"Cuando, al terminar el invierno, los ardientes rayos del sol atraviesan las nubes y aparecen los primeros brotes de los árboles, cuando las verdes hierbas crecen en los prados y la Naturaleza parece renacer, se abre el corazón del hombre a nuevas esperanzas.
Pero la primavera del año 1665 no se presentaba adornada de rosas y alegre y sonriente a los ojos de los atribulados vasallos de la República.
Rara e inexplicable inquietud embargaba todos los corazones. La noticia de una guerra inminente corría de boca en boca por aldeas y ciudades, y se aseguraba que las amenazas procedían de Suecia.
En apariencia nada confirmaba esas voces de alarma, puesto que la tregua con Suecia debía durar todavía seis años; sin embargo, se hablaba de esos peligros en la misma Dieta, convocada por el rey Juan Casimiro en Varsovia para el 12 de mayo.
Se dudaba entre el temor y la esperanza, hasta que puso término a esta dolorosa incertidumbre una proclama de Bogislao Leshenchynski, comandante de la Gran Polonia, que apellidaba a la milicia general de las provincias de Posnania y de Kalisk para defender la frontera contra la inminente invasión de los suecos.
El grito de ¡guerra! resonó como un trueno formidable en todas las provincias de la República.
Verdadera guerra de exterminio amenazaba a Polonia. Mielniski, que había vuelto de Guturlin, avanzaba devastando el país del Sur al Este. Holvanski y Trubetskoi hacían lo propio en las fronteras septentrional y oriental, y Suecia amenazaba desde el Oeste. El círculo de fuego se convertía en círculo de hierro.
El país entero parecía un campamento sitiado y en este mismo campamento germinaba el mal. Un traidor, Radzeyovski, había desertado al enemigo e indicaba a éste los puntos más débiles de la frontera. Además, crecían el malestar y la envidia y no faltaban magnates enemistados entre sí, o airados contra el rey, que les había negado mercedes. Todos éstos se hallaban dispuestos a sacrificar la causa del país a su interés personal.
La Gran Polonia, país rico y próspero y hasta entonces no azotado por la guerra, derramó el oro en defensa propia. Ciudades y aldeas dieron, además, todos los hombres que se les habían pedido. Estanislao Dembiski mandaba los soldados de Posnania; Pan Vlotovski, los de Kosthian, y Pan Golts, famoso soldado de ingenieros, los de Vallets. Los campesinos de Kalisk obedecían a Estanislao Kretuski, descendiente de un linaje de valerosos guerreros y primo del célebre Juan de Zbaraj; Gaspar Jghlinski capitaneaba a los molineros de Komin. Entre los guerreros citados nadie aventajaba a Ladislao Korashevski en conocimientos estratégicos.
En tres puntos, Pila, Ustsie y Vyelunie acamparon los capitanes en espera de la llegada de los nobles pertenecientes a la milicia general. La infantería se ocupaba, sin levantar mano, en la construcción de trincheras y aguardaba con ansiedad la llegada de los escuadrones.
Entre los dignatarios llegó el primero Andrés Grudzinski, vaivoda de Kalisk, que se alojó en la casa del podestá con numerosa servidumbre.
Los nobles, entretanto, seguían acudiendo al campamento. Después de Grudzinski, llegó el vaivoda de Posnania, Cristóbal Opalinski, con gran séquito de hombres armados, clientes y siervos, que procedían y rodeaban la carroza en la que se sentaba el poderoso príncipe al lado de su bufón Staha Ostrojha, cuyo oficio consistía en alegrar durante el camino el humor melancólico de su amo.
La llegada de tan alto dignatario inspiró a todos valor; al contemplar su porte majestuoso, su aristocrático semblante en el que brillaban, bajo la frente espaciosa, dos ojos escrutadores y severos, los nobles se convencieron de que el destino debía doblegarse a las exigencias de un poder tan alto.
Los que estaban habituados a honrar los cargos y las personas, se dijeron que los suecos no se atreverían a tocar con su mano sacrílega a tan poderoso señor.
Se le acogió con estruendosos aplausos y entusiásticos gritos de alegría.
Apenas extinguido el eco de este alegre concierto, llegaron correos con la noticia de la venida de su primo el vaivoda de Podliasye, Pedro Opalinski, acompañado de su criado Jerónimo Rozdrajewski, vaivoda de Iroslav. Cada uno de éstos llevaba quinientos soldados, además de muchos nobles con sus respectivos siervos.
Y luego no pasó día sin que llegase algún dignatario.
La ciudad se hallaba tan llena de gente, que no se encontraba alojamiento para los numerosos nobles. Los prados de los alrededores presentaban un cuadro de alegre y variado aspecto, porque en ellos se levantaban las tiendas de la milicia general.
Se organizaron como se pudo los servicios, y por último se constituyó el Consejo de guerra, presidido por el vaivoda de Posnania, en el cual tomaron parte gran número de funcionarios, que maldito lo que entendían en asuntos de guerra.
Los dignatarios convocados a Consejo se miraban unos a otros indecisos, esperando que hablara el vaivoda de Posnania. Éste lamentó la ingratitud y la inercia del rey y la ligereza con que se les había arrancado de sus casas para hacerles sufrir y morir en aquellos campos. Cuando se trató de la cuestión capital, no supo dar el consejo que de él se esperaba. Pan Ladislao Korashevski propuso establecer tres campos: uno en Pila, otro en Vyelunie y otro en Ustsie, posición principal, que fue ocupada por el vaivoda de Posnania con sus hombres. Una parte de la caballería quedó en Vyelunie y otra en Pila, mientras Ladislao Korashevski fue a Chaplinko para observar los movimientos del enemigo.
Llegó el mes de julio. Los días eran largos y calurosos, el sol lanzaba con tal fuerza sus rayos sobre la tierra, que los nobles tuvieron que refugiarse en los bosques, donde algunos hicieron levantar sus tiendas.
Si Witemberg hubiese venido pronto, probablemente no habría encontrado dura resistencia; pero, como era experto capitán y conocedor de los hombres, tenía sus razones para demorar el ataque.
La primera y segunda semana transcurrieron bastante bien, pero a la tercera, aquella prolongada inactividad empezó a aburrir a todos. El calor aumentaba cada día. Los nobles rehusaban tomar parte en los ejercicios, dando por excusa que sus caballos, atormentados por las moscas, no querían estar quietos; por lo demás, el mal ejemplo venía de arriba. Pan Korashevski había enviado desde Chaplinko la noticia de que los suecos estaban cerca, y aun cuando se estuviera en vísperas de un asedio o de una batalla, Tingmund. Grudzinski obtuvo permiso para abandonar el campamento. Aquello suscitó tales quejas y desórdenes, que el vaivoda de Posnania tuvo que acudir con muchos capitanes para aquietar los ánimos. Dijo que Grudzinski había obtenido una breve licencia para asuntos particulares. Pero el mal ejemplo produjo los peores efectos. El mismo día que marchó Tingmund, muchos centenares de nobles marcharon a la chiticallando.
También una parte de la infantería, siguiendo el ejemplo de sus jefes, empezó a desertar. Se convocó un nuevo Consejo de guerra, al cual se negaron a asistir muchos nobles. Siguió una noche verdaderamente tempestuosa, llena de clamores y disputas. Los nobles se acusaban unos a otros de querer desertar, y el grito de «todos o ninguno» resonaba de continuo."

Henryk Sienkiewicz
El diluvio



"El cielo es un todo, el agua otro; y entre esos dos infinitos, el alma del hombre está en la soledad."

Henryk Adam Aleksander Pius Sienkiewicz



"El desdichado bulto, pequeño y encogido, comenzó a avanzar despacio y con precaución, al tiempo que el ruiseñor le cantaba bajito: “¡Acércate! ¡Vamos! ¡Cógelo!”
Su camisa blanca centelleaba cada vez más a medida que se acercaba a la entrada. Ya no la cubrían las bardanas negras. En el umbral de la puerta de la fresquera se podía oír la respiración acelerada del pecho enfermo del niño. Al instante la camisa blanca desapareció. Sobresalía sólo un piececillo descalzo. El chotacabras pasó de nuevo y gritó en vano: “¡No, no!” Pero Janko estaba ya en el interior de la estancia.
De pronto, las ranas que había en el estanque del jardín comenzaron a croar como si se hubieran asustado. Después callaron. El ruiseñor dejó de cantar y los cadillos cesaron su susurro. Mientras tanto, Janek seguía arrastrándose silenciosamente y con cautela. De pronto sintió miedo. Entre las bardanas se encontraba como en casa, como un animalillo salvaje entre unos matorrales, pero ahora se sentía como en una trampa. Sus movimientos se volvieron bruscos y su respiración entrecortada. Además, estaba en plena oscuridad. Tal y como ya había sucedido antes, un mudo relámpago estival cruzó el cielo de este a oeste iluminando el interior de la despensa en la que Janek permanecía agachado bajo el violín colgado en la pared, con la cabeza levantada. Pero el relámpago se extinguió y una nube cubrió la luna. No se veía nada, no se oía nada."

Henryk Sienkiewicz
Janko el músico



"En poco tiempo, su fuerte acento polaco dio al traste con todo lo logrado con sumo esfuerzo y el exagerado número de asignaturas que tenía no le permitió al niño dedicar a cada una de ellas tanto tiempo como su sobreexplotada memoria exigía. Una casualidad contribuyó aún más a aumentar los fracasos. Tanto Michaś como Owicki se olvidaron de informarme de unas tareas que tenían que hacer y que no hicimos. A Owicki no le afectó, porque al mejor de la clase ni siquiera le preguntaron por ellas, pero Michaś recibió una reprimenda pública con amenaza de expulsión.
Suponían que el muchacho me había ocultado intencionadamente la obligación de realizar aquellas tareas para no trabajar. Y el muchacho, que era incapaz de decir la más insignificante mentira, no tenía manera de convencer a nadie de su inocencia. En realidad pudo haber dicho en su defensa que también Owicki se había olvidado, como él, pero no se lo permitía su honor de alumno. A mis explicaciones, los alemanes respondieron con la apreciación de que induzco al muchacho a la pereza, lo que me causó gran preocupación, pero aún más me inquietaba la imagen de Michaś. Aquel día, por la noche, pude verlo escondido, apretándose la cabeza con ambas manos y susurrando: “Duele, duele, duele”. Al día siguiente, por la mañana, llegó una carta en la que su madre le llenaba de mimos por aquellos sobresalientes, lo que era un nuevo golpe para él."

Henryk Sienkiewicz
De las memorias de un maestro de Poznán



"La banda que se había detenido en Serotski Brod debía ser muy numerosa o hubo de encontrarse en extremo peligro en la ribera moldava para atreverse así a acercarse tanto al campamento de Hreptyoff, a pesar del terror que el solo nombre de Pan Volodiovski infundía a los salteadores de ambas partes del confín.
En efecto, otra avanzada trajo la noticia de que la banda estaba compuesta de cuatrocientos hombres de Azba Bey, famoso devastador que por muchos años había esparcido el terror a lo largo de la orilla polaca y moldava.
Pan Volodiovski se alegró de saber con quién tenía que habérselas y dio órdenes en consecuencia. Además de Mellehovich y de Motovidlo hizo marchar los escuadrones del estarosta de Podolia y el del chambelán de Premsyl en direcciones diferentes, disponiendo sus fuerzas de modo que todos estos escuadrones, operando en un ancho círculo, hubieran de encontrarse en Serotski Brod al clarear el día.
Basia asistió a la partida de las tropas con el corazón palpitante, porque aquélla era la primera expedición en que debía tomar parte.
Los escuadrones salieron del recinto en el más profundo silencio. La noche era tranquila y extraordinariamente clara. La luna llena iluminaba el campamento y la estepa, pero, a pesar de su claridad, apenas un escuadrón había salido del recinto, apenas la luna había hecho brillar los sables, cuando desaparecía de la vista como una banda de perdices en medio de las altas hierbas.
A Basia le parecían cazadores que partían a una batida que debía principiar al alba y que se movían con tanto silencio y precaución para no levantar demasiado pronto las piezas. Y su deseo de tomar parte en aquella caza creció infinitamente.
Pan Miguel había consentido en darle gusto sabiendo que más tarde o más temprano hubiera sido preciso contentarla, y también porque sabía que estos bandidos carecían de fusiles y de arcos.
No marcharon hasta tres horas después de la salida del último escuadrón, escoltados por Pan Mushalski con veinte dragones, hombres escogidos todos en medio de cuyos sables la preciosa mujer del comandante estaba tan segura como en su propia habitación."

Henryk Sienkiewicz
Un héroe polaco


"Ocho días después del regreso de los esposos Polaniecki, los señores Masko les fueron a visitar. La señora Masko, vestida con traje de seda gris, parecía más graciosa que nunca. La inflamación de los ojos, que la molestaba cuando era niña aún, había desaparecido por completo; sólo la expresión de su semblante no había cambiado.
Masko parecía dichoso y contento de sí mismo y de su esposa; jamás se había sentido tan dichoso como ahora, y todas sus miradas denunciaban el amor que profesaba a su mujer.
Por lo demás, difícilmente habría hallado otra mujer que reuniera, como aquélla, todas las condiciones deseadas por él, sobre el gusto, el aspecto y la manera de conducirse en sociedad. Su aire tranquilo, las maneras distinguidas que empleaba hasta cuando se hallaban a solas, le habían subyugado a él; verdadero parvenú, sentíase altamente honrado con poseer una princesa semejante. Cuando Marina le preguntó dónde había pasado la luna de miel, la señora Masko respondió con dignidad:
—En las posesiones de mi marido.
—¿Le gusta el campo?
—Mamá prefiere la vida del campo a cualquier otra —respondió la señora Masko.
—¿Y le ha gustado a usted Kerzemien?
—Sí, y mi marido tiene intención de reconstruirlo.
Marina suspiró involuntariamente y sintió una especie de desahogo cuando la conversación tomó otro giro y se empezó a hablar de las relaciones que le eran comunes.
La señora Masko conocía perfectamente a la señora Osnovski por haber tomado lecciones de baile con ésta y con una prima suya, una tal Lineta Castelli.
Entretanto, los maridos estaban sentados en una habitación inmediata y hablaban del testamento de la señora Ploszovski.
—Debo confesarte —decía Masko—, que ahora puedo respirar al fin. Hacía mucho tiempo que no se me presentaba una ocasión como ésta. Aquí se trata de millones. Ploszovski era aún más rico que su tía: él había dejado su fortuna a la señora Kromicki; pero no habiendo aceptado ésta la herencia, todo fue a parar a manos de la vieja señora Ploszovski. ¿Comprendes ahora cuán colosal es la fortuna que intentamos recuperar?
—Bigiel la ha evaluado en unos setecientos mil rublos.
—Dile a Bigiel que a lo menos será doble. ¿Sabes a quién debo el que mi buena estrella haya vuelto a resplandecer? Pues a ¡tu suegro: él fue el primero que me habló del testamento. Al principio rehusé; pero luego, cuando me vi tan apurado, reflexioné sobre ello y le hice sacar una copia del testamento por el notario Viszoinski; y a la primera ojeada observé que había en él no pocos defectos de forma. Antes de que transcurrieran ocho días, los herederos me concedieron plenos poderes y se entabló el pleito. ¿Y sabes lo que pasó? Se supo la cuantiosa recompensa que debía recibir en el caso de que se ganara el pleito; la gente recobró su antigua confianza en mí; mis acreedores declararon que esperarían hasta la terminación del litigio, reconquisté todo mi perdido crédito y me he salvado."

Henryk Sienkiewicz
La casa solariega




"Pero he aquí que, de improviso, y en apenas doce horas, había conseguido un destino que parecía haber sido elegido para él entre todos los puestos posibles del mundo. No era, pues, de extrañar que por la noche, encendido ya el faro, se sintiera atónito y se preguntara a sí mismo si aquello era verdad, temiendo que la respuesta no fuera un “sí”. No obstante, la realidad le daba pruebas irrefutables. Pasaba las horas, una tras otra, en la balconada. Y mirando hasta la saciedad, terminó por convencerse. Daba la impresión de que era la primera vez que veía el mar, porque los relojes de Aspinwall habían dado ya la media noche y él no hacía intención de abandonar su aireada atalaya: sólo miraba. Abajo, a sus pies, sonaba el mar. La lente del faro proyectaba hacia la oscuridad un enorme haz de luz, pero los ojos del anciano iban más allá, hasta perderse en la negra, misteriosa y profunda lejanía que, a veces, daba la impresión de que se aproximaba rauda hacia la luz. Gigantescas olas surgían arrolladoras desde la oscuridad y, borbollando, se estrellaban contra el islote haciendo visibles crestas espumosas que brillaban rosadas bajo el faro. La marea subía y cubría los arenales. El misterioso lenguaje del océano llegaba cada vez con más fuerza y nitidez desde lo más profundo; era como un estruendo de cañones, como el susurro de unos bosques colosales, como el griterío, confuso y distante, de un tumulto humano. A veces, todo quedaba en silencio. Entonces comenzaban a llegar a oídos del anciano grandes suspiros a los que seguían sollozos y, de nuevo, violentos estallidos. Por fin, el viento levantó la niebla, pero trajo nubes tan negras y desgarradas que ocultaron la luna. El viento del poniente comenzó a soplar cada vez con más fuerza. Las olas se abalanzaban furiosas sobre el acantilado del faro y lamían con su espuma la base. A lo lejos rugía una tormenta. En aquel espacio, tenebroso y trémulo, surgieron unos farolillos verdes que colgaban de los mástiles de unas embarcaciones. Aquellos diminutos puntos tan pronto se balanceaban de un lado a otro como se elevaban a una gran altura para, después, descender hasta que desaparecían en la oscuridad."

Henryk Sienkiewicz
El farero


"Pero ninguno de los muchachos estaba en disposición de dormir. Estasio había conseguido con gran trabajo que Nel comiera dos bocados de carne, y ahora no quería irse a descansar; en cambio, demostraba tener una sed tan abrasadora, que el muchacho llegó a temer que tuviera fiebre. Le tomó sus manos entre las suyas y se tranquilizó en seguida al notar que estaban frías, y le rogó de nuevo que se fuera a dormir. La arropó lo mejor que pudo entre las mantas de viaje, en el interior de su pabellón, y, después de examinar la hierba por si había algún escorpión entre ella, volvió a salir y se sentó en una pequeña roca, fusil en mano, para defender a su hermanita de las fieras, en caso de que los asaltaran y el fuego no bastara para detenerlas. Pero, en realidad, estaba el pobre tan agotado que casi no se daba cuenta de lo que sucedía en torno suyo.
Recordaba vagamente lo ocurrido aquel día: la muerte de Gebhr y de los beduinos, la de Kamis y el león, el logro de la ansiada libertad, con una leve satisfacción por ello, pero mezclada con un sentimiento de horror y de angustia tan grandes, que el corazón le pesaba dentro del pecho como una losa de piedra.
Rendido, aniquilado como estaba, sus ideas comenzaron a barajarse y confundirse; contempló largo rato como hipnotizado los murciélagos que revoloteaban en torno de la llama, hasta que empezó a dar cabezadas y al final se quedó dormido.
Kali estaba también medio adormecido, pero no tanto que se descuidara de avivar el fuego de cuando en cuando. Iba ya muy avanzada la noche, y, lo que raras veces ocurre en los trópicos, aquélla era en extremo silenciosa. No la turbaba más que el crepitar de la leña al arder y el chisporrotear de la hoguera, cuya llama esparcía su luz sobre las rocas circundantes.
Y aunque la luna no iluminaba el fondo del barranco, en el cielo centelleaban enjambres de estrellas que Estasio jamás había visto.
De pronto sintió un frío tan intenso que se despertó y empezó a preocuparse temiendo que Nel se pudiera constipar, pero al recordar que la había dejado bien abrigadita, su inquietud se trocó en alegría, pues el frío era indicio de que se habían elevado mucho sobre el nivel del mar y no era de temer que los atacaran las fiebres.
Este pensamiento le devolvió un poco de ánimo, se levantó, se acercó al pabellón donde la niña descansaba y se puso a escuchar a través de la cortina si dormía tranquila, y al oír que su respiración era normal volvióse junto al fuego y, sentándose otra vez, se quedó dormido.
Pero a los pocos instantes se despertó sobresaltado por los gruñidos de Saba, que estaba tendido a sus pies. Kali se levantó también con el mismo sobresalto, y, sin apartar los ojos del mastín, amo y criado observaron la inquietud con que el animal, estirado como una tabla, las orejas tiesas, la melena erizada y olfateando hacia el sendero por donde habían venido, gruñía sordamente.
El negro, presa de gran azoramiento, cogió los haces de leña que había amontonado y los arrojó a la hoguera.
—¡El fusil, señor, el fusil! —exclamó aterrado.
Estasio preparó el arma inmediatamente, y, separándose del fuego para ver mejor, miró hacia el fondo del barranco. Los sordos gruñidos de Saba fueron convirtiéndose en secos y entrecortados ladridos, y, aunque al pronto nada se percibía, no pasaron muchos segundos sin que a los oídos de Estasio y de Kali llegaran los ecos de una especie de trote, confusos al principio, pero que, acentuándose más y más, no dejaron duda de que alguna fiera se acercaba corriendo hacia donde ellos estaban.
En medio de aquella terrible angustia, a Estasio se le ocurrió lo peor; pensó que el animal que los perseguía podía ser algún rinoceronte o búfalo, los únicos que no retroceden ni ante el fuego ni ante impedimento alguno, por lo cual, si los disparos no lograban hacerlos retroceder, estaban irremisiblemente perdidos."

Henryk Sienkiewicz
A través del desierto y de la selva



"Un ruido ensordecedor de trompetas y tambores interrumpió la conversación; nuevos contingentes llegaban al campamento con sus banderas desplegadas. Pan Lasko, un aventurero conocido por sus excesos, sus extravagancias y sus violencias, pero excelente soldado, conducía un cuerpo de ochocientos hombres tan turbulentos como él. Visnovieski recibió con alegría aquel inesperado refuerzo, pues sabía que bajo su férrea mano la soldadesca más indisciplinada se convertiría en rebaño de mansas ovejas. La jornada había sido buena. El día anterior iban a abandonar el ejército del príncipe los soldados del palatino de Kiev, y al presente contaba Visnovieski con un ejército de doce mil hombres, capaz de hacer frente a uno cinco veces más numeroso, pero menos aguerrido.
Se celebró un consejo de guerra, en el cual tomaron parte los principales jefes, y quedó acordado que se presentaría batalla a Kryvonos, y que si era necesario, se iría a su encuentro.
La noche estaba estrellada; la luna, ya alta, iluminaba valles y collados. Los oficiales, reunidos alrededor de una gran hoguera, pasaban el tiempo bebiendo. Zagloba era el héroe de la fiesta; todos le preguntaban cómo se las había compuesto para salvar a la princesa, para atravesar el Dnieper y las líneas cosacas, entrar en su propio campamento sin que nadie le molestara y llegar hasta Bar.
—Señores —decía Zagloba—, si hubiera de contar todas mis proezas, no acabaría en diez noches. Sólo os diré que me aventuré con la princesita hasta Korsun, en pleno campo de Mielniski, y que la saqué sin ningún tropiezo de aquel infierno.
—¡Jesús, María! —exclamó riendo Volodiovski—. Me imagino que habéis tenido que recurrir a los sortilegios.
—También sé emplear los sortilegios si llega el caso —repuso Zagloba—. Siendo yo muy joven, una hechicera asiática, que estaba locamente enamorada de mí, me enseñó esta ciencia infernal y me reveló los arcanos de la magia. Sortilegios contra sortilegios, señores, porque el campamento de Mielniski está lleno de brujos, son todos diablos al servicio de ese cosaco. ¡Y a fe que le dan que hacer al muy villano! Cuando se acuesta le tiran las botas, otros le llenan el traje de barro y algunos le azotan con sus colas; y cuando está borracho le abofetean sin pizca de respeto.
Longinos se hizo maquinalmente la señal de la cruz sobre el pecho.
—Contra el poder del infierno está el poder de Dios —murmuró.
—Creo que Mielniski no me reconoció —prosiguió Zagloba—. El año pasado le vi varias veces en Cherín, y hasta nos hemos bebido más de una botella mano a mano en la taberna de Dopulo, porque yo era amigo de todos los coroneles cosacos. ¡Pero, quiá!, con la barriga hinchada como, bueno, ya me entendéis, la barba luenga y blanca, largas las melenas, el cuerpo encorvado, los harapos de un mendigo y la tiorba al hombro, ¡cualquiera reconocía al guapo Zagloba de antaño!
—¿Visteis a Mielniski? ¿Hablasteis con él?
—¿Que si vi a Mielniski? ¡Como os estoy viendo a vosotros! Me encargó de distribuir sus manifiestos entre los aldeanos, y para que me respetaran los tártaros me dio el bastón de oficial. Cuando aquellos brutos me molestaban demasiado, les metía el bastón por los ojos diciéndoles: «Escucha, zopenco, ¡vete al diablo!». Bebía y comía copiosamente, y no me faltaban vehículos para viajar, aunque estos últimos no me los procuraba por mí, sino por mi querida princesita, que daba pena verla. Pero antes de llegar a Bar se transformó por completo gracias a mis cuidados. ¡Qué hermosa estaba! Cualquier otro que no hubiera sido yo, habría perdido el juicio con sólo mirarla.
—Lo creo —interrumpió Volodiovski.
—Y así, distribuyendo entre los zafios que los tomaban los manifiestos de Mielniski, llegué sin contratiempo a las cercanías de Bar. ¡Ah, creí morir de alegría al ver aquella tierra prometida!
—¿Qué os ocurrió allí?
—Encontré un piquete de soldados borrachos que se quedaban boquiabiertos al oírme llamar «señorita» al lindo muchacho que me acompañaba. Nos examinan de pies a cabeza, y, por último, no podían apartar sus ojos del muchacho. ¡Figuraos si sus pupilas brillarían contemplando tanta belleza y gracia! Me pareció que sus miradas eran demasiado insolentes, y, ciego de furor, eché mano a la espada.
—¡Es extraño! —volvió a interrumpir Volodiovski—. ¡Un mendigo echando mano de su espada! ¿La llevabais al cinto?
—¡Hum! —exclamó Zagloba—. No he dicho que llevase espada al cinto ni al hombro. Sobre una mesa —porque la escena ocurrió en una hostería— había una espada; hice frente a los agresores y en un santiamén tendí dos a mis pies. Sus camaradas armaron sus pistolas, pero yo les aterré gritando: «¡Atrás, villanos! ¡No soy mendigo, sino un noble disfrazado!». En aquel momento llegó a la hostería una carroza escoltada por cincuenta jinetes: ¡la Providencia velaba por el valor y la inocencia! Era una dama de alto copete que acompañaba a una hija suya que había de ingresar en el monasterio. Me acerqué a aquella señora y le conté mis cuitas. Al oír el relato de los infortunios de la princesa, lloró a lágrima viva, la hizo sentar a su lado en la carroza, y ¡en marcha! Más, ¿creéis que aquí acaba mi historia? Os engañáis."

Henryk Sienkiewicz
A sangre y fuego


"Un suavísimo temblor corrió inmediatamente por la límpida superficie de las aguas, cual si el ala ligera de la golondrina la hubiese rozado. La noche se volvió más luminosa, la Luna brilló en el firmamento con más fulgentes rayos, y los cantos de los zorzales nocturnos más intensos resonaron. Luego, todo enmudeció. El prodigio se operaba ante Krisna: estaba el loto revistiendo forma humana.
(...)
¡Cálmate, oh sublime encarnación del loto!... Si en el corazón de Walmiki reinan las eternas nieves, tú serás el tibio aliento primaveral que las derrita; si en él viven las acuáticas profundidades, tú serás la perla que las avalore; si en él asientan las estepas toda su inmensidad, tú sembrarás en su suelo las flores de las bienaventuranza, y si allí reina la obscuridad de las tétricas cavernas de Ellora, tú serás el rayo de sol que todo lo ilumine."

Henryk Sienkiewicz
La bienvenida



"¿Ves? Lo cierto es que todos malgastamos nuestra fuerza en la persecución del amor, y el amor huye como un ave, y así nos damos cuenta después de que nuestra fuerza ha sido malgastada inútilmente."

Henryk Sienkiewicz


"Y los invitados, al contemplar aquellos dos blancos cuerpos, que semejaban dos estatuas admirables, comprendieron perfectamente que con ellos perecía todo lo que había quedado de su mundo en aquella época: la poesía y la belleza."

Henryk Sienkiewicz
Quo Vadis
















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