Bodegón doméstico

Se recoge en reposo la cocina.
Madrugado ha la madre al presentir
un primer resplandor
tras la ventana.
Ya todos se marcharon, y ahí reposa
la mesa en honda paz,
algo de leche,
o algunos cereales en el cuenco.
Perdura en las vasijas el aroma
de un encuentro inicial,
aquella fiesta,
o ese ritmo sereno de la vida
libada gozo a gozo, sombra a sombra.
Aquel tosco puchero guarda aún
la memoria sencilla de la abuela,
perdida en sus quehaceres
y sus rezos.
Quedó la servilleta en un sosiego
descuidado y hermoso.
El jarroncito
conserva silencioso la esperanza
de un ramo de claveles.
Penetra por el vano una luz íntima
dorando la mesita,
los volúmenes,
el cardo reposado en su silencio.
Avanza la mañana, y se aproxima
el cálido retorno de los seres.

María Pilar Martínez Barca



Deja blanca la mente


Deja blanca la mente, como sábanas
de un crepúsculo en paz,
y ese temor inmenso de los rinocerontes
que cruzaron el río para siempre.
Con sílabas de barro modelamos la vida,
como el niño que juega al arcoíris
y le otorga el añil, el blanco, el escarlata.
La noche se entreabre, silenciosa,
en el ávido vientre de la luna.
Y un deseo de lluvia descorre los pecíolos.
Las figuras devanan el último ovillo de las nubes,
y conforman de nuevo el pensamiento
sin poder cancelar la ley de los presagios y la tierra sin luz.

Un perro aúlla al fondo de montañas nevadas,
en tanto que esperamos el reino de la esfinge
y la puerta de nácar sin retorno.
¿Soñaremos por siempre? ¿Desvelados?

María Pilar Martínez Barca


Epifanía 

A mi madre

Brillaba la mañana.
Venia la marea, con sus copas teñidas
en la espuma del viento.
Y tú permanecías silenciosa.
Tu mundo era pequeño:
la casa, los paseos por el sol del verano
y aquel rincón tan intimo
donde tenían vida las sombras de los cuentos,
donde la luz caía.
Pero algo te impulsaba
a aquella comunión con otros seres,
y te quedabas triste cuando se habían ido.
Tu madre, aquellos párpados de azucena y escarcha,
siempre estaba contigo:
compañera en la noche del desvelo
y a la sombra apacible de los días felices.
Y luego llegarían las figuras soñadas,
instantes que se pierden por linderos de niebla.
Y sentada a la orilla,
esperabas los ecos de otros mares lejanos.

María Pilar Martínez Barca


Obertura

Otrora en esta celda, en este sencillo
corredor silencioso,
te confesaste, Madre, aquella aurora
al vadear la luz.
Ni vuelo de palomas, ni visiones
venidas de ultrasueño.
Sólo unas rejas pobres, y una voz recia
y al tiempo delicada.
Te dolía de vida el corazón.
E irías devanando, uno a uno,
los silencios más fértiles, las pasiones
ardientes del espíritu y la tierra.
Revestida en sayales y ese débil
resplandor indeciso de más allá del alma,
te fuiste enterneciendo
tan cálida y menuda, casi niña
en las manos sin sombra del Amado.
Que son muchos los puentes y posadas,
y luengos los caminos, de Medina a Becedas,
y la tierra cansina, y los huesos deshechos
de tanto trasmontar palomas y altozanos.
Que si aquesta licencia, o esotra dote,
y aposenticos nuevos donde fundar los sueños
piedra tras piedra, y vida, y esperanza.
Y el hálito tan tibio de un vencejo, cuidando
no desvele el sosiego de alguna hermana enferma.
Por eso, a la mañana, cuando nadie trajina
por el secreto cuévano de tras de las murallas,
el silencio se aquieta, y se te hace remanso
tu dolor más oscuro.
Las aguas y los pájaros en un instante mínimo.
Y la mirada, en lluvia, se te va entredorando
de tanta vida en torno, y tanto centro
despojado, desnudo, y tan hermoso
como el susurro calmo de esta luz
que caldea mi aliento, aquí, a los pies del banco,
enfrente de esas rejas donde un día habitaste.
Confieso que he vivido y no he amado
hasta agostar la fuente.
A veces, el camino se hace angosto
y se nos caen las alas,
la flor entreverada de cerezo
y pasión por la vida. Y es más arduo
vadear cualquier puente, toda senda
que lleva a un corazón desvencijado.
Se encienden las hogueras más antiguas,
esas que prefiguran visiones de la noche
en el espejo roto de las almas.
He ido alimentando el desaliento,
el miedo, la ceguera,
hasta verme varada en esta orilla oscura.
Y he degustado el gozo hasta las lágrimas.
Han tocado ya a paz. En este cuarto mínimo
iluminado apenas por un soplo de luz,
las dos, mano con mano, en remanso los ojos
más allá del escaño o de la silla.
Y en el centro traslúcido de la morada última
la certeza indecible de sabernos amadas.

María Pilar Martínez Barca



Te deseo, amor mío, igual que se desea
la luz en la mañana,
el aire para el pájaro,
                 o el descanso en la noche.
Te deseo, indefensa, como desea el niño
la piel cálida y tersa de la madre,
la leche de su luna, una caricia.
Te deseo, mi amor, cada vez que entresueño
la seda de tus labios por mi vientre
mi mano en tu cabello,
                 tu cuerpo despertándome.
Te deseo tan hondo, tan adentro
que me estremezco toda en hojas frágiles,
manantial de por sueño y de por vida.
Te deseo en la noche sin ribera,
y aquí, en la madrugada,
para otro hermoso día donde amarnos.
Te deseo, amor mío, en cada luz,
más allá de la espera
                 y la distancia,
cuando huele ya a lluvia y cercanía.
Te deseo hasta el éxtasis.

María Pilar Martínez Barca











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