y ese vértigo de inquietud que le comenzaba a ganar el espíritu, en un brusco arrebato de energía, tomó los calcetines apelotonados y los sacudió fuertemente contra una pata del catre. Ambos mostraban grandes agujeros en los talones. Se los puso como si nada; para él era lo mismo que si los vendieran con agujeros. Se calzó los zapatos con hebillas —los coléricos como les llamaban sus amigos—, tomó la palmatoria desde la mesita de luz, la puso en una esquina del peinador y de un tarro vació agua en el lavatorio para lavarse la cara.
Hidelbrando del Carmen vivía en la temible población Lautaro, uno de los últimos conjuntos de casas enclavadas en el lado norte de la ciudad y reducto inexpugnable de la famosa pandilla de los Robert Taylor. Su casa se levantaba en el patio de la iglesia evangélica pentecostal. Se trataba de una casucha arrimada al muro posterior del templo, construida enteramente de tablas y latas, y dividida en dos por un tabique de sacos. Por dentro estaba toda empapelada con hojas de El Mercurio, menos el abrupto muro de la iglesia: allí, por lo arenoso del cemento, el engrudo no pegaba. Para el proceso de empapelamiento, Hidelbrando del Carmen se había dado el trabajo de escoger las puras páginas que traían impresa la sección de «Las mejores historietas». De modo que si quería podía pasearse a través de toda la casa leyendo las divertidas tiras cómicas de Don Fausto, Pato Donald, Carozo Pimienta, Pepita, Rip Kirby y El Fantasma.
En la parte que hacía de comedor, había una gran mesa de tablones flanqueada por dos bancas largas. En un rincón se veía una estufa a parafina puesta sobre un cajón de té y, junto a la puerta, un aparador repleto de loza, servicios de mesa y toda clase de utensilios de cocina. El aparador era un antiguo mueble de pino Oregón semiempotrado en el endurecido piso de tierra. Algunas noches, Hidelbrando del Carmen despertaba sobresaltado en la oscuridad de su dormitorio al oír que el pesado mueble se tumbaba y caía en un apocalíptico estropicio de cristal quebrado y loza hecha añicos; al día siguiente lo hallaba intacto.
Como único adorno de este cuarto, colgaba la clásica reproducción de las dos niñas columpiándose en la floresta; una con un ramo de camelias blancas en el regazo y la otra acariciando un minino de lazo celeste; ambas turbadoramente descalzas (esta reproducción él la había visto en el comedor de la mayoría de las casas de la oficina cuando los domingos recorría el campamento vendiendo empanadas de horno). Ensartado del clavo de abajo del cuadro, pendía un calendario del año anterior con cromos religiosos inspirados en pasajes bíblicos que él conocía casi de memoria."

Hernán Rivera Letelier
Himno del ángel parado en una pata



"Hay gente que habla despectivamente de mí y eso me da mucha pena. Son personas del ambiente literario. Insisto, espero no me descarten porque no tengo títulos…"

Hernán Rivera Letelier


"Las mujeres están destinadas a salvar a la humanidad. Cuestiones como el cambio climático son un problema exclusivamente del hombre, y si hay alguien que puede salvarnos del apocalipsis son las mujeres. Los hombres hemos hecho puras cagadas."

Hernán Rivera Letelier


“No escribo para los críticos, sino para las mamás de los críticos.”

Hernán Rivera Letelier


"Nunca he escrito por imposiciones editoriales, ni tema, ni fecha de entrega. Yo siempre he sido libre como los pájaros. Si he publicado un libro por año es porque tengo todo el tiempo del mundo para escribir. Entonces si termino un libro y empiezo otro es porque hay un tema. Lo importante es tener una historia. Los intelectuales se molestarán porque publico todos los años, pero yo me dedico a la escritura. Mientras el intelectual está haciendo clases en una universidad o está en los cócteles, yo estoy escribiendo."

Hernán Rivera Letelier



"Sin embargo, todo lo rehusé, no acepté nada, sólo mantuve firme el propósito y el ánimo de seguir adelante con mi cruzada, aun cuando física y moralmente había sufrido un martirio atroz, y sufriría aún mucho más, todo a causa de la promesa hecha a mi madrecita, promesa a la que no pensaba jamás renunciar. De eso mi espíritu estaba plenamente consciente, incluso sabiendo que más encima de pasar por esta prueba de fuego ante las autoridades del Departamento de Salud Pública, que todo lo controlan —hasta el equilibrio mental de los individuos—, el vía crucis que me esperaba en este mundo iba a ser realmente duro. Pero mi fe en el Altísimo era más fuerte, por algo había sido visitado y ungido por el mismo Hijo de Dios. Sin embargo, pese a que muchos no lo veían como un iluminado, o como un profeta que cumplía un mandato divino, al final no todo había ido tan mal en estos diez años de misión evangelizadora, cruzada en la que había andado este país —«Este largo y delgado país con forma de hijo», como le gustaba repetir en sus prédicas— desde la nortina ciudad de Arica hasta la austral Punta Arenas. Y lo había hecho a pie, en carreta, en góndolas, en autos, en trenes —de pasajeros y de carga—, en botes, en balsas, en barcos y, para gloria de Dios y envidia de los fariseos, hasta había tenido el privilegio, en algunos períodos de vacas gordas, de volar sentado cómodamente en aviones y ver la redondez de la Tierra desde el mismo ángulo que la ven los ojos benditos de los ángeles. Alabado sea el Altísimo. Y enseguida declaraba con satisfacción que nunca, pese a que más de una vez se lo habían ofrecido, intentó viajar sin pasajes en ninguno de esos medios de transporte. Del mismo modo que nunca había quedado debiendo nada a nadie en ninguna parte, ya sea por gastos de hotel u otras menudencias. Ni siquiera había aceptado una lustrada gratis a sus sandalias peregrinas cuando algún niño o cuchepo lustrabotas, tocado por el Espíritu Santo, no había querido cobrarle por ser él quien era. Sin embargo, aunque había predicado el evangelio en calles, plazas y mercados de todas las ciudades del territorio nacional, aunque había hablado desde tribunas y tarimas de un sinnúmero de organizaciones sociales, existía algo que no dejaba de mortificar su espíritu: nunca hasta ese momento había dado un sermón desde el púlpito de una iglesia. Nunca había predicado en una Casa de Dios. Los curas de cada parroquia y los pastores de cada culto evangélico lo aborrecían como al propio diablo y desde el púlpito amenazaban con la excomunión a sus fieles si tenían la mala idea de acercarse a ese pordiosero que osaba hacerse llamar a sí mismo el Mensajero de Cristo en la Tierra. Contra todo y pese a todo, socorrido por la gracia divina, por donde pisaban sus sandalias de romero y se asomaba su desgarbada figura de Cristo popular, una muchedumbre lo seguía y veneraba con recogimiento. Él estaba consciente, además, de que aparte de la gente más modesta e inculta de cada ciudad o villorrio, a sus prédicas solían concurrir los imponderables doctores de la ley: hombres eminentes y duchos en ciencias sociales, jurídicas o filosóficas, que iban a oírlo sólo para sondear, escrutar y tomar nota de sus palabras, de sus dichos y expresiones, para luego difamarlo en los diarios o en los banales programas de radioemisora en los cuales se ocupaban. «Es un pobre campesino indocto», decían después estos fariseos letrados. Para esta clase de incrédulos, el tenor de sus discursos era más humano que divino, el mensaje que encerraban sus palabras, más bien doméstico que espiritual, y los milagros que le achacaban a lo largo del país no tenían nada de excelso; por el contrario, rayaban en lo insulso y poco llamativo."

Hernán Rivera Letelier
El arte de la resurrección




"Yo me crié en un mundo machista 100%, que es el mundo de la pampa. Pero como tengo un gran porcentaje de femenino dentro de mí he ido aprendiendo en el camino. He ido dejando de ser machista porque uno igualmente va aprendiendo."

Hernán Rivera Letelier


"... yo siempre fui un anarquista. Nunca milité en ningún partido. Así que no tengo partido ni religión. Ahora me defino de izquierda de nacimiento y un anarquista que respeta los semáforos."

Hernán Rivera Letelier


















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