"A Léopold le pareció que lo ocurrido dentro de su bolsillo era una de las cosas más extraordinarias que había visto jamás —la interacción de un llavero, un anillo de bodas y el gesto mágico de una mano—, y no podía pensar que fuera un error, como en ese instante le decían todos, haber cuestionado en público las habilidades de un mago, aunque se tratara de un mago aficionado, un mero aprendiz de fin de semana. El rostro del mago (Léopold recordaba el momento en que había oído su nombre, Chopin, y no había sido capaz de preguntar si se trataba de un mote vulgar o de una casualidad) emergía de un grueso cuello de tortuga, y la piel tersa bajo el mentón se arrugaba cuando el hombre asentía o se preocupaba, y se arrugó también cuando Léopold se acercó a la lámpara más alta con el testimonio de la magia en la mano y su tacón derecho buscó el interruptor sobre el parquet; el foco se encendió y los ojos de Léopold se fijaron en aquella maravilla, un llavero engarzado en un anillo. Selma, su esposa, lo vio caminar hacia ella, tomar su mano izquierda y calzarle el anillo, un diamante imbricado en la superficie espejeante, como si la desposara de nuevo, y no pudo no preguntarse, puesto que su matrimonio le parecía aún nuevo como parecen nuevos después de cierto tiempo unos zapatos que no se usan con frecuencia, si eso seguiría sucediendo en el futuro: si actos pequeños o circunstancias banales le parecerían a veces pertenecer con retraso a la misma, ya pasada liturgia.
Se habían casado en una ceremonia católica en la cual el vestido crema y no blanco de la novia se enredaba en los apoyabrazos de las bancas, porque ella, niña caprichosa, había impuesto que la ceremonia se dijera al aire libre y junto a la capillita de piedra de la colina que miraba hacia Hamoir, a pesar del viento agresivo en el que podían volarse cometas en esa época del año, y todo aquello únicamente porque la aterraba la idea de meterse en pleno mes de julio en la oscuridad húmeda y siniestra de la iglesia de Saint-Paul, en Lieja, cuyos vitrales de colores, sucios de la suciedad urbana, prohibían el paso de la luz, y cuya puerta de entrada aparecía congestionada durante los fines de semana por los puestos de chocolates y gaufres de crema y por los carros de los comensales y por los comensales mismos, familias con niños torpes de manos torpes a quienes ya podía Selma figurarse ensuciando con salsas dulces, de caramelo o de manzana o de moras salvajes, la cola reluciente de su vestido. Así que el padre Malaurie, vecino de Xhoris, utilizó un imperdible para dominar su sotana, y le dio la bendición a la pareja sin evitar que las páginas de papel de arroz de su Biblia aletearan como un pájaro enjaulado, sin enterarse nunca de que la novia estaba embarazada y sin saber, por supuesto, hasta qué punto el embarazo era una de las razones más pertinentes que tenía ella para estar allí ese día, sosteniéndose el velo con la mano para que Léopold pudiera besarla y girando de frente al viento para que su pelo no le hiciera cosquillas en la cara a su marido, no lo hiciera estornudar en un momento tan solemne, no se le metiera en los ojos. El beso de Léopold tuvo sabor a coctel de champaña; el hombro de su traje de gala despidió un hálito de naftalina que Selma respiró sin ganas. Esa noche lloró un poco: le hubiera gustado que su padre viviera aún para entregarla en matrimonio. Charles, su padre, muerto de cáncer de garganta antes de que ella aprendiera a hablarle, había sido una ficción, una conjetura; su hija —Selma estaba mágicamente segura de que sería una niña— era afortunada porque tendría un padre vivo, porque no crecería tan sola como ella había crecido.
La ilusión de tener una hija le había cambiado a Selma la manera de moverse, de tocar a Léopold (con quien se había acostado apenas una docena de veces antes de que un mareo la tumbara en plena Place Saint-Lambert), y después, cuando ya vivían juntos en la casa de la rue de Lognoul, cerca de Ferrières, solía levantarse en la mitad de la noche, cerrar la puerta del baño para que la luz blanca no despertara a su marido, desnudarse frente al espejo y perderse en la contemplación de su cuerpo y de los cambios en su cuerpo, porque detallar su vientre de perfil a través de los tres, cuatro, cinco, seis meses, era como atender a las fases de una luna carnosa, una luna ombligona y fantástica, sobre el cielo de baldosín aguamarina. Sus senos crecieron hasta que le fue posible, al agacharse un poco en determinadas posiciones, sentir que su piel descansaba sobre su piel, y esa sensación, extravagante y a la vez algo monstruosa, la excitaba; y sus areolas pequeñas se oscurecieron y la piel de sus pezones se volvió dura y porosa, dos lunares de aserrín sobre la palidez llena y redonda. Fue por esa época que Léopold se ofreció como anfitrión del primer día de la temporada de caza, en parte por el pequeño honor que eso implicaba en su grupo de cazadores —hombres relacionados con la empresa de limpieza industrial que había mantenido a la familia desde 1959—, en parte por el delicado orgullo de presentar en sociedad a su esposa y a su hija nonata, inserta la una en la otra, una muñeca rusa. En el rostro de Selma persistían los mismos rasgos con los cuales se había obsesionado Léopold, pero los pómulos hinchados, las ojeras de cierto agotamiento y la sonrisa difícil lo confundieron, y al momento de reunirse los cazadores en círculo para que el maître de chasse diese las instrucciones y estableciese las reglas, el momento que Léopold había predispuesto para traer a Selma al interior del círculo y decir algo meditadamente gracioso como estarán prohibidos los jabatos, no hay que tirar al interior del cercado y ésta es mi esposa, señores, en ese momento, vestido de verde y gris y con el fusil colgando del hombro, Léopold sólo acertó a señalarla con la mano enguantada (hacía frío), y en el silencio que se hizo en el patio empedrado se oyeron las respiraciones turbadas de los cazadores, las uñas de los perros jugando sobre el empedrado, los ecos de la sonata para piano que alguien había puesto en el salón y que atravesaba los cristales."

Juan Gabriel Vásquez
La soledad del mago


"Aunque pensar en la oscuridad no es conveniente: las cosas parecen más grandes o más graves en la oscuridad, las enfermedades más destructivas, la presencia del mal más cercana, el desamor más intenso, la soledad más profunda."

Juan Gabriel Vásquez
El ruido de las cosas al caer



"Bogotá, como todas las capitales latinoamericanas, es una ciudad móvil y cambiante, un elemento inestable de siete u ocho millones de habitantes: aquí uno cierra los ojos demasiado tiempo y puede muy bien que al abrirlos se encuentre rodeado de otro mundo."

Juan Gabriel Vásquez
El ruido de las cosas al caer



"Digámoslo de una vez: el hombre ha muerto. No, no es suficiente. Seré más preciso: ha muerto el Novelista (así, con mayúscula). Ya saben ustedes a quién me refiero.
¿No? Bien, lo intentaré de nuevo: ha muerto el Gran Novelista de la lengua inglesa. Ha muerto el Gran Novelista de la lengua inglesa, polaco de nacimiento y marinero antes que escritor. Ha muerto el Gran Novelista de la lengua inglesa, polaco de nacimiento y marinero antes que escritor, que pasó de suicida fracasado a clásico vivo, de vulgar contrabandista de armas a Joya de la Corona Británica.
Señoras, señores: ha muerto Joseph Conrad. Recibo la noticia con familiaridad, como se recibe a un viejo amigo. Y entonces me doy cuenta, no sin cierta tristeza, de que me he pasado la vida esperándola.
Comienzo a escribir con todos los diarios londinenses (sus letras microscópicas, sus columnas abigarradas y estrechas) desplegados sobre el cuero verde de mi escritorio. A través de la prensa, que ha jugado papeles tan diversos a lo largo de mi vida —amenazando con arruinarla a veces, y a veces otorgándole el poco brillo que tiene—, me entero del infarto y de sus circunstancias: la visita de la enfermera Vinten, el grito que se oye desde el piso de abajo, el cuerpo que cae de la silla de lectura. A través del periodismo oportunista asisto al entierro en Canterbury; a través de las impertinencias de los reporteros los veo bajar el cuerpo y poner la lápida, esa lápida plagada de errores (una ka fuera de lugar, una vocal intercambiada en uno de los nombres). Hoy, 7 de agosto de 1924, mientras en mi remota Colombia se celebran ciento cinco años de la batalla de Boyacá, aquí en Inglaterra se lamenta, con pompa y ceremonia, la desaparición del Gran Novelista. Mientras en Colombia se conmemora la victoria de los ejércitos independentistas sobre las fuerzas del Imperio Español, aquí, en este suelo de este otro Imperio, ha sido enterrado para siempre el hombre que me robó."

Juan Gabriel Vásquez
Historia secreta de Costaguana


"El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los billares de la calle 14, dispuesto a jugar un par de chicos con los clientes habituales.
No parecía nervioso ni perturbado cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Completó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos perdió, porque esa tarde no jugué con él, sino en la mesa de al lado. Pero recuerdo bien, en cambio, el momento en que Laverde pagó las apuestas, se despidió de los billaristas y se dirigió a la puerta esquinera. Iba pasando entre las primeras mesas, que suelen estar vacías porque el neón hace sombras raras sobre el marfil de las bolas en ese punto del local, cuando trastabilló como si hubiera tropezado con algo. Se dio la vuelta y volvió a donde estábamos nosotros; esperó con paciencia a que yo terminara la serie de seis o siete carambolas que había comenzado, e incluso aplaudió brevemente una a tres bandas; y después, mientras me veía marcar en el tablero los tantos que había conseguido, se me acercó y me preguntó si no sabía dónde le podían prestar un aparato de algún tipo para oír una grabación que acababa de recibir.
Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado si Ricardo Laverde no se hubiera dirigido a mí, sino a otro de los billaristas. Pero es una pregunta sin sentido, como tantas que nos hacemos sobre el pasado. Laverde tenía buenas razones para preferirme a mí. Nada puede cambiar ese hecho, así como nada cambia lo que sucedió después.
Lo había conocido a finales del año anterior, un par de semanas antes de Navidad. Yo estaba a punto de cumplir veintiséis años, había recibido mi diploma de abogado dos años atrás y, aunque sabía muy poco del mundo real, el mundo teórico de los estudios jurídicos no guardaba ningún secreto para mí. Después de graduarme con honores —una tesis sobre la locura como eximente de responsabilidad penal en Hamlet: todavía hoy me pregunto cómo logré que la aceptaran, ya no digamos que la distinguieran—, me había convertido en el titular más joven de la historia de mi cátedra, o eso me habían dicho mis mayores al momento de proponérmela, y estaba convencido de que ser profesor de Introducción al Derecho, enseñar los fundamentos de la carrera a generaciones de niños asustados que acaban de salir del colegio, era el único horizonte posible de mi vida. Allí, de pie sobre una tarima de madera, frente a filas y filas de muchachitos imberbes y desorientados y niñas impresionables de ojos constantemente abiertos, recibí mis primeras lecciones sobre la naturaleza del poder. De esos estudiantes primerizos me separaban apenas unos ocho años, pero entre nosotros se abría el doble abismo de la autoridad y del conocimiento, cosas que yo tenía y de las que ellos, recién llegados a la vida, carecían por completo. Me admiraban, me temían un poco, y me di cuenta de que uno podía acostumbrarse a ese temor y esa admiración, de que eran como una droga. A mis alumnos les hablaba de los espeleólogos que se quedan atrapados en una cueva y al cabo de varios días comienzan a comerse entre sí para sobrevivir: ¿les asiste o no el Derecho? Les hablaba del viejo Shylock, de la libra de carne que le quería quitar a alguien, de la astuta Portia que se las arregló para impedirlo con un tecnicismo de leguleyo: me divertía viéndolos manotear y vociferar y perderse en argumentos ridículos en su intento por encontrar, en la maraña de la anécdota, las ideas de Ley y de Justicia. Luego de esas discusiones académicas llegaba a los billares de la calle 14, lugares llenos de humo y de techos bajos donde ocurría la otra vida, la vida sin doctrinas ni jurisprudencias. Allí, entre apuestas de poco dinero y tragos de café con brandy, se terminaba mi día, a veces en compañía de uno o dos colegas, a veces con alumnas que luego de unos cuantos tragos podían acabar en mi cama. Yo vivía cerca, en un décimo piso donde el aire siempre estaba frío, donde la vista hacia la ciudad erizada de ladrillo y cemento siempre era buena, donde mi cama siempre estaba abierta para discutir en ella la concepción que tenía Cesare Beccaria de las penas, o bien un capítulo difícil de Bodenheimer, o incluso un simple cambio de nota por la vía más expedita. La vida, en esas épocas que ahora me parecen pertenecer a otro, estaba llena de posibilidades. También las posibilidades, constaté después, pertenecían a otro: se fueron extinguiendo imperceptiblemente, como la marea que se retira, hasta dejarme con lo que ahora soy."

Juan Gabriel Vásquez
El ruido de las cosas al caer


"El escritor es también un ciudadano, y como ciudadano participa en la conversación pública y puede enriquecer o empobrecer el debate. El discurso de la política es reacio a cualquier forma de la complejidad, mientras que el discurso de la novela o el del periodismo, el del mejor periodismo, devuelve esa complejidad a la vida. Y no solo acepta sino que da la bienvenida a las contradicciones de los seres humanos y a las contradicciones de nuestras sociedades. Yo creo que eso es cada vez más necesario: entender al otro, con sus contradicciones, con sus ambigüedades. Es la única forma que tenemos de enmendar las divisiones de nuestras sociedades. Y las sociedades divididas están en todas partes. Está dividida Inglaterra, está dividida Cataluña, está dividido Estados Unidos. Están polarizados y enfrentados... Yo creo que el discurso de la literatura puede remendar un poco eso."

Juan Gabriel Vásquez



"En estos días me llegaron, por caminos distintos, dos textos curiosamente parecidos. Se parecen en forma y en color —dos cuadernillos de color hueso—, pero además son ambos discursos, y además los pronunciaron dos escritores estrictamente contemporáneos. Uno se titula «Sobre la dificultad de contar», y es el discurso de entrada a la RAE de Javier Marías; el otro es la lección magistral que hace poco dio John Banville en el marco del segundo Premio Vallombrosa, y su título es «Las personas del verano." Ambos son breves comentarios —o mejor diré aproximaciones, y añadiré cautelosas— al extraño oficio de escribir ficción. O, para ser más preciso, ambos son declaraciones de extrañeza y al mismo tiempo de fascinación por esta actividad humana que es contar las tribulaciones de gente que nunca ha existido; y, si bien parten de lugares muy distintos (y a muy distintos lugares llegan), ambos mencionan en algún momento el carácter más que lúdico, casi pueril, del escritor de ficciones.
Marías lo hace recordando esos versos de Stevenson que tantas veces ha recordado: «No digáis de mí que, débil, decliné / los trabajos de mis mayores, y que huí del mar, / de las torres que erigimos y las luces que encendimos, / para jugar en casa, como un niño, con papel».
Banville usa un poema de Stevens (Wallace), con lo cual sólo un par de letras lo separan del de Marías: «Las máscaras del verano son los personajes / de un autor inhumano». Luego recuerda cómo, para el novelista principiante, la creación de personajes es la cosa más natural del mundo. «Qué fácil parecía entonces crear aquellas personitas de papel», escribe de ese principiante. "Todo el día lo pasaba en su estudio, como un juguetón Frankenstein en su crepuscular laboratorio." Y los dos, Marías y Banville, pasan entonces a recordarnos que no, que no es fácil ni natural; que, de hecho, el pacto de la ficción (por el cual los lectores deciden creer en lo que leerán, incluso a sabiendas de que todo es una gran fabricación) es la cosa más rara que existe."

Juan Gabriel Vásquez
El arte de la distorsión


"Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está para siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla de su percha."

Juan Gabriel Vásquez
El ruido de las cosas al caer



"La convalecencia en Madrid no fue inútil. Leyó a Dickens y a Jack London, y también las Memorias de Lenin, de Krúpskaya, cuya opinión generosa de Trotski lo tomó por sorpresa. Alguien le habló del Hotel Gran Vía, donde los periodistas de lengua inglesa se reunían para comer, y tan pronto pudo andar —sobre muletas, por supuesto— se dirigió allí, menos buscando comida que conversación en su lengua. En el restaurante del sótano conoció a Martha Gellhorn y a Ernest Hemingway, en cuya habitación de los últimos pisos pasó una tarde bebiendo vino y filosofando sobre la guerra mientras silbaban los obuses. Conoció a Stephen Spender, que le pareció la definición del intelectual insoportable de Oxford, y a una periodista canadiense de la que se enamoró inmediatamente. La mujer vivía con sus compatriotas en el centro de transfusiones que dirigía Norman Bethune, el médico que había diseñado un sistema para recoger donaciones de sangre en Madrid y llevarlas en unidades móviles al frente de batalla. Y allí estaba David, en pleno amorío de guerra, cuando un francés que lo oyó hablar mal de Trotski una noche cualquiera se le acercó para preguntarle, en voz baja, si estaría dispuesto a llevar a cabo una misión especial. «Es por el movimiento», dijo.
«Por el movimiento», repuso David, «haré lo que se me pida».
Lo citaron en el Hotel Palace con dos camaradas soviéticos, y luego en el Gaylord’s, y luego de nuevo en el Palace, hasta que se convencieron de que podían confiar en él. David, por su parte, siempre había confiado en los soviéticos: le parecía claro que Francia y Gran Bretaña le habían dado la espalda a España con el argumento cobarde de la no intervención, mientras que Moscú había sabido reconocer la trascendencia del momento. Fue con fusiles soviéticos como se peleó en el Jarama, y fueron soviéticos los técnicos que llegaron al frente republicano para enseñarles a los españoles a manejar los tanques soviéticos. De manera que David hubiera aceptado de ellos cualquier misión. Pero los soviéticos eran reticentes, y lo despacharon con una frase breve:
«Lo mandaremos llamar cuando sea necesario».
De regreso a su batallón se enteró de la muerte de Sam Wild, cuya pierna herida se había gangrenado, y se miró en su destino como en un espejo. Durante su recuperación, tuvo tiempo de pensar: pensó en la periodista canadiense de la que se había enamorado; pensó brevemente en dejar la guerra e irse a vivir con ella; se avergonzó de su egoísmo. En el gran marco de la derrota del fascismo y la victoria de la revolución socialista, no sólo no era trágica la muerte de un individuo, sino que era la condición necesaria para la victoria. En abril lo mandaron a Albacete, a una escuela de entrenamiento donde aprendió tácticas de infantería y lectura de mapas mientras limpiaba las letrinas, y luego a Valencia, para que recibiera órdenes del cónsul soviético mientras se comía un plato de paella. Era la misión que había estado esperando, así que recibió sus órdenes y su dinero y el 27 de abril llegó a Barcelona. Era una ciudad en estado de conmoción."

Juan Gabriel Vásquez
Volver la vista atrás



"La edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso depende de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que va a sucedernos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones. Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida -a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos- suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos,,, a veces."

Juan Gabriel Vásquez
The Sound of Things Falling




"La experiencia, eso que llamamos experiencia, no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida hacia los dolores ajenos."

Juan Gabriel Vásquez
El ruido de las cosas al caer



"La lectura de ficción es una droga: el lector de ficciones, un adicto."

Juan Gabriel Vásquez



"La memoria tiene la capacidad maravillosa de acordarse del olvido, de su existencia y su acecho, y así nos permite mantenernos alerta cuando no queremos olvidar y olvidar cuando lo preferimos."

Juan Gabriel Vásquez
Las reputaciones



"La vida no nos había dado tiempo para el afecto, y lo que me movía no era el sentimiento ni la emoción, sino esa intuición que a veces tenemos de que algunos hechos han modelado nuestras vidas más de lo acepatdo o evidente."

 Juan Gabriel Vásquez
El ruido de las cosas al caer



"Los campos que bordeaban el camino eran del color del cielo nocturno. El alumbrado público, en esa zona de las Ardenas, era casi inexistente, y sólo rompían la oscuridad los atados de heno envueltos en plástico blanco, grandes y redondos como globos de luz. Atravesé Hamoir y crucé el pueblo entero sin ver una luz encendida. La Maison du pêcheur estaba cerrada, pero el Ford del viejo Luca dormía sobre la plataforma de gravilla. Luca era amigo de todos los cazadores de la región; solía comprarles las presas del día y las pagaba bien, y en las noches el pequeño salón a la izquierda de la barra se llenaba de hombres vestidos de gris y de verde, sus botas todavía embadurnadas, que discutían a gritos los resultados de la jornada. Pero esta noche ya se habían ido. Golpeé un par de veces sobre la puerta de roble; el lugar estaba oscuro, y las luces amarillas del paso a nivel se reflejaban en los cristales empañados. Pensé que un sitio iluminado y cálido es igual a cualquier otro, pensé en la friterie de la rue de Saint-Roch, y fue agradable volver a la camioneta y cerrar la puerta y no sentir más el viento. El interior olía a vestidos mojados, pero también al perfume de
Michelle. La calzada brilló bajo las luces amarillas hasta que salí del pueblo. La radio anunciaba niebla.
La friterie de Saint-Roch era un carromato instalado en la esquina de la rue de Saint-Roch y la route de Marches. Era blanco y sucio, y adentro servían salchichas y hamburguesas y papas fritas y gaufres con crema de avellanas que yo nunca había probado a pesar de haber pasado mil veces por ahí. Al subir los escalones de madera, me crucé con un grupo de turistas alemanes, y pensé que habrían venido a ver las carreras de Spa. El local de la fritería olía a cloro.
Encontré un billete de doscientos francos entre las balas y los cartuchos que se me habían quedado en el bolsillo. Junto a la mesa de la esquina, debajo de una colección de botellas viejas, dos hombres bebían cerveza. Sobre el marco de la ventana había vasos desechables y un llavero de vidrio grueso. Las camisas de los hombres sólo se distinguían por el color del diseño a cuadros; era como si uno de ellos hubiese comprado ambas, o como si un tercero las hubiese escogido por encargo. Aparte de ellos y de la mujer enfundada en un ridículo uniforme rojo, que hacía sonar los botones de la caja registradora como si del volumen de aquel campanilleo dependiera su vida, no había nadie en el lugar. Pedí, como aquellos hombres, papas y una cerveza. Escogí una mesa desde la cual pudiera vigilar mi camioneta. Los hombres no me miraban.
El más viejo tenía un labio leporino y su bigote escaso lo hacía aún más notorio; las uñas del joven conservaban una pátina negra. No logré figurarme qué tipo de labor sería la suya, pero pensé que llevarían un camión hasta Bruselas o incluso hasta París, porque no parecían tener prisa por partir. La escena entera daba una impresión de quietud postiza, porque también la cajera había dejado de manipular la caja y ahora sus manos organizaban los artículos del mesón. Había en ella un rasgo vulnerable pero impreciso, y me hizo gracia comprender que estaba asustada. Pero entonces pensé si no era lícito que una mujer joven y pequeña —no era pequeña en realidad, pero su fragilidad daba esa ilusión— tuviera miedo trabajando sola y tan tarde en un carromato de comidas rápidas al borde de una ruta oscura."

Juan Gabriel Vásquez
Los amantes de Todos los Santos


"... nadie capta la importancia de lo que pasa al mismo tiempo que le está pasando. Si se me apareciera un genio con lo de los deseos, yo pediría ése, saber reconocer las cosas que van a ser importantes después."

 Juan Gabriel Vásquez
Los informantes



"... que la vida es el mejor caricaturista. La vida nos labra nuestra propia caricatura. Tienen ustedes, tenemos todos, la obligación de hacernos la mejor caricatura posible, de camuflar lo que no nos guste y exaltar lo que nos guste más. El buen entendedor sabrá que no hablo solamente de rasgos físicos, sino del misterioso rastro que deja la vida en nuestras facciones, ese paisaje moral, sí, no hay otra manera de llamarlo, ese paisaje moral que se va dibujando en nuestro rostro a medida que la vida pasa y nos vamos equivocando o teniendo aciertos, a medida que herimos a los demás o nos esforzamos por no hacerlo, a medida que mentimos y engañamos o persistimos, a veces a costa de grandes sacrificios, en la siempre difícil tarea de decir la verdad. Muchas gracias."

Juan Gabriel Vásquez
Las reputaciones





"Siempre he entendido la memoria, en literatura, como un acto moral. La literatura tiene una capacidad especial para recordar lo que otros quieren que se olvide, lo que el poder quiere que se olvide, lo que la historia oficial quiere que se olvide. Tiene la posibilidad de recordar historias importantísimas pero que son pequeñas, privadas, íntimas, de modo que la gran historia pasa por encima de ellas. La pérdida de esas historias es una pérdida humana: dejamos de entender algo del pasado cuando se pierden las historias íntimas de la gente. La literatura las rescata. En ese sentido, recordar es una especie de obligación ética."

Juan Gabriel Vásquez
Las reputaciones



"Todo era cuestión de ver el futuro, de saber verlo con claridad y deshacernos por un instante de nuestra propensión al engaño, al engaño de los otros y de nosotros mismos, a las mil mentiras que nos decimos sobre lo que puede pasarnos. Es necesario mentirnos, claro, porque nadie puede soportar demasiada clarividencia."

Juan Gabriel Vásquez




"Yo me fui a París porque quería ser escritor y había una especie de tradición latinoamericana en la que los jóvenes que querían ser escritores se iban allí. Le pasó a Vargas Llosa, a Cortázar, a García Márquez. Cumplir con ese lugar común de la literatura latinoamericana era lo que estaba explícitamente en mi decisión. Pero con el tiempo me fui dando cuenta de que tan responsable de mi decisión de irme era esa vocación literaria como la última década que yo había vivido, que terminó con la muerte de Pablo Escobar en 1993, y que fue uno de los periodos más violentos de la historia colombiana. También estaba esto detrás de la decisión de irme. Escapar de esa violencia rara, por impredecible, por ubicua. Una bomba podía estallar en cualquier parte de la ciudad. Yo también estaba huyendo de eso."

Juan Gabriel Vásquez


"Yo no soy una mala persona, ¿sí me entiende? Yo soy una buena persona. Pregúntele a mi esposa, pregúnteles a mis hijos, yo tengo dos, dos varoncitos. Pregúnteles y verá que le dicen eso, que yo soy una buena persona. Pobrecitos. Yo no les muestro sus dibujos. Mi esposa no se los muestra, perdóneme que le diga todo esto, perdóneme.»
Mallarino apenas lo podía creer: el hombrecito había venido en misión suplicante. Me llamó a rogarme, había dicho Valencia, era como si el tipo se me estuviera arrodillando por el teléfono. Se sintió invadido por un desprecio sólido, palpable como un tumor. ¿Qué lo irritaba tanto? Era quizás la humildad con que le hablaba Adolfo Cuéllar, la cabeza gacha que le hacía sombras debajo de la nariz, los brazos apoyados en las rodillas (la pose de quien se confiesa ante un cura amigo, un pecador fuera de su confesionario), o quizás el respeto con que trataba a Mallarino a pesar de que él, evidentemente, no sentía ninguno. Lo he humillado, pensaba Mallarino, lo he ridiculizado, y ahora me viene a lamer el culo. Qué tipo repugnante. Sí, eso era, una repugnancia impredecible y por eso mismo más intensa, una repugnancia para la cual no se había preparado Mallarino. El había esperado reclamos, protestas, incluso diatribas; unos minutos atrás había saludado a este hombre con cierta hostilidad sólo para enfrentarse mejor a la hostilidad del otro, igual al empleado que, sorprendido en falta, llega a la oficina del supervisor manoteando y hablando fuerte, lanzando pequeños ataques preventivos. Pues bien, ahora resultaba que Cuéllar no había venido a exigir la suspensión inmediata de esos dibujos agresivos, sino a humillarse todavía más ante su agresor. Es un adulto, pensaba Mallarino, es un hombre adulto y lo he humillado, tiene esposa y tiene hijos y lo he ridiculizado, y el hombre adulto no se defiende, el padre de familia no responde con golpes parejos, sino que se humilla más todavía, todavía más busca el ridículo. Mallarino se descubrió sintiendo una emoción confusa que iba más allá del mero desprecio, algo que no era irritación ni molestia sino que se parecía peligrosamente al odio, y se alarmó al sentirla. «Por favor, Javier», decía Cuéllar, «por favor no me dibuje más así, yo no soy así». Y luego dejó de llamarlo por su nombre. «Eso vine a pedirle, señor Mallarino», decía con voz inestable y nerviosa (nerviosa como el gesto de Beatriz al lamerse las manos resecas), «gracias por recibirme y escucharme, perdón por su tiempo, digo, gracias por su tiempo». Mallarino lo escuchaba y pensaba: Es débil. Es débil y lo odio por eso. Es débil y yo soy fuerte ahora, y lo odio por poner ese hecho en evidencia, por permitirme abusar de mi fuerza, por delatarme, sí, por delatar mi poder que tal vez no merezco. Vista desde esta silla, la puerta corrediza del jardín se había convertido en un gran rectángulo iluminado, y Mallarino veía, recortadas sobre ese fondo claro, las siluetas que ya comenzaban a entrar. «Ya se enfrió el día», se oyó decir. La casa se llenó de diálogos animados, de risas abiertas o más discretas; alguien preguntó dónde estaba el tocadiscos, y alguien más, Gómez o Valencia, comenzó a cantar sin esperar el acompañamiento de la música."

Juan Gabriel Vásquez
Las reputaciones



"Yo por temperamento soy una persona más o menos desarraigada, que se siente en casa con facilidad en sitios distintos del suyo. Si he vuelto a Colombia después de 16 años ha sido porque Colombia se ha vuelto tan extraña para mí como para permitirme una sensación de extranjería en mi propio país. Yo necesito esa extrañeza, necesito ser un extraño en el lugar en el que estoy. Pero eso también tiene consecuencias negativas. Es una cosa que transmites a tus hijos, además. Mis hijas saben que ya no son completamente de ninguna parte..."

Juan Gabriel Vásquez







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