"Cambiamos todos, de un día a otro, por lentas e inconscientes evoluciones, ganadas por aquella ley ineluctable del tiempo que ahora deja de borrar lo que escribió ayer en las misteriosas tablas del corazón humano."

Grazia Deledda


"El viento la tenía a su merced, alisando su falda y el pañuelo que llevaba sobre la cabeza, como si de alguna manera tratara de forzar su vuelta a casa. Anudó el pañuelo con fuerza bajo el mentón y siguió adelante con la cabeza gacha, embistiendo todos los obstáculos del camino. Sintió que debía traspasar la parte frontal del presbiterio, a lo largo del jardín y ante la iglesia, pero se detuvo en la esquina. Paul se había vuelto allí, y rápidamente, como un pájaro de mal augurio, su capa ondeaba alrededor de él, ante una antigua casa construida firmemente que parecía claudicar en el horizonte sito por encima del pueblo.
Una luz incierta, ora azul, ora amarilla, como el pálido rostro de la luna brillante, era atravesada por grandes nubes, iluminando la hierba del campo, la pequeña plaza frente a la iglesia y el domicilio parroquial, y dos líneas de casas a ambos lados de la empinada carretera, que terminaba perdiéndose entre los árboles del valle. Y en el centro del valle, como otra senda gris y sinuosa, se hallaba el río que fluía a su vez en medio del fantástico paisaje de nubes empujadas por el azar de los vientos, revelado y oculto en el lejano horizonte que se extendía más allá del borde del valle.
En el pueblo no se veía siquiera una luz, ni siquiera un hilo de humo. Todos estaban ahora dormidos en las casas subyugadas por la miseria, que se aferraban a las herbosas laderas como dos filas de ovejas, mientras que la iglesia con su majestuosa torre, estaba protegida por la cresta de la tierra y bien podría representar al pastor apoyándose en su cayado.
Los árboles más añejos crecían a lo largo del parapeto de la pequeña plaza de la iglesia, inclinándose por la furia del viento como negros monstruos en la informe penumbra, y en respuesta a su clamor, llegaba el lamento de los álamos y las cañas del valle. Y en la algidez de la noche, el viento gemía medio ahogado por la luna y la ira de las nubes, como si expresara el dolor de una madre que busca a su hijo."

Grazia Deledda
La madre


"... en nuestros bosques, sobre las montañas de granito, en los fértiles valles: surcos de plata. Son los arroyos en las verdes llanuras de pasturas floridas, tras los plácidos silencios del cielo y del campo solitario..."

Grazia Deledda


"¿Es posible que no se pueda vivir sin hacer daño a los inocentes?"

Grazia Deledda


La primavera

El invierno había refrescado también
el color de las rocas. Desde el monte descendían 
venas de plata, mil riachuelos silenciosos,
relucientes en el verde vivo de la hierba.
Un sobresalto del torrente en el fondo del valle
entre melocotones y almendras florecidas, y todo era puro,
joven, fresco, bajo la luz plateada del cielo.

Grazia Deledda
Traducción del italiano al español: Leonel Licea


“La vida pasa y nosotros la dejamos pasar como el agua del río, y solo cuando falta nos damos cuenta que no está.”

Grazia Deledda


"Le entraron ganas de reír, porque le pareció que era Baldo, con su voz de predicador, quien hablaba así. Luego, mientras la luna reaparecía entre las crestas negras de las nubes, en un trozo de cielo semejante a un lago alpino, también ella se desasió de nuevo de su encanto maléfico.
Había llegado cerca del seto que bordeaba la carretera. En la acequia cantaban las ranas, y su canto era como un concierto, con su primero y segundo violín, el oboe y el contrabajo; sólo que los instrumentos estaban desafinados y oxidados, y sus voces eran estridentes. Sin embargo, la del primer violín expresaba una pasión juvenil, una invocación tan desesperada al amor, que hasta el agua de la acequia parecía agitada por ella: era el reflejo de la luna que, goteando entre hoja y hoja, llenaba de trémulas esmeraldas el refugio de las ranas. Todo es bello cuando se trata de amor.
Y la mujer prosiguió su camino, con un gran suspiro ahogado dentro. Nunca como en aquella noche se había sentido sola y combatiendo contra las fuerzas adversas de su sexo; y nunca le había parecido todo tan vano, incluso su propio trabajo y la edificación de su familia, porque la vida que todavía le quedaba tenía que morir con ella.
Y si andaba así, en el vacío, bajo el cambiante resplandor de la noche turbada, sentía que lo hacía para castigar su inútil fuerza vital o para darle, por lo menos, una salida en el sueño.
Y he aquí que, precisamente como en los sueños de aquellas últimas noches, cuando la carne doliente y el instinto sepultado avasallaban el espíritu adormecido, Annalena se sobresaltó de alegría y de angustia al percibir, a través del seto, un olor de tabaco especial, que ella conocía bien: su olor. Volvió a detenerse, como envuelta por una nube de humo denso y agrio que le cerraba los ojos y le penetraba en la garganta, y tosió para librarse de ella.
En el fondo era una tos voluntaria, un anhelo del instinto cogido a lazo. El hombre, en la carretera, la oyó, y su voz respondió en seguida, como el eco a la llamada."

Grazia Deledda
Annalena Bilsini



"Todos estamos impregnados del bien y del mal, pero a este último hay que ganarlo, Antonio. El acero que es acero es templado y reducido a espada, de aquel que quiere vencer al enemigo."

Grazia Deledda

"Y poco a poco sintió que su vida se llenaba de aquel dolor, de aquel desorden, como si el viento de aquella noche hubiese entrado en su casa, dejada abierta, y lo hubiera alterado todo, y él no consiguiera implantar el orden de antes.
Comenzó, en realidad, a descuidar su casa y sus asuntos. Por la mañana se quedaba en cama hasta tarde; escondía la cabeza bajo la almohada para no ver el hilo de luz que entraba por el ventanuco, y así intentaba olvidar que fuera hacía frío, que si se levantaba tenía que salir e ir a casa de sus vecinos a saber cómo estaban.
No; no quería pensar más en ellos, pensar más en ella; y ella, en cambio, estaba a su lado, estaba dentro de su cama, estaba dentro de él…
Entonces saltaba del lecho, andaba por la casa semidesnudo y tomaba un baño frío para desentumecerse. Acababa vistiéndose, saliendo a preguntar cómo estaban sus vecinos. El temor de que el enfermo se escapara otra vez le inquietaba continuamente. El enfermo, en cambio, había caído en una profunda depresión, y no podía siquiera levantarse de la cama.
De todas maneras, para que Sarina no se quedara sola en casa, él se encargó de ir al pueblo para comprar la comida y para avisar al médico del agravamiento del enfermo.
He aquí que vuelve con su carga de paquetes y una bolsa con una botella de leche. Vuelve, como un criado solícito, por la carretera tantas veces recorrida con más calma, pero también con más pesadez.
En el fondo, no se olvidaba nunca: se veía siempre, como si el suelo fuera un espejo, y su sombra, su imagen. Y, a veces, le parecía que era grotesco y ridículo, y otras, que esta vida reanudada le había adelgazado, y embellecido este amor al prójimo. Se había olvidado incluso de su inquietud por Ghiana, y ya no deseaba su regreso. Ahora, la criada de los vecinos era quien le hacía las faenas, o, mejor dicho, se las hacían mutuamente.
En efecto, mientras él vuelve del pueblo con las provisiones, ella saca, vigorosamente, agua del pozo, también para su cántaro.
Y le acoge con una sonrisa juvenil, enseñándole desde lejos sus hermosos dientes, intactos, bajo su labio rojo, coronado de pelos, procurando que no le vea la señora, que está detrás de la ventana, en la habitación del enfermo.
El hombre se turba, baja los ojos, no por la sonrisa de la criada, sino porque cree que la señora, desde detrás de la ventana, está espiando su retorno.
Ella, en efecto, salió a su encuentro y le rogó que subiera.
—Mire —dijo, destapando al enfermo, que, según su costumbre, estaba escondido bajo las sábanas—. De repente se ha puesto así.
El enfermo parecía otro, todo hinchado, con la cara enrojecida y como si, de improviso, le hubiera engordado cómicamente. Sarina le apretó la mano con un dedo, y sobre la carne se quedó un hoyo violado. Luego apretó entre las suyas aquella mano gorda, de una gordura blanda, como llena de agua.
—¡Giorgio! ¡Giorgio!
El enfermo intentó levantar sus párpados hinchados. Aparecieron y desaparecieron los ojos azules, asustados, pero con un terror consciente y resignado. Y Cristiano recordó que había oído decir que los locos, cuando están a punto de morir, se vuelven cuerdos.
Sin embargo, se desengañó inmediatamente. El enfermo intentaba todavía morder la mano que le rozaba la cara, y de su boca salían palabras incomprensibles, con un mugido cansado de protesta y de amenaza. Parecía que pidiera que le dejaran morir solo, en paz, a oscuras, y que le fastidiara que la mujer se inclinara sobre él, que le mirara de aquel modo, con susto, y, sobre todo, que le llamara de aquella forma, como desde el fondo de un abismo."

Grazia Deledda
El secreto del hombre solitario






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