Una de las condiciones de la iluminación ha sido siempre la disposición a abandonar lo que pensamos saber para apreciar verdades que nunca habíamos imaginado. Podemos tener que desaprender mucho de la religión antes de que podamos avanzar hacia una nueva comprensión. No es fácil hablar de lo que llamamos «Dios», y la búsqueda religiosa empieza a menudo con la disolución deliberada de los patrones ordinarios de pensamiento. Esto puede ser lo que algunos de nuestros antepasados más antiguos trataron de crear en sus extraordinarios templos subterráneos.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 12
El deseo de cultivar el sentido de lo trascendente puede ser la característica que define lo humano.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 27
La religión no era algo añadido a la condición humana, un extra opcional impuesto por sacerdotes desaprensivos. El deseo de cultivar el sentido de lo trascendente puede ser la característica que define lo humano. Hacia 9000 a. e. c., cuando los seres humanos desarrollaron la agricultura y no dependían ya de la carne animal, los antiguos ritos de caza perdieron algo de su atractivo y se dejó de visitar las cuevas. Pero no se desechó completamente la religión. Más bien se desarrolló un nuevo conjunto de mitos y rituales basados en la fecundidad de la tierra que llenó a los hombres y mujeres del Neolítico de un temor o sobrecogimiento religioso. El cultivo de los campos se convirtió en el ritual que reemplazó a la caza, y la Tierra nutriente tomó el lugar del Señor de los Animales. Antes del período moderno, la mayoría de los hombres y las mujeres se sentían naturalmente inclinados hacia la religión y estaban dispuestos a trabajar en ella. En la actualidad, muchos de nosotros no estamos ya dispuestos a realizar ese esfuerzo, por eso los mitos antiguos nos parecen arbitrarios, lejanos e increíbles. Como en el arte, las verdades de la religión requieren el cultivo disciplinado de un modo diferente de consciencia. La experiencia de la cueva comenzaba siempre con la desorientación en una oscuridad completa, que aniquilaba los hábitos normales de la mente. Los seres humanos están constituidos de manera que periódicamente buscan el ekstasis, la experiencia de «salirse» de la norma. Actualmente, quienes no la encuentran ya en el ámbito religioso recurren a otras salidas: música, danza, arte, sexo, drogas o deporte. Damos gran importancia a la búsqueda de esas experiencias que nos afectan en lo más profundo y nos elevan momentáneamente más allá de nosotros mismos. En esos momentos, sentimos que habitamos nuestra humanidad con mayor plenitud que de costumbre, y experimentamos una elevación de nuestro ser.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 27
Tal vez aquellas sociedades antiguas trataban de expresar su sentido de lo que el filósofo alemán Martin Heidegger (1899-1976) llamó «el Ser», la energía fundamental que sostiene y anima todo lo que existe. El Ser es trascendente. No se le puede ver, tocar ni oír; tan sólo se le puede observar en acción en las personas, objetos y fuerzas naturales que nos rodean. Por los documentos del Neolítico tardío y de las sociedades pastoriles sabemos que el Ser, mejor que un ser, era venerado como el poder sagrado supremo. Es imposible definirlo o describirlo, porque el Ser lo abarca todo y nuestras mentes sólo están preparadas para tratar con seres particulares, que únicamente pueden participar en él de una manera limitada. Pero algunos objetos se convirtieron en símbolos elocuentes del poder del Ser, que los sostenía y brillaba a través de ellos con una especial claridad. Una piedra o una roca (símbolos frecuentes de lo sagrado) expresaban la estabilidad y durabilidad del Ser; la Luna, su poder de renovación sin fin; el firmamento, su trascendencia altísima, su ubicuidad y universalidad. Ninguno de esos símbolos era venerado por sí mismo ni en sí mismo. La gente no se inclinaba y adoraba una roca tout court; la roca era simplemente un foco que dirigía su atención a la esencia misteriosa de la vida. El Ser enlazaba todas las cosas; humanos, animales, plantas, insectos, estrellas y aves, todos compartían la vida divina que sostenía el cosmos entero. Sabemos, por ejemplo, que las antiguas tribus arias, que habían vivido en las estepas caucásicas desde aproximadamente el 4500 a. e. c., veneraban a una fuerza impersonal, invisible, dentro de sí mismos y en todos los demás fenómenos naturales. Todo era una manifestación de este «Espíritu» omnipenetrante (sánscrito: manya). No había, por lo tanto, ninguna creencia en un único ser supremo en el mundo antiguo. Tal criatura sólo podría ser un ser, más grande y mejor que cualquier otro, quizá, pero, en todo caso, una realidad incompleta, finita. Les parecía natural imaginar una raza de seres espirituales de naturaleza superior a ellos, a los que denominaban «dioses». Después de todo, había muchas fuerzas ocultas en acción en el mundo —el viento, el calor, la emoción, el aire— y se las identificó con frecuencia con dioses. Por ejemplo, el dios ario Agni era el fuego que había transformado la vida humana, y como dios personalizado simbolizaba la profunda afinidad que la gente sentía con esas fuerzas sagradas. Los arios llamaban a sus dioses «los brillantes» (devas) porque el Espíritu resplandecía a través de ellos más brillantemente que a través de las criaturas mortales; pero estos dioses no tenían ningún control sobre el mundo: no eran omniscientes y estaban obligados, como todo lo demás, a someterse al orden trascendente que mantiene todo en la existencia, que mantiene a las estrellas en sus trayectorias, hace que las estaciones se sucedan unas a otras y obliga a los mares a permanecer en sus límites.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 29
Hacia el siglo X a. e. c., cuando algunos arios se habían establecido en el subcontinente indio, estos dieron un nombre nuevo a la realidad última. Brahman era el principio invisible que permitía que todas las cosas crecieran y florecieran. Era un poder superior, más profundo y más fundamental que los dioses. Dado que trascendía las limitaciones de la personalidad, sería enteramente inapropiado rezar a Brahman o esperar que respondiera a nuestras súplicas. Brahman era la energía sagrada que mantenía unidos todos los elementos dispares del mundo e impedía que se desmoronaran. Brahman tenía un grado de realidad infinitamente mayor que las criaturas mortales, cuya vida estaba limitada por la ignorancia, la enfermedad, el dolor y la muerte. No se podía definir Brahman, porque el lenguaje se refiere únicamente a seres individuales, y Brahman era «el todo»: todo lo que existía, así como el sentido interno de toda existencia. Aunque los seres humanos no pudieran pensar sobre Brahman, tenían indicios de él en los himnos del Rig Veda, la Escritura aria más importante. A diferencia de los cazadores de Lascaux, los arios no parecen haber pensado fácilmente en imágenes. Uno de sus símbolos principales de lo divino era el sonido, cuyo poder y cualidad intangible parecía una encarnación particularmente acertada del Brahman omnipenetrante. Cuando el sacerdote cantaba los himnos védicos, la música llenaba el ambiente y entraba en la consciencia de la comunidad, de manera que todos se sentían rodeados por la divinidad e impregnados por ella. Estos himnos, revelados a los antiguos «videntes» (rishis), no hablan de doctrinas que los fieles estuvieran obligados a creer, sino que se refieren a los mitos antiguos de una forma alusiva, enigmática, porque la verdad que trataban de transmitir no podía estar contenida en una presentación netamente lógica. Su belleza conmocionaba a la audiencia haciéndola entrar en un estado de sobrecogimiento, maravilla, temor y deleite. Tenían que descifrar el significado subyacente de esos poemas paradójicos que unían cosas aparentemente sin relación, así como el Brahman oculto reunía los elementos dispares del universo en un conjunto coherente. Durante el siglo X, los sacerdotes brahmanes desarrollaron la competición de Brahmodya, que llegaría a ser un modelo de verdadero discurso religioso. Los participantes empezaban haciendo un retiro en el bosque, donde realizaban ciertos ejercicios espirituales, como ayunos y control de la respiración, que concentraban su mente y provocaban un tipo diferente de conciencia. Luego, podía comenzar la contienda. Su objetivo era encontrar una fórmula verbal para definir el Brahman, llevando el lenguaje tan lejos como se pudiera en ese proceso, hasta que, finalmente, se derrumbaba y todos se hacían vívidamente conscientes de lo inefable, de lo otro. Uno de los participantes proponía una pregunta enigmática y su adversario tenía que replicar de una manera que fuera adecuada pero igualmente inescrutable. El ganador era el que reducía a sus adversarios al silencio, y en ese momento de silencio, cuando el lenguaje revelaba su insuficiencia, el Brahman estaba presente; se hacía manifiesto sólo en la imponente comprensión de la impotencia del discurso. La realidad suprema no era un dios personalizado, por lo tanto, sino un misterio trascendente que nunca podía ser alcanzado. Los chinos lo llamaron Dao, la «Vía» fundamental del cosmos. Puesto que comprendía el conjunto de la realidad, el Dao no tenía cualidades, ni forma; podía ser experimentado, pero no visto; no era un dios; precedía al Cielo y a la Tierra, y estaba más allá de la divinidad. No se podía decir nada sobre el Dao, porque trascendía las categorías ordinarias: era más antiguo que la antigüedad y, sin embargo, no era viejo; puesto que estaba más allá de cualquier modalidad de «existencia» conocida por los seres humanos; no era ni ser ni no ser. Contenía los innumerables patrones, formas y posibilidades que hacían que el mundo fuera como era y dirigía el flujo interminable de cambio y devenir que vemos a nuestro alrededor. Existía de un modo en el que todas las distinciones que caracterizan nuestras formas normales de pensamiento se volvían irrelevantes. En el Oriente Medio, la región en que se desarrollarían los monoteísmos occidentales, existía una noción semejante de lo supremo. En Mesopotamia, la palabra acádica para «divinidad» era ilam, un poder radiante que trascendía cualquier deidad particular. Los dioses no eran el origen de ilam, sino que, como todo lo demás, sólo podían reflejarlo. La principal característica de esta «divinidad» era ellu («sacralidad» o «santidad»), palabra que tenía connotaciones de «brillantez», «pureza» y «luminosidad». A los dioses se les denominaba «los santos» porque sus historias, efigies y cultos simbólicos evocaban el resplandor de ellu para sus adoradores. El pueblo de Israel llamaba a su deidad patronal «el santo de Israel», Elohim, una variante hebrea de ellu que resumía todo lo que podía significar lo divino para los seres humanos. Pero la sacralidad no se limitaba a los dioses. Cualquier cosa que entrara en contacto con la divinidad podía también convertirse en sagrada: un sacerdote, un rey o un templo, incluso los utensilios sagrados del culto. En el Oriente Medio, habría parecido demasiado opresivo limitar el ilam a un único dios; en lugar de eso, imaginaron una Asamblea Divina, un consejo de dioses de múltiples rangos diferentes, que trabajan juntos para sostener el cosmos y expresaban la complejidad multifacética de lo sagrado.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 31
… hasta comienzos de la época moderna, nadie leyó una cosmología como un relato literal de los orígenes de la existencia. El mundo antiguo estaba inspirado por un agudo sentido de la contingencia y la fragilidad de la vida. ¿Por qué surgió algo cuando podría muy fácilmente no haber nada? Nunca ha habido una respuesta sencilla, o meramente posible, a esta pregunta, pero los seres humanos siguen planteándosela, llevando su mente hasta el límite de lo que podemos conocer.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 35
Un buen mito de la creación no describía un acontecimiento del pasado distante, sino que contaba a las gentes algo esencial sobre el presente. Les recordaba que, con frecuencia, las cosas tenían que empeorar antes de que mejoraran; que la creatividad exigía el autosacrificio y la lucha heroica; y que todo el mundo tenía que esforzarse por preservar las energías del cosmos y establecer la sociedad sobre un fundamento sólido. Un relato de la creación era principalmente terapéutico.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 37
La cosmología no estaba influida por la especulación científica contemporánea, porque exploraba el mundo interior más que el exterior. Los sacerdotes de Mesopotamia emprendieron las primeras observaciones astronómicas con éxito, observando que los siete cuerpos celestes que divisaban —conocidos más tarde como Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno— se movían en una trayectoria aparentemente circular a través de las constelaciones.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 38
Los sabios upanishádicos se encuentran entre los primeros en articular otro de los principios universales de la religión, principio que ya se había tratado por encima al hablar del mito de Purusha. Las verdades de la religión son accesibles solamente cuando se está preparado para deshacerse del egoísmo, la codicia y la preocupación por uno mismo que, tal vez de forma inevitable, tiñen nuestros pensamientos y nuestra conducta, pero que son también la fuente de gran parte de nuestro dolor. Los griegos llamarían a este proceso kenosis, «vaciarse». Una vez que se ha abandonado el anhelo inquieto de promocionarse a uno mismo, denigrar a los otros, atraer la atención sobre las cualidades únicas y especiales de uno mismo y asegurar que se es el primero en la jerarquía, se experimenta una paz inmensa. Las primeras Upanishads se escribieron en una época en que las comunidades arias estaban en las primeras etapas de urbanización; el logos les había permitido dominar su entorno. Pero los sabios les recordaban que había algunas cosas —vejez, enfermedad y muerte— que no podían controlar; algunas cosas —como su yo esencial— que estaban más allá de la comprensión intelectual. Cuando, como resultado de unas prácticas espirituales cuidadosamente elaboradas, se aprendía no sólo a aceptar, sino a abrazar este desconocer, se descubría una sensación de liberación.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 42
Como la Brahmodya, cualquier discusión sobre el atman en las Upanishads terminaba siempre en el silencio, en el reconocimiento numinoso de que la realidad última está más allá de la competencia del lenguaje. El auténtico discurso religioso no puede llevar a una verdad clara, distinta y empíricamente verificada. Como Brahman, el atman es «inasible». Sólo podemos definir algo cuando lo vemos de forma separada de nosotros. Pero «cuando el todo» [Brahman] se ha convertido en el yo de una persona, entonces, ¿quién está ahí para verlo y por qué medio? ¿Quién está ahí para pensar sobre mí y por qué medio? Pero si se aprende a «comprender» la verdad de que el «Yo» más auténtico es idéntico a Brahman, se comprende que está también «más allá del hambre y la sed, la tristeza y el engaño, la vejez y la muerte». No se puede alcanzar esta intuición mediante la lógica racional. Se tiene que adquirir la facilidad de pensar desde fuera del yo «inferior» y eso, como cualquier oficio o habilidad, requiere una práctica larga, dura y entregada. Una de las principales técnicas que permitían alcanzar este olvido de sí era el yoga. A diferencia de lo que se practica actualmente en los gimnasios de Occidente, el yoga no era un ejercicio aeróbico, sino una ruptura sistemática del comportamiento instintivo y los patrones normales de pensamiento. Era mentalmente exigente y, en principio, físicamente doloroso. El yogui tenía que hacer lo contrario de lo que de forma natural le apetecía. Se sentaba tan quieto que parecía más una planta o una estatua que un ser humano; controlaba su respiración, una de nuestras funciones físicas más automáticas y esenciales, hasta que adquiría la capacidad de vivir durante largos períodos sin respirar en absoluto. Aprendía a silenciar los pensamientos que corrían por su mente y se concentraba «en un punto» durante horas seguidas. Si perseveraba, descubría que lograba la disolución de la conciencia ordinaria, que extraía el «yo» de su pensamiento.
(…)
Pero el yoga tenía también una dimensión ética. No se permitía que el principiante ejecutara un solo ejercicio de yoga hasta que hubiera completado un intenso programa moral. En lo alto de la lista de exigencias estaba ahimsa, «no hacer daño». El yogui no debe aplastar un mosquito, no debe hacer un gesto de irritación ni hablar de manera poco amable a los otros, sino que debe mantener una afabilidad constante hacia todos, incluso hacia el monje más irritante de la comunidad. Hasta que su gurú estuviera convencido de que esa se había convertido en su segunda naturaleza, un yogui no podía siquiera sentarse en la postura yóguica. Gran parte de la agresividad, frustración, hostilidad y rabia que desluce nuestra paz mental es el resultado de un egoísmo frustrante, pero cuando el yogui aspirante llegaba a ser competente en esta ecuanimidad desinteresada, los textos nos dicen que experimentaba una «alegría indescriptible».
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 43-44
La religión no es un asunto teórico. El Buda, por ejemplo, tuvo poco tiempo para la especulación teológica. Uno de sus monjes era un filósofo frustrado, y, en vez de continuar con su yoga, daba constantemente la lata al Buda con cuestiones metafísicas: ¿Hay un Dios? ¿Ha sido creado el mundo en el tiempo o ha existido desde siempre? El Buda le decía que era como un hombre al que hubieran disparado una flecha envenenada y que rechazaba el tratamiento médico hasta que se hubiera descubierto el nombre de su atacante y de qué ciudad procedía. Moriría antes de lograr esa información perfectamente inútil. ¿Qué diferencia establecería el hecho de descubrir que un dios había creado el mundo? Dolor, odio, pena y tristeza seguirían existiendo. Esas cuestiones eran fascinantes, pero el Buda se negaba a hablar de ellas porque eran irrelevantes: «Queridos discípulos, no os ayudarán, no son útiles en la búsqueda de la santidad; no llevan a la paz y al conocimiento directo del Nirvana»
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 46
El Buda se negó siempre a definir el Nirvana, porque no se podía comprender de manera teórica y sería inexplicable para cualquiera que no emprendiera su régimen práctico de meditación y compasión. Pero quien se comprometiera —él o ella— en el modo de vida budista podría alcanzar el Nirvana, que era un estado enteramente natural. A veces, sin embargo, los budistas hablaban del Nirvana usando el mismo tipo de representaciones que los monoteístas usaban para Dios: era «la Verdad», «la Otra Orilla», «la Paz», «el Eterno», y «el Más Allá». Nirvana era un centro inmóvil que daba sentido a la vida, un oasis de paz, y una fuente de fuerza que se descubre en las profundidades del propio ser. En términos puramente mundanos, era «nada», porque no correspondía a ninguna realidad que pudiéramos reconocer en nuestra existencia dominada por el ego. Pero quienes se las han arreglado para descubrir esta paz sagrada, descubren que tienen una vida inmensamente más rica. No se trata de «creer» en la existencia del Nirvana ni de aceptarlo «desde la fe». El Buda no tenía tiempo para formulaciones doctrinales abstractas divorciadas de la acción. En realidad, aceptar un dogma por la autoridad de algún otro es algo que él calificaba de «torpe» o «inútil» (akusala). No puede llevar a la iluminación porque equivale a una abdicación de la responsabilidad individual. La fe implica confianza en que el Nirvana existe y la determinación de realizarlo por todos los medios prácticos que están al alcance de cada uno. Nirvana es el resultado natural de una existencia vivida según la doctrina búdica de anatta («ningún yo»), que no es simplemente un principio metafísico, sino, como todas sus enseñanzas, un programa de acción. Anatta requiere que los budistas se comporten día a día, hora tras hora, como si el yo no existiera. Los pensamientos del «yo» llevan no sólo a una preocupación «inútil» (akusala) por el «mí» y lo «mío», sino también a la envidia, el odio a los rivales, el engreimiento, el orgullo, la crueldad y —cuando el yo se siente amenazado— la violencia. Cuando un monje llegaba a ser experto en cultivar esta falta de pasión, ya no interponía el ego al pasar por los estados mentales, sino que aprendía a considerar sus temores y deseos como fenómenos transitorios y lejanos. Estaba entonces maduro para la iluminación: «Su codicia se desvanece, y una vez que desaparecen sus anhelos, experimenta la liberación de la mente». Los textos indican que cuando los primeros discípulos del Buda oyeron hablar de anatta, su corazón se llenó de alegría e inmediatamente experimentaron el Nirvana. Vivir más allá del alcance del odio, la codicia y la inquietud sobre el propio estatus demostró ser un profundo alivio. Con mucho, la mejor manera de alcanzar anatta era la compasión, la capacidad de sentir con el otro, lo que requería destronarse a sí mismo del centro del mundo y poner allí al otro. La compasión llegaría a ser la práctica central de la búsqueda religiosa.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 46
La religión, tal como la definieron los grandes sabios de la India, China y Oriente Medio, no era una actividad teórica, sino práctica; no requería la creencia en un conjunto de doctrinas, sino trabajo duro, disciplinado, sin el cual, cualquier enseñanza religiosa se mantenía opaca e increíble. La realidad última no era un Ser Supremo, idea por completo ajena a la sensibilidad religiosa de la Antigüedad; era una realidad omniabarcante, totalmente trascendente que quedaba más allá de las formulaciones doctrinales netas. Por eso, el discurso religioso no debía tratar de comunicar una información clara sobre lo divino, sino que debía conducir al reconocimiento de los límites del lenguaje y el entendimiento. Lo supremo no era ajeno a los seres humanos, sino inseparable de la humanidad. No se podía acceder a ello mediante el pensamiento racional, discursivo, sino que exigía un estado mental cuidadosamente cultivado y la abnegación del desinterés.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 50
Algunos cristianos occidentales leen el relato como si fuera un informe sobre hechos reales del pecado original que condenó al género humano a la perdición eterna. Pero esta es una interpretación peculiarmente cristiana, introducida de manera polémica por san Agustín de Hipona sólo a principios del siglo V. El relato de Edén nunca fue interpretado así en la tradición judía ni en la tradición cristiana ortodoxa. Sin embargo, tendemos a ver estos relatos antiguos a través del filtro de la historia posterior, y proyectamos creencias actuales sobre textos que en origen significaban algo muy distinto.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 52
Pero cuando en la polis se desarrolló el concepto de individuo, los griegos desearon una espiritualidad más personal junto al culto público, y desarrollaron el culto de los Misterios. La palabra «misterio» precisa ser aclarada. El musterion no era ni un vago abandono de la racionalidad ni un revolcarse de forma inmoderada en un galimatías. En realidad, los Misterios tendrían un efecto profundo en el nuevo racionalismo filosófico. Musterion significaba «iniciación»; no era algo que se pensaba (¡o se dejaba de pensar!), sino algo que se hacía. Los Misterios que se desarrollaron durante el siglo VI eran psicodramas cuidadosamente elaborados en los que los mystai («iniciados») tenían una experiencia abrumadora de lo sagrado que, en muchos casos, transformaba enteramente su percepción de la vida y de la muerte.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 87
Sócrates fue un llamamiento viviente al deber fundamental del autoexamen estricto. Se describía a sí mismo como un tábano, picando perpetuamente en la conciencia de los demás, obligándoles a despertar, a que cuestionaran cada una de sus opiniones y se ocuparan de su progreso espiritual. Lo importante no era la solución a un problema, sino el camino que la persona seguía en su búsqueda. Filosofar no era apalear al adversario para que aceptara tu punto de vista, sino combatir con uno mismo. Al final de su perturbadora conversación con Sócrates, Laques tuvo una «conversión» (metanoia), literalmente, un «darse la vuelta». Esto no significaba que hubiera aceptado una verdad doctrinal nueva; al contrario, había descubierto que, como el propio Sócrates, no sabía nada en absoluto. Sócrates le había hecho comprender que el sistema de valores por el que había vivido carecía de fundamento; como resultado, para avanzar de manera auténtica, su nuevo yo debía basarse en la duda (aporia) y no en la certeza. El tipo de sabiduría que Sócrates ofrecía no se lograba adquiriendo conocimientos, sino aprendiendo a ser de una manera diferente.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 98
En nuestra sociedad, la discusión racional es con frecuencia agresiva, puesto que los participantes no luchan habitualmente consigo mismos, sino que hacen todo lo que pueden para demostrar la invalidez del punto de vista de sus adversarios.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 99
Sócrates dijo una vez que, como su madre, él era una partera cuya tarea era ayudar a su interlocutor a engendrar un nuevo yo. Como cualquier buena iniciación, un diálogo logrado debía conducir al ekstasis: aprendiendo a vivir cada uno en el punto de vista del otro, los conversadores eran llevados más allá de sí mismos. Todo el que entraba en diálogo con Sócrates tenía que estar dispuesto a cambiar; tenía que tener fe (pistis) en que Sócrates le conduciría a través del vértigo inicial de la aporia de manera que encontrara placer en ello. Al final de este ritual intelectual, si había respondido honrada y generosamente, el iniciado se habría convertido en filósofo, alguien que comprendía que carecía de sabiduría, la anhelaba, pero que sabía que él no era lo que debía ser. Como el mystes, se había convertido en «un extraño para sí mismo». Esta búsqueda implacable de la sabiduría hacía al filósofo atopos, «inclasificable». Esta era la razón de que Sócrates no fuera como los demás; no le preocupaba el dinero ni el ascenso social, y ni siquiera le preocupaba su propia seguridad.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 100
En un célebre relato talmúdico, se decía que Hillel había formulado una versión judía de la Regla de Oro de Confucio. Un día, un pagano se le acercó y le prometió convertirse al judaísmo si él podía enseñarle toda la Torah permaneciendo de pie sobre una sola pierna. Hillel respondió: «Lo que es odioso para ti, no lo desees para los demás. Esa es toda la Torah, y el resto no es sino su comentario. Ve y aprende eso»
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 119
Poco después de la destrucción de Jerusalén, cuando él y sus compañeros tuvieron ocasión de pasear por delante de los edificios arruinados del templo, Rabí Josué fue incapaz de contener su pena: «¡Ay! Qué desgracia que este lugar, donde los pecados de Israel encuentran reparación, haya sido arrasado». Pero Rabí Yojanán replicó tranquilamente: «No llores. Tenemos una reparación igual a la del templo en la realización de actos de amor, pues está dicho: “Quiero amor y no sacrificios”»
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 120
En el judaísmo rabínico, la religión de Israel alcanzó la mayoría de edad, desarrollando el mismo tipo de ethos compasivo que las religiones orientales. Los rabinos consideraban el odio a cualquier ser humano hecho a imagen de Dios equivalente al ateísmo; por eso, el asesinato no sólo era un crimen contra la humanidad, sino un sacrilegio: «La Escritura nos dice que quien derrame sangre humana debe ser considerado como si hubiera ofendido a la imagen divina». Dios había creado a un único hombre al principio del tiempo para enseñarnos que la destrucción de una sola vida era equivalente a la aniquilación del mundo entero; a la inversa, salvar una vida redimía a toda la humanidad. Humillar a alguien, incluso a un esclavo o a un goy, era una desfiguración sacrílega de la imagen de Dios, y una calumnia maliciosa negaba la existencia de Dios. Cualquier interpretación de la Escritura que alimentara el odio o el desprecio hacia los demás era ilegítima, mientras que una buena exégesis sembraba el afecto y disipaba la discordia. Cualquiera que estudiara la Escritura adecuadamente estaba lleno de amor, explicaba Rabí Meir; y alguien así «ama la Presencia Divina (Shekhinah) y ama a todas las criaturas, regocija a la Presencia Divina y regocija a todas las criaturas»
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 120
Quien suponga que la religión revelada requiere ceñirse de forma timorata a una verdad fija, inalterable y evidente debería leer a los rabinos. El midrash les exigía «investigar» e «ir en busca» de intuiciones nuevas. Los rabinos usaban las antiguas Escrituras no para retirarse al pasado, sino para que les impulsaran en las incertidumbres del mundo posterior al templo. Como los filósofos helenísticos, los judíos habían empezado a construir un «bricolaje» intelectual, reinterpretando creativamente los textos autoritativos disponibles para llevar la tradición hacia delante. Pero ya se habían puesto en marcha, de manera instintiva, hacia algunos de los grandes principios que habían inspirado a las otras grandes tradiciones para encontrar un significado trascendente en medio de la tragedia de la vida. También ellos subrayaban ahora la importancia de la compasión; y así fueron desarrollando una espiritualidad más interior.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 122
La concepción y el nacimiento inusuales de Jesús no fueron de ningún modo la manera principal en que los primeros cristianos expresaron el sentimiento de su filiación divina. Pablo creía que había sido «designado» «hijo de Dios» en su resurrección. Marcos pensaba que recibió su misión en el bautismo, como los antiguos reyes de Israel, que habían sido «adoptados» por Yahweh en su coronación. Cita incluso el antiguo salmo de coronación. En otra ocasión, cuando Jesús llevó a tres de sus discípulos a una montaña elevada, los Evangelios le muestran siendo «ungido» como un profeta. Se «transfiguró» ante ellos, su rostro y sus vestidos brillaban como el sol; los discípulos le vieron hablando con Moisés y Elías mientras una voz celestial, citando el mismo himno, afirmaba: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco»]. Sin embargo, ¿no insistía Jesús constantemente en que sus discípulos reconocieran su estatus divino, casi como una condición de discipulado? En los Evangelios, le oímos una vez tras otra regañar a sus discípulos por su falta de «fe» y alabando la «fe» de los gentiles, que parecen haberle comprendido mejor que sus compañeros judíos. A quienes le pedían una curación les exigía que tuvieran «fe» antes de que él pudiera obrar el milagro; y algunos ruegan: «Señor, creo, ayuda mi poca fe». No encontramos esta preocupación por la «creencia» en las demás grandes tradiciones. ¿Por qué Jesús la valoraba tanto? La sencilla respuesta es que no lo hacía. La palabra traducida como «fe» en el Nuevo Testamento es el griego pistis (forma verbal, pisteuo), que significa «confianza», lealtad, empeño, compromiso. Jesús no pedía a la gente que «creyera» en su divinidad, porque no planteaba esa pretensión. Pedía compromiso. Quería discípulos que se comprometieran con su misión, que dieran todo lo que tuvieran a los pobres, dieran de comer a los hambrientos, se negaran a dejarse obstaculizar por los lazos familiares, abandonaran su orgullo, dejaran a un lado su engreimiento y su sentimiento de superioridad, vivieran como las aves del cielo y los lirios del campo, y confiaran en el Dios que era su padre. Debían difundir la buena noticia del Reino a todo Israel —incluso a las prostitutas y los recaudadores de impuestos— y llevar una vida compasiva, no limitando su benevolencia a las personas respetables y convencionalmente virtuosas. Esa pistis podía mover montañas y desencadenar un potencial humano insospechado. Cuando san Jerónimo (ca. 342-420) tradujo el Nuevo Testamento del griego al latín, pistis se convirtió en fides («lealtad»). Fides no tenía ninguna forma verbal, por eso para pisteuo Jerónimo usó el verbo latino credo, palabra que derivaba de cor do: «doy mi corazón». No pensó en usar opinor («sostengo una opinión»). Y al traducirse la Biblia al inglés, credo y pisteuo se convirtieron en I believe [«yo creo»] en la versión del rey Jacobo (1611). Pero la palabra belief [«creencia»], ha cambiado su significado desde entonces. En inglés medio, bileven significaba «apreciar», «valorar», «estimar». Estaba relacionado con el belieben («amar») y el liebe («amado») germanos y el libido latino. Así pues, originalmente «creencia» significaba «lealtad a una persona a la que se está ligado por promesa o deber».
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 130
Es en este contexto en el que deberíamos analizar la discutida cuestión de los milagros de Jesús. Desde la Ilustración, cuando la verificación empírica se volvió importante en la justificación de cualquier «creencia», muchas personas —cristianos y ateos por igual— supusieron que Jesús realizó esos milagros para probar su divinidad. Pero en el mundo antiguo los «milagros» eran corrientes y, aunque sorprendentes y significativos, no se pensaba que indicaran que el hacedor del milagro fuera de ninguna manera sobrehumano. Había tantas fuerzas invisibles para las que la ciencia del momento no tenía explicación, que parecía bastante razonable suponer que los espíritus afectaban a la vida humana, y los griegos consultaban de forma rutinaria a un dios antes que a un médico. En efecto, dado el estado de la medicina antes del período moderno, probablemente esta era la opción más segura y prudente. Algunas personas tenían una capacidad especial para manipular los poderes malignos que se pensaba que causaban la enfermedad, y los judíos en particular eran conocidos por ser curadores expertos. En el siglo IX a. e. c., los profetas Elías y Eliseo habían realizado milagros similares a los de Jesús, pero nunca nadie sugirió que pudieran ser dioses. Jesús procedía de Galilea, al norte de Palestina, donde existía una tradición de hombres devotos (hasidim) que eran hacedores de milagros. A mediados del siglo I a. e. c., las oraciones de Honi, el Trazador de Círculos, habían puesto fin a una severa sequía, y poco después de la destrucción del templo Hanina ben Dosa había sido capaz, como Jesús, de curar a un enfermo sin ni siquiera visitar su lecho. Pero nadie, y menos que nadie los propios hasidim, pensaba que fueran otra cosa que seres humanos ordinarios. Probablemente Jesús se presentaba como un hasid de esta tradición, y parece que fue un exorcista muy experto. La gente que sufría de epilepsia o de enfermedades mentales, para las que no había ninguna otra cura, consultaban de manera natural a los exorcistas, algunos de los cuales podrían haber procurado una mejora en enfermedades que tenían un fuerte componente psicosomático. Pero como Honi, Jesús dejó muy claro que debía sus milagros a las «fuerzas» (dunamis) de Dios que obraban a través de él, e insistía en que cualquiera que confiara lo bastante en Dios podría hacer cosas aún mayores
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 132
El midrash no era un ejercicio solitario; más bien, como el diálogo socrático, era una empresa compartida. Los rabinos habían conservado la antigua veneración por la comunicación oral y, en los primeros tiempos de Yavneh, no consignaban sus tradiciones por escrito, sino que las aprendían de memoria. Los graduados de la academia eran llamados tannaim, «repetidores», porque recitaban la Torah en voz alta y desarrollaban juntos su midrash en la conversación. La Casa de Estudios no era como una silenciosa biblioteca moderna, sino un lugar ruidoso, con debates clamorosos. Sin embargo, cuando la situación política en Palestina se deterioró, los rabinos pensaron que necesitaban un registro escrito de estas discusiones, y entre 135 y 160 recopilaron una Escritura enteramente nueva, a la que llamaron Mishnah, una antología de las enseñanzas orales recogidas en Yavneh. La Mishnah estaba deliberadamente construida como una réplica del templo perdido; sus seis partes (sederim) sostenían el edificio literario a modo de pilares. Estudiando las leyes y las ordenanzas entonces ya trágicamente obsoletas, los estudiantes podían no obstante honrar la presencia divina en el mundo posterior al templo.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 137
En la Mishnah, los rabinos acumularon miles de nuevas reglas que regulaban las vidas de los judíos hasta el más pequeño detalle para ayudarles a hacerse conscientes de la presencia continua de la Shekhinah entre ellos. No tenían ningún interés en las «creencias», sino que se centraban en la conducta práctica.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 138
Cuando el cristianismo se extendió por el mundo helenístico, los conversos más cultos aportaron las intuiciones y las esperanzas de su educación griega. Desde fecha muy temprana, consideraron el cristianismo una philosophia que tenía mucho en común con las escuelas griegas. Se necesitaba valor para hacerse cristiano, porque las iglesias estaban sometidas a esporádicas pero intensas oleadas de persecución por parte de las autoridades romanas. Cuando se vio que Jesús no regresaba, el cristianismo judío desapareció, y hacia principios del siglo II, cristianismo y judaísmo rabínico se separaron. Una vez que los cristianos dejaron claro que no eran ya miembros de la sinagoga, los romanos los consideraron fanáticos impíos que habían cometido el pecado capital de romper con la fe paterna. Los cristianos fueron acusados de ateísmo porque se negaban a honrar a los dioses patronales del Imperio; por eso algunos intentaron probar que el cristianismo no era una superstitio, sino una nueva escuela de filosofía.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 140
El Bavli ha sido… descrito como el primer texto interactivo
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 140
Como cualquier religión o philosophia, el islam era una forma de vivir (din). El mensaje fundamental del Corán no era una doctrina, sino un llamamiento ético a la compasión expresada de manera práctica: es malo construir una fortuna privada y es bueno compartir de un modo justo la riqueza y crear una sociedad justa en la que los pobres y la gente vulnerable sean tratados con respeto. Los cinco «pilares» del islam son miqra, un llamamiento a una actividad entregada: oración, ayuno, limosnas y peregrinación.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 148
En el Corán se llama kafirun a las personas que se opusieron al islam cuando Muhammad empezó a predicar en La Meca. La traducción habitual es sumamente engañosa: no significa «no creyentes» ni «infieles»; la raíz KFR significa «ingratitud descarada», rechazo descortés y arrogante de algo ofrecido con gran amabilidad. La teología de los kafirun era muy correcta: todos ellos daban por supuesto, por ejemplo, que Dios creó el mundo. No se les condenaba por su «increencia», sino por su actitud ofensiva y desconsiderada hacia los otros, por su orgullo, engreimiento, chauvinismo e incapacidad para aceptar la crítica. Los kafirun nunca tienen en consideración una idea que sea nueva para ellos, porque piensan que ya lo saben todo. Por lo tanto, se burlan del Corán, aprovechando cualquier oportunidad para hacer gala de su inteligencia. Sobre todo, son jahili: crónicamente «irascibles», extremadamente sensibles a su honor y su prestigio, con una tendencia destructiva a las represalias violentas. Los musulmanes tienen la orden de responder a ese comportamiento ofensivo con hilm («indulgencia») y tranquila cortesía, dejando la venganza a Allah. Deben «andar suavemente por la tierra», y cada vez que los kafirun les ofendan, deben limitarse a replicar: Salam («paz»). No se trataba de una lectura simplista, literal, de la Escritura. Cada imagen, declaración y versículo del Corán se llama ayah («signo», «símbolo», «parábola»), porque sólo podemos hablar de Dios analógicamente. Las grandes ayat de la Creación y del Juicio Final no se proponen para imponer la «creencia», sino que son llamamientos a la acción. Los musulmanes deben traducir estas doctrinas al comportamiento práctico. La ayah del Ultimo Día, cuando la gente descubra que su riqueza no puede salvarla, debería hacer que los musulmanes examinen su conducta aquí y ahora: ¿se están comportando de manera amable y justa con los necesitados? Deben imitar la generosidad de Allah, que creó las maravillas de este mundo tan muníficamente y lo sostiene de forma tan benevolente. Al principio, se conoció la religión como tazakka («refinamiento»). Atendiendo compasivamente a los pobres, liberando a sus esclavos y realizando cada día, cada hora, pequeños actos de amabilidad, los musulmanes adquirirían un espíritu responsable, solícito, purgándose del orgullo y el egoísmo. Modelando su conducta sobre la del Creador, lograrían el refinamiento espiritual. En esos días primeros, los musulmanes no veían el islam como una religión nueva, exclusiva, sino como una continuación de la fe primordial de las «gentes del Libro», los judíos y los cristianos. En un pasaje sorprendente, Dios insiste en que los musulmanes deben aceptar de forma indiscriminada las revelaciones de cada uno de los mensajeros de Dios: Abraham, Isaac, Ismael, Jacob, Moisés, Jesús y todos los demás profetas. El Corán es simplemente una «confirmación» de las Escrituras anteriores. Nadie debía ser obligado a aceptar el islam, porque cada una de las tradiciones reveladas tenía su propio din; no era la voluntad de Dios que todos los seres humanos pertenecieran a la misma comunidad de fe. Dios no era propiedad exclusiva de ninguna tradición; la luz divina no podía ser confinada en una sola lámpara, no pertenecía ni al Este ni al Oeste, sino que iluminaba a todos los seres humanos. Los musulmanes deben hablar con cortesía a las gentes del Libro, debatir con ellos sólo de «la manera más amable», recordar que adoran al mismo Dios, y no enredarse en disputas inútiles ni agresivas. Todo esto requería un jihad (que no significa «guerra santa», sino «esfuerzo», «lucha») incesante, porque era muy difícil poner en práctica la voluntad de Dios en un mundo trágicamente imperfecto.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 149
Como cualquier tradición religiosa, el islam cambiaría y evolucionaría. Los musulmanes formaron un gran imperio, que se extendía desde los Pirineos hasta los Himalayas, pero, conforme a los principios coránicos, nadie fue obligado a convertirse en musulmán. En realidad, durante los primeros cien años después de la muerte del Profeta, la conversión al islam fue realmente desaconsejada, porque el islam era una fe para los árabes, los descendientes de Ismael, el hijo mayor de Abraham, así como el judaísmo lo era para los hijos de Isaac y el cristianismo para los seguidores del Evangelio.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 152
Judaísmo e islam han permanecido como religiones de práctica; promueven la ortopraxis, la práctica correcta, más que la ortodoxia, la enseñanza correcta. Sin embargo, en los cuatro siglos primeros, el cristianismo había empezado a moverse en una dirección ligeramente diferente y desarrolló la preocupación por la corrección doctrinal que terminaría convirtiéndose en su talón de Aquiles. Sin embargo, incluso cuando algunos cristianos discutían de manera estridente sobre abstrusas definiciones dogmáticas, otros —tal vez como reacción— desarrollaron una espiritualidad de silencio y no saber, que sería muy importante, característica e influyente.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 152
Lo que está detrás o más allá del universo es inconcebible para nosotros. Cuando tratamos de pensar en su «Creador», nuestra mente se agarrota. Pero podemos ver signos y huellas de Dios en nuestro mundo. Reviviendo la distinción de Filón entre la ousia incognoscible de Dios y sus «actividades» (energeiai), Basilio insistía en que nunca podemos conocer la ousia de Dios, su naturaleza esencial; en realidad, ni siquiera deberíamos hablar de ello. Sólo el silencio es adecuado para lo que está más allá de las palabras. Pero podemos formarnos una idea de las «energías» divinas que, por decirlo así, traducen el Dios inefable al idioma humano: la Palabra encarnada y la presencia divina inmanente en nosotros que la Escritura llama Espíritu Santo.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 168
Quienes se entregan a discusiones enconadas de la verdad religiosa están simplemente enamorados de sus propias opiniones y han olvidado la enseñanza capital de la Biblia, que es el amor a Dios y al prójimo…
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 179
Como insistió un faylasuf del siglo X, el buscador de la verdad no debe «evitar ninguna ciencia, menospreciar ningún libro, ni aferrarse de manera fanática a un solo credo».
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 196
Al-Ghazzali buscaba certeza, pero no pudo encontrarla en ninguno de los movimientos intelectuales contemporáneos. Sus dudas se hicieron tan fuertes que sufrió una depresión y se vio obligado a abandonar su prestigioso puesto académico. Durante diez años, vivió en Jerusalén, dedicado a los rituales y disciplinas contemplativas de los sufíes, y cuando volvió a sus obligaciones pedagógicas insistió en que sólo los ejercicios espirituales de este tipo podían ofrecernos alguna certeza (wujud) sobre la existencia de Dios. Era una pérdida de tiempo intentar probar la existencia de Allah, como habían hecho los faylasuf, pues Dios era el Ser mismo, una realidad omniabarcante, y no podía ser percibido de la misma manera que los meros seres que vemos, oímos o tocamos. Pero eso no significa que lo divino sea completamente inaccesible. Podíamos, por decirlo así, captar un atisbo de Dios cultivando un modo diferente de percepción, como hacían los sufíes cuando cantaban los nombres de Allah como un mantra y realizaban ejercicios meditativos que inducían un estado alterado de conciencia. Pero quienes no tenían el tiempo, el talento o la inclinación para este tipo de espiritualidad, podían hacerse conscientes de Dios en los detalles más corrientes de la vida diaria. Al-Ghazzali desarrolló una espiritualidad que permitiría a cada musulmán llegar a ser consciente de la dimensión interior de la ley islámica. Debían recordar deliberadamente la presencia divina cuando realizaran acciones tan ordinarias como comer, lavarse, prepararse para dormir, rezar, dar limosnas y saludarse unos a otros. Debían guardar sus oídos de la calumnia y la obscenidad, y su lengua de la mentira; debían abstenerse de maldecir o burlarse de los otros; sus manos no debían dañar a ninguna criatura; su corazón debía permanecer libre de envidia, cólera, hipocresía y orgullo. Esta vigilancia —similar a la practicada por estoicos, epicúreos, budistas y jainas— salvaría el hueco entre observancia exterior y compromiso interior; transformaría la acción más pequeña de la vida diaria en un ritual que hacía a Dios presente en la vida de los hombres y mujeres ordinarios, aunque no pudieran probarlo racionalmente.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 197
Durante los siglos XII y XIII, el sufismo dejó de ser un movimiento marginal y siguió siendo el modo islámico dominante hasta el siglo XIX. Hombres y mujeres laicos ordinarios practicaban ejercicios sufíes, y estas disciplinas les ayudaban a ir más allá de las ideas simplistamente antropomórficas de Dios y a experimentar lo divino como una presencia trascendente en su interior.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 199
La pregunta «¿por qué algo en vez de nada?» es una buena pregunta; los seres humanos siguen planteándola, porque está en nuestra naturaleza llevar nuestra mente al extremo de esta manera. Pero la respuesta —«lo que todo el mundo llama “Dios”»— es algo que no conocemos; en realidad, es algo que no podemos conocer. Tomás compartía la visión de intellectus de Agustín. En estas pruebas, vemos la razón al límite de sus posibilidades, planteando preguntas incontestables y estirándose hacia su «ápice», su «chispa» divina. Empujada hasta el límite, la razón se vuelve del revés, las palabras ya no tienen sentido y nos vemos reducidos al silencio. Incluso hoy, cuando contemplan el universo, los físicos ven enfrentada su mente con el mundo oscuro de la realidad increada que no podemos sondear. Esta es la realidad incognoscible que Tomás pide a sus lectores que afronten empujando su intelecto hasta un punto más allá del cual ya no pueden llegar.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 207
Tomás diría que sabemos que estamos hablando de «Dios» cuando nuestro lenguaje tropieza y fracasa. Como ha señalado un teólogo moderno: «Esta reducción de la palabra al silencio es lo que se llama “teología”». Desconocer no era una fuente de frustración. Como indica Tomás, se puede encontrar alegría en esta subversión de la facultad de razonar. Tomás no esperaba que sus estudiantes «creyeran» en Dios; todavía utiliza credere para significar confianza o compromiso y define la fe como «la capacidad de reconocer (assentire) la autenticidad de lo trascendente», de mirar por debajo de la superficie de la vida y aprehender una dimensión sagrada que es tan real, de hecho, más real, que cualquier otra cosa de nuestra experiencia. Este «asentimiento» no significa sumisión intelectual: el verbo assentire significa también «alegrarse, regocijarse en» y está relacionado con assensio («aplauso»). La fe era la capacidad de apreciar y deleitarse en las realidades no empíricas que vislumbramos en el mundo. Como cualquier buen teólogo premoderno, Tomás dejaba claro que todo nuestro lenguaje sobre Dios sólo puede ser aproximado, porque nuestras palabras se refieren a categorías limitadas, finitas. Podemos hablar de un buen perro, un buen libro o una buena persona, y tener alguna idea de lo que queremos decir; pero cuando decimos que Dios no sólo es bueno, sino la bondad misma, perdemos toda comprensión del significado de lo que estamos diciendo. Tomás sabía que nuestras doctrinas sobre Dios son simplemente conceptos humanos. Cuando decimos que «Dios es bueno» o que «Dios existe», estas no son afirmaciones basadas en hechos reales. Son analógicas, porque aplican un lenguaje que es apropiado en un campo a otro muy diferente. La afirmación de que «Dios es el creador del mundo» es también analógica, porque estamos utilizando la palabra «creador» fuera de su contexto humano normal. Tan imposible es demostrar que el universo fue creado ex nihilo como que es increado: «No hay ninguna prueba de que los hombres y los cielos y las rocas no hayan existido siempre», insistía Tomás; por eso «está bien recordar esto, para que no se intente probar lo que no puede ser probado y dar así a los no creyentes una base para las burlas y para pensar que las razones que damos son nuestras razones para creer (credens)».
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 208
El pietismo compartía muchos de los ideales de la Ilustración: desconfiaba de la autoridad externa, se alineaba con los modernos frente a los antiguos, compartía el énfasis en la libertad y se entusiasmaba con la posibilidad del progreso. Pero se negaba a renunciar a los patrones antiguos de la religión en favor de una devoción racionalizada. Pero, sin disciplina, la «religión del corazón» podía degenerar fácilmente en sentimentalismo e incluso en histeria. Hemos visto que Eckhart, el autor de la Nube y Dionisio el Cartujo, todos ellos se habían mostrado preocupados por una religiosidad que confundía los estados afectivos con la presencia divina. La tendencia de la Ilustración a polarizar corazón y cabeza podía significar que la fe que no fuera capaz de una evaluación inteligente de sí misma degenerara en complacencia emocional. Esto se hizo evidente durante el renacimiento religioso que, conocido como «el primer gran despertar», estalló en la colonia americana de Connecticut, en 1734. La muerte súbita de dos jóvenes en la comunidad de Northampton sumió a la ciudad en una religiosidad frenética, que se extendió de forma contagiosa a Massachusets y Long Island. En seis meses, trescientas personas habían experimentado conversiones basadas en un «renacer», alternando su vida espiritual entre elevadísimos estados extáticos y desoladoras situaciones de hundimiento cuando caían víctimas de la culpa y la depresión intensas. Cuando el movimiento se apagaba, un hombre se suicidó, convencido de que la pérdida de la alegría extática debía de significar que estaba predestinado al infierno. En la espiritualidad premoderna, rituales como los misterios eleusinos habían sido hábilmente elaborados para conducir al otro lado a través de un cierto radicalismo emocional. Pero en Northampton, el nuevo culto americano de la libertad implicaba que no había tal supervisión, que todo era espontáneo y libre, y que se permitía que todo el mundo recorriera la gama completa de sus emociones de una manera que, para algunos, demostró ser fatal.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 299
Se daba una paradoja en la Ilustración[755]. Los filósofos insistían en que los individuos debían razonar por sí mismos, y, sin embargo, sólo permitían pensar de acuerdo con el método científico. Otras formas más intuitivas de llegar a tipos diferentes de verdad eran despreciadas de una manera que resultaría muy problemática para la religión. Por otra parte, los líderes revolucionarios de Francia y América predicaban la doctrina de la libertad sin límites con pasión y entusiasmo inmensos, pero su doctrina de la naturaleza era rigurosamente mecánica: el movimiento y la organización de cada componente del universo estaba determinado de forma estricta por la interacción de sus partículas y la regla de hierro de la ley de la naturaleza. Como la religión, la ciencia podía ser explotada desde la política. En Inglaterra, se utilizaría la cosmología de Newton para respaldar un sistema social en el que la clase «baja» era gobernada por la «alta», mientras que en Francia, Luis XIV, el «rey Sol», presidía una corte en la que sus cortesanos giraban obsequiosamente en torno a él, cada uno en su órbita asignada. Fundamental para esta visión política y la ciencia newtoniana era la doctrina de la pasividad de la materia, que necesitaba ser activada y controlada por un poder superior. A quienes desafiaban esta ortodoxia se les asociaba con movimientos radicales, y con frecuencia estaban mal vistos por el sistema.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 300
A diferencia de los philosophes, los románticos no le hacían ascos a lo misterioso y lo indefinible. La naturaleza no era un objeto para ser analizado, manipulado y dominado, sino que debía ser abordado con reverencia como una fuente de la revelación. Muy lejos de ser inactivo, el mundo material estaba imbuido de un poder espiritual que podía instruimos y guiarnos.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 319
Freud ha sido considerado el último de los philosophes. En cierto sentido, se puede entender el psicoanálisis como la culminación del proyecto de la Ilustración de colocar toda la realidad bajo el control de la razón. Gracias a la obra pionera de Freud, se podían interpretar los sueños, sacar a la luz los impulsos inconscientes y poner al descubierto el sentido oculto de los mitos antiguos. Pero Freud ensombrecía también el ideal ilustrado al demostrar que la razón comprendía sólo la corteza más exterior de la mente humana, y no pasaba de ser una costra superficial en un crisol rabioso de instintos primitivos sobre los que teníamos un escaso control. Mientras Darwin había revelado que la naturaleza era «roja en dientes y garras», Freud mostraba que la mente era un campo de batalla en el que luchábamos sin fin con las fuerzas inconscientes de nuestra psique, con pocas esperanzas de una resolución final. Freud sacó a la luz la corriente más oscura del fin de siècle cuando sugirió que los seres humanos estaban fuertemente motivados tanto por un deseo de muerte como por un deseo de procreación. Pero, a finales del siglo XIX, muchos cristianos creían que los seres humanos estaban evolucionando hacia un estado nuevo y más perfecto. Los agnósticos, por su parte, estaban convencidos de que el mundo sería un lugar mejor sin Dios. Ingersoll miraba hacia delante, hacia un futuro en el que «el hombre, reuniendo valor de una sucesión de victorias sobre los obstáculos de la naturaleza, lograría una serena grandeza desconocida para los discípulos de cualquier superstición». La duda era «la matriz y la cuna del progreso». La idea de que un «Dios personal hace todo» había alimentado «la pereza, la ignorancia y la miseria», pero ahora se podían canalizar las energías que habían sido minadas por la religión hacia la creación de un mundo más justo e igualitario. «Está en marcha una lucha, en la que la criatura humana más humilde no es incapaz de participar, entre los poderes del bien y los del mal», escribía John Stuart Mill. La tarea de esa generación era aminorar el «con frecuencia casi insensible progreso por el que el bien está siendo gradualmente arrinconado desde el mal». Hacer algo durante la vida, incluso en la escala más humilde si no se llega a más, para acercar cada vez más esta consumación, es el pensamiento más alentador y estimulante que puede inspirar una naturaleza humana. Esta, más que cualquier creencia en lo sobrenatural, era la religión del futuro; trabajar para que los seres humanos llenaran el vacío descrito por Nietzsche. Pero esta visión de esperanza requería un acto de fe. La guerra civil americana (1861-1865) y la guerra francoprusiana (1870-1871) habían revelado el horror de la guerra en la era industrial, cuando las ciencias exactas se aplicaban al armamento para conseguir efectos devastadores. Sin embargo, los Estados nacionales de Europa parecían esclavos del deseo de muerte de Freud. Después de la guerra francoprusiana, emprendieron una carrera armamentista que condujo a la carnicería de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), considerando, al parecer, la guerra como una necesidad darwiniana en la que sólo sobrevivirían los más aptos. Costara lo que costara a sí mismo o a otros, el Estado moderno debía conseguir el ejército más poderoso y crear las armas más destructivas. El escritor británico I. F. Clarke mostró que, entre 1871 y 1914, era raro el año en que no aparecía en algún país europeo una novela o un relato que mirara hacia delante, describiendo un futuro aterrador. La «siguiente gran guerra» se cernía como un calvario espantoso pero inevitable, del que la nación surgiría con fuerza y vigor renovados. A principios del nuevo siglo, el poeta y novelista británico Thomas Hardy (1840-1928) expresaba patéticamente la difícil situación moderna. En «The Darkling Thrush», escrito el 30 de diciembre de 1900, describía la desolación sombría del espíritu humano ajeno a los caminos tradicionales de llegar al sentido de la vida. Comparaba las «nítidas características» del paisaje invernal con «el cadáver del siglo»; decía Hardy que «cada espíritu de la tierra parece, como yo, carente de fervor». Súbitamente, un viejo tordo —«frágil, lúgubre y pequeño»— empezó a cantar, sumiendo a su alma en una melancolía creciente. Cuando escuchaba estas «conmovedoras vísperas», Hardy sólo pudo reflexionar, con calma y una triste aceptación: Tan escaso motivo para el canto de aquel sonido extático había en las cosas terrestres, lejanas o próximas, que llegué a pensar que en su feliz melodía de buenas noches vibraba alguna esperanza bendita, que él conocía y de la que yo era inconsciente.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 359
El fundamentalismo —sea judío, cristiano o islámico— comienza casi siempre como un movimiento defensivo; es, habitualmente, una respuesta a una campaña de correligionarios o compatriotas que se percibe como hostil e invasora.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 374
Quienes concibieron los campos de concentración estaban impregnados del clásico ethos ateo del siglo XIX, que les ordenaba pensar en sí mismos como el único absoluto; al hacer un ídolo de su nación, se sintieron obligados a destruir a quienes consideraban sus enemigos. Actualmente tenemos una concepción más modesta de los poderes de la razón humana. Hemos visto demasiado mal en los años recientes para permitirnos el lujo de una teología fácil que dice —como algunos han tratado de decir— que Dios sabe lo que hace: que tiene un plan secreto que no podemos llegar a comprender; o que el sufrimiento da a hombres y mujeres la oportunidad de practicar la virtud del heroísmo. Una teología moderna debe examinar impávidamente el núcleo de una gran oscuridad y estar preparada, quizá, para entrar en la nube del no saber.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 384
Pero es esencial para la crítica de la religión considerar el fundamentalismo en su contexto histórico. Lejos de ser típico de la fe, es, por el contrario, una aberración. El miedo fundamentalista a la aniquilación no es un espejismo paranoide. Hemos visto que algunos de los creadores más decisivos en la formación del ethos moderno pidieron, en efecto, la abolición de la religión, y siguen haciéndolo. Todos estos movimientos empiezan con lo que se percibe como un ataque de los correligionarios liberales o de un régimen secularista, y los ataques les hacen más extremistas. Hemos visto cómo sucedió esto en Estados Unidos, tras el acoso de los medios de comunicación después del juicio a Scopes. En el mundo judío, el fundamentalismo dio dos pasos importantes hacia delante: primero, después de la Shoah, cuando Hitler había tratado de exterminar al judaísmo europeo; y, segundo, después de la Guerra de octubre de 1973, cuando los ejércitos árabes cogieron a Israel por sorpresa e hicieron mucho mejor papel en el campo de batalla. El mismo patrón se observa en el mundo islámico. Sería un grave error suponer que el islam hizo que los musulmanes rehuyeran instintivamente el Occidente moderno. A finales del siglo XIX, todos los intelectuales musulmanes destacados, a excepción del ideólogo Jam al-Din al-Afghani (1839-1897), estaban enamorados de Occidente, le reconocían un nivel profundo y deseaban que sus países se parecieran a Gran Bretaña y Francia. Muhammad Abdu (1849-1897), gran mufti de Egipto, odiaba la ocupación británica de su país, pero se sentía enteramente a gusto con la cultura occidental, había estudiado ciencias modernas y había leído a Guizot, Tolstói, Renan, Strauss y Herbert Spencer. Después de un viaje a Francia, se dice que hizo esta declaración deliberadamente provocadora: «En París, vi el islam, pero no musulmanes; en Egipto, veo musulmanes, pero no el islam». Su idea era que sus economías modernizadas habían permitido a los europeos promover condiciones de justicia y equidad que se acercaban más al espíritu del islam de lo que era posible en una sociedad parcialmente modernizada. Aproximadamente al mismo tiempo, en Irán, importantes mulas hacían campaña junto a intelectuales seculares por un gobierno representativo y la autoridad constitucional. Después de la revolución constitucional de 1906, lograron su Parlamento, pero, dos años más tarde, Gran Bretaña descubrió petróleo en Irán y no tenía ninguna intención de permitir que el Parlamento frustrara sus planes de usar ese petróleo para abastecer al ejército británico. Sin embargo, inmediatamente después de la revolución, las esperanzas eran grandes. En su Admonition to the Nation and Exposition to the People (1909), Sheikh Muhammad Husain Naini (1850-1936) afirmaba que el gobierno representativo era lo mejor para la llegada del Imam Oculto, el Mesías chiita que inauguraría el período de justicia y equidad en los Últimos Días. La constitución limitaría la tiranía del Shah y, por lo tanto, debía ser respaldada por todo musulmán. Es importante subrayar este primer entusiasmo por la modernidad, porque demasiados occidentales consideran el islam fundamentalista por naturaleza, atávicamente contrario a la democracia y la libertad, y crónicamente adicto a la violencia. Pero el islam fue el último de los tres monoteísmos en desarrollar una tendencia fundamentalista; no fue hasta el final de la década de 1960, después de la catastrófica derrota de los árabes por Israel en la Guerra de los Seis Días de 1967, cuando las ideologías occidentales del nacionalismo y el socialismo, que tenían poco apoyo de base, parecieron fallar. La religión parecía una manera de volver a las raíces precoloniales de su cultura y recuperar una identidad más auténtica. La política extranjera occidental apresuró también el ascenso del fundamentalismo en Oriente Medio. El golpe organizado por la CIA y la Inteligencia británica en Irán (1953), que desplazó al gobernante secular y nacionalista Muhammad Mosadeq (1881-1967) y puso de nuevo en el trono al exiliado Shah Muhammad Reza Pahlavi, dejó a los iraníes con un sentimiento de amarga humillación, de traición e impotencia. El fracaso de la comunidad internacional en aliviar la grave situación de los palestinos condujo a otros a desesperar de una solución política convencional. El apoyo occidental a gobernantes como el Shah y Saddam Hussein, que negaban a sus pueblos derechos humanos básicos, empañó también el ideal democrático, dado que Occidente parecía proclamar orgullosamente su creencia en la libertad mientras imponía regímenes dictatoriales a otros. Ayudó también a radicalizar el islam, puesto que la mezquita era con frecuencia el único lugar donde las gentes podían expresar su descontento. La rápida secularización de algunos de estos países ha tomado a menudo, la forma de un ataque a la religión. En Europa y Estados Unidos, el secularismo se desarrolló de modo gradual durante un período largo de tiempo, y las ideas y las instituciones nuevas tuvieron tiempo de llegar poco a poco de manera natural a todos los miembros de la población. Pero muchos países musulmanes tuvieron que adoptar el modelo occidental en tan sólo cincuenta años, o en un período de ese orden. Cuando Kemal Atatürk secularizó Turquía, cerró definitivamente todas las madrasas y abolió las órdenes sufíes. Los shahs hicieron que sus soldados recorrieran las calles rasgando los velos de las mujeres con sus bayonetas y haciéndolos pedazos. Estos reformadores querían que sus países parecieran modernos, aunque sólo un pequeño sector de élite estuviera familiarizado con el ethos occidental. En 1935, el Shah Reza Pahlavi (1877-1944) ordenó a sus soldados que dispararan contra una multitud de manifestantes desarmados que protestaba pacíficamente contra la obligatoriedad de la forma de vestir occidental, en Mashhad, uno de los santuarios más venerados de Irán. Cientos de iraníes murieron ese día. En tal contexto, el secularismo no parece una opción liberadora. El fundamentalismo suní se desarrolló en los campos de concentración en los que el presidente Gamal Abdel Nasser (1918-1970) recluyó sin juicio a miles de miembros de los Hermanos Musulmanes. Muchos de ellos no habían hecho nada más comprometedor que repartir octavillas o asistir a un mitin. En estas prisiones infames fueron sometidos a tortura física y mental, y allí se radicalizaron. Sayyid Qutb (1906-1966) entró en el campo de concentración como moderado, pero, a resultas de su encarcelamiento —fue torturado y, finalmente, ejecutado— evolucionó hacia una ideología que todavía es seguida actualmente por los islamistas. Cuando oyó jurar a Nasser que confinaría el islam a la esfera privada, el secularismo no parecía benigno. En su famoso libro Milestones, vemos la visión paranoide del fundamentalista que ha sido empujado demasiado lejos: judíos, cristianos, comunistas, capitalistas e imperialistas, todos estaban confabulados contra el islam. Los musulmanes tenían el deber de luchar contra la barbarie (jahiliyyah) de su tiempo, empezando por los gobernantes supuestamente musulmanes como Nasser. Esta era una idea completamente nueva. Al hacer del jihad, entendido como conflicto armado, un elemento central de la visión islámica, Qutb había tergiversado la fe que trataba de defender. No era el primero en hacerlo; había sido influido por los escritos del periodista y político paquistaní Abu Ala Mawdudi (1903-1979), que temía los efectos del imperialismo occidental en el mundo musulmán. Para sobrevivir, creía Mawdudi, los musulmanes debían estar preparados para la lucha revolucionaria. Este jihad podía adoptar múltiples formas: algunos lucharían con la pluma, otros se comprometerían en política, pero, en última instancia, todo musulmán físicamente sano debía estar preparado para la guerra. Antes, ningún pensador musulmán importante había hecho de la «guerra santa» un principio central de la fe; Mawdudi era muy consciente de que estaba haciendo una afirmación muy polémica, pero estaba convencido de que esta innovación radical estaba justificada por la emergencia política del momento. Qutb adoptó la misma visión: cuando le preguntaron cómo podía reconciliar su línea dura con la rotunda advertencia del Corán de que no debe haber ninguna coacción en asuntos religiosos, explicó que la tolerancia coránica era imposible cuando los musulmanes estaban sometidos a tal violencia y crueldad. Sólo podía haber tolerancia después de la victoria política del islam y el establecimiento de una ummah verdaderamente musulmana. Esta ideología jihadí no regresaba a las ideas «fundamentales» del islam, ni siquiera teniendo en cuenta que Qutb, en particular, basara su programa revolucionario en una versión tergiversada de la vida de Muhammad. Predicaba una teología de la liberación islámica semejante a la adoptada por los católicos que luchan contra los regímenes brutales de América Latina. Puesto que Dios era soberano, ningún musulmán estaba obligado a obedecer a ningún gobernante que contraviniera la exigencia coránica de justicia y equidad. De manera muy semejante, cuando el líder revolucionario iraní Ayatollah Ruhollah Khomeini (1902-1989) declaró que sólo un faqih, es decir, un clérigo versado en la jurisprudencia islámica, debía ser el jefe del Estado, estaba rompiendo con siglos de tradición chiita, la cual, desde el siglo VIII, había separado religión y política como asunto de principio sagrado. Fue tan escandaloso para algunas sensibilidades chiitas como lo sería para los católicos que el Papa aboliera la misa. Pero tras décadas de secularismo interpretado por los shahs, Khomeini creyó que aquel era el único camino posible hacia delante. Khomeini predicaba también una moderna teología de la liberación del Tercer Mundo. El islam, declaraba, era «la religión de individuos militantes, comprometidos con la libertad y la independencia. Es la escuela de aquellos que luchan contra el imperialismo». Muchas formas de lo que llamamos «fundamentalismo» deberían ser consideradas un discurso esencialmente político, una forma de nacionalismo o de etnicidad expresada de manera religiosa. Esto es evidentemente cierto del fundamentalismo sionista en Israel, donde los extremistas habían abogado por la deportación forzosa de los árabes y el asentamiento ilegal en los territorios ocupados durante la guerra de 1967. El 25 de febrero de 1994, Baruch Goldstein, seguidor del difunto rabino Meir Kahane, que había abogado por la expulsión de los árabes de Israel, disparó a veintinueve devotos palestinos en la Cueva de los Patriarcas, en Hebrón; y el 4 de noviembre de 1995, Yigal Amir, sionista religioso, asesinó al primer ministro Yitzak Rabin por firmar los Acuerdos de Oslo. También el fundamentalismo islámico está motivado políticamente. El partido palestino Hamás empezó como movimiento de resistencia, y se desarrolló sólo después de que las políticas seculares de Yassir Arafat y de su partido al-Fatah parecieran haberse vuelto ineficaces y corruptas. El reprensible asesinato por parte de Hamás de civiles israelíes está inspirado más política que religiosamente, y sus objetivos son limitados. Hamás no trata de forzar al mundo entero a someterse al islam, no tiene ningún alcance global, y apunta sólo a los israelíes. Es probable que cualquier ocupación militar alimente la resistencia, y cuando una ocupación ha durado más de cuarenta años, es probable que esta resistencia adopte una forma violenta. Los críticos del islam piensan que el culto del martirio homicida es endémico de la religión misma. No es así. Aparte del breve incidente del llamado movimiento de los «asesinos» de la época de las cruzadas —por el que la secta ismailí responsable fue universalmente injuriada en el mundo musulmán— no ha sido una característica de la historia islámica hasta los tiempos modernos. El estudioso estadounidense Robert Pape realizó un cuidadoso estudio de los ataques suicidas entre 1980 y 2004, incluidas las atrocidades de al-Qaeda del 11 de septiembre de 2001, y concluyó: De manera aplastante, los ataques terroristas suicidas no están motivados tanto por la religión como por un objetivo estratégico claro: obligar a las democracias modernas a retirar las fuerzas militares del territorio que los terroristas consideran su patria. Del Líbano a Sri Lanka, Chechenia, Cachemira o Cisjordania, toda campaña terrorista suicida importante —más del 95% de todos los incidentes— ha tenido como objetivo principal obligar a un Estado democrático a retirarse. Osama bin Laden, por ejemplo, citaba la presencia de tropas americanas en su Arabia Saudí natal y la ocupación israelí de la tierra palestina a la cabeza de su lista de recriminaciones contra Occidente. Sin duda, el terrorismo amenaza nuestra seguridad global, pero necesitamos una inteligencia veraz que tome en consideración todos los datos. No ayudará en nada el pronunciar condenas demasiado generales y sin fundamento contra el «islam». En una reciente encuesta de Gallup, sólo el 7% de los musulmanes entrevistados en treinta y cinco países creía que los ataques del 11 de septiembre estuvieran justificados. No tenían ninguna intención de cometer una atrocidad semejante, pero creían que la política exterior occidental había sido en gran parte responsable de esas acciones execrables. Su razonamiento era enteramente político: citaban problemas candentes como Palestina, Cachemira, Chechenia y la interferencia occidental en los asuntos internos de los países musulmanes. Pero la mayoría de los musulmanes que condenaban los ataques daban todos ellos razones religiosas, citando, por ejemplo, el versículo coránico que afirma que quitar una sola vida es equivalente a la destrucción del mundo entero. Desde el 11 de septiembre, los políticos occidentales han supuesto que los musulmanes odian «nuestro estilo de vida, nuestra democracia, nuestra libertad y nuestro éxito». Pero cuando se les ha preguntado qué era lo que más admiraban de Occidente, tanto los radicalizados políticamente como los moderados enumeraban: la tecnología occidental, la ética occidental del trabajo exigente, la responsabilidad personal, el gobierno de la ley, así como la democracia occidental, el respeto por los derechos humanos, la libertad de expresión y la igualdad de género. Y, dato interesante, un porcentaje significativamente alto de los radicalizados políticamente (un 50% frente a un 35% de los moderados) respondía que «avanzar hacia una democracia gubernamental promovería el progreso en el mundo árabe/musulmán». Por último, cuando se les preguntaba qué les molestaba más de Occidente, la «falta de respeto por el islam» encabezaba la lista de respuestas tanto por parte de los radicalizados políticamente como por parte de los moderados. La mayoría considera a Occidente intrínsecamente intolerante: sólo el 12% de los radicales y el 17% de los moderados asociaban el «respeto a los valores islámicos» con las naciones occidentales. ¿Qué podían hacer los musulmanes para mejorar las relaciones con Occidente? De nuevo, entre las respuestas que están a la cabeza, tanto de radicales como de moderados, estaba: «Mejorar la imagen del islam ante Occidente, presentar los valores islámicos de una manera positiva». Actualmente hay mil millones trescientos mil musulmanes en el mundo; si el 7% de ellos (noventa y un millones), que son los políticamente radicalizados, se siguen sintiendo dominados e invadidos en lo político, y despreciados en lo cultural y lo religioso, Occidente tendrá pocas posibilidades de cambiar su corazón y su mente. Echar la culpa al islam es una respuesta simple pero contraproducente; es mucho menos interesante que examinar las cuestiones políticas y los temas de queja que resuenan en una parte tan considerable del mundo musulmán.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 406
Los críticos del islam piensan que el culto del martirio homicida es endémico de la religión misma. No es así. Aparte del breve incidente del llamado movimiento de los «asesinos» de la época de las cruzadas —por el que la secta ismailí responsable fue universalmente injuriada en el mundo musulmán— no ha sido una característica de la historia islámica hasta los tiempos modernos.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 412
Ha sido sólo en la época moderna cuando los teólogos empezaron a tratar a Dios como una explicación científica, y en el proceso produjeron un concepto-Dios de carácter idólatra
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 419
Con demasiada frecuencia, a la gente de fe le gusta enumerar los pecados de otras tradiciones, mientras ignoran los cometidos por la suya.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 421
Típico de la mentalidad fundamentalista es la creencia de que existe un único modo de interpretar la realidad. Para los nuevos ateos, sólo el cientifismo puede llevarnos a la verdad. Pero la ciencia se basa en la fe, la intuición y la visión estética tanto como en la razón. El físico Paul Dirac ha afirmado que «es más importante que haya belleza en las ecuaciones que el conseguir que se adecuen a un experimento». El matemático Roger Penrose cree que la mente creativa «se abre paso» en un reino platónico de formas estéticas y matemáticas: «¡Habitualmente, el argumento riguroso es el último paso! Antes de eso, hay que hacer numerosas conjeturas, y, para ello, las convicciones estéticas tienen una enorme importancia». Hay muchas circunstancias en las que los seres humanos tienen que dejar a un lado el análisis objetivista que trata de alguna manera de dominar lo que contempla. Cuando nos enfrentamos a una obra de arte, tenemos que abrir la mente y permitir que nos arrebate. Si queremos relacionamos íntimamente con otra persona, tenemos que estar preparados para hacernos vulnerables, como hizo Abraham cuando abrió su corazón y su hogar a los tres extranjeros en Mambré. Como señalaba Tillich, hombres y mujeres se sienten continuamente impulsados a explorar niveles de la verdad que van más allá de nuestra experiencia normal. Este imperativo ha inspirado tanto la búsqueda científica como la religiosa. Buscamos lo que Tillich llamaba una «preocupación última» que configure nuestra vida y le dé un sentido. La preocupación última de Dawkins y Harris parece ser la razón; esta les ha seducido y ha tomado posesión de ellos. Pero su idea de la razón es muy diferente de la racionalidad de Sócrates, que utilizaba su capacidad de razonamiento para introducir a sus compañeros de diálogo en un estado de no saber. Para Agustín y Tomás de Aquino, la razón se convertía en intellectus, que se abría de forma natural a lo divino. Actualmente, para muchas personas, la razón ya no se subvierte a sí misma de ese modo. Pero el peligro de esta secularización de la razón, que niega la posibilidad de trascendencia, es que la razón se puede convertir en un ídolo que trate de destruir a todos los pretendientes rivales. Así lo vemos en el nuevo ateísmo, que ha olvidado que el no saber forma parte de la condición humana, hasta el punto de que, como ha señalado el crítico social Robert Bellah: «Quienes con más intensidad sienten que son […] plenamente objetivos en su evaluación de la realidad son los que están más a merced de fantasías inconscientes y profundas».
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 424
Los seres humanos parecen concebidos para plantearse problemas que no pueden resolver, para medirse con el oscuro mundo de la realidad increada y descubrir que vivir con ese no saber es una fuente de asombro y deleite.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 427
Filosofía, teología y mitología han respondido siempre a la ciencia del momento, y desde la década de 1980 se ha desarrollado un movimiento filosófico que abraza la indeterminación de la nueva cosmología. El pensamiento posmoderno es heredero de Hume y Kant en su suposición de que lo que llamamos realidad está construido por la mente y que toda comprensión humana es, por lo tanto, más una interpretación que la adquisición de una información objetiva y veraz. De esto se sigue que ninguna visión particular puede ser soberana, que nuestro conocimiento tiene más de relativo, subjetivo y falible que de seguro y absoluto, y que la verdad es inherentemente ambigua. Las ideas recibidas, que son producto de un medio histórico y cultural particular, deben, por lo tanto, ser estrictamente deconstruidas. Pero este análisis no debe estar basado en ningún principio absoluto y no hay ninguna seguridad de que alguna vez lleguemos —o nos aproximemos— a una versión totalmente correcta de la verdad. Fundamental del pensamiento posmoderno es la convicción de que, en vez de ideologías que reflejan las condiciones externas, el mundo está profundamente afectado por la ideología que los seres humanos imponen sobre él. No estamos obligados por los datos de los sentidos a adoptar una visión particular del mundo, y, por eso, tenemos una opción en lo que afirmamos, así como una inmensa responsabilidad. Los posmodernos sospechan en particular de los llamados «grandes relatos». Ven que la historia occidental está marcada por el impulso incesante de imponer un sistema totalitario sobre el mundo. A veces ese impulso ha sido teológico, y tuvo como consecuencia las cruzadas y la persecución, pero los «relatos» han sido también científicos, económicos, ideológicos y políticos, teniendo como resultado la dominación tecnológica de la naturaleza y el sojuzgamiento sociopolítico de los otros con la esclavitud, el genocidio, el colonialismo, el antisemitismo y la opresión de las mujeres y otras minorías. Así pues, como Nietzsche, Freud y Marx, los posmodernos tratan de desinflar esas creencias sin intentar sustituirlas por un «relato» absoluto propio. El posmodernismo, por lo tanto, es iconoclasta. Como explicó uno de sus representantes iniciales más destacados, se puede definir como la incredulidad hacia los grandes relatos (grands récits). En la parte alta de la lista de esos récits está el «Dios» moderno, que es omnipotente y omnisciente, vigila el mundo y maneja todas las cosas para sus propósitos. Pero el posmodernismo es también adverso a un ateísmo que manifiesta pretensiones totalitarias y absolutas. Como advierte Jacques Derrida, debemos también estar alerta ante los «prejuicios teológicos», no sólo en contextos propiamente teológicos, donde son evidentes, sino en todo el ámbito metafísico, incluso entre aquellos que confiesan ser ateos. Como cualquier filósofo posmoderno, Derrida sospecha profundamente de las polaridades binarias, fijas, que caracterizan al pensamiento moderno, y la división ateo/te-ísta es, según él, demasiado simple. Los ateos han reducido los complejos fenómenos de la religión a fórmulas que favorecen a sus propias ideologías, como hizo Marx cuando llamó a la religión el opio de los oprimidos, o Freud cuando la veía como un terror edípico. La negación final y fija de Dios sobre una base metafísica es para Derrida tan culpable como cualquier «teología» (su término para un grand récit) religiosa dogmática. El propio Derrida, judío secularizado, dice que, aunque pueda pasar por ateo, reza a cada momento, tiene la esperanza mesiánica de un mundo mejor y se inclina a la idea de que, puesto que ninguna certeza absoluta está a nuestro alcance, deberíamos, por la causa de la paz, pensárnoslo dos veces antes de hacer declaraciones afirmativas de creencia o de increencia.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 331
La idolatría ha sido siempre uno de los peligros del monoteísmo. Como su símbolo principal de lo divino era una deidad personalizada, siempre existía el peligro de que la gente «lo imaginara como una versión más poderosa, más amplia de ellos mismos», que podrían utilizar para respaldar sus propias ideas, prácticas, amores y odios, a veces con efectos letales. Sólo podía haber un absoluto, de modo que, una vez su ideología, teología, nación, estado o ideología se convierte en suprema, es obligado destruir todo aquello que se le oponga. Hemos visto mucha idolatría de esta clase en los años recientes. Hacer que un fenómeno histórico limitado —una particular idea de «Dios», «ciencia de la creación», «valores de la familia», «islam» (entendido como una entidad institucional y civilizatoria) o «Tierra Santa»— sea más importante que el respeto sagrado debido al extranjero es, como los rabinos señalaron hace mucho tiempo, una negación sacrílega de todo lo que «Dios» representa. Es una actitud idólatra porque eleva un valor intrínsecamente limitado a un nivel inaceptablemente alto.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 440
Tendemos a asumir que «moderno» significa «superior», y aunque, sin duda, esto es verdad en muchos campos, como las matemáticas, la ciencia y la tecnología, no es necesariamente cierto de las disciplinas más intuitivas, en especial, quizá, la teología.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 445
Las palabras «mito» y «mítico» son ahora sinónimos de falso. «Misterio» ya no se refiere a una iniciación ritualizada, sino que se ha asociado rutinariamente con la pereza mental y un galimatías incomprensible. Los padres griegos utilizaban la palabra dogma para describir una verdad que no podía ser puesta fácilmente en palabras y que sólo podía ser comprendida tras una larga inmersión en el ritual, y, cuando la comprensión de la comunidad se ahondaba, cambiaba de una generación a otra. Hoy, en Occidente, el «dogma» se define como «un cuerpo de opinión formulado y autoritativamente afirmado», mientras que una persona «dogmática» es aquella que «sostiene opiniones de una forma arrogante y con pretensiones de autoridad». Ya no entendemos el griego theoria como la actividad de la «contemplación», sino como una «teoría», una idea en nuestra cabeza que tiene que ser demostrada. Esto patentiza de forma clara nuestra comprensión moderna de la religión como algo que pensamos más que como algo que hacemos.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 446
Hoy, cuando la propia ciencia está llegando a ser menos determinada, es quizás el momento de volver a una teología que afirme menos y esté más abierta al silencio y al no saber.
Karen Armstrong
En defensa de Dios, página 447
Un día, un brahmán se encontró con el Buda, sentado en contemplación bajo un árbol, y quedó asombrado por su serenidad, su calma y su autodisciplina. La inmensa fuerza de la impresión se encauzó creativamente en una paz extraordinaria que le recordó un gran colmillo de elefante. «¿Eres acaso un dios? —le preguntó el sacerdote—. ¿Eres un ángel o un espíritu?». «No», respondió el Buda, que le explico que, simplemente, había revelado un nuevo potencial en la naturaleza humana. Era posible vivir en este mundo de conflicto y dolor en paz y armonía con todas las criaturas. No era importante que le creyera; descubriría su verdad si practicaba su método, cortando sistemáticamente el egoísmo de raíz. Entonces viviría en lo más alto de su capacidad, activaría partes de la psique que, por lo general, permanecen dormidas y se convertiría en un ser humano plenamente iluminado. «Recuérdame —dijo el Buda al curioso sacerdote— como alguien que está despierto»
Karen Armstrong
Del Anguttara Nikaya
En defensa de Dios, página 452
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