1.

Padre,
he aquí al orador de orden,
heme aquí, fuera de orden y sin saber orar.
He aquí la artritis del orador de orden,
heme aquí entumeciendo y deformando las líneas trazadas en sus manos
para que no haya gesto que pueda ser posible, para que no haya gesto.
He aquí los guantes en las manos del orador de orden,
henos aquí enajenados en la soltura de sus movimientos
y en la gracia de sus expresiones,
aunque sepamos, Padre.

He aquí el coro de lutos antiguos y parsimoniosos,
he aquí la pestilencia que trae nuestra sangre caliente,
he aquí que el único modo que tuvimos de inclinar al espectador
sobre el abismo de la escena
fue arrojándonos a él.

He aquí el hambre del abismo bajo las tablas de la escena.
He aquí el abismo,
heme aquí, a veces inapetente o padeciendo de hartura
como un muchacho pálido y enfermo,
como un muchacho enfermo, Padre, enfermo.

He aquí la ceguera del bardo, su melodía incipiente.
He aquí el miedo de la muchacha que hará soplar el viento,
heme aquí convirtiendo sus ojos en acero para los héroes, para el verdugo.

Padre,
he aquí a la gente que no fue a escuchar al orador de orden,
henos aquí en nuestras cocinas blasfemando
porque hoy será quemada la bruja que tiene maldito este lugar,
la bruja que asusta a los niños hombres por las noches,
la única habitante del pueblo que sabe rezar, pero le faltan dientes y es bruja.
Henos aquí sobre nuestros calderos
sin saber si usar sapos o ranas para el susto de esta noche.
Henos aquí, Padre, para la carcajada.

Ja. He aquí la risilla pueril de quien ya no puede ni asustarse.
He aquí lo que no convence de esta dentadura postiza.
Porque nuestra raza no habrá de tener dientes,
fue lo que dijeron en la primera conseja.
Y no me pasaron las alquimias
ni me dieron a guardar el ácido de las pociones disolventes
ni me enseñaron más que la inutilidad de la cola del lagarto.
Y heme aquí, Padre, sin saber hacer casitas de chocolate y leche
ni jaulas para tantear el espesor de mi bocado.
Heme aquí, ¿no me he presentado?
He aquí a la que escapa del fuego por la inutilidad de la cola del lagarto,
heme aquí montada en el miedo que no tienen, en la risa de su farsa
que es mi escoba, la divina comedia de esta quema
realizada mil veces en este mismo lugar.

¿Acaso ya no hay héroes? ¿Mujeres histéricas y alucinadas?
¿Alguna santa que quiera suplantarme?
¡Ah! ¿Qué otro martirio forjaréis para la bruja terrible de este pueblo?
Os saldréis con la vuestra.

Heme aquí, Padre, sin lengua para presentarte respetos,
yo, la que jamás ha reído, orgullosa verruga sin una mísera maldición a mano
y ni siquiera dispuesta a arder, heme aquí.

Padre,
he aquí al sastre laborioso de estas horas,
heme aquí tomándole medidas al eco de la carcajada
que se convierte en llanto, que se convierte en risa, que se convierte en eco.
Heme aquí atravesado de alfileres como un muñequito de mala magia
escondido en algún cajón de la antigua máquina de costura
que ya no anuda sino que parte los hilos
y deshace los ruedos
y no puede.

Gabriela Kizer




"En una vida
deben escribirse pocos poemas de amor.
Sólo cuando el corazón anuncia algún presentimiento difícil, 
cuando ya no sabemos si en medio de un mal sueño
seremos despertados por un beso
o pasaremos de largo hacia un sueño peor,
sólo ante un minuto que oscila 
es dado escribir algo breve y conciso,
que no salga muy fácil.

Por lo demás
sólo rezamos cuando creemos que estamos a punto de morir,
pero creer ya es algo."

Gabriela Kizer



Era más fácil

Bastaba una señal, un dejo luminoso
para alargar la mano al aire
          como hacia un cuenco de abundancias,
para temblar al pie de una página sin reverso.
¿Qué suerte de futuro permitía entrar
una vez y otra
al juego de avanzar con el trapo en los ojos?
Taima.
¿Cuándo me vine abajo?
¿Cuándo crucé los brazos sobre el pecho?

Gabriela Kizer



Guayabo

Cuando niña
de visita a Urama
recogía, abría y revisaba guayabas
para todos,
hasta que un viejo me dijo
que así no se comía la guayaba,
que había que cerrar los ojos
y que si tenía o no tenía gusano era cosa de dios
o de sorpresa en el fruto que saliera con mejor sabor.
Yo seguía las instrucciones
y me comía cada tarde       con las tripas revueltas
todos los gusanos de Urama.

Posiblemente ese haya sido
el primer contacto de mi lengua
con el sabor de la muerte
en los mejores frutos.

Con el tiempo aprendí a hacer mermelada,
a desaparecer el tacto baboso y frío
en el hervor de la hornilla,
aunque siempre sintiéndome cobarde.

Hoy quisiera otorgarte aquel sabor.
Pedirte incluso que no me permitas olvidar
la paciencia o el error
        de aquella niña de diez años
sentada a la sombra cada tarde
y aprendiendo, sin saber, 
    a tragar
tu pedazo de muerte
    y tu pedazo de vida.

Gabriela Kizer


"Mi primer novio solía llevarme al cementerio
para hacerse más liviana la compañía de su madre.
Mi primer amante solía llevarme al cementerio
para hacerse más liviana mi compañía.
Mi primer marido solía llevarme al cementerio
sin ninguna razón aparente.
Mi segundo amante manifestó siempre inconformidad
ante mi negativa de hacerle mantenimiento 
a su sepulcro predilecto 
desde la infancia.
Mi tercer amante enfureció y me llamó puritana
por no haber querido hacer el amor
sobre la losa de la que fuera su mujer.
Mi cuarto amante me echó de la casa tildándome de puta
mientras gritaba delante de toda la vecindad
que yo pertenecía a un tipo de mujeres
que debían haber nacido muertas.
Mi quinto amante jamás pudo comprender
que tuviese que dejarlo con urgencia
al enterarme de que invertía su dinero sobrante
en parcelas equidistantes e iguales. 
Sé que aún hoy mantiene la sospecha de algún motivo oculto
y sigue expandiendo sus propiedades por diversos camposantos.
Supongo que yo también mantengo la sospecha de algún motivo oculto
que me ha llevado a heredar una casa propia, 
un buen sofá y una habitación pequeña
donde a veces suelo preguntarme por qué los hombres
persisten en buscar mujeres vivas."

Gabriela Kizer
de Guayabo, Ediciones Arte Dos Gráfico/Ediciones Esta Tierra de Gracia, Bogotá, 2002



Nochebuena

"Le he dado vino a los gatos
y han olvidado que no deben arremeter
contra la jaula de los pájaros.

Le he puesto vino a los pájaros 
para dejar de escuchar al miedo revoloteando, 
para que, si no tienen suerte, la zarpa los agarre dormidos.

Le he puesto una manta a la jaula de los pájaros
para atenuar el asedio de los felinos.
Le he dicho a éstos que no es noche para cazar.

He pensado que en otras condiciones
la tarde se iría sin la sensación de un hueco apretado al estómago.

He descubierto que en ciertas celebraciones 
mi alma se descuelga,
herida por algún motivo menor que el de la muerte,
pero motivo al fin.

He imaginado todos los brindis que no he podido hacer
por el cansancio de levantar la misma copa.

He recordado
que en estas fechas siempre he querido ser otra persona
donde quiera que esté y en la circunstancia en que me halle,
que la soledad
también ha sido hecha para estar a gusto 
    en nuestro disgusto más íntimo."

Gabriela Kizer



Poética

I

No tiramos nuestro cuerpo por la ventana.
No abrimos huecos en algún pedazo de tierra húmeda
para que nuestros amigos fueran a visitarnos.
No pedimos que nos sembraran flores encima.

Hemos visto caer sobre nosotros la modorra entera del dolor
y ni siquiera podemos decir que lo conocemos.
Hemos tratado de desperezarnos y de agarrar en el aire
una libélula: la flor prensada o podrida dentro del sueño.
Hemos besado su resequedad y sus larvas.
Hemos sentido en el sabor del barro, la mies
y aunque el grano fuese duro, inmasticable,
hemos aprendido a molerlo con los dientes.

¿Pero qué haremos ahora?
¿Qué sombrero le pondremos a esta tristeza de gaucho
solitario y ebrio?, ¿qué llanuras le daremos para que ande?,
¿qué oasis y qué cactus cuando precise recostarse
o apurar las espuelas, el puñal
para atrapar el tono que fuese necesario?

¿Recuerdas? Conocimos a un hombre 
que fingía ataques de epilepsia en distintas esquinas de esta ciudad.
Cada cierto tiempo volvía a ponerse en nuestro camino.
Tirado en alguna acera, 
lo veíamos bañado de sudor, con la mano en el corazón
y nos confundíamos nuevamente con espanto.
¿Y qué haremos ahora?
¿Qué le diremos a este sujeto que nos ha estafado?,
¿qué imagen suya pegaremos en el álbum de cromos superpuestos
para que no se nos confunda la memoria?

Para que no se nos olvide tampoco 
la lentitud de aquel recogedor de latas
que casi de pie y a lo largo de cien segundos
atravesó la avenida principal 
con luz roja para peatones
sin que ningún conductor gritara nada,
sin que ningún nuevo mitólogo afirmara
que así era como Atlas cargaba el mundo.

¿Y qué haremos en este mundo?
Qué cargamento de latas ganará algún valor de cambio
si no hemos caminado hasta el medio de la calle
para cargar y poner a salvo a un gato muerto,
si hemos visto a la amiga auscultar el corazón del animal
y mover el cuerpo, acariciarlo,
con una ternura que nos hizo avergonzar.
¿Y dónde buscaremos la cajita de cartón
en la que pueda caber esta vergüenza,
esa cara de gato atropellado
a la medida de un camión de basura?

No, no seguiremos buscando en el estiércol
la medida exacta de alguna frase inusitada.
No hallaremos nuevos ritmos en la quinta pata del gato
ni imitaremos a los hombres de manos enguantadas
que hay detrás de cada camión de basura.
Rasgaremos nuestras camisas, si hace falta, 
nos sentaremos siete días en el suelo
y guardaremos el más rígido luto por aquello que importa
y que cae y que fracasa siempre.
Pero no quedará enterrado el corazón.
Tampoco lo congelaremos para futuros más desoladores aún
o sorprendentemente magníficos.

De los barcos que pasan,
hemos conocido ya la estela grabada sobre los huesos, 
hemos entendido que nadie nos ha salvado de nada.
Pero no seremos los cronistas del desconsuelo.
No lo seremos.

Gabriela Kizer


Vodka

"Que una tarde acabe con lluvia
y poco espesor de azúcar en la sangre
no es demasiado.

Que uno se reconcilie de pronto
con el amor peor dejado
y que vuelvan los cuerpos y las voces
sobre la casa hundida,
sin pretender alzar otra columna
ni soñar que habitamos otra casa,
es casi como un golpe que hace vida a la vida.

Y henos aquí
jugando a que estos besos son los besos de otros,
a que resbalan por la piel y no resfrían el alma.
Henos aquí jugando,
recorriendo de vuelta el polvoso camino
y pocos serios ante la gravedad del asunto
como si la risa viniera de una irónica calma,
de corazones ya suficientemente burlados.

Nosotros,
los que desconocíamos cualquier camino de retorno
¿Qué hemos hecho para venir a dar con el amor al que se vuelve?
Dónde estabas
mientras yo te enterraba
y enterraba contigo –cavadora egipcia-
toda la maraña del amor imposible
para que te llevara tus tesoros al otro mundo.
¿En qué limbo de paciencia aguardabas?

Te he soltado.
Ya no estás preso a mi pecho ni a imagen alguna
y no puedo dejar de preguntarme
en qué momento tu animal enfurecido
aceptó que se le quebrara el corazón.
Porque hoy he venido a mirarte largo rato a los ojos
sin sentir la tentación de pedirte
que me sostengas el mundo cuando los pisos se agrieten,
porque hoy he venido a mirarte
sin querer que me salves de nada.

Alguna vez confiamos en el tiempo
y cada quien –a su modo- supo postergarlo.
Ahora
que ya tenemos tan poco para postergar,
que robamos pasión a un tiempo que ya no es “nuestro tiempo”
que el portero del edificio me mira con recelo.

Ahora que el despecho para mí es estar en ascuas
entre el final de un poema
y el comienzo de otro que se tarda
como se tarda el amor
y que puede incluso no llegar nunca.

Ahora
que tantas tardes se han ido sin esperarte
y que he aprendido tan bien a sostener entre las noches
el as de un juego solitario,
que no puedo negar el desierto que habita este corazón
y lo reclama.

Ahora
que un clavo no saca otro clavo,
el pecho se tranca, de seguro, no le queda otra cosa.

Ha sido hermosa la tarde
aunque tan difícil sea hablar de amor,
aunque sepamos que hay una casa que se levanta sin estructura
y que esa casa es la nuestra.

No te pregunto por lo que haremos otras tardes,
eso lo sé
y voy a ti sin dobleces.
Vuelvo a sacar dos cubos de hielo,
los pongo en un vaso
y abro la botella
como quien retoma un gesto detenido por distracción,
como quien no ha dejado una noche de hacerlo."

Gabriela Kizer






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