"Entró Francisca a la sala con un trapo mojado en la mano; pero en señal de respeto se puso el rebozo y se cubrió con él la cabeza.
Francisca era lo que se llama, propia o impropiamente, un garbanzo, un poco relamida y menos desaseada que la generalidad del gremio. Usaba las consabidas enaguas de percal tocando al suelo, un saco holgado de la misma tela y el nacional rebozo.
Las primeras familias de los conquistadores que venían a tomar asiento en las Indias, preferían para su servidumbre a los indios que comenzaban a masticar el castellano; y aunque al principio la servidumbre se mantenía con ración de maíz y chile, poco a poco fue transigiendo con las viandas españolas, lo cual era considerado por los demás indios como una prevaricación y como un pecado de lesa nacionalidad.
Una de las semillas importadas por los españoles fue el garbanzo, leguminosa de que ningún puchero español se ha privado desde antes del Cid. El conquistador importaba, pues, entre otras muchas cosas para su regalo, los garbanzos, que por muchos años han seguido viniendo de la madre España, no obstante su fácil aclimatación y cultivo en México. El indio, pues, que además de chapurrear el idioma de los blancos, comía de los garbanzos del amo, se llamó garbancero, en señal de desprecio patriótico; y este mote, perpetuado hace trescientos años, se ha vuelto sustantivo con el uso, para aplicarlo con doble maliciosa intención a la criada joven. De tal manera, que si la Academia de la Lengua hubiera de prohijar los modismos de las antiguas colonias españolas, siquiera para ilustración de los que lean los relatos de nuestras costumbres, adicionaría su noticia sobre el garbanzo con estas dos aplicaciones:
Garbancero: pr. Méx., "criado doméstico de la clase indígena, o bien mestiza, que habla castellano y come garbanzos"
Garbancera: "criada joven con las mismas circunstancias que el garbancero".
Por otra parte, no necesitamos especificar ni explicar el enlace ideológico que existe entre garbanzo y pollo, porque esas analogías pertenecen a la vida estrictamente privada. Pero no debemos omitir, a fuer de fieles narradores, que Francisca no atravesó la antesala, y más especialmente el corredor, sin sufrir algunos empelloncitos y algunos pellizcos cariñosos. (Histórico y proverbial en la crónica de las cocinas, y de los bailes como el que hacía Saldaña)."

José Tomás de Cuéllar
Baile y cochino


La Linterna Mágica

"-¿Qué linterna es ésa? -me preguntó el cajista al recibir el original para las primeras páginas de esta obra-. ¿Qué va a alumbrar esa linterna; a quién y para qué?

Este título, que bien puede servirle a una tienda mestiza, ¿es una palabra de programa altisonante y llamativa para anunciar el parto de los montes, o encierra algo provechoso para el lector?

-Confieso a usted, estimable cajista -le dije-, que en cuanto al título de LINTERNA MÁGICA lo he visto antes en la pulquería de un pueblo; pero que con respecto al fondo de mi obra, debo decirle que hace mucho tiempo ando por el mundo con mi linterna, buscando no un hombre como Diógenes, sino alumbrando el suelo como los guardas nocturnos, para ver lo que me encuentro; y en el círculo luminoso que describe el pequeño vidrio de mi lámpara, he visto multitud de figuritas que me han sugerido la idea de retratarlas a la pluma.

Creyendo encontrarme algo bueno, no he dado por mi desgracia sino con que mi aparato hace más perceptibles los vicios y los defectos de mis figuritas, quienes por un efecto óptico se achican aunque sean tan grandes como un grande hombre, y puedo abarcarlas juntas, en grupos, en familia, constituidas en público, en congreso, en ejército y en población. La reverberación concentra en ellas los rayos luminosos, y sin necesidad del procedimiento médico que ha logrado iluminar el interior del cuerpo humano, puedo ver por dentro a mis personajes.

Como éstos viven en movimiento continuo como las hormigas, he necesitado ser taquígrafo y armarme de un carnet y una pluma, no diré bien tajada, porque eso lo hacen en Londres, pero sí mojada en tinta simpática, y en poco tiempo me he encontrado con un volumen.

 -¿Y este volumen es la linterna mágica?

-Exactamente, caballerito. Pero no tema usted que invente lances terribles ni fatigue la imaginación de mis lectores con el relato aterrador de crímenes horrendos, ni con hechos sobrenaturales; supongo, y no gratuitamente, a los lectores fatigados con la relación de las mil y una atrocidades de que se componen muchas novelas, de esas muy buenas, que andan por ahí espeluznando gente y causando pesadillas a las jóvenes impresionables.

Yo he copiado a mis personajes a la luz de mi linterna, no en drama fantástico y descomunal, sino en plena comedia humana, en la vida real, sorprendiéndoles en el hogar, en la familia, en el taller, en el campo, en la cárcel, en todas partes; a unos con la risa en los labios, y a otros con el llanto en los ojos; pero he tenido especial cuidado de la corrección en los perfiles del vicio y la virtud; de modo que cuando el lector, a la luz de mi linterna, ría conmigo, y encuentre el ridículo en los vicios, y en las malas costumbres, o goce con los modelos de la virtud, habré conquistado un nuevo prosélito de la moral, de la justicia y de la verdad.

Ésta es la linterna mágica; no trae costumbres de ultramar, ni brevete de invención; todo es mexicano, todo es nuestro, que es lo que nos importa; y dejando a las princesas rusas, a los dandis y a los reyes en Europa, nos entretendremos con la china, con el lépero, con la polla, con la cómica, con el indio, con el chinaco, con el tendero y con todo lo de acá. Conque bástele a usted por ahora, apreciable cajista, y sírvase usted parar estas líneas en lugar de las del prospecto, al que le encontraba yo de malo ser como todos los prospectos, a los que les sucede lo que a varios conocidos míos, que ya nadie los cree bajo su palabra."

José Tomás de Cuéllar


"Millones de miriadas de animálculos
sienten del barco el ímpetu tenaz,
y, despertando, en torno luz expanden,
e ignívomas espumas
la huella dejan por do el barco va."

José Tomás de Cuéllar, conocido por el seudónimo Facundo
El mar y el cielo



"Pío Blanco, pobre, solía tener mesura y encogimiento; pero Pío con guantes, dio suelta a su lengua, pareciéndole que ya no tenía por qué callar. Los libros fueron para él un abismo de letras donde no osaba penetrar jamás su perezosa imaginación: en cuanto a religión, apenas dijo al acaso «soy liberal», se creyó dispensado de tener creencias, se avergonzó de haber oído misa alguna vez, y, para sancionar este acto de debilidad de su catolicismo, aprendió de memoria algunas frases de un discurso de Villalobos, y acomodándolas a las circunstancias salía del paso airosamente, según él mismo creía. Hacía alarde de ser cínico y desvergonzado, y no había historia secreta de familia ni honra vacilante, que Pío Blanco no se encargara de divulgar mutatis mutandis.
Era de esas personas, que por desgracia abundan en México, para quienes los asuntos ajenos, por poco que les atañan, son el punto culminante de sus discusiones; desmenuzan y glosan la más insignificante noticia; emprenden, con un calor digno de mejor causa, una controversia sobre los asuntos privados de una familia, a quien ni saludan; y nada de lo que hay a su alrededor, por indiferente que sea, pasa sin sujetarse al tormento del análisis y del más escrupuloso examen. Emprenden sumarias genealógicas hasta dilucidar si H y R son hermanos, y si P y N son casados; son boletines orales de cuya lengua libre al lector su buena estrella, aun cuando a nombre del sagrado de la familia y de la gente honrada haya puesto hoy el autor de esta ensalada el foco de su lámpara sobre esas larvas dañinas, para que alguna vez la víctima vea a toda luz a sus verdugos.
Pío Blanco tenía, además de todos sus títulos, el de chismógrafo triturador de honras más acabado que se conoce.
Este pollo, cuya primera edad había sido una penumbra y una negación, no tenía en su corazón ni en su cerebro noción alguna provechosa ni base moral que normara sus actos, de manera que, perdido el encogimiento del pobre, aceptó de un golpe la vanidad y la desenvoltura del rico, y, con todo el atrevimiento de la ignorancia, afrontaba magistralmente desde la pequeña cuestión social hasta los altos problemas filosóficos.
Tal era Pío Blanco, pollo a quien vamos a ver en seguida convertirse en amigo de Concha.
En el palco intercolumnio número 1, de los segundos, apareció, la tarde de un domingo, en el Teatro Nacional una joven elegantemente vestida: llevaba un traje de gro azul y blanco de doble falda hecho por Celina, y estaba peinada con una gracia y una propiedad inimitables."

José Tomás de Cuéllar
Ensalada de pollos



"Sánchez es una verdadera presea para el interés creciente de nuestro relato: le sabemos muchas cosas y hemos de decirlas, inocentemente.
Sánchez no tenía sólo una casa, tenía dos; pero tal lujo de domicilios había permanecido hasta entonces envuelto en el misterio.
Pero doña Felipa tenía una amiga y amiga de la tía Anita. Era la tal otra vieja chocolatera que se alternaba en chocolates y habladurías con doña Anita.
Esta vieja se llamaba doña Ceferina, tenía un hermano clérigo que la mantenía, y doña Ceferina no vivía, hacía muchos años, sino para procurar la salvación de su alma; obra por demás erizada de dificultades, pero que todas, en concepto de la misma doña Ceferina, estaban allanadas completamente.
Veamos su sistema.
Doña Ceferina madrugaba y oía la primera misa que se decía en la iglesia de su barrio; volvía a su casa a desayunarse, y en seguida emprendía el camino hasta la iglesia donde estuviera el circular: allí oía la misa mayor y rezaba dos novenas que siempre traía entre manos: una andada y aplicada por sus propias necesidades, que eran algunas constantemente; y otra por oficiosidad por los cuidados y desgracias de algunas de sus amigas, a quienes, como debe suponerse, nunca les faltaban cuidados y desgracias.
Volvía a su casa a comer, dormía siesta y se levantaba para ir a tomar el chocolate a alguna visita: los lunes con las monjas, martes con una comadre, miércoles con las hermanas de su confesor, jueves con una amiga, viernes en la casa de Sánchez; el sábado tenía mucho qué hacer y el domingo se quedaba a comer en alguna parte, y el lunes anudaba el turno nuevamente.
El chocolate no le impedía concurrir al depósito, al sermón, a los desagravios o a la novena solemne en alguna iglesia.
Lo único que cambiaba la monotonía de su vida, era el ir por una amiga o amigas a su casa para ir en su compañía a la iglesia.
Doña Ceferina tenía la costumbre inveterada de comer en la casa de sus amigas cada día de cumpleaños, y en algunas partes se quedaba a dormir, porque no había quien la llevara a su casa de noche.
A doña Ceferina nunca le faltaba qué hablar, tenía materia abundante para todo el año, contando en una casa lo que oía en otra, circulando las noticias de las funciones religiosas, y describiendo las fiestas de familia a que concurría.
Sabía de memoria el calendario; y más exacta que las interesadas, avisaba con anticipación en cada casa."

José Tomás de Cuéllar
Las jamonas














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