"El mundo se divide entre oprimidos y opresores… ¡Jesús de Nazareth siempre estorba! Dios estorba mucho menos porque es tan intocable tan impalpable… Lo más peligroso que yo veo de Jesús de Nazareth es que fue matado y, ¿Porqué lo mataron?, porque se enfrento con “el poder”… Hacer de Jesús, que este distanciado, que no moleste, que este calladito es lo que quieren."

Jon Sobrino



"La Iglesia debe ser ante todo fuerza, pero, en la realidad, también es poder. Lo sé muy bien. El espíritu a veces no está en la Iglesia cuando no se hace el bien, sino el mal. Pero está cuando somos fieles a Jesús. Dice él en el Evangelio de Lucas: "El espíritu está sobre mí, me ha configurado. ¿Para qué? Para dar vista a los ciegos, para hacer caminar a los cojos, para anunciar una buena noticia y para liberar a los pobres. Él comprende así al Espíritu. Entonces, ¿dónde lo veo yo? ¿Donde está el poder? No. Ahí es donde aprecio lo que constituye a los seres humanos, que lleva también al egoísmo, al sometimiento, a la falta de entendimiento. Esta sociedad necesita espíritu, y no sólo espíritu crítico, sino otras cosas; espíritu que nos dé fuerza para la reconciliación."

Jon Sobrino


"La justicia está en crisis en la Iglesia. No creo que se vuelque hacia ella con todo el peso social que tiene. Y no digamos en la sociedad. Al viajar a Europa o a Estados Unidos no veo que los pueblos y sus Gobiernos vivan y se desvivan para que 2.000 o 3.000 millones de seres humanos puedan simplemente vivir..."

Jon Sobrino



"Los pobres que tienen esperanzas inquietan a los poderosos."

Jon Sobrino



"No soy muy amigo de tener sólo opiniones. Leo ahora los blogs, que están llenos de eso, de opiniones. Y se pueden decir cosas verdaderamente disparatadas. Ante asuntos serios no me gusta expresar sólo opiniones. Yo, ¿qué observo? Se ha llegado aquí a un buen vivir que es en la práctica un absoluto, un ídolo, y eso dificulta muchas cosas. Esto lo tengo meditado, no es sólo una opinión para un blog..."

Jon Sobrino


Carta a Ellacuría: fineza y santidad

Querido Ellacu:

En 1980 diste un curso sobre eclesiología. Con tu rigor característico hablaste de la Iglesia de los pobres, de su identidad y misión, y recalcaste también cuán perseguida era esa Iglesia, desde fuera y también desde dentro. Por cierto, pocos meses después, tuvimos que cancelar el curso tras el asesinato de un alumno, que era sacerdote, y las amenazas a otros. Tú mismo tuviste que abandonar el país, pues encabezabas la lista de quienes iban a ser asesinados. Pues bien, hablando de la Iglesia de los pobres y sus problemas te salió una de esas frases tuyas lapidarias: "la
última arma de la Iglesia de los pobres es la santidad". No sé si el benévolo lector de esta carta se sentirá sorprendido por estas palabras, pero así fue, y lo dijiste sin ninguna pose.

Con "santidad" no querías decir, por supuesto, retiro del mundo ni pietismo. Tampoco animabas a "dedicarse a una santidad" individualista, que, como escribió Anohuil, "es también una tentación", ni diste una definición. Con "santidad" creo que te referías simplemente a que la Iglesia de los pobres fuese una Iglesia según el Evangelio. Y eso no es nada evidente. La Carta Magna de la Iglesia de los pobres, dijiste, son las
bienaventuranzas de Jesús, y los santos de esa Iglesia son "los pobres con espíritu". "Pobres" son los que están abajo en la realidad, los que sufren, ellos y sus hijos, mil pobrezas. "En la Iglesia" quiere decir los que tienen la misión de generar vida, y de que
haya justicia y paz. Lo que puede añadir la "santidad" es hacer todo eso sin aspavientos, sino con sencillez; sin interés por el propio medrar, sino con compasión;
sin segundas intenciones ni la arrogancia de "tener siempre la razón", sino con mirada misericordiosa. En aquellos días "santidad" era lo que rezumaban los perseguidos por ser fieles a lo que dice Jesús en la Biblia y a lo que decía Monseñor Romero desde
catedral. "Santos" eran, y son, los que lloran y se indignan ante la crueldad con que actúan los opresores, pero hacen el milagro de no anidar venganza y mantener limpio el corazón.

Cuando la perversión del mundo en que vivimos no tiene poder sobre estas
gentes, las más sencillas, que siguen a Jesús como lo más natural, entonces la palabra "santidad" recobra un tono distinto que va más allá del que tiene a veces en los libros de santos y en las exhortaciones que se nos hacen rutinariamente. Tampoco tiene el tono
"triunfalista" del que, paradójicamente, y aun sin quererlo, se la puede rodear en las canonizaciones. "La santidad" de que hablaste aquel día, Ellacu, pienso que va más allá de las virtudes, por heroicas que sean. Es algo más profundo. Es como un reflejo del Padre celestial, "bueno del todo", como dice Mateo, "bueno hasta con los ingratos", como completa Lucas. Es la finura y calidad de la bondad. Es lo que deseabas y veías en la Iglesia de los pobres. En medio de persecuciones y sufrimientos, de limitaciones y
fallos, veías allí el reflejo de Jesús y de su Dios. Y "eso", acompañando a la praxis liberadora, es lo que tú pensabas que era su última arma como Iglesia. También viste ese reflejo en otras personas.

El caso de Monseñor Romero es claro. Hombre de profecía y de justicia, hombre de oración y de fe, irradiaba un algo muy especial. Parafraseando lo que sobre Jesús dice Pablo en la carta a los filipenses, Monseñor "no se aferró a su condición de arzobispo y personaje notorio, sino al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de siervo, haciéndose uno de tantos", como los campesinos y campesinas de la Iglesia de los pobres. Obviamente admirabas en él su praxis evangelizadora, su denuncia profética y su utopía esperanzada. Pero en Monseñor veías además la calidad de la bondad, indefensa, a fondo perdido, que hace, así, presente el fascinante misterio de Dios. Esa bondad parece que "no sirve para nada", pero con ella Monseñor Romero desencadenó una revolución que ha sobrevivido a otras revoluciones, y cuyos frutos han llegado hasta nuestros días. Ellacu, algo de eso creo que viste en Monseñor. Y eras llevado por su fe.

Y quiero recordar un segundo ejemplo menos conocido, pero igualmente insigne: el Padre Arrupe. Con él, como superior general, tuviste diálogos y a veces algunas escaramuzas fraternales, que terminaron en 1976. Nunca le adulaste, algo ajeno a tu personalidad, pero sí escribiste sobre él un artículo altamente laudatorio: "Pedro Arrupe, renovador de la vida religiosa". En él le comparabas con Juan XXIII, renovador de la Iglesia universal. Pero lo importante es dónde veías tú el fundamento de su grandeza: Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería que los jesuitas también lo fueran de verdad. Pero "de verdad". Este "de verdad" implica que era Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera hacerse pasar por Dios, incluso entre ambientes religiosos y eclesiásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus semper maior et semper novus...

En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran libertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponibilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa. Monseñor Romero y el Padre Arrupe eran, pues, "santos". Pero quizás te preguntarás, Ellacu, y quizás lo haga también algún lector de esta carta, por qué hablar hoy de "santidad". En lo personal veo dos razones. La primera es que estamos ante un fenómeno masivo de canonizaciones y beatificaciones. Pues bien, lo que hemos dicho quizás ayude un poco a penetrar en profundidad en todo ello. Como es sabido, "canonizar" significa "normar", lo cual ha sido importante desde hace muchos siglos para evitar entusiasmos exagerados y declarar santos a personas, que a veces podían serlo y a veces no tanto. Bien está, pues, que haya procesos de canonización y que así se declare la santidad de una persona. Pero eso no es todo.

El elevado número de canonizaciones y beatificaciones, los criterios para repartirlas según continentes, congregaciones religiosas, sacerdotes y laicos; las discusiones sobre si son o no mártires, comprendido el martirio a veces unilateralmente, según hayan caído o no a manos de los "enemigos de la Iglesia"; el tratamiento de los milagros, si ha habido causas naturales o poderes divinos; los recursos que se necesitan para lograr una canonización; la política que se desencadena alrededor de algunos casos... Y añadamos los costos de los procesos, las pequeñeces humanas, la sensación de propaganda en favor de uno u otro candidato, mientras se cierne el silencio sobre otros. Todo ello puede ofuscarnos ante lo que es realmente la santidad. Me llama la atención, por ejemplo, tanta insistencia en que haya milagros, pues, al parecer, sólo los milagros mostrarían inequívocamente la presencia de Dios porque son expresiones de "poder".

Y entonces me viene a la cabeza la sonrisa del buen Dios, susurrando a los
humanos: "lo mío no es el poder, sino el amor". Y creo escuchar su sabio consejo: "Busquen dónde ha habido amor, misericordia, verdad y justicia. Quizás tendrán
que cambiar algunas cosas del enfoque institucional de la canonización, pero descubrirán más santidad de la que piensan". Pienso también que bien está indagar en
las virtudes heroicas, que mucho aportan a nuestro mundo, pero sin que hagan olvidar ni hacer pasar a segundo plano "la vida heroica" de la inmensidad de pobres que, en medio de muchos sufrimientos y con mezcla de muchas cosas, fallos también, mantienen la voluntad primigenia de Dios: "vivir y desvivirse por la vida de los suyos".


Para nosotros en América Latina es incomprensible que no haya sido canonizado o beatificado uno solo de los miles de mártires -así los llamamos-, caídos por defender la justicia, y, así, testimoniar la fe en el Dios verdadero. Personalmente no me preocupa que canonicen o no a Monseñor Romero, pero hacerlo devolvería dignidad a muchas víctimas, echaría aceite sobre muchas heridas de madres, esposas, hijas... En él se verían representados miles y miles. Y algo que no hay que olvidar: Monseñor, y tantos otros y otras con él, no sólo eran y son admirados y venerados, sino que son también queridos y amados. Yeso le quita a la santidad un posible rictus de distancia y de dureza, y hace que, en su lugar, aparezca la cercanía, el cariño y el amor.

Quizás ayuden estas reflexiones a ubicar un poco mejor las canonizaciones y a comprender la santidad, como lo mejor de la bondad. La segunda razón es que "la santidad" me recuerda unas palabras de Pascal que hoy me parecen de suma actualidad y de suma importancia. Insigne científico (matemático y físico) e insigne humanista (pensador, filósofo, teólogo de alguna forma), distinguió entre el esprit de géometrie y el esprit de finesse. Al hablar de "espíritu de geometría", se refería al espíritu de las matemáticas, exactitud y precisión; en suma, al espíritu de lo racional. Más difícil es traducir esprit de finesse. Quizás lo mejor sería traducirlo por "delicadeza", entendiendo con ello todo lo que nos hace conocer más sutilmente, más atinadamente, más sentidamente, más refinadamente" Pascal insistió en que ambas cosas son necesarias, pero -en la época racionalista en que le toco vivir, inaugurada por Descartes- lo novedoso consistió en "el espíritu de fineza". Pues bien, haciendo una paráfrasis para el día de hoy, yo creo hay espíritu de geometría, necesario y bueno (conocimientos, organizaciones, praxis realistas, pragmáticas en el mejor sentido de la palabra) con lo cual se producen bienes en la sociedad. Pero hay también -y en exceso- espíritu de geometría malo y pecaminoso, mucha economía, política, acompañadas de opresión, mentira y corrupción y, cuando es necesario, de represión; mucho pragmatismo sin normas ni valores, sin nada de absolutez y mucho de trivial -todo ello geométricamente calculado.

Una buena forma de resumirlo en nuestro tiempo son las palabras de Adolfo Pérez Esquivel: "el capitalismo nació sin corazón". Cuando uno ve tanta crueldad y depredación de pueblos pobres, mentiras sin pudor, coaliciones egoístas e inhumanas, trivialización e infantilización adormecientes y obsecuentes con los poderosos, y cuando se intenta justificar todo eso, en nombre de cosas buenas y nobles, como la libertad, la democracia, la globalización, entonces es evidente que hay que rechazar la "mala" geometría, pero es también evidente que no basta la "buena" geometría. Hay que ir
más allá, al espíritu de fineza: el corazón y mirada limpia, se gane o se pierda con ello, el hambre y sed de paz y de justicia, y de toda palabra que sale de la boca de Dios, la misericordia ante el sufrimiento ajeno que llega hasta las entrañas y que hace del otro
-no de la democracia, ni del progreso, ni de la globalización, tampoco de las instituciones, religiosas o civiles- lo último, lo bienaventurado y salvífico para nosotros.

Ese espíritu de fineza es el que resumen muchas gentes buenas desconocidas - la servicialidad, que no es servilismo, de mucha gente sencilla- y gentes más notorias como Monseñor Romero y el Padre Arrupe de quienes acabamos de hablar. Ese
espíritu de fineza es el que, para hacer el bien, no apela como lo último a normas, cánones, convenciones internacionales, constituciones, sino que en definitiva se ve interpelado por la "autoridad de los que sufren", y obedece. Ese espíritu de fineza es el
que rezumaba Monseñor Romero, cuando decía "con este pueblo no cuesta ser buen pastor", o cuando decía "el pueblo es mi profeta". No lo hacía por ganar votos, sino porque ésa era su honda convicción. Y si me permites, voy a recordarte dos momentos tuyos de fineza. No te gustaba mucho aparecer como "bueno",aunque sí te gustaba que te reconocieran como "justo" e inteligente. Pero recuerdo cuando, con toda sencillez, sin pose, decías "no odio a nadie". Lo dijiste con total naturalidad y total verdad, y en el contexto de una entrevista con Roberto D´Abuisson. Y cuando recordaste aquel dicho de San Agustín de que "para ser hombre hay que ser más que hombre". Querido Ellacu, mucho necesitamos de santidad y fineza.

El PNUD hace cosas buenas, mide cómo va el desarrollo y la pobreza, pero no suele medir cómo andamos de espíritu de fineza, si vamos para arriba o para abajo. Y sin embargo seguimos viviendo de la bondad acumulada en la historia, la de ustedes, Amando y Lolo, Juan Ramón y Nacho, Elba y Celina, Segundo Montes y tú, Ellacu, y la de muchos otros. Algo, mucho, introdujeron ustedes de fineza y santidad en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. Sobre eso edificamos nuestra esperanza y seguimos trabajando por el reino.

Por ello les agradecemos y recordamos.

Jon Sobrino



Carta a Jesús el día de Navidad

"Querido hermano Jesús: Te escribo con sencillez, y comienzo llamándote “hermano”. No eres un Dios lejano ni un ángel en las nubes. Creciste, lloraste y reíste, y por eso eres cercano. Te pareces a los que estamos en estas bancas en todo menos en una cosa, que sí es nuestro gran problema: el egoísmo en contra de los demás y la arrogancia sobre los demás. De tu madre María aprendiste el cuidado y la ternura, y a alegrarte en el Dios de los pobres.

Eres, pues, como nosotros, pero bien se nota de dónde venías. De tu padre José aprendiste a ser trabajador y honrado, soñador y amante de la justicia.

De tu madre María aprendiste el cuidado y la ternura, y a alegrarte en el Dios de los pobres. De tu gran amigo Juan aprendiste austeridad y reciedumbre, y también a ser profeta y decir las verdades que pocos quieren decir.

Aprendiste a ser un hombre de tu pueblo, buen judío y religioso, a leer la Escritura y a rezar. Daba gusto verte ante tu Dios. Muchas veces en silencio, retirado. Otras veces con la gente. “Llamemos a Dios “Padre”, decías, “porque es bueno con los pequeños”, y por eso tú también sentiste predilección por los pobres y débiles, por las mujeres y niños, por los pecadores despreciados y por los extranjeros marginados. Así era Dios para ti, no como el dios de los sacerdotes del templo que exigían sacrificios, bueyes y ovejas, ni como los dioses de los romanos, que daban miedo y asustaban con rayos y truenos -dioses, por cierto, que siguen existiendo hoy, con armas y ejércitos, opresión y represión. En ese Dios confiabas y en ese Dios descansabas.

También impresionaba tu fidelidad cuando las cosas se ponían difíciles, las persecuciones, el huerto, la cruz. A Dios le dejabas ser Dios. Nunca lo manipulaste para tenerlo a tu favor. Le fuiste fiel sin desviarte del camino, siempre servicial, entregado a los débiles, a la causa de Dios, en un mundo que persigue, difama y da muerte a los que se dedican a esa causa. Al final, la cruz y la resurrección.

A nosotros nos anunciaste una buena noticia: que el reino se acerca y que Dios ama y defiende, sobre todo a los pobres y pequeños. Nos pediste que fuéramos como “niños”, pero no “infantiles”. Nos pediste rezar y cantar, pero sobre todo hacer la voluntad del Padre Celestial. Nos dijiste muchas palabras, pero una fue realmente bienaventurada y exigente: “sígueme”.

Los que te conocieron bien, para decir en una palabra quién eres, dijeron que “pasaste haciendo el bien”, que fuiste un hombre cabal, misericordioso con los débiles, y comprensivo, pues tú también pasaste por la debilidad. Y que “no te avergüenzas de llamarnos hermanos”.

* * *

Hermano Jesús, así fuiste, pero no sé si nos interesa que así fueses. Antes sí. Así te predicaba Monseñor Romero entre nosotros, y te hacía presente con su ejemplo y el de muchos otros hombres y mujeres. Pero ahora no estoy tan seguro. Algunos grupos y sectas -y lo difunden algunas emisoras de radio y televisión- te presentan como milagrero y melifluo, de muchas novenas y estampas, con mucho canto y poco compromiso, a nuestra medida y a nuestro servicio. En definitiva, muy del cielo, pero poco de la tierra. Hermano Jesús, tú que nos conoces bien, ¿no es verdad que nos da un poco de miedo que te acerques como realmente eres?

Y sin embargo eso es lo que celebramos esta nochebuena aquí en la Iglesia, y creo que lo hacemos con bastante sinceridad, aunque somos conscientes de nuestras limitaciones y pequeñez. Celebramos que así eres y que así, y no de otra manera, te has acercado a nosotros.

Aunque no sea lo más importante, notarás que hoy en la Iglesia hay ambiente de celebración, más luz, más color y más música. Y sobre todo más amor. Mucha gente ha trabajado estos días. Unos en ensayar cantos, otros en poner el nacimiento y arreglar el altar. Otros, mujeres sobre todo, sencillas y silenciosas, que no buscan reconocimiento ni recompensa, en asear la Iglesia, como lo hacen todos los lunes y sábados del año. Es su particular liturgia, y pienso que es la que más te agrada.

Como siempre han puesto un nacimiento, que, por cierto, refleja bien cómo fuiste de mayor. Y también refleja bien nuestro mundo. Estás rodeado de pastores, gente pobre y sencilla, despreciados y tenidos por gente de mal vivir. Y ya sabes que esos “pastores” son hoy la mayoría de la humanidad. La pobreza -la compañía de los pobres, no la de los bien trajeados- es lo que te caracterizó, y es el menaje más claro de la cueva y el pesebre. También están tres sabios, en camellos, gente que busca la verdad y está dispuesta a caminar de lejos para encontrarla. Son los que no se dejan engañar por este mundo, que se dice democrático, pero que, con algunas cosas buenas, sustancialmente es egoísta, elitista, insensible y prepotente. Esos “sabios” no abundan, pero siempre hay algunos.

En el centro del nacimiento está José, como uno de tantos trabajadores lo largo de la historia, y está María, la buena vecina -y me alegra que sigue habiendo hasta el día de hoy gente como ellos con esa dedicación a la vida. No son noticia, no ganan óscares, no modelan ni meten goles, ni salen en la televisión. Parafraseando a un famoso filósofo, son los “guardianes de la vida”. Mantienen al mundo en pie.

Y si se mira lejos, también se puede ver a Herodes, que sigue matando niños sin piedad. UNICEF, la organización de Naciones Unidas para la Niñez, acaba de decir que la mitad de los dos mil millones de niños que hay en el mundo viven en pobreza y miseria. Este año ya han muerto de hambre cinco millones de niños. Herodes sigue suelto y muy activo en nuestro mundo. Y para vergüenza de este mundo occidental, que se tiene por demócrata y se diga o no cristiano, los costos de la gestación y nacimiento de un bebé en Estados Unidos es 410 veces más que los de un bebé en Etiopía.

* * *

Hermano Jesús. Estamos contentos esta noche, sí, pero no es fácil. Sólo un ejemplo entre muchos, que me parece importante recordarlo aquí en El Salvador para que no ignoremos a los que hoy sufren más. La mayoría de ellos están en África, y eso es lo que me dicen en una carta que llega de España: “No sé como podrán celebrar navidad en el Congo. Es demasiado fuerte el sufrimiento, los desplazados sin absolutamente nada en las manos”. Y cuántas historias semejantes en Irak, en Palestina, aquí.

Pero algo hay en la esperanza que no muere. En el nacimiento hay una estrella, no milagrosa, sino humana, que irradia luz a todo aquel que quiera caminar en busca de la verdad, la justicia y la paz."

Jon Sobrino












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