"Cada vez que emprendo cualquier suerte de viaje caigo fuera del radar. Nadie conoce mi paradero. ¿Cuál fue mi punto de partida? ¿A dónde me dirijo? ¿Podría tratarse de un término medio? ¿Soy quizás como ese día perdido cuando se vuela hacia el este o como la noche que se recupera cuando se viene del oeste? ¿Soy acaso un sujeto muy elogiado por la física cuántica capaz de existir en dos lugares simultáneamente? ¿O quizás soy la prueba de una ley diferente aún no testada acerca de la ubicuidad de la existencia?
[...]
Estos días, la parafarmacia ofrece a sus clientes una gama especial de artículos de tocador para viaje de diferentes tamaños. Algunos establecimientos reservan incluso pasillos enteros para la venta de estos útiles. Se puede encontrar cualquier cosa que pudiéramos necesitar en un viaje: champú, un tubo de jabón líquido para lavar la ropa interior en el lavabo del hotel, cepillos de dientes que se pueden doblar por la mitad, protector solar, repelentes, toallitas para limpiar zapatos disponibles en una gama multicromática, un set de productos de higiene femenina, crema para los pies, crema para las manos. La característica definitoria de todos estos elementos es su miniaturización, pequeños tubos y botellines del tamaño de un pulgar. El kit de costura más pequeño para tres agujas, cinco mini-ovillos de hilo de distintos colores (cada uno de tres centímetros de longitud) y dos botones de emergencia blancos y un imperdible. Especialmente útil es la laca para el cabello, cuyo envase a medida no ocupa más que la palma de la mano de una mujer.
[...]
El mundo es demasiado extenso. Sería más prudente reducirlo en lugar de ampliarlo. Nos iría mejor introduciéndolo en una pequeña lata -un panóptico portátil al que estaríamos autorizados a mirar únicamente los sábados por la tarde, una vez que haya concluido el trabajo diurno de toda una semana, una vez que toda la ropa interior ha sido lavada y las camisas colgadas sobre los apoyabrazos, una vez que los pisos hayan sido fregados y no haya ninguna coca cola sobre el alféizar de la ventana. Podríamos mirar en su interior a través de una minúscula rendija como en el Fotoplastikon de Varsovia, maravillándonos de cada uno de sus detalles.
Me atemoriza que esto pueda acaecer demasiado tarde.
No disponemos ahora de otra opción salvo aprender a seleccionar ininterrumpidamente. Cómo ser igual que un compañero de viaje que conocí una vez en un tren nocturno y que me dijo que, de vez en cuando, vuelve al Louvre sólo para ver la pintura que él considera que vale realmente la pena, una de Juan el Bautista. Simplemente, permanece ante el lienzo contemplando el dedo alzado del santo."

Olga Tokarczuk
Corredores



“Como escritora, por fortuna tengo el poder de crear un mundo donde las mujeres tienen poder. Tengo la sensación intensa de que hay dos mundos paralelos: el percibido de forma tradicional y el mundo de las mujeres. A menudo no son compatibles. Pero no solo se trata de las mujeres: mi feminismo se basa en una filosofía igualitaria: así como las mujeres son hechas a un lado, los animales también.”

Olga Tokarczuk


“Creemos que los inmigrantes solo quieren tomar cosas, pero su propia pérdida es gigante.”

Olga Tokarczuk



“Cuando eliminan a tu país del mapa y prohiben tu idioma, si tu literatura tiene que servir a una causa, se convierte, por brillante que sea, en algo difícil de difundir.”

Olga Tokarczuk



"El Hombre Malo iba a Ventisco por la noche. Emergía del bosque al anochecer y parecía como si se despegara de un mural: era moreno y tenía en el rostro una sombra de árboles que nunca desaparecería. Las telarañas brillaban en sus cabellos y por su barba se paseaban tijeretas y pequeños abejorros. A Espiga todo eso le daba mucho asco. Además, olía de otra forma. No como un hombre, sino como un árbol, como el musgo, como el pelaje del jabalí, como la piel de la liebre. Cuando le permitía entrar en ella, sabía que no copulaba con un hombre. No era un hombre, a pesar de su aspecto humano, a pesar de las dos o tres palabras humanas que sabía decir. En cuanto tomaba conciencia de ello, la sobresaltaba el miedo, pero también la excitación de transformarse ella misma en una cierva, en una jabalina, en una anta, de no ser nada más que una hembra, como millares de hembras en el mundo, y de tener en su interior a un macho igual que otros millares de machos en el mundo. El Hombre Malo emitía un aullido largo y penetrante, que debía oírse en todo el bosque.
Él abandonaba la casa al amanecer y antes de salir siempre le robaba algo de comida. Espiga intentó muchas veces seguirlo por el bosque y descubrir su guarida porque, si llegaba a conocerla, tendría mayor poder sobre él. Tanto el hombre como el animal muestran el lado débil de su naturaleza en el lugar en que se ocultan.
Nunca consiguió seguir al Hombre Malo más allá del gran tilo. En cuanto ella apartaba la vista de su encorvada espalda que se colaba entre los árboles, el Hombre Malo se perdía como si se lo tragara la tierra.
Al final, Espiga comprendió que la traicionaba su olor humano, de mujer, y que por eso el Hombre Malo sabía que ella lo perseguía. Un día recogió setas, cortezas de árboles, pinocha y hojas. Lo metió todo en una gran olla de piedra, vertió agua de lluvia y esperó algunos días. El Hombre Malo volvió y a la mañana siguiente se fue al bosque con un trozo de tocino entre los dientes. Ella se desnudó rápidamente, se frotó con aquella mixtura y salió tras él.
Lo vio sentarse en el suelo, en las lindes del prado, y comerse el tocino.
Luego, se limpió las manos en la hierba y se metió entre la maleza. En los espacios abiertos, miraba receloso a su alrededor y husmeaba. Llegó incluso a tirarse al suelo; justo un instante después Espiga escuchó el traqueteo de una carreta en el camino de Wola.
El Hombre Malo entró en los parajes de la Papelera. Espiga se escondió entre la hierba y siguió sus huellas agachada. Cuando se encontró en la linde del bosque ya no pudo verlo por ninguna parte. Intentó husmear como él, pero no sentía nada. Impotente, empezó a dar vueltas bajo el enorme roble, cuando de repente cayeron junto a ella varias ramitas, una tras otra. Espiga comprendió su error.
Alzó la cabeza. El Hombre Malo estaba sentado en una rama del roble y le enseñaba los dientes. Ella se asustó ante su nocturno amante. No parecía un hombre. Él gruñó amenazadoramente y Espiga entendió que debía irse.
(...)
El ángel contempló el nacimiento de Misia de una forma totalmente diferente a la partera Kumercka. Normalmente, este tipo de seres preternaturales lo ve todo de forma distinta. Los ángeles perciben el mundo no sólo a través de los sentidos físicos que captan lo productivo y lo destructivo sino mediante el significado y el alma de estas formas.
El ángel asignado a Misia por Dios percibió el dolor, en lo recóndito del cuerpo, ondulándose como una tira de tela. Era el instante del alumbramiento de Misia en el receptáculo de Genowefa. Y el ángel contempló a Misia como un fresco, brillante y vacío espacio, en el cual una confusa y semi consciente ánima estaba a punto de aparecer. Cuando la niña abrió sus ojos, el ángel dio las gracias al Todopoderoso. Entonces la mirada del ángel y la mirada humana se encontraron por vez primera y el ángel se estremeció como sólo puede estremecerse un ángel carente de cuerpo.
El ángel acogió a Misia dentro de este mundo tras la espalda de la partera, dejándole claro que había un espacio para que ella viviera, le mostró también a otros ángeles y al Todopoderoso y sus incorpóreos labios susurraron: "Mirad, mirad, ésta es mi dulce y pequeña alma." Todo ello fue aderezado con la inusual, angelical y empatía amorosa de estos seres, los únicos sentimientos que albergan, ya que el Creador no les concedió instintos, emociones o necesidades. Si los poseyeran, ya no serían criaturas espirituales. El único instinto que poseen es la simpatía, una infinita simpatía, intensa como el firmamento."

Olga Tokarczuk
Un lugar llamado antaño



"En aquella escuela era la única persona a la que yo le tenía miedo y su tono, chillón y lleno de reproches, me sacaba de quicio. Debo confesar que dar clases me dejaba agotada, mental y físicamente. Así que me arrastré como pude a hacer las compras y a la oficina de correos. Compré pan, papas y otras verduras en grandes cantidades. Me permití comprar también un queso cambozola que costaba una fortuna, para que al menos la comida me alegrara el día. A veces compro diversas revistas y periódicos, pero por lo general su lectura me produce una sensación de culpa: de no haber hecho algo, de haber olvidado algo, de no estar a la altura de las circunstancias, de quedarme atrás con respecto al resto de la humanidad en algún asunto importante. Con toda seguridad, los periódicos pueden tener razón. Pero si observamos a la gente en la calle, es probable que muchas de ellas tengan también el mismo problema y que no hayan hecho con su vida lo que debieron hacer.
Todavía no habían llegado a la ciudad los primeros y ligeros indicios de la primavera, seguramente se había entretenido algo más en las afueras, en los huertos comunitarios, en los valles de los arroyos, como hicieran en tiempos los ejércitos enemigos. El invierno había dejado en los adoquines muchísima arena, utilizada sobre las resbaladizas aceras, y que ahora, al sol, convertida en polvo, ensuciaba el calzado primaveral recién sacado de los armarios. Los arriates tenían un pobre aspecto. El césped estaba sucio, con excrementos de los perros. Por las calles deambulaban grises transeúntes con los ojos entrecerrados. Parecían aturdidos mientras se formaban frente a los cajeros automáticos para sacar veinte zlotys a fin de pagar la comida del día. Se apresuraban al comedor porque tenían turno para las 13:35, o iban al cementerio para cambiar las flores de plástico del invierno por verdaderos y primaverales junquillos.
Aquel ajetreo humano me conmovió profundamente. En ocasiones me asalta una inmensa sensación de ternura y creo que está relacionada con mis dolencias: por lo general sucede cuando mis defensas disminuyen. De pie, en la empinada plaza, se fue apoderando de mí un gran sentimiento de pertenencia a la comunidad que formaban aquellas personas. Todos eran hermanos y todas eran hermanas. ¡Éramos tan parecidos los unos a los otros! Tan frágiles y transitorios, tan expuestos a la destrucción. Andábamos confiados de un lado para otro bajo un cielo del que no nos cabía esperar nada bueno.
La primavera no es más que un corto intermedio: tras ella avanzan los poderosos ejércitos de la muerte; ya asedian las murallas de la ciudad. Vivimos rodeados por ellos. Si se mira de cerca todos y cada uno de los fragmentos que componen cada instante, uno termina por horrorizarse. En nuestros cuerpos avanza, imparable, la descomposición: pronto enfermaremos y moriremos. Nos dejarán nuestros seres queridos, su memoria se desvanecerá en el tumulto; no quedará nada. Sólo algo de ropa en el armario y alguien, que ya no reconocemos, en una fotografía. Nuestros más preciados recuerdos se esfumarán. Todo será tragado por la oscuridad y desaparecerá.
Sentada en una banca una chica embarazada leía el periódico, y pensé que la ignorancia podía ser una bendición. ¿Cómo sería posible saber todo esto y no abortar?
Entonces me volvieron a llorar los ojos, aquello era verdaderamente fastidioso. De un tiempo a la fecha no podía detener las lágrimas. Me dije que era tiempo de pedirle a Alí que encontrara un remedio."

Olga Tokarczuk
Sobre los huesos de los muertos



"Europa central tiene ahora problemas con la democracia. Estamos intentando encontrar nuestro propio camino sobre cómo lidiar con estos problemas."

Olga Tokarczuk



“No existe tal cosa como un mundo sin mujeres, pero los archivos y la historia han hecho que parezca que así funcionaba.”

Olga Tokarczuk



“Nuestros descendientes contarán historias de nuestro barbarismo y nuestra vida en medio de la masacre sangrienta.”

Olga Tokarczuk


"Para poder ver, debes saber cómo mirar; y debes saber lo que estás mirando."

Olga Tokarczuk


“Trabajando con uno de mis pacientes me di cuenta de que estaba más perturbada que él.”

Olga Tokarczuk


"Y pese a su aptitud para el dibujo, a su plena dedicación a grabar, troquelar, teñir e imprimir, un Verheyen aún veinteañero partió rumbo a Leiden para estudiar teología y convertirse así en sacerdote como su mentor, el pastor de Verrebroek.
Pero incluso antes de eso –según me contó en relación con aquel magnífico microscopio que tenía en la mesa– el pastor se lo llevaba de vez en cuando en cortas expediciones, apenas unas millas por caminos maltratados, hasta la casa de un pulidor de lentes, un intrépido judío repudiado por los suyos, como lo calificó. Alquilaba habitaciones en una casona de piedra y parecía un hombre tan excepcional que cada expedición constituía para Verheyen todo un acontecimiento, aunque era demasiado joven para participar en las conversaciones, de las que, a decir verdad, entendía más bien poco. El pulidor en cuestión vestía y se comportaba de modo exótico y un tanto estrafalario. Iba ataviado con una larga túnica, tocado con una rígida gorra alta que no se quitaba nunca. Parecía una raya, una manecilla vertical, así me lo describió Philip y bromeó diciendo que si se colocase a aquella rara avis en medio del campo, podría servir a la gente como reloj de sol. En su casa se reunían personas de distinta condición, mercaderes, estudiantes y catedráticos que se sentaban bajo un frondoso sauce en torno a una mesa de madera para mantener interminables debates. De cuando en cuando el anfitrión o alguno de sus invitados pronunciaba un discurso con el único objetivo de reavivar el debate. Philip recordaba que el anfitrión hablaba como si leyera, con fluidez y sin trabarse. Construía frases larguísimas cuyo sentido escapaba al muchachito de inmediato, pero que el orador dominaba a la perfección. El pastor y Philip llevaban siempre algo de comer. El anfitrión los agasajaba con un vino que aguaba generosamente. Es cuanto recordaba de aquellas reuniones, y Spinoza se convirtió en el maestro al que siempre leería apasionadamente y con quien con igual pasión disputaría. Bien pudieron ser las reuniones con aquella mente ordenada, con su fuerza del pensamiento y su necesidad de comprender lo que empujó al joven Philip a estudiar teología en Leiden.
Seguro estoy que no sabemos reconocer el destino que el divino cincel graba para nosotros en el reverso de la vida. Solo se nos revelará cuando aparezca inteligible para el ser humano: negro sobre blanco. Dios escribe con la zurda en espejados caracteres.
Durante su segundo año de universidad, en una tarde de mayo de 1676, al subir la angosta escalera conducente al pisito que le alquilaba a una viuda, Philip se rasgó el pantalón con un clavo, el cual le produjo también una pequeña herida en la pantorrilla, cosa que vería al día siguiente. La piel quedó marcada por la roja rasgadura que había dibujado la punta del clavo, una raya de varios centímetros adornada con puntitos de gotas de sangre: un imprudente movimiento del grabador sobre un delicado cuerpo humano que la fiebre empezó a consumir a los pocos días.
Cuando la viuda finalmente mandó llamar a un galeno, resultó que la herida ya estaba infectada; sus bordes se habían hinchado y ardían al rojo vivo. El médico prescribió cataplasmas y caldo para fortalecer al enfermo, pero en la tarde del día siguiente quedó claro que era imposible detener el proceso y que la pierna debía amputarse justo debajo de la rodilla."

Olga Tokarczuk
Los errantes














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