¿Qué clase de seres son estas entidades llamadas djins o jinas, afrites, gulas empusas, proteos, etc., que parecen habitar o frecuentar con preferencia los lugares más apartados del comercio humano y hasta “vivir sin aire” en las mismas entrañas de la Tierra, seres poseedores de esa “cuarta dimensión etérea o astral” que a nosotros nos falta, seres cuyas relaciones con ellos pueden causar nuestra felicidad o nuestra desdicha? ¿Qué tesoros son éstos de los que tan repetidamente se nos habla y que tan seductores naturalmente se nos presentan, y qué losas o piedras misteriosas son las que solapan, se nos dice, a los ojos de los profanos “las entradas del otro mundo de los jinas”, piedras célebres ya en la historia del mito, pues que si un pobre maestro de escuela en la Benarés de nuestros días pudo encontradas antes de hacerse rico, también en el mito universal la encuentran de igual modo el Aladino de Las mil y una noches; el Juanillo el Oso de la leyenda española; el Don Lanzarote del Lago (incidente del sepulcro de Galaz) en la leyenda caballeresca; piedras, en fin, relacionadas con la “Petra” o “Pétera” de los hierofantes iniciadores, con la “Piedra bruta” y la “Piedra tallada y labrada” de la Masonería, con la “Pétera” del Evangelio, con la “Piedra cúbica” de ciertos tratados de construcción tales como el español del arquitecto Herrera, con la “Piedra de Jacob”, y la “Piedra del Destino” o Lía-Fail de Westminster y con las numerosas “Piedras oscilantes” de nuestra prehistoria; piedras que, en unión de los dólmenes, menhires y demás restos druídicos españoles, empiezan hoya bendecir —y ellas sabrán por qué— las autoridades eclesiásticas de nuestra patria.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 9


Si estábamos en “cuarta dimensión hiperfísica”, ¿a qué guardar semejante orden ya que, en la hiperfísica, según el aserto de un Maestro, no existen, a bien decir, pasado, presente ni futuro?

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 11




El jina existe. Le hemos encontrado todos por lo menos una vez en el áspero e iniciático camino de nuestra vida en forma de “hombres y cosas raras”, que ni hemos vuelto a ver ni hemos acertado luego a explicarnos; en forma de “solución imprevista”, venida de ellos, como “ángeles custodios” de la Humanidad en general y en particular de cada uno de nosotros, aunque nosotros, ciegas bestezuelas desconfiadas y escépticas, lo hayamos echado luego, temiéndonos a nosotros mismos, al revuelto saco de lo que llamamos “coincidencias”, “casualidades”, “alucinaciones”.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 15


Si la Sodoma bíblica hubiera sido perdonada, si en ella se hubiesen hallado tan sólo Cinco justos, el mundo actual cuenta con más de cinco y de cinco mil justos, que hagan perdonables, en todos los órdenes, extravíos hijos de la ignorancia egoísta, pues que en este mundo lo que realmente ocurre es que una minaría perversa tiraniza, con las peores artes, a una considerable mayoría de afligidos, de perseguidos, que tienen hambre de Ideal y sed de Justicia distributiva: seres que siguen lo más fielmente posible los tres definitivas preceptos del Derecho romano, cimentadores de todo orden moral no mojigata, a saber: el honeste vivere (vivir honradamente), el alterum non leadere (no dañar a otro) y el suum cuique tribuere (dar a cada uno lo suyo). Semejantes justos, por su parte, tienen, más que el derecho, el deber de comunicarse algún día con los demás Hijos Resplandecientes de un Cosmos que, etimológicamente, no es sino Armonía; es decir, forma universal de la Justicia de las Esferas, que Pitágoras, como justa que era también, ¡oía!…

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 18



Pero se nos dirá: ¿Pueden otros seres del espacio actuar sobre nosotros sin ser vistos? Esta pregunta nos la hicimos antaño al escribir nuestro libro De gentes del otro mundo, libro que no es sino el prólogo del que ahora sometemos al público, y que se encaminó a sugerir, con demostraciones en cierto modo históricas, la existencia de una superhumanidad, una humanidad planetaria o solar, no meramente terrestre como la nuestra, y que independientemente de que sea ella análoga o distinta de la de los demás astros, vive a nuestro lado mismo, sin que de ordinario podamos percibirla merced al simbólico pero efectivo Velo de Isis que nos la oculta, aunque dicho velo se rasgue con bastante más frecuencia de lo que se cree, ora fisiológicamente por el esfuerzo combinado de una ciencia altruista y una virtud sincera, ora patológicamente por otros tristes procedimientos de mala magia, algunos de ellos tenidos por modernos.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 22


¿Ha sonado ya la hora de esta anhelada primavera humana, la hora de que las secretas posibilidades guardadas en cerrada semilla por las religiones bajo la férula de una ciega fe, que no permite el análisis de la razón pura, salgan al exterior robustamente, sin que llegue a helarlas en capullo el aliento de la impía crítica de esos nuevos “cerdos de Epicuro” o sea de los pensadores que, negando ulteriores posibilidades, se aterran a la creencia euclideana de que su mundo de experimentación es el único mundo?

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 25


¡Castigo kármico bien lógico este castigo nuestro, porque es ley del Destino la de que jamás el hombre racional puede estar a nivel de los irracionales, sino que ha de subir por cima, con el noble uso de sus facultades, o ha de caer por bajo, cuando de ellas abusa!

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 28


Todos los ideales han ido cayendo. No se cree ya en nada, en religión como en política. No se espera ya nada, ni nada ya se ama, y un falso misticismo de igorrotes que todo lo aguardan del azar, de lo sobrenatural, del fenomenismo más dislocado y degradante, se extiende por doquier. Nunca han tenido menos solidez que hoy los vínculos de la familia, de la amistad, de la común ideología, jamás ha sido tan materialista el mundo como hoy, y, sin embargo, tan gazmoña, frívola y cobardemente psiquista. Las brujas, echadoras de cartas, hipnotizadores, sugestionadores, ilusionistas, charlatanes de todo jaez, pululan doquiera, en público como en secreto, en los tugurios como en los palacios. Se cree en lo absurdo sólo; en lo increíble, y una racha de locura colectiva, hija de los apocalípticos terrores de la guerra y de las subsiguientes miserias, recorre de parte a parte el planeta. Aquí se ensayan revoluciones, allá militarismos y navalismos, acullá dictaduras, no habiendo casi dos países que coincidan en la más mínima orientación supernacional, con vistas, no al vivir egoísta nacional, sino al vivir humano propiamente dicho.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 28


En el problema del hiperespacio está la clave probable de todos los fenómenos llamados espiritistas, telepáticos, hipnóticos, etc., cuantos hechos de la historia tenidos, más o menos, por efectivos milagros, y que autores tan queridos como Flammarión han tratado de catalogar, bajo el rótulo de Lo Desconocido o Lo maravilloso positivo, como diría nuestro Estanislao Sánchez Calvo. No hay que decir también si ello puede ser clave, tanto para las pretendidas comunicaciones interplanetarias, cuanto para explicarnos la dificultad que tenemos hoy de comunicarnos con los muertos o con seres del otro mundo.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 45


Cómo nos hacemos ilusiones de comunicarnos con otros seres inteligentes extraterrestres, si tenemos sin resolver antes el más elemental y apremiante de los problemas, el de la pretendida Muerte, que quizá nos sirve de vehículo de comunicación, y el de nuestros posibles destinos de ultratumba, que no serán sino la convivencia con aquéllos? ¿Acaso un vivir de meros cincuenta a ochenta años nos da derecho para ponemos al habla con la Eterna Vida? No. Antes de comunicarnos con los seres inteligentes de otros astros, o del espacio mismo, nos es necesario, acaso, el matar en nuestros pechos ese temer a la muerte, causa ancestral de todas nuestras desdichas, y obstáculo el más serio que se ha opuesto siempre a nuestros progresos; porque con el temor a la muerte van indisolublemente unidos todos los demás temores: el temor al dolor, el temor al redentor esfuerzo y, sobre todo, ¡el temor a lo desconocido, que todo lo esteriliza!

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 83


¿Cómo nos hacemos ilusiones de comunicarnos con otros seres inteligentes extraterrestres, si tenemos sin resolver antes el más elemental y apremiante de los problemas, el de la pretendida Muerte, que quizá nos sirve de vehículo de comunicación, y el de nuestros posibles destinos de ultratumba, que no serán sino la convivencia con aquéllos? ¿Acaso un vivir de meros cincuenta a ochenta años nos da derecho para ponemos al habla con la Eterna Vida? No. Antes de comunicarnos con los seres inteligentes de otros astros, o del espacio mismo, nos es necesario, acaso, el matar en nuestros pechos ese temer a la muerte, causa ancestral de todas nuestras desdichas, y obstáculo el más serio que se ha opuesto siempre a nuestros progresos; porque con el temor a la muerte van indisolublemente unidos todos los demás temores: el temor al dolor, el temor al redentor esfuerzo y, sobre todo, ¡el temor a lo desconocido, que todo lo esteriliza!

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 83



Inspirar al hombre piedad y hacerle soportable la vida y sus pesares, eran atenciones preferentes de los Misterios, dándole por recompensa el consuelo o la esperanza de otra vida feliz y eterna. Cicerón decía que no sólo recibían en ellos los iniciados la instrucción que les era necesaria para ser felices en este mundo, sino que también adquirían por medio de ella hermosas esperanzas para el momento de la muerte. Sócrates decía también que era una dicha el ser admitido en los Misterios, porque se tenía por cierta la inmortalidad. Y, en fin, Aristóteles aseguraba que los Misterios no sólo proporcionaban a los iniciados consuelos en esta vida, sino también la ventaja inapreciable de pasar al morir a un estado perfecto de felicidad.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 105


La palabra Misterias, según Demetrius Phalerus, era una expresión metafórica y sinónima de la idea del pavor que ocasionan la obscuridad y el silencio. Siendo la noche la hora en que se practicaban, recibieron también el nombre de ceremonias nocturnas, y, según Apuleyo, en dicha hora era también cuando tenían lugar las iniciaciones en los Misterios de Samotracia y en los de Isis. Nada pudo excitar más vivamente la curiosidad del hombre que los Misterios, en los cuales se enseñaban ciertas verdades que aumentaban su deseo no menos que los obstáculos que entonces, como ahora, detienen al iniciado, quien sólo por intervalos puede llegar al fin a conocer el grande objeto de la iniciación. Hierofantes y legisladores se sirvieron de ella como de un resorte poderoso para hacer adoptar al pueblo ciertos preceptos que hubiera sido difícil hacerle aceptar por la fuerza. Entre los iniciados era un estímulo la idea de querer imitar a la Divinidad, la cual, decían, oculta a nuestra vista los resortes con que mueve el Universo, asegurando que sus alegorías encerraban verdades importantes para más despertar el deseo de conocerlas. Juraban guardar profundo secreto y castigaban con la muerte al indiscreto que los revelaba o al no iniciado que encontraban en el templo, privando, por último, al traidor de toda participación en los Misterios y del trato de los iniciados. Al estímulo del secreto se unía lo difícil de la admisión y los intervalos que tenían lugar en la sucesión de grados. Los que aspiraban a la iniciación del Sol en los Misterios de Mithra, en Persia, pasaban por muchas y terribles pruebas. Empezaban por fáciles ensayos y llegaban por grados a extremos peligrosos, que amenazaban la vida del candidato. Decía Suidas que nadie podía obtener el título de iniciado sin haber demostrado por su constancia en tales pruebas que era hombre virtuoso y estaba exento del influjo de las pasiones. Llegaban a doce las pruebas principales, aunque otros aseguran que era mayor su número. Las pruebas de la iniciación eleusina eran menos terribles, aunque severas, pues hacía pasar al aspirante por intervalos en los cuales permanecía como estacionario, sin poder avanzar, períodos de tiempo que era necesario llenar al ascender de los Pequeños a los Grandes Misterios, causando cierta incertidumbre que alarmaba casi siempre a la curiosidad del candidato. Pitágoras quiso poseer el secreto de la ciencia sagrada de los Padres Egipcios, y fue iniciado en los Misterios de este país, pasando por pruebas terribles, que supo vencer y le hicieron digno de recibir la instrucción a que aspiraba. Los esenios, entre los judíos, no admitían al aspirante en sus Misterios sin haber antes pasado por las pruebas de distintos grados. Llegaban por la iniciación a ser hermanos aquellos que antes no eran más que meros conciudadanos, sujetándose a los nuevos deberes que contraían; como miembros de una fraternidad religiosa que acercaba más y más a los hombres, y en donde el pobre y el débil podían acudir por asistencia al rico o poderoso, a quienes estaban ligados por una verdadera amistad. En los Misterios de Orfeo juzgábase el iniciado libre del imperio del mal y elevado a una existencia superior y feliz; en los de Eleusis decían que sólo para ellos ostentaba el Sol sus más vivos resplandores; igual felicidad prometían a los iniciados en los Misterios de Cibeles y de Atis. En los Misterios de Mithra era costumbre repetir al iniciado una leyenda sobre la justicia, recomendando a los hombres una virtud de que daban ejemplo, y era motivo de duelo en las ceremonias de la iniciación la supuesta muerte del Sol, celebrando luego su resurrección con las mayores muestras de regocijo; estas ceremonias se hicieron extensivas a las iniciaciones en los Misterios de Adonis, que se practicaban en la Fenicia. Tales eran, de un modo general, según Servet, los Misterios o doctrinas primitivas que encontramos esparcidos en fragmentos de las obras de la antigüedad y que así han llegado hasta nosotros. Ahora, como entonces, ocupa al hombre el estudio del gran número de teorías referentes a las leyes de la Naturaleza y sus misterios, teorías anticipadas por los antiguos, cuyo profundo saber debemos buscar, no en sus obras filosóficas, sino en los símbolos que empleaban para enseñar las grandes ideas. Sin embargo, poco a poco fueron perdiendo los Misterios su importancia primitiva, hasta desaparecer o, por lo menos, ocultarse. “Día vendrá, ¡oh, hijo mío! —dice el Tres veces grande Trimegistus—, en que los misterios contenidos en los sagrados jeroglíficos egipcios no vendrán a ser más que ídolos. El mundo entonces tomará equivocadamente por dioses a los santos emblemas de la ciencia, y acusará al Egipto de haber adorado a monstruos infernales. Pero aquellos que de semejante modo nos calumnien adorarán a la Muerte en lugar de adorar a la Vida; seguirán a la locura en vez de practicar la sabiduría; atacarán al amor y a la fecundidad; a manera, de reliquias, llenarán sus templos con huesos de hombres muertos, y en soledad y llanto malograrán a su juventud. Sus vírgenes serán viudas (monjas) antes de ser esposas, y ellas se consumirán en el dolor porque los hombres habrán despreciado y profanado los sagrados misterios de Isis”. Cuentan, por su parte, los clásicos romanos que cuando Cicerón regresó, ya iniciado en los Misterios de Eleusis, y fue preguntado acerca de sus impresiones respecto de ellos, hubo de decir que las inefables enseñanzas en ellos recibidas no podía revelarlas a los profanos; pero que, desde el día feliz en que recibió sus secretos, había ya adquirido el pleno y personal convencimiento acerca de la continuidad de la conciencia más allá de la tumba; ES DECIR, QUE HABÍA MATADO A LA MUERTE MISMA. Así se explican las alabanzas que a la regeneración espiritual o nuevo nacimiento operado por los Misterios, consagró después, en unión de tantos otros ilustres romanos, según enseña el propio historiador César Cantú.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 107


… la hermosísima parábola del sembrador…

1. En aquel día saliendo Jesús se sentó en la orilla del mar. - 2. Y se llegaron a él muchas gentes, por manera que entrando en un barco se sentó en él, quedando toda la gente en la ribera. 3. Y les habló muchas cosas por parábolas, diciendo: "He aquí que salió un sembrador a sembrar. - 4. Y cuando sembraba, cayeron algunas semillas junto al camino y vinieron las aves del cielo y se las comieron. - 5. Otras cayeron en lugares pedregosos en donde no tenían mucha tierra, naciendo al punto por lo mismo que no tenían tierra profunda. - 6. Mas, en saliendo el sol, se secaron y quemaron porque no tenían raíz. - 7. Otras cayeron entre espinas y, creciendo las espinas, quedaron ahogadas. - 8. Y otras, cayendo en tierra buena, rindieron, al fin, su fruto: una a ciento, otra a sesenta y otra a treinta. - 9. El que tenga oreja para oír, que oiga. - 10. Mas, los discípulos, llegándose a él, le dijeron: “¿Por qué les hablas por parábolas?” - 11. A lo que el Maestro les respondió: “Porque a vosotros tan sólo os es dado el saber los misterios del Reino de los Cielos, cosa que aún no es dado a ellos. —12. Pues al que tiene, a ése se le dará y tendrá más, pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará. - 13. Por eso les hablo por parábolas, porque viendo, no ven, y oyendo, no oyen ni entienden. - 14. Cumpliéndose en ellos la profecía de Isaías que dice: vuestro oído oirá, y no entenderéis, y vuestro ojo verá, y no veréis. - 15. Porque el corazón de este pueblo se ha hecho más grosero y ha cerrado sus ojos para no ver, y tapado sus orejas para no oír, y apartado de mí su corazón para no ser convertidos y sanados. - 16. Mas, bienaventurados vuestros ojos, porque ya ven, y vuestros oídos, porque ya oyen. 17. Vosotros, pues, oíd la palabra del que siembra. —18. Cualquiera que escucha la palabra del reino de Dios y no la entiende, viene el malo y arrebata lo que se sembró en su corazón: éste es el que fue sembrado junto al camino. —19. Mas el que fue sembrado sobre las piedras, éste es el que oye la palabra, y por el pronto la recibe con gozo. - 20. Pero no tiene en sí raíz, antes es de poca duración, y cuando le sobreviene tribulación y persecución por la palabra, se escandaliza luego. - 21. Y el que fue sembrado entre espinas, éste es el que oye la palabra, pero los cuidados de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan la palabra y queda infructuosa. - 22. Y el que fue sembrado en tierra buena, éste es el que oye la palabra y la entiende y lleva fruto: y uno lleva a ciento, otro a sesenta y otro a treinta.

Llegados aquí, no podemos menos de preguntarnos: ¿Por qué tamaña coincidencia entre todas las religiones del mundo? Y la contestación no puede ser otra que ésta: —Porque todas las religiones, como derivadas de un primitivo Tronco, guardaban como el más preciado de sus misterios prácticos el de la única arma que verdaderamente puede matar a la Intrusa.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 112


¿A qué seguir, si la historia de cada mito, la vida de cada hombre, cada nación, y aun la humanidad entera, están llenas de semejantes casos? Diríase, además, como que en ese oculto mundo jina se lleva muy al por menor y con supremo esmero la cuenta estricta de las justicias e injusticias de este mundo nuestro, para imponerle las rectificaciones, sanciones y orientaciones que en cada momento son precisas para la curvilínea marcha de la Historia, y digo curvilínea porque en ella, meditando un poco, se ven claramente las dos fuerzas determinantes de tales ciclos o curvas, a saber: la jina del Bien, que emana de ellos, apoyándose en los pocos justos que siempre hay en cada tiempo y país; la elementaria o del Mal, prevalida en su inferioridad respecto de aquella otra, por el desdichado apoyo que les prestamos con nuestras insaciables pasiones egoístas. Esta es, y no otra, la batalla continua de la vida, en la que siempre se respeta nuestra libertad para el bien como para el mal, y en la que se forman los héroes o superhombres; los seres intermediarios entre este nuestro mundo de la vulgaridad animal y el excelso de los genios o jinas. "Hay en lontananza —canta Lohengrin al darse a conocer a la estupefacta asamblea en el supremo momento de la despedida— un mundo inaccesible, un lugar sagrado llamado Montsalvat. Allí se eleva un Templo Indestructible, cuyo brillo y esplendores no tienen rivales en la Tierra. En sus muros, como en efectiva Sancta-Sanctorum, se conserva celosamente un Vaso augusto que los ángeles o dhyanis (¿jinas?) entregaron a la piadosa guarda de los hombres más puros. Una Paloma (Hamsa o Cisne protector), cruzando el espacio, acude cada año a renovar sus esplendores… ¡Es el SANTO GRIAL! El tesoro que infunde inextinguible ardor en los caballeros que le custodian. Quien alcanza la gloria de servirle, queda ipso facto investido de un poder subrehumano (el Poder Mágico), y seguro ya de su victoria, tiene en su potente mano la suerte de los malvados. Aun cuando haya de trasladarse a lejanas comarcas para proteger la virtud escarnecida y el derecho menospreciado, su poder subsiste y su fuerza es sagrada todo el tiempo que su alto título y excelsa condición sean ignorados por todos (secreto iniciático). Tan sublime y maravilloso Misterio no debe, no, ofrecerse a la mirada de los mortales. Por eso ninguno de los nuestros elude la severa ley y, al descubrirse su incógnita primera, ha de partir. ¡He aquí, pues, que yo descorro el Velo antes de irme!… ¡Parsifal es mi padre y el Santo Grial mi patria! ¡Yo SOY LOHENGRIN!

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 269


Al llegar, en efecto, el hombre a la época en que ya puede alcanzar a comprender cuanto le rodea, no habrá uno que no pare su atención y se pregunte a sí mismo: ¿Qué es la vida? ¿Cuál es el lugar que me toca en este mundo? ¿Por ventura, estas dotes que me hacen superior a todos los animales, estarán destinadas a perecer? Desde el monarca más poderoso hasta el obrero más humilde, la mente humana divaga en el círculo de tales preguntas. Y no se diga que la limitada inteligencia de algunos les priva de semejante idea, pues el espíritu de conservación y el anhelo de inmortalidad a todos nos domina. El morir es fuerza, pero el ansia de vivir es un instinto invencible. Nacido el hombre para ser educado, en su educación consiste la bonanza o la desdicha de su vida. Tierno arbolito que se doblega a la voluntad del jardinero que le cuida, en la pericia de éste, del educador, estriba todo, sin negar por ello la diversidad nativa de las inclinaciones y temperamentos. Como dice Rousseau, la primera voz del recién nacido es un gemido, una prisión su primera envoltura. Ningún ser más desvalido que él, ni más desventurado; ninguno más torpe, endeble y necesitado de amparo, y ninguno más nacido para vivir en sociedad, por tanto. Con lágrimas venimos; con lágrimas mediamos en nuestra carrera, y con lágrimas, en fin, solemos despedimos de la tierra. Colocados en un punto casi imperceptible del espacio, juguetes de nuestras pasiones y esclavos de nuestras dolencias, somos arrastrados de continuo como una pluma que se lleva el viento. Y, sin embargo, existe en el hombre una facultad poderosa que, abstrayéndole de esta lacrimosa vida, encuentra inesperados recursos, propios para hacerla, no sólo tolerable, sino hasta lisonjera. La poca felicidad de que gozamos aquí abajo, más se la debemos, en efecto, a nuestra creadora imaginación que a los hechos verdaderos. Cimentados están en su propia mente, ese insondable seno de nuestra alma que no puede expresar ningún vocablo, los goces más excelsos y expansivos que disfrutar podemos… Mas ¡oh condición mísera de la naturaleza humana!, para lograr tamaños goces, también es preciso antes sufrir. En la infancia, cuando la razón yace en capullo, los goces y padecimientos del nuevo ser son meramente físicos. Acariciado por todos los que mira, el niño se considera con derecho a exigirlo todo. Como sus armas sean las lágrimas, usa de ellas como el mejor guerrero, y así, retozando en su casa como el corderillo al lado de su madre en pleno campo, pasa el niño una vida bastante cercana todavía a la de los animales, aunque tranquila. Mas la hora de la razón y de la responsabilidad suena al fin, y el hombre entra de lleno en el mundo, y entra encontrando precisamente en esta difícil época un gran vado en su corazón… Inquieto se revuelve; alza su vista al azulado cielo, presintiendo en sí ya un gran misterio, del que nada, en verdad, alcanza a comprender; siente inundarse de tristeza su alterado pecho, y busca fuera de sí propio ya la satisfacción integral de su afán, que no es sino la ley natural de la conservación de la especie humana, cifrada en la ley imperiosa del amor entre los sexos. El amor le embarga entonces sus facultades todas; el amor le arrastra por entre peligros sin cuento, y el amor, en fin, ese mismo que tan puro se le presenta en el primer momento, acaba a veces sumiéndole en mísera corrupción. Poco diestro todavía el ya joven en el arte de pensar, se siente arrastrado por la pasión y su tiranía… Pero una ley superior aun a la pasión misma ataja bien pronto su locura. En vano intenta el joven soslayar su fallo, pues que allí mismo, donde la Naturaleza puso el deleite, le colocó también el hastío, cual si la vida humana estuviese obligada a caminar siempre entre la flor y la espina, no siéndonos dable el coger la primera sin clavarnos dolorosamente la senda, únicamente nos está permitido en el dilema el buscar flores con la mayor hermosura posible, y al par también con las menores espinas. Tales flores no son, empero, aquellas que aparecen a primera vista más galanas y radiantes, con perfume tan intenso que embriagan al pronto, aunque al final fastidien; ni tampoco aquellas que por todas partes brindan el ser cogidas, sino otras flores más modestas, sencillas, suaves: las tranquilas virtudes, que cimentadas en un trabajo moderado y adornadas de un sentimiento exquisito, realzan, por encima de todo lo mortal, la excelsa condición trascendente del hombre. El encontrar tan bellísimas flores debe ser el noble afán de todo hombre sensato. Sus espinas acaban también tornándose en flores nuevas, y los eternos goces que ellas deparan, de tal modo superan a los padecimientos sufridos para conseguidas, que llegan a borrarse, al fin, estos últimos.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 330


El género humano ha sido criado para ser feliz, no para ser desgraciado, y el imaginar que el natural destino de la humanidad es el vivir martirizada, es, a más de una impiedad absurda, una atroz impostura; porque no cabe pensar ni un momento que las preciosas facultades con las que contamos para adquirir las virtudes dichas nos hayan sido dadas por la Naturaleza para que las dejemos inactivas o, lo que es peor, para que las apliquemos locamente para nuestro tormento y nuestra ruina, siendo una gran fortuna el que verdad tan consoladora sea axiomática, casi instintiva, como todas aquellas que llevan en sí el sello de la Naturaleza misma… Pobre, y aun algo más, es, pues, la sentencia que se pone en boca de Dios, una vez que hubo creado a la primera pareja humana: Crescite et multiplicamini et implevit terram, se dice que dijo; yo más bien habría puesto: ¡Creced, multiplicaos y SED felices!
(…)
A primera vista no parece, sino que el hombre es feliz en tanto que goza, de modo que, si le fuera posible una sucesión dilatada de placeres, sin que ninguna desazón o pesar viniera a perturbarlos, se contemplaría feliz en el grado más eminente. Y es tan universal la coincidencia en este punto, que todas las religiones están de acuerdo en proclamar la existencia de un paraíso o gloria, donde el justo, después de muerto, goza sin intermisión de la dicha más fecunda y perdurable que la imaginación puede concebir. Hay, sin embargo, un gran escollo en este punto, a saber: que es sobrado culpable que quien antes no se ve aquejado de alguna dolencia o atormentado por alguna aflicción, no puede verse libre de ella, como no puede disfrutar del placer de descansar quien no está fatigado, del de comer quien está inapetente, del de beber quien no tiene sed. Y del propio modo no puede sentir los placeres que resultan de contentar las pasiones, ya sean sensitivas, ya afectivas, ya intelectuales, quien antes no se vea apremiado por estas pasiones mismas. En resumen: no hay placer sino al satisfacer algún deseo. Y: como los deseos no son sino la expresión de las necesidades, se deduce que es imposible el placer sin que le preceda la correspondiente necesidad de cuya satisfacción el placer resulta, o, en otros términos, que no nos es dable el gozar sin que anden alternados la necesidad, el anhelo determinante del malestar y el placer que por el subsiguiente bienestar se origina, o, en fin: no hay gozar allí donde no anden siempre alternados el mal con el bien.
(…)
¿Quién será, pues, el hombre más infeliz? Aquel, sin duda, que, encontrándose con muchas y muy grandes necesidades, carezca totalmente de medios para satisfacerlas. ¿Quién el más feliz? Aquel que cuente con más completos medios de satisfacer sus multiplicados deseos. ¿Será tan feliz, en fin, el hombre que, teniendo pocas necesidades, esté, sin embargo, provisto de todos los medios para satisfacerlas, como aquel otro que teniendo muchas necesidades pueda también proveer a todas ellas? Sin duda, la felicidad del uno y del otro puede tenerse por completa; pero, pues goza más quien más deseos contenta, puede también asegurarse que será una felicidad más rica en placeres la del segundo que la del primero.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 332-333


Está tan maleada, por desgracia, nuestra presente humanidad, y la historia tan llena de errores (no digamos patrañas, porque, al tenor de la etimología, “patraña” es “cosa de los padres” o santa tradición), que siempre nos sería lícito, por vía de asepsia moral, el buscar la Verdad en esas poderosas fuentes de Belleza prístina que se llaman “las fábulas” y “los niños”.


Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 344


Y el sitio reputado por mejor para la iniciación paleolítica, como para tantas otras ulteriores, hasta llegar a la misma edad presente, lo fue la cueva, antro o gruta. Ella estaba lo más alejada del profano, lo más inadvertida para él y más inaccesible. Su casto ocultamiento en las piadosas entrañas de la Madre Tierra la ponía a cubierto de los agentes destructores naturales: sol, lluvia, viento, vegetación y rigores de temperatura, pues sabido es que en el seno de la gruta o mina la temperatura es más constante, la acción metamorfoseadora vegetal no tiene acceso, y todo hace de ella un verdadero retiro de los mundanales ruidos, que diría el clásico. Por otra parte, el antro, cueva o gruta respondía del modo más admirable a la divina ley de analogía que al Cosmos rige. En efecto; si todos hemos sido concebidos y hemos nacido en humana matriz, natural era que quien entraba profano en la gruta para luego salir iniciado de ella, naciese a la nueva vida superior de la iniciación de otra matriz o cueva, de la Madre Tierra, y así se le llamase “neófito”, nuevamente nacido; tanto que los brahmanes de Oriente, fieles conservadores de este rito tradicional eterno, cuando han sido iniciados en el templo, hipogeo de su culto, se denominan a sí propios desde entonces dwija o “dos veces nacidos”, cosa respecto a la que hay infinidad de alusiones en las propias Epístolas de San Pablo, iniciado también, como es sabido.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 399


Y aquí entra quizá toda la parte relativa a las debatidas “pinturas rupestres”, sobre la que tan a ciegas caminan, como de costumbre, nuestros doctos, por apartarse de la idea de continuidad religiosa, que debiera ser básica en semejantes investigaciones, En efecto, no hay sino examinar imparcialmente los célebres “bisontes” de la cueva de Altamira para convencerse de que tales animales no significan nada de lo que aquellos doctos han creído ser “representaciones de magia de caza”, ni tampoco uno como emboutement hechiceril, o “trampa para cazar espíritus”, según la peregrina frase de cierto profesor extranjero y sacerdote católico, muy bienquisto de los altos poderes con ocasión de otra de estas cosas; profesor tan bienquisto que se le acaba de otorgar, de Real orden, una cátedra universitaria, mientras que se les niega a hombres como nosotros, “¡por ser buddhistasl” —dicen—, ¡La fértil fantasía de esos sabios, que rechazan precisamente como fantástico todo cuanto no cuadra a sus propios y sectarios prejuicios, les ha llevado a pensar que los primitivos paleolíticos y neolíticos soñaban así, por procedimientos mágicos de dentro de las cuevas, con “hechizar”, “sugestionar” cándidamente a aquellos animales de su época para que tuvieran a bien el ser cazados!… No. El “bisonte” de Altamira, ni es tal bisonte ni representa magia de caza alguna; como que es sencillamente uno de tantos símbolos arcaicos de la sagrada Vaca religiosa, símbolo que luego pasó al jainismo, al parsismo, al brahmanismo, al judaísmo y al mahometismo; la Vaca nutridora, la diosa Isis, en fin, o sea la Luna; mejor dicho, la ternera sagrada, su hija, es decir, la Madre Tierra que nos sustenta a todos con su ubérrima fecundidad de virgen impoluta, y aun, si se quiere, una variante anticipada del hipo-cántaro aristofanesco, aquel ser mitad caballo, mitad escarabajo que con su bolita de basura y todo —¡la bola de basura de la Tierra!— admiramos en la comedia La Paz del clásico griego… Para convencerse de ello no hay sino contemplar la enorme, la simbólica y redondeada giba que llevan las pinturas de todos esos animales sagrados. Al modo mismo que los pueblos greco-latinos representaron al gigante Atlas —es decir, al símbolo de la raza atlante, precursora de la aria— llevando el globo terráqueo sobre sus espaldas, los paleolíticos representaron la esférica masa del globo terráqueo cargando sobre los lomos o espaldas de la dicha Vaca. Con ello nos daban simbólicamente dos cosas, a cuál más sugestiva: Una, la redondez de la Tierra, que era uno de los secretos del santuario, secreto por cuya revelación se vieron castigados en Grecia Anaximandro, Esquilo y quizá Sócrates mismo. Otra, la del carácter “animal” de la Tierra misma, como uno de tantos “seres vivos” de la gran familia celeste, esa excelsa “familia” que tenía otros doce animales sagrados en el Zodíaco —Aries, el cordero; Tauro, el toro; etc.—, y cien más en las restantes constelaciones del cielo: la Serpiente, el Lobo, el Centauro, el Cisne…

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 402



“Hay que repetirlo una y mil veces. La contraposición entre la idea religiosa de los primitivos arios, que se dice eran de raza solar, y los arios degenerados (brahmanes y semitas, tanto asiáticos como europeos), que son la raza lunar o inferior y la de la despreciable raza terrestre (mlechas o ‘esclavos de sus pasiones’), estriba precisamente en todo lo relativo a la VACA SAGRADA; fuente extraña de altas revelaciones, para los primeros, y blanco luego de todo odio y de todo sacrificio cruento de la misma Vaca, para los segundos.”

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 404


Por cierto, que el reparto que de la tierra hiciesen dichos tres hijos de Noé-Saturno está referido en el Critias, de Platón, en estos términos: “Cuando los dioses se repartieron la Tierra, tuvieron en cuenta la diversidad de regiones, porque no sería justo el pensar que los dioses ignorasen lo que conviene a cada uno de ellos, y se pusiesen a disputar para despojarse los unos a los otros. La justicia presidió, por tanto, a semejante reparto, dando a cada uno la comarca que le era más agradable, y en ella se establecieron, llevándose consigo los animales que les pertenecían, del mismo modo que los pastores su ganado, no haciéndose violencias personales, como los pastores, que conducen a palos a sus ganados, sino tratando al hombre cual animal dócil y dirigiéndole desde lo alto de la proa como con una especie de timón, es decir, con la persuasión que ejercían sobre sus almas, al tenor de sus vidas respectivas, pues esta y no otra es la manera como conducen a la especie humana toda. Así, las diversas comarcas pertenecieron a sus respectivos dioses, y fueron gobernadas por ellos”.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 433


Es más: en las iniciaciones egipcias más solemnes de los maestros, cuyo ceremonial es recordado hasta en nuestros días por otras instituciones que se dicen sus herederas, está probado que el iniciador o hierofante, sometía al candidato a una especie de trance hipnótico que dejaba inerte, desmayado y como muerto a su cuerpo físico, al par que llevaba al alma por los amplios confines del mundo jina o de lo astral y lo etéreo en verdaderas peregrinaciones que la tradición ha llamado, verbigracia, “el descenso de Orfeo a los infiernos (Hades) para liberar a Eurídice”, “el de Perseo para liberar a Andrómeda”, “el de Pitágoras”, “el de Telémaco en busca de su padre Ulises”, etc., etc. No hay que decir con esto que, a partir de semejante momento, luego que al tercer día el inerte cuerpo del candidato despertaba de su letargo físico bajo el primer rayo del sol naciente conservando plena conciencia sin embargo de que se había visto cadáver (en su cuerpo de carne), al par que vivo (en su doble astral, cuerpo en el que recibiera la iniciación), el iniciado no temiese ya en adelante a la muerte (según la propia frase de Cicerón al volver de su iniciación eleusina), y estuviese apto para realizar, con desprecio de una muerte que ya para él la mentira, los mayores heroísmos.

Mario Roso de Luna
El libro que mata a la muerte o Libro de los jinas, página 543


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