Pese a todo cuanto haya podido escribirse, debemos, de buen o de mal grado, acostumbrarnos a la verdad de que, al comienzo de la Edad Media, la sociedad se elevaba ya a un grado superior de civilización y esplendor.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 47


El coloso medieval no se ha derrumbado de un solo golpe con el declinar del siglo XV. En muchos lugares, su genio ha sabido resistir aún por largo tiempo a la imposición de las nuevas directivas. Vemos su agonía prolongarse hasta la mitad, más o menos, del siglo siguiente, y volvemos a encontrar en algunos edificios de aquella época el impulso filosófico, el fondo de sabiduría que generaron durante tres siglos tantas obras imperecederas. Asimismo, sin tener en cuenta su edificación más reciente, nos detendremos en esas obras de importancia menor, pero de significación semejante, con la esperanza de reconocer en ellas la idea secreta, simbólicamente expresada, de sus autores. Esos refugios del esoterismo antiguo, esos asilos de la ciencia tradicional, hoy rarísimos, sin tener en cuenta su destino ni su utilidad, los clasificamos en la iconología hermética, entre los guardianes artísticos de las elevadas verdades filosofales. ¿Se desea un ejemplo? He aquí el admirable tímpano que decoraba, en el lejano siglo XII, la puerta de entrada de una antigua casa de Reims. El tema, muy transparente, podría prescindir con facilidad de la descripción. Bajo una gran arcada que inscribe otros dos geminados, un maestro enseña a su discípulo y le muestra con el dedo, en las páginas de un libro abierto, el pasaje que comenta. Encima, un joven y vigoroso atleta estrangula a un animal monstruoso —tal vez un dragón—, del que sólo se ve la cabeza y el cuello. Junto a él hay dos jovencitos estrechamente entrelazados. La Ciencia aparece, así como dominadora de la Fuerza y del Amor, oponiendo la superioridad del espíritu a las manifestaciones físicas del poder y del sentimiento. ¿Cómo admitir que una construcción animada de semejante pensamiento no haya pertenecido a algún filósofo desconocido? ¿Por qué habríamos de negar a ese bajo relieve la manifestación de una concepción simbólica que emana de un cerebro cultivado, de un hombre instruido que afirma su gusto por el estudio y predica con el ejemplo? Nos equivocaríamos, pues, de medio a medio si excluyéramos esa vivienda, de frontispicio tan característico, de entre las obras emblemáticas que nos proponemos estudiar bajo el título general de Las moradas filosofales.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 51


De todas las ciencias cultivadas en la Edad Media, ninguna conoció más favor ni más honor que la alquimia. Tal es el nombre bajo el que se disimulaba entre los árabes el Arte sagrado o sacerdotal que habían heredado de los egipcios, y que el Occidente medieval debía, más tarde, acoger con tanto entusiasmo.
(…)
¡Con qué pasión, con qué aliento, con qué esperanzas la ciencia maldita envuelve las ciudades góticas adormecidas bajo las estrellas! ¡Fermentación subterránea y secreta que, en cuanto cae la noche, puebla con extrañas pulsaciones las cuevas profundas, se escapa de los tragaluces en claridades intermitentes y asciende en volutas sulfurosas a los ápices de los remates!

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 53-56


Entreabrir la puerta del laboratorio donde la Naturaleza mezcla los elementos está bien, pero descubrir la fuerza oculta bajo cuya influencia se efectúa su labor, mejor

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 61


La vida es demasiado breve y el tiempo demasiado precioso para malgastarlos en vanas polémicas, y no es honrarse demasiado despreciar el saber de otro.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 70

«El alambique, con sus aires graves y reposados —dice un filósofo anónimo—, ha conseguido en química una gran clientela. Tratad de fiaros de él; es un depositario infiel y un usurero. Le confiáis un objeto por completo sano, dotado de propiedades naturales indiscutibles, con una forma que constituye su existencia, y os lo vuelve informe, en polvo o en gas, y tiene la pretensión de devolvéroslo todo cuando se lo ha quedado todo, menos el peso, que no es nada puesto que procede de una causa independiente del cuerpo mismo. Y el sindicato de los sabios ¡sanciona esta horrible usura! Le dais vino y os devuelve tanino, alcohol y agua a peso igual. ¿Qué falta? El gusto, es decir, la única cosa que hace que sea vino, y así con todo. Puesto que habéis obtenido tres cosas del vino, señores químicos, decís que el vino está compuesto de esas tres cosas. Recomponedlo, pues, o yo os diré que son tres cosas las que se obtienen del vino. Podéis deshacer lo que habéis hecho, pero jamás reharéis lo que habéis deshecho en la Naturaleza. Los cuerpos sólo se os resisten en la proporción en que están combinados con más fuerza, y llamáis cuerpos simples a todos aquéllos que se os resisten: ¡vanidad!» Me gusta el microscopio porque se contenta con mostrarnos las cosas tal como son, extendiendo simplemente nuestra percepción; así, son los sabios, pues, los que le prestan opiniones. Pero cuando, sumergidos en los últimos detalles, esos señores colocan bajo el microscopio el grano más pequeño o la gotita más insignificante, el instrumento guasón parece decirles, al tiempo que les muestra animales vivos: ¡Analizadme éstos! ¿Qué es, pues, lo que lo analiza? ¡Vanidad, vanidad!» Finalmente, cuando un sabio doctor hunde el bisturí en un cadáver para buscar en él las causas de la enfermedad que ha hecho una víctima, con su ayuda no encuentra más que resultados, pues la causa de la muerte está en la de la vida, y la verdadera medicina, la que practicó naturalmente Cristo y que renace científicamente con la homeopatía, la medicina de los semejantes, se estudia en el individuo vivo. Pero cuando se trata de la vida, como nada hay que se parezca menos a un vivo que un muerto, la anatomía es la más triste de las vanidades.» Así, pues, ¿son todos los instrumentos causa de error? Lejos de ello, pero indican la verdad en un límite tan restringido que su verdad no es más que una vanidad, con lo que resulta imposible atribuirles una verdad absoluta. Es lo que yo llamo la imposibilidad de lo real, y en ello me baso para afirmar la posibilidad de lo maravilloso».

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 68


Calificar una cosa de imposible porque su posibilidad actual resulte dudosa evidencia falta de confianza en el porvenir y es renegar del progreso.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 70


Hubo en la Edad Media —verosímilmente, incluso, en la antigüedad griega, si nos referimos a las obras de Zósimo y de Ostanes— dos grados, dos órdenes de investigaciones en la ciencia química: la espagiria y la arquimia. Estas dos ramas de un mismo arte esotérico se difundían entre las gentes trabajadoras por la práctica de laboratorio. Metalúrgicos, orfebres, pintores, ceramistas, vidrieros, tintoreros, destiladores, esmaltadores, alfareros, etc., debían, al igual que los boticarios, estar provistos de conocimientos espagíricos suficientes que, luego, completaban ellos mismos en el ejercicio de su profesión. En cuanto a los arquimistas, formaban una categoría especial, más restringida, más oscura también, entre los químicos antiguos. La finalidad que perseguían presentaba alguna analogía con la de los alquimistas, pero los materiales y los medios de que disponían para alcanzarla eran únicamente materiales y medios químicos. Trasmutar los metales unos en otros; producir oro y plata partiendo de minerales vulgares o de compuestos metálicos salinos; obligar al oro contenido potencialmente en la plata y a la plata en el estaño a transformarse en actuales y susceptibles de extracción, tales eran las metas que se proponía el arquimista. Era, en definitiva, un espagirista acantonado en el reino mineral y que prescindía voluntariamente de las quintaesencias animales y de los alcaloides vegetales. Pues como los reglamentos medievales impedían poseer en la propia casa sin previa autorización hornos y utensilios químicos, muchos artesanos, una vez terminada su labor, estudiaban, manipulaban y experimentaban en secreto en su bodega o en su granero. Cultivaban la ciencia de los pequeños particulares, según la expresión un tanto desdeñosa de los alquimistas para designar a aquellos «colegas» indignos del filósofo. Reconozcamos, sin menospreciar a estos útiles investigadores, que los más afortunados a menudo no lograban sino un beneficio mediocre, y que un mismo procedimiento, seguido al principio de éxito, no daba a continuación más que resultados nulos o inciertos. Sin embargo, pese a sus errores —o, más bien, a causa de ellos—, son ellos, los alquimistas, quienes han proporcionado a los espagiristas al principio y a la ciencia moderna luego, los hechos, los métodos y las operaciones de que tenían necesidad. Esos hombres atormentados por el deseo de investigarlo todo y aprenderlo todo son los verdaderos fundadores de una ciencia espléndida y perfecta a la que dotaron de observaciones justas, de reacciones exactas, de manipulaciones hábiles, de habilidades penosamente adquiridas. Saludemos a esos pioneros, a esos precursores, a esos incansables trabajadores y no olvidemos jamás cuanto hicieron por nosotros. Pero la alquimia, repetimos, no entra para nada en esas aportaciones sucesivas. Tan sólo los escritos herméticos, incomprendidos por los investigadores profanos, fueron la causa indirecta de los descubrimientos que sus autores jamás habían previsto. Así es como Blaise de Vignere obtuvo el ácido benzoico por sublimación del benjuí; como Brandt pudo extraer el fósforo buscando el alkaest en la orina; como Basilio Valentín —prestigioso adepto que no menospreciaba en absoluto los ensayos espagíricos— estableció toda la serie de sales de antimonio y realizó el coloide de oro rubí; como Raimundo Lulio preparó la acetona y Casio, la púrpura de oro; como Glauber obtuvo el sulfato sódico y como Van Helmont reconoció la existencia de los gases. Pero con excepción de Lulio y de Basilio Valentin, todos esos investigadores, clasificados equivocadamente entre los alquimistas, no fueron sino simples arquimistas o sabios espagiristas. Por ello, un célebre adepto, autor de una obra clásica, puede decir con mucha razón: «Si Hermes, el padre de los filósofos, resucitara hoy con el sutil Jabir y el profundo Raimundo Lulio no serían hoy considerados como filósofos por nuestros químicos vulgares[68], que casi no se dignarían incluirlos entre sus discípulos porque ignorarían la manera de proceder a todas esas destilaciones, circulaciones, calcinaciones y todas esas operaciones innumerables que nuestros químicos vulgares han inventado por haber comprendido mal los escritos alegóricos de esos filósofos».

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 95



Para los alquimistas, los espíritus son influencias reales, aunque físicamente casi inmateriales o imponderables. Actúan de una manera misteriosa, inexplicable, incognoscible, pero eficaz, sobre las sustancias sometidas a su acción y preparadas para recibirlos. La radiación lunar es uno de esos espíritus herméticos.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 103


Un viejo dicho espagírico pretende que la semilla del oro está en el mismo oro. Nosotros no le llevaremos la contraria, a condición de que se sepa de qué oro se trata o cómo es conveniente separar esa semilla del oro vulgar. Si se ignora el último de estos secretos, se deberá, necesariamente, contentarse con asistir a la producción del fenómeno sin extraer de él otro provecho que una certidumbre objetiva. Obsérvese, pues, con atención lo que sucede en la operación siguiente, cuya ejecución no presenta dificultad ninguna. Disuélvase oro puro en agua regia y viértase ácido sulfúrico en un peso equivalente a la mitad del peso del oro empleado. No se producirá más que una ligera contracción. Agítese la solución e introdúzcase en una retorta de vidrio sin tubo de escape, colocada en baño de arena. Dese al principio un fuego escaso, a fin de que la destilación de los ácidos se opere suavemente y sin ebullición. Cuando ya no se produzca destilación y el oro aparezca en el fondo bajo el aspecto de una masa amarilla, mate, seca y cavernosa, cámbiese de recipiente y auméntese progresivamente la intensidad del fuego. Veréis elevarse vapores blancos, opacos y ligeros al principio, y, luego, cada vez más pesados. Los primeros se condensarán en un hermoso aceite amarillo que fluirá al recipiente, y los segundos se sublimarán y cubrirán la panza y el arranque del cuello con finos cristales que imitan el plumón de los pájaros. Su color, de un rojo sangre magnífico, adquiere el brillo de los rubíes cuando un rayo de sol o alguna luz viva incide en ellos. Estos cristales, muy delicuescentes, así como las otras sales de oro, se disgregan en licor amarillo en cuanto baja la temperatura…

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 110


… la antepasada de la química actual no es la vieja alquimia, sino la espagiria antigua, enriquecida con aportaciones sucesivas de la alquimia griega, árabe y medieval.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 121


En el tímpano de la puerta (del palacio de Escoville) con paneles esculpidos, se advierte un interesante grupo alegórico compuesto por un león y una leona enfrentados cara a cara. Ambos sostienen con sus patas anteriores una máscara humana que personifica el Sol, rodeado de un bejuco curvado que forma el mango de un espejo. León y leona, principio masculino y virtud femenina, reflejan la expresión física de las dos naturalezas, de forma semejante, pero de propiedades contrarias que el arte debe elegir al comienzo de la práctica. De su unión, consumada según ciertas reglas secretas, proviene aquella doble naturaleza, materia mixta que los sabios han llamado andrógino, su hermafrodita o Espejo del Arte. Esta sustancia, a la vez positiva y negativa, paciente que contiene su propio agente, es la base y fundamento de la Gran Obra.
(…)
En el pilar de la izquierda de la puerta que estudiamos, un tema en alto relieve atrae y retiene la atención, figura un hombre ricamente vestido con jubón de mangas, tocado con una especie de almirez y con el pecho blasonado con un escudo que muestra la estrella de seis puntas. Este personaje de condición elevada, colocado en la tapadera de una urna de paredes repujadas, sirve para indicar, según la costumbre de la Edad Media, el contenido de la vasija. Es la sustancia que, en el curso de las sublimaciones, se eleva por encima del agua, que sobrenada como una mancha de aceite. Es el hiperión y el vitriolo de Basilio Valentín y el león verde de Ripley y de Jacques Tesson; en una palabra, la verdadera incógnita del gran problema.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 132-135




Toda generación requiere la ayuda de un agente propio y determinado en el reino en que la Naturaleza lo ha colocado. Y toda cosa lleva semilla. Los animales nacen de un huevo o de un óvulo fecundado; los vegetales provienen de un grano que se ha hecho prolífico; y, al igual, los minerales y los metales tienen por semilla un licor metálico fertilizado por el fuego mineral. Éste es, pues, el agente activo introducido por el arte en la semilla mineral, y es él, según nos dice Filaleteo, «el que hace en primer lugar girar el eje y mover la rueda». Por ello, es fácil comprender de cuánta utilidad es esta luz metálica invisible, misteriosa, y con qué cuidado debemos tratar de conocerla y distinguirla por sus cualidades específicas, esenciales y ocultas. Salamandra, en latín, viene de sal y mandra, que significa establo y también cavidad de roca, soledad, eremitorio. Salamandra es, pues, el nombre de la sal de establo, sal de roca o sal solitaria. Esta palabra toma en lengua griega otra acepción, reveladora de la acción que provoca. Σαλαμανδρα aparece formado de Σαλα, agitación, desorden, empleado, sin duda, por ζσαλος o ζαλη agua agitada, tempestad, fluctuación, y de μανδρα, que tiene el mismo sentido que en latín. De estas etimologías podemos sacar la conclusión de que la sal, espíritu o fuego nace en un establo, en una cavidad de roca o en una gruta… Ya basta. Acostado en la paja de su cuna en la gruta de Belén, ¿no es acaso Jesús el nuevo sol que trae la luz al mundo? ¿No es Dios mismo bajo su envoltura carnal y perecedera? Quién ha dicho, pues, ¿Yo soy el Espíritu y la Vida, y he venido a prender Fuego a las cosas? Este fuego espiritual, informado y corporeizado en sal, es el azufre escondido, porque en el curso de su operación jamás se pone de manifiesto ni se hace sensible a nuestros ojos. Y, sin embargo, ese azufre, por invisible que sea, no es en absoluto una ingeniosa abstracción, un artificio de doctrina. Sabemos aislarlo y extraerlo del cuerpo que lo oculta, por un medio escondido y bajo el aspecto de un polvo seco que, en tal estado, se vuelve impropio y pierde su efecto en el arte filosófico. Ese fuego puro, de la misma esencia que el azufre específico del oro, pero menos digerido es, por el contrario, más abundante que el del metal precioso. Por ello se une con facilidad al mercurio de los minerales y metales imperfectos. Filaleteo nos asegura que se encuentra escondido en el vientre de Aries o del Carnero, constelación que recorre el Sol en el mes de abril. Finalmente, para designarlo mejor aún, añadiremos que ese Carnero «que esconde en sí el acero mágico» lleva ostensiblemente en su escudo la imagen del sello hermético, astro de seis rayos. En esta materia tan común, pues, que nos parece simplemente útil, es donde debemos buscar el misterioso fuego solar, sal sutil y fuego espiritual, luz celeste difusa en las tinieblas del cuerpo, sin la cual nada puede hacerse y a la que nada podría sustituir.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 139


Y es que el alquimista, en su paciente trabajo, debe ser el escrupuloso imitador de la Naturaleza, el mono de la creación, según la expresión genuina de muchos maestros. Guiado por la analogía, realiza en pequeño, con sus débiles medios y en un ámbito restringido, lo que Dios hizo en grande en el universo cósmico. Aquí, lo inmenso; allá, lo minúsculo. En estos dos extremos está el mismo pensamiento, el mismo esfuerzo y una voluntad parecida en su relatividad. Dios lo hace todo de la nada: crea. El hombre toma una parcela de ese todo y la multiplica: prolonga y continúa. Así el microcosmos amplía el macrocosmos. Tal es su meta y su razón de ser, y tal nos parece su verdadera misión terrestre y la causa de su propia salvación. En lo alto, Dios; abajo, el hombre. Entre el Creador inmortal y su criatura perecedera, se halla toda la Naturaleza creada. Buscad y no encontraréis nada más ni descubriréis nada menos que el Autor del primer esfuerzo, ligado a la masa de los beneficiarios del ejemplo divino, sometidos a la misma voluntad imperiosa de actividad constante, de labor eterna.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 142


Aquél que sepa con exactitud lo que desea obtener, hallará más fácilmente lo que necesita.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 143


… el término piedra filosofal significa, según la lengua sagrada, piedra que lleva el signo del sol. Ahora bien; este signo solar viene caracterizado por la coloración roja, la cual puede variar de intensidad, como dice Basilio Valentín: «Su color va del rojo encarnado al carmesí, o bien del color de los rubíes al de la granada. En cuanto a su peso, es mucho mayor que lo que corresponde a la cantidad».

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 143


Lo que importa sobre todo es tener presente que la piedra filosofal se nos ofrece bajo la forma de un cuerpo cristalino, diáfano, de masa roja y amarillo después de su pulverización, que es denso y muy fusible, aunque fijo a cualquier temperatura, y cuyas cualidades propias lo hacen incisivo, ardiente, penetrante, irreductible e incalcinable. Añadamos que es soluble en el vidrio en fusión, pero se volatiliza instantáneamente cuando se proyecta en un metal fundido. He aquí, reunidas en un solo cuerpo, propiedades fisicoquímicas que lo alejan de modo singular de la naturaleza metálica y hacen su origen muy nebuloso Un poco de reflexión nos sacará del apuro. Los maestros del arte nos enseñan que la finalidad de su trabajo es triple Lo que tratan de realizar en primer lugar es la medicina universal o piedra filosofal propiamente dicha. Obtenida en forma salina, multiplicada o no, tan sólo es útil para la curación de las enfermedades humanas, la conservación de la salud y el crecimiento de los vegetales. Soluble en todo licor espirituoso, su solución toma el nombre de oro potable (aunque no contenga el menor átomo de oro), porque afecta un magnífico color amarillo. Su valor curativo y la diversidad de su empleo en terapéutica hacen de él un auxiliar precioso en el tratamiento de las afecciones graves e incurables. No ejerce acción alguna sobre los metales, salvo el oro y la plata, con los que se fija y a los que dota de sus propiedades, pero, en consecuencia, no sirve de nada para la transmutación. Sin embargo, si se excede el número límite de sus multiplicaciones, cambia de forma y, en lugar de recobrar el estado sólido y cristalino al enfriarse, permanece fluida como el azogue y absolutamente incoagulable. En la oscuridad brilla entonces con un resplandor suave, rojo y fosforescente cuyo brillo se mantiene más débil que el de una lamparilla ordinaria. La medicina universal se ha convertido en luz inextinguible, el producto lumínico de esas lámparas perpetuas que algunos autores han señalado que han sido encontradas en algunas sepulturas antiguas. Así, radiante y líquida, la piedra filosofal apenas es susceptible, según nuestra opinión, de ser llevada más allá. Querer ampliar su virtud ígnea nos parecería peligroso. Lo menos que se podría temer sería volatilizarla y perder el beneficio de una labor considerable. Finalmente, si se fermenta la medicina universal sólida con oro o plata muy puros, por fusión directa, se obtiene el polvo de proyección, tercera forma de la piedra. Se trata de una masa translúcida, roja o blanca según el metal escogido, pulverizable, apta tan sólo para la transmutación metálica. Orientada, determinada y especificada en el reino mineral, es inútil y no puede actuar en los otros dos reinos.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 147


Captad un rayo de sol, condensadlo en una forma sustancial, nutrid de fuego elemental ese fuego espiritual corporeizado, y poseeréis el mayor tesoro de este mundo.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 159


Los iniciados saben que nuestra ciencia, aunque puramente natural y simple, no es en absoluto vulgar. Los términos de los que nos servimos, siguiendo a los maestros, no lo son menos. Préstese, pues, atención a ellos, ya que los hemos elegido con cuidado, a fin de mostrar la vía y de señalar los barrancos que la cruzan, esperando con ello ilustrar a los estudiosos, apartando a los cegados, a los ávidos y a los indignos. Aprended, vosotros que ya sabéis, que todos nuestros lavados son ígneos, que todas nuestras purificaciones se hacen el fuego, por el fuego y con el fuego. Es la razón por la que algunos autores han descrito estas operaciones con el título químico de calcinaciones, porque la materia, largo tiempo sometida a la acción de la llama le cede sus partes impuras y combustibles. Sabed, también, que nuestra roca —velada bajo la figura del dragón— libera en primer lugar una oleada oscura, maloliente y venenosa, cuya humareda, espesa y volátil, es tóxica en extremo. Esta agua, que tiene por símbolo el cuervo, no puede ser lavada y blanqueada por medio del fuego. Y es eso lo que los filósofos nos dan a entender cuando, en su estilo enigmático, recomiendan al artista cortarle la cabeza. Mediante estas abluciones ígneas, el agua abandona su coloración negra y toma un color blanco. El cuervo, decapitado, expira y pierde sus plumas. Así, el fuego, por su acción frecuente y reiterada sobre el agua, obliga a ésta a defender mejor sus cualidades específicas abandonando sus superfluidades. El agua se contrae, se repliega para resistir la influencia tiránica de Vulcano. Se nutre del fuego, que le agrega las moléculas puras y homogéneas y, al fin, se coagula en masa corporal densa, ardiente, hasta el punto de que la llama resulta impotente para exaltarla más. Pensando en vosotros, hermanos desconocidos de la misteriosa ciudad solar, nos hemos formado el propósito de enseñar los modos diversos y sucesivos de nuestras purificaciones. Nos agradeceréis, estamos seguros de ello, que os hayamos señalado estos escollos, arrecifes de la mar hermética contra los que han ido a naufragar tantos argonautas inexpertos. Si deseáis, pues, poseer el grifo —que es nuestra piedra astral— arrancándolo de su ganga arsenical, tomad dos partes de tierra virgen, nuestro dragón escamoso, y una del agente ígneo, el cual es ese valiente caballero armado con la lanza y el escudo. Αρης, más vigoroso que Aries, debe estar en menor cantidad. Pulverizad y añadid la quinceava parte del total de esta sal pura, blanca, admirable, muchas veces lavada y cristalizada que debéis conocer necesariamente. Mezclad íntimamente y después, tomando ejemplo de la dolorosa Pasión de Nuestro Señor, crucificad con tres puntas de hierro, a fin de que el cuerpo muera y pueda resucitar a continuación. Hecho esto, apartad del cadáver los sedimentos más groseros, machacad y triturad sus huesos y amasad el total en fuego suave con una varilla de acero. Echad entonces en esta mezcla la mitad de la segunda sal, extraída del rocío que en el mes de mayo fertiliza la tierra, y obtendréis un cuerpo más claro que el precedente. Repetid tres veces la misma técnica y llegaréis a la mina de nuestro mercurio y habréis alcanzado el primer peldaño de la escalera de los sabios. Cuando Jesús resucitó el tercer día después de su muerte, un ángel luminoso y vestido de blanco ocupaba, él solo, el sepulcro vacío.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 156


En la expresión hermética pura, correspondiente al trabajo de la Obra, bafomet procede de las raíces griegas Βαφευς, tintorero, y μης, en lugar de μην, la luna, a menos que se quiera relacionar con μητηρ, genitivo μητρος, madre o matriz, lo que vuelve al mismo sentido lunar, ya que la Luna es, en verdad, la madre o matriz mercurial que recibe la tintura o semilla del azufre que representa al macho, al tintorero, Βαφευς, en la generación metálica. Βαφη tiene el sentido de inmersión y de tintura. Y puede decirse, sin divulgar demasiado, que el azufre, padre y tintorero de la piedra, fecunda a la luna mercurial por inmersión, lo que nos lleva al bautismo simbólico de Meté expresado una vez más por la palabra bafomet. Éste aparece claramente pues, como el jeroglífico completo de la ciencia figurada en otra parte en la personalidad del dios Pan, imagen mítica de la Naturaleza en plena actividad. La palabra latina Bapheus, tintorero, y el verbo meto, cosechar, recolectar, segar, señalan, asimismo, esta virtud especial que posee el mercurio o luna de los sabios para captar, a medida de su emisión, y ello durante la inmersión o el baño del rey, la tintura que abandona y que la madre conservará en su seno durante el tiempo requerido. Tal es el Graal, que contiene el vino eucarístico, licor de fuego espiritual, licor vegetativo, vivo y vivificante introducido en las cosas materiales. En cuanto al origen de la Orden, su filiación, conocimientos y creencias de los templarios, no podemos hacer nada mejor que citar textualmente un fragmento del estudio que Pierre Dujols, el erudito y sabio filósofo, consagra a los hermanos caballeros en su Bibliographie générale des Sciences occultes. «Los hermanos del Templo —dice el autor, y ya no sería posible contradecirle— estuvieron en verdad afiliados al maniqueísmo. Por lo demás, la tesis del barón de Hammer es conforme a esta opinión. Para él, los sectarios de Mardeck, los ismailíes, los albigenses, los templarios, los masones, los iluminados, etc., son tributarios de una misma tradición secreta emanada de aquella Casa de la Sabiduría (Dar el hickmet) fundada en El Cairo hacia el siglo XI por Hakem. El académico alemán Nicolai llega a una conclusión análoga y añade que el famoso bafomet, que hace derivar del griego Βαφομητος, era un símbolo pitagórico. No nos ocuparemos de las opiniones divergentes de Anton, Herder, Munter, etc., pero nos detendremos un instante en la etimología de la palabra bafomet. La idea de Nicolai es aceptable si se admite, con Hammer, esta ligera variante: Βαφη Μητεος, que podría traducirse por bautismo de Meté. Se ha encontrado, precisamente, un rito de este nombre entre los ofitas. En efecto, Meté era una divinidad andrógina que figuraba la Natura naturante. Proclo dice textualmente que Metis, llamada también Ερικαρπαιος o Natura germinans, era el dios hermafrodita de los adoradores de la serpiente. Se sabe también que los helenos designaban con la palabra Metis a la Prudencia venerada como esposa de Júpiter. En suma, esta discusión filológica evidencia de manera indiscutible que el Bafomet era la expresión pagana de Pan. Pues, al igual que los templarios, los ofitas practicaban dos bautismos: uno, el del agua o exotérico; el otro, esotérico, el del espíritu o del fuego. Este último se llamaba el bautismo de Meté. San Justino y san Ireneo lo llaman la iluminación. Es el bautismo de la luz de los masones. Esta purificación —la palabra es aquí verdaderamente tópica— se encuentra indicada en uno de los ídolos gnósticos descubiertos por De Hammer, quien ha publicado su dibujo. Sostiene en su regazo —advertid bien el gesto: habla— una bacinilla llena de fuego. Este hecho, que habría debido sorprender al sabio teutón, y con él a todos los simbolistas, no parece haberles llamado la atención. Sin embargo, el famoso mito del Graal tiene su origen en esta alegoría. Justamente, el erudito barón diserta con abundancia acerca de ese recipiente misterioso cuyo exacto significado aún se busca. Nadie ignora que, en la antigua leyenda germánica, Titurel eleva un templo al Santo Graal en Montsalvat, y confía su custodia a doce caballeros templarios. De Hammer quiere ver en ello el símbolo de la Sabiduría gnóstica, conclusión por demás vaga después de haber ardido tanto tiempo. Que se nos perdone si osamos sugerir otro punto de vista. El Graal —¿quién lo duda hoy? — es el más alto misterio de la Caballería mística y de la masonería, degeneración de aquélla. Es el velo del Fuego creador, el Deus absconditus en la palabra INRI, grabada sobre la cabeza de Jesús en la cruz. Cuando Titurel edifica, pues, su templo místico, es para que arda allí el fuego sagrado de las vestales, de los mazdeos e, incluso de los hebreos, ya que los judíos mantenían un fuego perpetuo en el Templo de Jerusalén. Los doce custodios recuerdan los doce signos del Zodíaco que recorre el Sol, arquetipo del fuego vivo. El recipiente del ídolo del barón De Hammer es idéntico al vaso pirógeno de los parsis, que se representa en llamas. También los egipcios poseían este atributo: Serapis se representa a menudo con el mismo objeto sobre su cabeza, llamado Gardal en las riberas del Nilo. En ese Gardal conservaban los sacerdotes el fuego material, como las sacerdotisas el fuego celeste de Ptah. Para los iniciados de Isis, el Gardal era el jeroglífico del fuego divino. Y ese dios Fuego, ese dios Amor se encarna eternamente en cada ser, ya que todo, en el Universo, tiene su chispa vital. Es el Cordero inmolado desde el comienzo del mundo, que la Iglesia católica ofrece a sus fieles bajo las especies de la Eucaristía conservada en el copón como el sacramento de Amor. El copón —y nadie conciba malos pensamientos—, así como el Graal y las crateras sagradas de todas las religiones, representa el órgano femenino de la generación, y corresponde al vaso cosmogónico de Platón, a la copa de Hermes y de Salomon y la urna de los antiguos Misterios. El Gardal de los egipcios es, pues, la clave del Graal. Es, en suma, la misma palabra. En efecto, de deformación en deformación Gardal se ha convertido en Gradal y, luego, con una especie de aspiración, en Graal. La sangre que bulle en el santo cáliz es la fermentación ígnea de la vida o de la mixtión generadora. No podemos por menos de deplorar la ceguera de aquéllos que se obstinaban en no ver en este símbolo, despojado de sus velos hasta la desnudez, más que una profanación de lo divino. El Pan y el Vino del Sacrificio místico es el espíritu o el fuego en la materia que, por su unión, producen la vida. He aquí por qué los manuales iniciáticos cristianos llamados Evangelios, hacen decir alegóricamente a Cristo: Yo soy la Vida; soy el Pan vivo; he venido a prender fuego en las cosas, y lo envuelven en el dulce signo exotérico del alimento por excelencia».

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 164


La máscara de anciano es el emblema de la sustancia mercurial primaria, a la cual, según dicen los filósofos, todos los metales deben su origen.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 192

Puede verse en el portal occidental de la catedral de Chartres una hermosísima estatua del siglo XII en la que se encuentra el mismo esoterismo luminosamente expresado. Se trata de un anciano de gran tamaño, de piedra, coronado y aureolado —lo que evidencia ya su personalidad hermética—, vestido con el amplio manto del filósofo. Con la mano derecha, sostiene una cítara y eleva con la izquierda una redoma de tripa hinchada como la calabaza de los peregrinos. De pie entre las gradas de un trono, pisotea a dos monstruos con cabeza humana, enlazados, uno de los cuales está provisto de alas y patas de pájaro. Estos monstruos representan los cuerpos brutos cuya descomposición y acoplamiento bajo otra forma, de carácter volátil, proporcionan esa sustancia secreta que llamamos mercurio y que basta por sí sola para realizar la obra entera. La calabaza, que encierra el brebaje del peregrino, es la imagen de las virtudes disolventes de ese mercurio, cabalísticamente denominado peregrino o viajero.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 192


La pretendida Fraternidad de la Rosa Cruz jamás ha tenido existencia social. Los adeptos que llevan título son sólo hermanos por el conocimiento y el éxito de sus trabajos. Ningún juramento los liga, ningún estatuto los vincula entre sí y ninguna regla influye su libre arbitrio, como no sea la disciplina hermética libremente aceptada y voluntariamente observada Todo cuanto se haya podido escribir o contar, según la leyenda atribuida al teólogo de Cawle, es apócrifo y digno, todo lo más, de alimentar la imaginación y la fantasía novelesca de un Bulwer Lytton. Los rosacruces no se conocían No tenían lugar de reunión, ni sede social, ni templo, ni ritual, ni marca exterior de reconocimiento. No pagaban cotizaciones ni jamás hubieran aceptado el título, dado a ciertos otros hermanos, de caballeros del estómago, pues los banquetes les eran desconocidos. Fueron, y son aún, solitarios, trabajadores dispersos por el mundo, investigadores «cosmopolitas» según la más estricta acepción del término. Como los adeptos no reconocen ningún grado jerárquico, resulta que la Rosacruz no es en absoluto un grado, sino tan sólo la consagración de sus trabajos secretos y de la experiencia, luz positiva cuya existencia les había revelado una fe viva. Es cierto que algunos maestros han podido agrupar en torno suyo a jóvenes aspirantes, aceptar la misión de aconsejarlos, de dirigir y orientar sus esfuerzos, y formar pequeños centros iniciáticos de los que eran el alma, a veces reconocida y a menudo misteriosa. Pero aseveramos —y muy pertinentes razones nos permiten hablar así— que jamás hubo, entre los poseedores del título, otro vínculo que el de la verdad científica confirmada por la adquisición de la piedra. Si los rosacruces son hermanos por el descubrimiento, el trabajo y la ciencia, hermanos por los actos y las obras, lo son a manera del concepto filosófico, que considera a todos los individuos miembros de la misma familia humana. En resumen, los grandes autores clásicos que han enseñado en sus obras literarias o artísticas los preceptos de nuestra filosofía y los arcanos del arte, e igualmente los que dejaron pruebas irrefutables de su maestría, todos son hermanos de la verdadera Rosa Cruz. Y a esos sabios, célebres o desconocidos, se dirige el traductor anónimo de un libro afamado cuando dice en su Prefacio: «Como no es sino por la cruz como deben ser probados los verdaderos fieles, he recurrido a vosotros hermanos de la verdadera Rosa Cruz, que poseéis todos los tesoros del mundo. Me someto por entero a vuestros piadosos y sabios consejos, pues sé que no podrán ser sino buenos, ya que me consta hasta qué punto estáis dotados de virtudes por encima del resto de los hombres. Como sois los dispensadores de la ciencia y, por consecuencia, os debo cuanto sé, si puedo decir, no obstante, que sé algo, deseo (según la institución que Dios ha establecido en la Naturaleza) que las cosas vuelvan a su procedencia. Ad locum, dice el Eclesiastés, unde exeunt flumina revertuntur, ut iterum fluant. Todo es vuestro, todo viene de vosotros y todo volverá, pues, a vosotros».

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 206


«La fe sola —escribe un filósofo anónimo— formula una voluntad positiva. La duda la vuelve neutra y el escepticismo, negativa. Creer antes de saber es cruel para los sabios, mas ¿qué queréis? La Naturaleza no se rehará ni siquiera para ellos, y tiene la pretensión de imponernos la fe, es decir, la confianza en ella, a fin de concedernos sus gracias. Confieso, por lo que a mí respecta, que la he considerado siempre bastante generosa para perdonarle esta fantasía».

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 219


Compostela, ciudad emblemática, no está en absoluto situada en tierra española, sino en la tierra misma del sujeto filosófico. Camino rudo, penoso, lleno de imprevistos y de peligro. ¡Ruta larga y fatigosa por la cual el potencial se actualiza y lo oculto se manifiesta! Y esta preparación delicada de la materia prima, o mercurio común, es lo que los sabios han velado tras la alegoría de la peregrinación a Compostela. Creemos haber dicho que nuestro mercurio es ese peregrino, ese viajero al que Miguel Maier consagró uno de sus mejores tratados. Pues bien: utilizando la vía seca, representada por el camino terrestre que sigue, al partir, nuestro peregrino, se consigue exaltar poco a poco la virtud difusa y latente, transformando en actividad lo que no era sino potencia. La operación está terminada cuando aparece en la superficie una estrella brillante, formada por rayos que emanan de un centro único, prototipo de las grandes rosas (rosetones) de nuestras catedrales góticas. Ése es el signo cierto de que el peregrino ha llegado felizmente al término de su primer viaje. Ha recibido la bendición mística de Santiago, confirmada por la huella luminosa que irradiaba, se dice, por encima de la tumba del apóstol. La humilde y común concha que llevaba en el sombrero se ha transformado en astro brillante, en aureola de luz. Materia pura cuya perfección consagra la estrella hermética: es ahora nuestro compuesto, el agua bendita de Compostela (lat. compos, que ha recibido, que posee; stella, estrella) y el alabastro de los sabios (albastrum, contracción de alabastrum, albo astro). También es el vaso de los perfumes, el vaso de alabastro (gr. αλαβαστρον latín alabastrus) y la yema naciente de la flor de sapiencia, rosa hermética.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 250


El análisis del texto de Nicolas Flamel nos reserva, por otra parte, nuevas sorpresas. He aquí, en primer lugar, el pasaje de las Figuras jeroglíficas que contribuyó a extender, entre los alquimistas y los bibliófilos, la casi certidumbre de la realidad del libro llamado de Abraham el Judío: «Así, pues, yo, Nicolas Flamel, escribano, cuando tras el fallecimiento de mis padres me ganaba la vida con nuestro arte de escritura, haciendo inventarios, llevando las cuentas y restando los gastos de los tutores y de los menores, cayó en mis manos, por la suma de dos florines, un libro dorado muy viejo y ancho. No era en absoluto de papel o pergamino, como los otros, sino que estaba hecho, simplemente, de cortezas delgadas (me pareció) de tiernos arbolitos. Su cubierta era de cobre bien fino, toda grabada con letras o figuras extrañas. En cuanto a mí, creo que podían muy bien ser caracteres griegos o de otra lengua antigua parecida. Yo no sabía leerlas, y sé seguro que no eran notas, ni letras latinas o galas, pues entendemos un poco. En cuanto al interior, sus hojas de corteza estaban grabadas, y escritas con gran habilidad con una punta de hierro en hermosas y muy claras letras latinas coloreadas. Contenía tres veces siete hojas…»

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 260


Si el lector ha comprendido lo que deseábamos mostrar, hallará sin dificultades en estas diversas expresiones simbólicas del combate de las dos naturalezas los materiales secretos cuya recíproca destrucción abre la primera puerta de la Obra. Estos cuerpos son los dos dragones de Nicolas Flamel, el águila y el león de Basilio Valentín y el imán y el acero de Filaleteo y del Cosmopolita. En cuanto a la operación por la cual el artista inserta en el sujeto filosofal el agente ígneo del que es animador, los antiguos la han descrito bajo la alegoría del combate del águila y del león o de las dos naturalezas, la una, volátil, y la otra, fija. La Iglesia la ha velado en el dogma, del todo espiritual y rigurosamente verdadero, de la Visitación. A la salida de este artificio, el libro, abierto, muestra sus hojas de corteza grabadas. Aparece entonces, para maravilla de los ojos y gozo del alma, revestido de los signos admirables que manifiestan su cambio de constitución… ¡Prosternaos, magos de Oriente, y vosotros, doctores de ley; inclinad la frente, príncipes soberanos de los persas, de los árabes y de los indios! Contemplad, adorad y callaos, pues no podríais comprender. Se trata de la Obra divina, sobrenatural, inefable, cuyo misterio jamas penetrará ningún mortal. En el firmamento nocturno, silencioso y profundo, brilla una sola estrella, astro inmenso y resplandeciente compuesto por todas las estrellas celestes, vuestra guía luminosa y la antorcha de la universal Sabiduría. Ved cómo la Virgen y Jesús reposan, calmados y serenos, bajo la palmera de Egipto. Un nuevo sol irradia en el centro de la cuna de mimbre, cesta mística que otrora llevaran los cistóforos de Baco y las sacerdotisas de Isis; nuevo sol que es también el Ichthys de las catacumbas cristianas. La antigua profecía, por fin, se ha realizado. ¡Oh, milagro! Dios, señor del Universo, se encarna para la salvación del mundo y nace, en la tierra de los hombres, bajo la forma delicada de un niñito.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 266


La rosa representa, pues, por sí misma la acción del fuego y su duración. Por eso los decoradores medievales trataron de traducir en sus rosetones los movimientos de la materia excitada por el fuego elemental, como puede notarse en el pórtico Norte de la catedral de Chartres, en las rosas de Toul...

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales



SOR NON OMNIBVS AEQVE
La suerte no es igual para todos

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 281


La alegría del adepto reside en su ocupación. El trabajo que le hace sensible y familiar a esta maravilla de la naturaleza —que tantos ignorantes califican de quimérica— constituye su mejor distracción y su más noble gozo. En griego, la palabra χαρα, gozo, deriva de χαιρω gozar, gustar de, complacerse en, y también significa amar. El célebre filósofo alude claramente, pues, a la labor de la Obra, su más querida tarea, de la que tantos símbolos, por otra parte, contribuyen a realzar la brillantez de la suntuosa morada. Más, ¿qué decir?, ¿qué confesar de esta alegría única, satisfacción pura y completa, júbilo íntimo del éxito? Lo menos posible, si no se quiere caer en perjurio, azuzar la envidia de unos, la avidez de otros y los celos de todos, y arriesgarse a convertirse en la víctima de los poderosos. ¿Qué hacer, luego, del resultado del que el artista según las reglas de nuestra disciplina, se compromete a utilizar modestamente para sí mismo? Emplearlo sin cesar para el bien y consagrar sus frutos al ejercicio de la caridad, conforme a los preceptos filosóficos y a la moral cristiana. Finalmente, ¿qué callar? Todo cuanto se refiere al secreto alquímico y concierne a su puesta en práctica, pues al constituir la revelación el privilegio exclusivo de Dios, la divulgación de los procedimientos se mantiene prohibida, no comunicable en lenguaje claro, permitida sólo bajo el velo de la parábola, de la alegoría, de la imagen o de la metáfora. La divisa de Jacques Coeur, pese a su brevedad y sus sobreentendidos, se muestra en concordancia perfecta con las enseñanzas tradicionales de la eterna sabiduría. Ningún filósofo verdaderamente digno de este nombre rehusaría suscribir las reglas de conducta que aquélla expresa y que pueden traducirse así: De la Gran Obra, decir poco, hacer mucho y callar siempre.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 408



Pues las ciencias antiguas, transmitidas bajo el velo de emblemas diversos, se relacionan con la diplomática y se presentan provistas de una significación doble, la una, aparente y comprensible para todos (exoterismo); y la otra, escondida, accesible tan sólo a los iniciados (esoterismo). Si se precisa el símbolo, limitado a su función positiva, normal y definida, y si se lo individualiza hasta el punto de excluir toda idea conexa o relativa, se lo despoja de este doble sentido, de la expresión secundaria que constituye precisamente su valor didáctico y le da su alcance esencial.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 414


El hermetismo enseña que Saturno, representante simbólico del primer metal terrestre, generador de los demás, es también su único y natural disolvente. Pues bien, como todo metal disuelto se asimila al disolvente y pierde sus características, es exacto y lógico pretender que el disolvente «se coma» el metal, y que así el anciano fabuloso devore a su progenie.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 415

En lo que concierne al valor práctico de los atributos de la Justicia, los cuales afectan al trabajo hermético, el estudiante encontrará por experiencia que la energía del espíritu universal tiene su representación en la espada, y que la espada tiene su correspondencia en el Sol en tanto que animador y modificador perpetuo de todas las sustancias corporales. Él es el único agente de las metamorfosis sucesivas de la materia original, objeto y fundamento del Magisterio. Por él, el mercurio se cambia en azufre, el azufre en elixir y el elixir en medicina, recibiendo entonces el nombre de corona del sabio, porque esta triple mutación confirma la verdad de la enseñanza secreta y consagra la gloria de su feliz artesano. La posesión del azufre ardiente y multiplicado, enmascarado bajo el término de piedra filosofal, es para el adepto lo que la tiara para el Papa y la corona, para el monarca: el emblema mayor de la soberanía y la sabiduría.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 422

Herméticamente, se puede considerar la torre como el envoltorio, el refugio, el asilo protector —los mineralogistas dirían la ganga o la escoria— del dragón mercurial. Por otra parte, es la significación de la palabra griega πυργος, torre, asilo, refugio.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 427

Señalemos por fin que la Fortaleza presenta otras improntas del esoterismo que refleja. Las trenzas de su cabellera, jeroglíficos de la irradiación solar, indican que la Obra, sometida a la influencia del astro, no puede ejecutarse sin la colaboración dinámica del sol. La trenza, llamada en griego σειρα, se adopta para figurar la energía vibratoria, porque entre los antiguos pueblos helénicos, el Sol se llamaba σειρ. Las escamas imbricadas sobre la gorguera de la armadura son las de la serpiente, otro emblema del sujeto mercurial y réplica del dragón, también escamoso. Escamas de pescado dispuestas en semicírculo decoran el abdomen y evocan la soldadura al cuerpo humano de una cola de sirena. Pues bien, la sirena, monstruo fabuloso y símbolo hermético, sirve" para caracterizar la unión del azufre naciente que es nuestro pez, y del mercurio común llamado virgen, en el mercurio filosófico o sal de sabiduría. El mismo sentido nos lo suministra la galleta de Reyes, a la que los griegos daban el mismo nombre que a la Luna: σεληνη. Esta palabra, formada por σελας, brillo, y ελη, luz solar, había sido escogida por los iniciados para mostrar que el mercurio filosófico obtiene su brillo del azufre, como la Luna recibe su luz del Sol. Una razón análoga hizo atribuir el nombre de σειρην, sirena, al monstruo mítico resultante de la unión de una mujer y de un pez. Σειρην, término contracto que procede de σειρ, Sol, y de μηνη, Luna, indica asimismo la materia mercurial lunar combinada con la sustancia sulfurosa solar. Es, pues, una traducción idéntica a la del pastel de Reyes, revestido del signo de la luz y de la espiritualidad —la cruz—, testimonio de la encarnación real del rayo solar emanado del Padre universal en la materia grave, matriz de todas las cosas, y terra inanis et vacua de la Escritura.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 428

A propósito de esta ciencia (la ciencia cabalística), se impone una observación, y la creemos tanto más fundada cuanto que el estudiante no prevenido asimila de buen grado la cábala hermética con el sistema de interpretación alegórica que los judíos pretenden haber recibido por tradición, y que denominan cábala. En realidad, nada existe en común entre ambos términos aparte su pronunciación. La cábala hebraica no se ocupa más que de la Biblia, así que se ve estrictamente limitada a la exégesis y a la hermenéutica sagradas. La cábala hermética se aplica a los libros, textos y documentos de las ciencias esotéricas de la Antigüedad, de la Edad Media y de los tiempos modernos. Mientras que la cábala hebraica no es más que un procedimiento basado en la descomposición y la explicación de cada palabra o de cada letra, la cábala hermética, por el contrario, es una verdadera lengua. Y como la gran mayoría de los tratados didácticos de ciencias antiguas están redactados en cábala, o bien utilizan esta lengua en sus pasajes esenciales, y como el mismo gran Arte, según la propia confesión de Artefio, es enteramente cabalístico, el lector nada puede captar de él si no posee al menos los primeros elementos del idioma secreto. En la cábala hebraica, tres sentidos pueden descubrirse en cada palabra sagrada, de donde se deducen tres interpretaciones o cábalas distintas. La primera, llamada Guematria, incluye el análisis del valor numérico o aritmético de las letras que componen el vocablo. La segunda, conocida por Notarikon, establece el significado de cada letra considerada por separado. La tercera o Temurá (es decir cambio, permutación) emplea ciertas transposiciones de letras. Este último sistema, que parece haber sido el más antiguo, data de la época en que florecía la escuela de Alejandría, y fue creada por algunos filósofos judíos deseosos de acomodar las especulaciones de las filosofías griega y oriental con el texto de los libros santos. No nos sorprendería lo más mínimo que la paternidad de este método pudiera atribuirse al judío Filón, cuya reputación fue grande en los comienzos de nuestra Era, porque él es el primer filósofo que se cita que intentó identificar una religión verdadera con la filosofía. Se sabe que trató de conciliar los escritos de Platón y los textos hebreos, interpretando éstos alegóricamente, lo que concuerda perfectamente con la meta perseguida por la cábala hebraica. Sea como fuere, según los trabajos de autores muy serios, no cabría asignar al sistema judío una fecha muy anterior a la Era cristiana retrocediendo incluso el punto de partida de esta interpretación hasta la versión griega de los Setenta (238 antes de J. C.). Pues bien, la cábala hermética era empleada mucho tiempo antes de esta época por los pitagóricos y los discípulos de Tales de Mileto (640-560), fundador de la escuela jonia: Anaximandro, Ferecides de Siros, Anaxímenes de Mileto, Heráclito de Éfeso, Anaxágoras de Clazomene, etc.; en una palabra, por todos los filósofos y los sabios griegos, como lo testimonia el papiro de Leiden. Lo que generalmente también se ignora es que la cábala contiene y conserva lo esencial de la lengua materna de los pelasgos, lengua deformada, pero no destruida, en el griego primitivo; lengua madre de los idiomas occidentales, y particularmente del francés, cuyo origen pelásgico se evidencia de manera indiscutible; lengua admirable que basta conocer un poco para hallar con facilidad, en los diversos dialectos europeos, su sentido real desviado por el tiempo y las migraciones de los pueblos de lenguaje original. A la inversa de la cábala judía, creada por entero a fin de velar, sin duda alguna, lo que el texto sagrado tenía de demasiado claro, la cábala hermética es una preciosa llave que permite a quien la posee abrir las puertas de los santuarios, de esos libros cerrados que son las obras de ciencia tradicional, de extraer su espíritu y de captar su significado secreto. Conocida por Jesús y sus Apóstoles (desdichadamente, debía provocar la primera negación de san Pedro), la cábala era empleada en la Edad Media por los filósofos, los sabios, los literatos y los diplomáticos. Caballeros de orden y caballeros errantes, trovadores, troveros y menestrales, estudiantes viajeros de la famosa escuela de magia de Salamanca, a los que llamamos Venusbergs porque decían proceder de la montaña de Venus, discutían entre ellos en la lengua de los dioses, llamada también gaya ciencia o gay saber, nuestra cábala hermética. Lleva, por supuesto, el nombre y el espíritu de la caballería, cuyo verdadero carácter nos han revelado las obras místicas de Dante. El latín caballus y el griego καβαλλης, significan caballo de carga. Pues bien, nuestra cábala sostiene realmente un peso considerable, la carga de los conocimientos antiguos y de la caballería medieval, pesado bagaje de verdades esotéricas transmitidas por ella a través de las edades. Era la lengua secreta de los caballeros. Iniciados e intelectuales de la Antigüedad poseían todos el conocimiento. Los unos y los otros, a fin de acceder a la plenitud del saber, cabalgaban metafóricamente la yegua (cavale), vehículo espiritual cuya imagen típica es el Pegaso alado de los poetas helénicos. Sólo él facilitaba a los elegidos el acceso a las regiones desconocidas, y les ofrecía la posibilidad de verlo y comprenderlo todo a través del espacio y el tiempo, el éter y la luz… Pegaso, en griego Πηγασος, toma su nombre de la palabra πηγη, fuente, porque, según se dice, hizo brotar de una coz la fuente de Hipocrene, más la verdad es de otro orden. Por el hecho de que la cábala proporciona la causa, da el principio y revela la causa de las ciencias, su jeroglífico animal ha recibido el nombre especial y característico que lleva. Conocer la cábala es hablar la lengua de Pegaso, la lengua del caballo cuyo valor efectivo y potencia esotérica indica expresamente Swift en uno de sus Viajes alegóricos. Lengua misteriosa de los filósofos y discípulos de Hermes, la cábala domina toda la didáctica de la Ars magna, del mismo modo que el simbolismo abarca toda su iconografía. Arte y literatura ofrecen así a la ciencia oculta el apoyo de sus propios recursos y de sus facultades de expresión. De hecho, y pese a su carácter particular y su técnica distinta, la cábala y el simbolismo toman vías diferentes para llegar a la misma meta y para confundirse en la misma enseñanza. Son las dos columnas maestras levantadas sobre las piedras angulares de los cimientos filosóficos que soportan el frontón alquímico del templo de la sabiduría. Todos los idiomas pueden dar asilo al sentido tradicional de las palabras cabalísticas porque la cábala, desprovista de textura y de sintaxis, se adapta con facilidad a cualquier lengua sin alterar su personalidad peculiar. Aporta a los dialectos constituidos la sustancia de su pensamiento, con el significado original de los nombres y de las cualidades. De suerte que una lengua cualquiera es siempre susceptible de ser transportada, de incorporarla, etc. y, en consecuencia, de convertirse en cabalística por la doble acepción que toma de este modo. Aparte su papel alquímico puro, la cábala ha servido de intercambio en la elaboración de muchas obras maestras literarias que muchos diletantes saben apreciar sin sospechar, no obstante, qué tesoros disimulan bajo la gracia, el encanto o la nobleza del estilo. Y es porque sus autores —ya llevaran el nombre de Homero, Virgilio, Ovidio, Platón, Dante o Goethe— fueron todos grandes iniciados. Escribieron sus inmortales obras no tanto para dejar imperecederos monumentos del genio humano a la posteridad, como para instruir a éste acerca de los sublimes conocimientos de los que eran depositarios, y que debían transmitirse en su integridad. Así es como debemos juzgar, fuera de los maestros ya citados, a los artesanos maravillosos de los poemas de caballería, cantares de gesta, etc., pertenecientes al ciclo de la Tabla redonda y del Graal; las obras de François Rabelais y las de Cyrano Bergerac; el Quijote de Miguel de Cervantes; los Viajes de Gulliver de Swift; el Sueño de Polifilo de Francesco Colonna; los Cuentos de mi madre la oca de Perrault; los Cantares del Rey de Navarra de Teobaldo de Champaña; el Diablo predicador, curiosa obra española cuyo autor desconocemos, y gran cantidad de otros libros que no por ser menos célebres les son inferiores en interés y en ciencia.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 431


La verdad, menos abstracta, parece ligada más bien al positivismo alquímico de los atributos de nuestra Virtud cardinal. Generalmente se recomienda unir «a un anciano sano y vigoroso con una joven y hermosa virgen». De estas bodas químicas debe nacer un niño metálico que recibirá el nombre de andrógino, porque participa a la vez de la naturaleza del azufre, su padre, y de la del mercurio, su madre. Pero en este lugar yace un secreto que no hemos descubierto entre los mejores y más sinceros autores. La operación así presentada parece simple y muy natural. Sin embargo, nosotros nos hemos encontrado detenidos durante muchos años por la imposibilidad de obtener algo de ella. Es que los filósofos han soldado hábilmente dos obras sucesivas en una sola, con tanta mayor facilidad cuanto que se trata de operaciones semejantes que conducen a resultados paralelos. Cuando los sabios hablan de su andrógino, entienden por tal vocablo el compuesto artificialmente formado de azufre y mercurio puestos en contacto estrecho o, según la expresión química consagrada, tan sólo combinados. Ello indica, pues, la posesión previa de un azufre y de un mercurio previamente aislados o extraídos, y no de un cuerpo generado directamente por la Naturaleza tras la conjunción del anciano y de la joven virgen. En alquimia práctica, lo que menos se sabe es el comienzo. Asimismo, ésta es la razón por la que aprovechamos todas las ocasiones que se nos ofrecen para hablar del comienzo con preferencia al final de la Obra. Seguimos en esto el consejo autorizado de Basilio Valentín cuando dice que «aquél que tiene la materia encontrará siempre un recipiente para cocerla, y quien tiene harina no debe preocuparse gran cosa por poder hacer pan». Pues bien, la lógica elemental nos conduce a buscar los progenitores del azufre y del mercurio, si deseamos obtener, por su unión, el andrógino filosófico, llamado por otro nombre rebis, compositum de compositis, mercurio animado, etc., materia propia del elixir. De estos progenitores químicos del azufre y del mercurio primarios, uno permanece siempre el mismo, y es la virgen madre. En cuanto al anciano, debe una vez concluida su misión, ceder el sitio al más joven que él. Así, estas dos conjunciones engendrarán cada una un vástago de sexo diferente: el azufre, de complexión seca e ígnea, y el mercurio, de temperamento «linfático y melancólico». Es lo que quieren enseñar Filaleteo y d’Espagnet cuando dicen que «nuestra virgen puede estar casada dos veces sin perder en absoluto su virginidad». Otros se expresan de manera más oscura, y se contentan con asegurar que «el Sol y la Luna del cielo no son los astros de los filósofos». Se debe comprender por ello que el artista jamás encontrará a los progenitores de la piedra, directamente preparados en la Naturaleza, y que deberá formar primero el Sol y la Luna herméticos si no quiere verse frustrado por el fruto preciso de su alianza. Creemos haber dicho bastante sobre el asunto. Pocas palabras bastan al sabio, y quienes han trabajado largo tiempo sabrán aprovecharse de nuestras opiniones. Escribimos para todos, pero no todos pueden comprendernos, porque nos está vedado hablar más abiertamente.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 444


Escribimos para todos, pero no todos pueden comprendernos, porque nos está vedado hablar más abiertamente.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 445


En hermetismo, su significado (el de la serpiente) es análogo al del dragón, que los sabios han adoptado como uno de los representantes del mercurio. Recordemos la serpiente crucificada de Flamel, la de Notre-Darne de París, las de los caduceos, las de los crucifijos de meditación (que salen de un cráneo humano que sirve de base a la cruz divina), la serpiente de Esculapio, el Ouroboros griego —serpens qui caudam devoravit— encargado de traducir el circuito cerrado del pequeño universo que es la Obra, etc. Pues bien; todos estos reptiles están muertos o moribundos, desde el Ouroboros que se devora a sí mismo, hasta los del caduceo, aniquilados de un golpe de vara, pasando por el tentador de Eva, al que la posteridad de la mujer le aplastará la cabeza (Génesis, III, 15). Todos expresan la misma idea, encierran la misma doctrina y obedecen a la misma tradición. Y la serpiente, jeroglífico del principio alquímico primordial, puede justificar el aserto de los sabios, que aseguran que todo cuanto buscan se encuentra contenido en el mercurio. Ella es, en verdad, el motor y la animadora de la gran obra, pues la comienza, la mantiene, la perfecciona y la acaba. Es el círculo místico del que el azufre, embrión del mercurio, marca el punto central a cuyo alrededor efectúa su rotación, trazando así el signo gráfico del Sol, padre de la luz, del espíritu y del oro, dispensador de todos los bienes terrestres. Pero mientras que el dragón representa el mercurio escamoso y volátil, producto de la purificación superficial del sujeto, la serpiente, desprovista de alas, sigue siendo el jeroglífico del mercurio común, puro y limpio, extraído del cuerpo de la Magnesia o materia prima.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 446


… el secreto principal de la obra reside en el artificio de la disolución.
(…)
Todo el arte se reduce, pues, a la disolución; todo depende de ella y de la manera de efectuarla. Tal es el secretum secretorum, la clave del Magisterio escondida bajo el axioma enigmático solve et coagula: disuelve (el cuerpo) y coagula (el espíritu). Y esto se hace en una sola operación que comprende dos disoluciones, una, violenta, peligrosa y desconocida; y la otra, fácil, cómoda y de uso corriente en el laboratorio.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 447


En alquimia, la Obra entera no implica sino una serie de diversas soluciones. No cabe, pues, sorprenderse de la respuesta que da «el Espíritu de Mercurio» al «Hermano Alberto» en el diálogo que Basilio Valentín nos incluye en el libro de las Doce claves, «¿Cómo podría tener yo este cuerpo?», pregunta Alberto. Y el Espíritu le replica: «Por la disolución». Cualquiera que sea la vía empleada, húmeda o seca, la disolución es absolutamente indispensable. ¿Qué es la fusión sino una solución del metal en su propia agua? Del mismo modo, la incuartación, así como la obtención de las aleaciones metálicas, son verdaderas soluciones químicas de metales los unos por los otros. El mercurio, líquido a la temperatura ordinaria, no es otra cosa que un metal fundido y disuelto. Todas las destilaciones, extracciones y purificaciones reclaman una solución previa y no se efectúan sino tras la terminación de dicha solución. ¿Y la reducción? ¿Acaso no es el resultado de dos soluciones sucesivas, la del cuerpo y la del reductor? Si en una solución primera de tricloruro de oro se sumerge una lámina de zinc, inmediatamente se produce una segunda solución, la del zinc, y el oro, reducido, se precipita al estado de polvo amorfo. La copelación demuestra igualmente la necesidad de una solución primera —la del metal precioso aleado o impuro, por el plomo—, mientras que una segunda, la fusión de los óxidos superficiales formados, elimina éstos y perfecciona la operación. En cuanto a las manipulaciones especiales, netamente alquímicas —imbibiciones, digestiones, maduraciones, circulaciones, putrefacciones, etc.—, dependen de una solución anterior y representan otros tantos efectos diferentes de una sola y misma causa. Pero lo que distingue la solución filosófica de todas las demás, y al menos le asegura una real originalidad, es que el disolvente no se asimila al metal básico que se le ofrece. Tan sólo rechaza sus moléculas, por ruptura de cohesión, y se apodera de los fragmentos de azufre puro que puedan retener, y dejan el residuo, formado por la mayor parte del cuerpo, inerte, disgregado, estéril, y completamente irreductible. No cabría obtener con él, pues, una sal metálica, como se hace con ayuda de los ácidos químicos. Por lo demás, el disolvente filosófico, conocido desde la antigüedad, no ha sido utilizado jamás sino en alquimia, por manipuladores expertos en la práctica del «truco» especial que exige su empleo. Del disolvente hablan los sabios cuando dicen que la Obra se hace de una cosa única. Al contrario de los químicos y espagiristas, que disponen de una colección de ácidos variados, los alquimistas no poseen más que un solo agente que ha recibido gran cantidad de nombres diversos, el último de los cuales cronológicamente es el de alkaest.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 449

¡Oh, vanidad de las cosas terrestres! ¡Fragilidad de las riquezas humanas! ¿Qué queda hoy de aquellos cuya gloria debíais conmemorar y cuya grandeza debíais recordar? Un cenotafio. Menos aún: un pretexto del arte, un soporte de ciencia, obra maestra desprovista de utilidad y destino, simple recuerdo histórico, pero cuyo alcance filosófico y cuya enseñanza moral sobrepasan con mucho la trivialidad suntuosa de su primer destino.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 457
El nacimiento enseña poco, pero la muerte, de la que nace la vida, puede revelárnoslo todo. Ella sola detenta las llaves del laboratorio de la Naturaleza; ella sola libera el espíritu, encarcelado en el centro del cuerpo material. Sombra dispensadora de la luz, santuario de la verdad, asilo inviolado de la sabiduría, esconde y oculta celosamente sus tesoros a los mortales timoratos, a los indecisos, a los escépticos, a todos cuantos la desconocen o no osan afrontarla.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 470


A todos los filósofos, a las gentes instruidas sean quienes fueren, a los sabios especialistas tanto como a los simples observadores nos permitimos proponerles esta pregunta: «¿Habéis reflexionado sobre las consecuencias fatales que resultarán de un progreso ilimitado?»

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 472


“Debe buscarse la verdad con simplicidad. Se la encontrará en la Naturaleza. No debe revelarse más que a las gentes de bien.”

Bernardin de Saint-Pierre
Las Moradas Filosofales, página 474


… la Tierra, como todo cuanto vive de ella, en ella y por ella, tiene su tiempo previsto y determinado, sus épocas evolutivas rigurosamente fijadas, establecidas y separadas por otros tantos períodos inactivos. Está, así, condenada a morir a fin de renacer, y estas existencias temporales comprendidas entre su regeneración o renacimiento, y su mutación o muerte, han sido llamadas ciclos por la mayoría de los antiguos filósofos. El ciclo es, pues, el espacio de tiempo que separa dos convulsiones terrestres del mismo orden las cuales se consuman a raíz de una revolución completa de ese Gran Período circular, dividido en cuatro épocas de igual duración, que son las cuatro edades del mundo. Estas cuatro divisiones de la existencia de la Tierra se suceden según el ritmo de las que componen el año solar: primavera, verano, otoño e invierno. Así, las edades cíclicas corresponden a las estaciones del movimiento solar anual, y su conjunto ha recibido las denominaciones de Gran Período, Gran Año y, con más frecuencia aun, de Ciclo solar.

Fulcanelli
Las Moradas Filosofales, página 489

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