—Sé que era usted un verdadero amigo de Iván Ilich… —y se lo quedó mirando, esperando una reacción que estuviera en consonancia con tales palabras. Lo mismo que antes Piotr Ivánovich había juzgado necesario persignarse, ahora sabía que debía estrechar la mano de esa mujer, emitir un suspiro y exclamar: «No le quepa duda». Y eso es lo que hizo. Entonces se dio cuenta de que había logrado el resultado apetecido: ambos se habían conmovido.

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 7

Cuando ya no hubo nada en lo que poner orden, se empezó a adueñar de ellos una ligera sensación de aburrimiento y tuvieron la impresión de que les faltaba algo, pero para aquel entonces ya habían trabado relaciones y adquirido nuevas costumbres con las que dar sentido a su vida.

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 28


Así discurría su vida. Todo seguía un curso uniforme, sin cambios; todo iba a las mil maravillas…
En poco tiempo el encanto y la despreocupación desaparecieron; en cuanto al decoro, solo a costa de grandes esfuerzos lograron guardar las apariencias. Las trifulcas se sucedían una tras otra. De nuevo no les quedaron más que esos islotes, por lo demás poco numerosos, en que ambos cónyuges podían encontrarse sin que les sobrevinieran arrebatos de ira.

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 31


«¿Cabe la posibilidad de que no haya vivido como debería haberlo hecho? —se le pasó de pronto por la cabeza—. Pero ¿cómo es posible? Si he hecho siempre lo que correspondía en cada momento», se dijo, rechazando sin más la única solución al enigma de la vida y de la muerte, como si fuera algo completamente imposible.

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 65


«Estoy volando…»

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 67


—¡Oh, oh, oh! —gritaba con distintas entonaciones—. Había empezado a gritar: «No quiero», y había seguido solo con la última letra. A lo largo de esos tres días, en cuyo transcurso no existió el tiempo para él, Iván Ilich se debatió en ese saco negro en el que lo había metido aquella fuerza invisible e irresistible. Se agitaba como lo hace el condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no hay escapatoria posible. Y a cada instante sentía que, a pesar de los esfuerzos que hacía por oponerse, se acercaba más y más a ese desenlace que tanto le aterrorizaba. Comprendía que su tormento consistía no solo en que lo hubieran arrojado a ese agujero oscuro, sino, aún más, en que no acababa de entrar del todo en él. Se lo impedía el convencimiento de que su vida había sido ejemplar. Esa justificación de su vida era lo que le mantenía encadenado, le impedía avanzar y le atormentaba más que ninguna otra cosa. De pronto una fuerza le golpeó en el pecho y en el costado, su respiración se hizo aún más afanosa, se hundió en el agujero, y una vez allí, en lo más hondo, brilló una lucecita. Era la misma sensación que había tenido a veces viajando en tren: creía ir hacia delante cuando en verdad iba hacia atrás, y de repente se daba cuenta de la verdadera dirección. «Sí, nada ha sido como debería haber sido —se dijo—, pero no importa. De todos modos, se puede hacer lo que se debe. No obstante ¿en qué consistirá eso?», se preguntó, y de improviso dejó de gritar.

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 71


«La muerte ha terminado —se dijo—. Ya no existe.»

León Tolstói
La muerte de Iván Ilich, página 74


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