“En la juventud, en esa dichosa edad de las ilusiones en la que el entusiasmo hacia la virtud eleva el alma por encima de todas las cosas, se cree firmemente en la virtud misma, y se siente tanta indignación como asombro cuando se la ve escarnecida en el mundo. El joven, a la vista de la maldad que osa menospreciar una por una todas las virtudes, se encuentra siempre en situación violenta; se agita en vanos esfuerzos, en votos estériles hacia el bien, y sufre cruelmente cuando ve que la desvergüenza y la perversidad están adueñadas del mundo… Pero, más tarde, cuando los años van calmando su imaginación, anquilosando su corazón ardiente y apagando los juveniles fulgores de su mente ansiosa; cuando el joven ha adquirido por sí la triste convicción de que se irrita en vano contra algo más fuerte que él y que resulta fatalmente inconmovible; cuando ve que todos los hombres se parecen en su despotismo, en su orgullo y en su hipócrita codicia, llevando la dulzura hasta la bajeza, el interés personal hasta la demencia, y hasta la estupidez la total ignorancia de sus fueros y derechos, siente la tentación de echarlo todo a rodar y volverse escéptico, guardando para sí sus principios redentores y diciendo con el clásico: “¿Sed quid indignor? —Ridere sabius est…”

Robert Watson
En el prefacio a la traducción francesa de la Historia de Felipe II
Tomada del libro El Libro que mata a la Muerte de Mario Roso de Luna, página 341

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