“A veces no es más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que llamamos mundo real; y un poco de viento puede abrirla.”

Stefan Zweig


"Al miedo de la muerte le llama "el temor blanco" que le acomete durante la noche. Dice: "Parece que mi ser se va a romper en trozos sin acabar de romperse jamás."

Stefan Zweig



"Aquellos que anuncian que luchan en favor de Dios son siempre los hombres menos pacíficos de la Tierra. Como creen percibir mensajes celestiales, tienen sordos los oídos para toda palabra de humanidad."

Stefan Zweig


"Así como las serpientes anidan entre rocas y guijarros, así también las mentiras más peligrosas se esconden con preferencia a la sombra de las grandes confesiones, de esas confesiones patéticas de apariencia tan heroica. Hay que ir con cuidado cuando uno se encuentra en una autobiografía con uno de esos pasajes patéticos en los que el autor se desnuda sorprendentemente y se ataca a sí mismo: no sea que tras esa confesión tan rotunda se oculte con cuidado una mentira más profunda todavía, algo que el autor quiere que sea ocultado y ensordecido por los golpes del mea culpa. En toda confesión exagerada se esconde siempre una debilidad. Hasta un hombre tan sincero y amante de la verdad como Jean Jacques Rousseau sabe proclamar a los cuatro vientos sus desviaciones sexuales y, arrepentido, reconoce que —él, el creador de Emilio— ha entregado a sus hijos a la Casa de Expósitos. Pero esa confesión tan heroica oculta algo más humano, más difícil de confesar, y es que Rousseau nunca tuvo hijos porque fue incapaz de engendrarlos… El truco más hábil de la mentira es saber ocultarse tras una confesión."

Stefan Zweig
Tomada del libro de Ángela Vallay, El arte de amar la vida página 35


"Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía totalmente inmóvil en su ban­co. El recuerdo de aquella escena angus­tiosa me oprime, aún hoy, la garganta. De todas las canaletas el agua caía a borbo­tones. De la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar donde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los animales, se manifestaba la angustia ante la explosión de los elementos. Únicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plástica­mente, con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada, sin embargo, absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema pa­ra permitirle levantarse y dar los pocos pasos que le separaban de un techo pro­tector, con aquella definitiva indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Angel ni Dante, me había hecho sentir jamás con semejante angus­tia el gesto de la máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, co­mo aquel hombre que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le permitiera guarecerse de ellos.
Estas consideraciones bastaron para decidirme. ¡No podía más! Veloz atravesé la líquida cortina de la lluvia y en cuanto llegué al banco, sacudí aquel húmedo far­do humano."

Stefan Zweig
Veinticuatro horas en la vida de una mujer


“Como no puede convencer a su propio espíritu, trata de convencer a los otros; como no puede cambiarse a sí mismo, trata de cambiar a la humanidad.”

Stefan Zweig



“Como siempre, el heroísmo de un hombre encuentra el mayor peligro en los seres que más lo quieren.”

Stefan Zweig
La lucha contra el demonio, pág.50


"Considerarlo, como hacen tantos críticos, tal vez demasiado entusiastas, el mejor prosista de la literatura moderna me parece aventurado, pues la valoración de su obra, inspirada por un espíritu que sopla en todas las direcciones, no es una cuestión de grado, sino de matiz. Con todo, debo reconocer que es el más viril, el más objetivo, el más conceptual y, si equiparamos alemán con protestante, responsable y consciente de su deber, también el más alemán de los prosistas contemporáneos. No juega con imágenes, sino que las crea; no describe, sino que escribe; no canta, sino que habla; no eleva el objeto, sino que le otorga la medida exacta. Su precisión, su objetividad recuerdan la «sagrada sobriedad» de Hölderlin, el poeta del éxtasis, que soñaba con encontrar su polo opuesto. Su energía y su rigor, su apasionado compromiso son valores que no tienen que ver con la costumbre, no proceden del exterior, sino del interior, se adquieren gracias a la rectitud moral y al ejercicio de la voluntad. La sinceridad de esta prosa, esto lo percibe cualquiera, hasta el menos versado en cuestiones artísticas, emana de un carácter: en un texto de Thomas Mann no hay nada que se pase por alto, nada que no sea exacto, nada aproximado, nada sobre lo que se guarde silencio, nada que se oculte cobardemente, todo es determinación, rectitud e integridad, todo es diáfano, no queda lugar para la interpretación, para la conjetura. Su prosa rechaza el raisonnement, la palabrería insustancial, los rodeos, siempre va directa a la cuestión y la desarrolla hasta el final, con todas sus consecuencias. Por eso, sus frases tienen ese carácter rotundo e indiscutible, se revisten de la misma solemnidad que los versos de un poema, que, apenas escritos, se fijan con una precisión cristalina, con la voluntad de perdurar para siempre. Al mismo tiempo, su material duro, templado al fuego, no deja de ser flexible; comparten, en este sentido, el secreto del mítico acero forjado en Toledo.
La solidez, y no la rigidez, caracterizan su estilo. Los conceptos que maneja son sensibles al cambio, reflejan el movimiento, pero, al mismo tiempo, responden a una ley superior que les da forma. El escritor ha fortalecido sus músculos, ha ejercitado su cuerpo en la palestra, su estilo, hermoso, viril, recuerda al ideal griego; el trabajo más arduo se afronta como si fuera un juego, la desnudez se vuelve natural, se santifica. Su estilo es ágil, avanza con decisión, se lanza al combate y lucha denodadamente, jamás se fatiga, es imparable; su vista es aguda, su mano, firme, siempre da en el blanco. Arte fuerte, fuerza artística (¡divina unidad!); el joven se hace hombre, su belleza es soberbia. El ritmo de la frase es acompasado, aunque, como es obvio, no llega a ser tan musical como el de su principal competidor en prosa, Hofmannsthal, un estilista que conoce bien la magia de lo femenino y saca partido de ella jugando con el volumen, dibujando líneas suaves, voluptuosas, mostrando la carnalidad ardiente, aromática, dulce, pujante, fructífera de la palabra, con períodos fluidos, sublimes, melodiosos. En Thomas Mann, el arte es disciplina y la disciplina, arte.
En esta prosa magistral destaca la manera de formular las ideas. En cierto momento, Thomas Mann dice que el verdadero logro del arte es «expresar una idea victoriosamente». Victoriosamente, un término que ilustra a la perfección la lucha de la palabra por conquistar las cosas, los años de preparación, el esfuerzo, la estrategia, la posición, la perspectiva, el discernimiento necesarios para apuntar al corazón de la realidad y lanzar una flecha certera que garantice el triunfo del concepto. Victoriosamente, sí, ésa es la palabra correcta, la única que describe de manera adecuada el nervio, el vigor de la prosa de Thomas Mann. No coquetea con el intimismo, no apela a una armonía preestablecida, sólo cree en el impulso honesto, planificado, decidido, desesperado incluso, desplegando una energía inagotable, en un combate duro, sin tregua, que exige una tensión permanente con el fin de acercarse al objeto. El objeto, la cosa, es el enemigo al que hay que vencer, porque no accede a objetivarse, no se somete al dictado del autor, no se sujeta al yugo de la palabra. Hay que desarmarlo, dominarlo y someterlo. Thomas Mann nunca ha sido un pacifista, ni en lo referente a la política ni en lo que atañe al estilo.
No es un pacifista, eso está claro. Llama la atención su forma de abordar el tema cuando escribe un ensayo. Es como si lo retara a un duelo. Se enfrenta a él cara a cara, toma una posición y la defiende a capa y espada, sus nervios se tensan, su mirada apunta directamente al objetivo, no pasa nada por alto, ni siquiera cuando el asunto invita a una amorosa contemplación. Jamás cambia de postura; esto hace que su actitud sea algo rígida, que su perspectiva se limite en cierta medida, pero, por otra parte, este estatismo imprime carácter y da a sus juicios un aspecto plenamente personal. La referencia para sus análisis no es el cosmos, sino él mismo; no contempla la realidad a partir de una esfera de valores absolutos, sino à travers son tempérament. Puestos a definir sus ensayos por contraste, habría que recurrir una vez más a Hofmannsthal, el otro gran ensayista literario. Éste concibe el mundo como una enorme red en la que todos los objetos están vinculados entre sí, tienden puentes incluso con los que se encuentran más alejados, se rodean de otros que refuerzan su identidad individual. Todas sus observaciones parten de un espacio imaginario, absoluto, invisible, nunca de su propia persona. Se sumerge en el fenómeno, mientras que Thomas Mann se enfrenta a él impasible, dispuesto a retenerlo por fugaz que sea, afirmando y negando, sin dejarse llevar por los sentimientos, manteniendo siempre el mismo criterio, rechazando valerosamente los ataques del enemigo, sin retroceder jamás, entablando una contienda abierta en la que perseverará hasta conseguir el triunfo."

Stefan Zweig
Encuentros con libros


“Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones.”

Stefan Zweig



"De entre todas aquellas personas, las más dignas de lástima para mí (como si ya me hubiera asaltado un presentimiento de mi futuro destino) eran las que no tenían patria o, peor aún, las que, en lugar de una patria, tenían dos o tres y no sabían a cuál pertenecían. Por ejemplo, en un rincón del café Odeon se sentaba, a menudo solo, un joven que llevaba una barbita de color castaño y unas gafas ostentosamente gruesas ante unos penetrantes ojos oscuros; me dijeron que era un escritor inglés de gran talento. Cuando, al cabo de unos días, trabé conocimiento con James Joyce, rechazó rotundamente cualquier relación con Inglaterra. Era irlandés. Cierto que escribía en inglés, pero no pensaba ni quería pensar en inglés. Me dijo:
-Quisiera una lengua que estuviera por encima de las lenguas, una lengua a la que sirvieran todas las demás. No puedo expresarme del todo en inglés sin incluirme en una tradición.
No lo comprendí muy bien, porque no sabía que entonces ya estaba escribiendo su Ulises ; sólo me había prestado su libro Retrato de un artista adolescente , el único ejemplar que tenía, y su pequeño drama, Exiles, que yo precisamente quería traducir para ayudarlo. Cuanto más lo conocía, más admiraba su fantástico conocimiento de lenguas; tras aquella frente redondeada, moldeada a martillazos y que brillaba como porcelana bajo la luz eléctrica, estaban estampados todos los vocablos de todos los idiomas y él jugaba con ellos y los mezclaba de una manera brillantísima. En cierta ocasión me preguntó cómo traduciría al alemán una frase difícil de Retrato del artista y juntos probamos la solución en italiano y en francés; él tenía preparadas para cada palabra cuatro o cinco traducciones en cada lengua, incluso dialectales, y sabía su valor y peso hasta el último matiz. Pocas veces lo abandonaba una cierta amargura, pero creo que en el fondo era esa irritación la fuerza interior que lo volvía vehemente y creativo. El resentimiento contra Dublín, contra Inglaterra y contra ciertas personas había adoptado en él la forma de una energía dinámica que sólo se liberaba en la obra literaria. Pero él parecía amar esa dureza suya; nunca lo vi reír ni de buen humor. Daba siempre la impresión de una fuerza oscura concentrada en ella misma y, cuando lo veía por la calle, con los delgados labios estrechamente apretados y caminando siempre con pasos apresurados, como si se dirigiera a algún lugar determinado, me daba cuenta de la actitud defensiva y del aislamiento interior de su carácter mucho más que en nuestras conversaciones. Por eso después no me sorprendió en absoluto que fuera precisamente él quien escribiese la obra más solitaria, la menos ligada a todo y que se abatió sobre nuestra época como un meteoro."

Stefan Zweig
El mundo de ayer



“De manera que ahora soy un ser de ninguna parte, forastero en todas; huésped, en el mejor de los casos. También he perdido a mi patria propiamente dicha, la que había elegido mi corazón, Europa, a partir del momento en que ésta se ha suicidado desgarrándose en dos guerras fratricidas.”

Stefan Zweig


"Desde el rellano más alto de la firme escalera rosada a la sombra del palacio, Virata administró justicia en nombre del rey, desde la salida a la puesta del Sol. Su mirada clara penetraba en la conciencia del culpable y sus preguntas ahondaban en el delito con la perseverancia de un tejón en la negra madriguera. Severo, pero nunca precipitado, ponía el espacio refrigerante de una noche entre el interrogatorio y el fallo. Oíanle los suyos a menudo, en las largas horas hasta la salida del Sol, andar inquieto en las azoteas, meditando sobre lo justo y lo injusto. Y antes de juzgar metía en el agua las manos y la frente para que su sentencia se purificara del calor de la pasión. Cuando la había formulado, nunca dejaba de preguntar al reo si tal vez había caído en error; pero era raro que alguien le impugnase; mudos, besaban el umbral de su cátedra y aceptaban la pena con la cabeza inclinada, como si saliera de la boca de Dios. Pero la sentencia de Virata nunca era de muerte ni aun para los más culpables, y se guardaba de quienes se lo reprochaban. Porque tenía aversión a la sangre. La fuente redonda de los antepasados de Rajpuna, sobre cuyo borde el verdugo doblaba los cuellos para el golpe mortal, y cuyas piedras se habían oscurecido de la sangre vertida, volvió a quedar blanca bajo la lluvia de los años."

Stefan Zweig
Los ojos del hermano eterno


"Dickens es la máxima expresión poética en la tradición inglesa, entre los siglos heroicos del glorioso Napoleón y el sueño futuro del imperalismo. Dickens ya no ve la llama del mundo, el resplandor ígneo que abrasa el otro extremo de Europa. Sus ojos buscan a tientas en la niebla de Inglaterra y comprende que el tiempo de los héroes ha terminado. El mundo ruge, descansa y se empuja a sí mismo, escapa al secreto del romance, que se ahoga en el mar Tirreno, en medio de las cenizas del mundo. El arte ya no agita las emociones, ya no congela la sangre. La historia es sólo una implacable maraña que preserva el sentimiento del miedo y de la sensualidad anémica. La creatividad se ha convertido en imperiosa necesidad. La poesía es sólo ágil monotonía e intolerancia de la cultura victoriana."

Stefan Zweig
Tres Maestros: Balzac. Dickens. Dostoievski



"Edgar se precipitó en dirección a la oficina de Correos. Tuvo que esperar. Un señor, por delante de él, planteó un montón de fastidiosas preguntas. Por fin pudo librarse del encargo e inmediatamente corrió con los recibos de vuelta al hotel. Llegó justo a tiempo para ver cómo su madre y el barón se alejaban de allí en un carruaje.
Se quedó petrificado por la rabia. Poco le faltó para agacharse y lanzarles una piedra. De modo que se le habían escapado, ¡pero con qué mentira más vulgar, más miserable! Que su madre mentía, lo sabía desde ayer, pero que podía ser tan descarada como para menospreciar una promesa, eso hizo pedazos el último resto de confianza que le quedaba. Ya no entendía nada de la vida, desde que viera que las palabras, tras las que había supuesto que se encontraba la realidad, no eran más que burbujas de colores que se hinchaban y reventaban sin dejar rastro. Pero, ¿qué terrible secreto era aquel que empujaba a las personas mayores a engañarle a él, un niño, y a desaparecer como criminales? En los libros que había leído, los hombres mataban y engañaban para conseguir dinero, para hacerse con el poder o con un reino. Pero aquí, ¿cuál era el motivo? ¿Qué era lo que querían aquellos dos? ¿Por qué se escondían de él? ¿Qué trataban de ocultar bajo cientos de mentiras? Se devanaba los sesos. Oscuramente se daba cuenta de que aquel misterio era el cerrojo de la niñez, que haberlo conquistado suponía ser un adulto, al fin. Al fin, un hombre. ¡Ah, comprenderlo! Pero ya no era capaz de pensar con claridad. La rabia que sentía porque se le hubieran escapado abrasaba y enturbiaba su inocente mirada.
Corrió hacia el bosque. Precisamente en la oscuridad podría salvarse, donde nadie le viera, y allí estalló en un torrente de ardientes lágrimas. «Mentirosos, perros, impostores, canallas.» Tuvo que gritar aquellas palabras en voz alta, si no se habría ahogado. La ira, la impaciencia, la indignación, la curiosidad, el desvalimiento y la traición de los últimos días, reprimidos en pueril combate, en la ilusión de haberse hecho mayor, hacían que el pecho le estallara, y se convirtieron en lágrimas. Era el último lloro de su niñez, la última vez que lloraba de aquella forma salvaje. Por última vez se entregó, como una mujer, a la voluptuosidad de las lágrimas. En aquella hora de rabia incontrolada echó fuera de sí, en forma de llanto, todo lo que llevaba dentro: la confianza, el amor, la credulidad, el respeto… Toda su niñez."

Stefan Zweig
Ardiente secreto



“El amor es como el vino, y como el vino también, a unos reconforta y a otros destroza.”

Stefan Zweig



“El demonio es, en nosotros ese fenómeno atormentador y convulso que empuja al ser, por lo demás tranquilo, hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo.”

Stefan Zweig
La lucha contra el demonio, Introducción, pág.11



“El destino me ha condenado con una mirada insobornable, una mirada dura, pero un corazón frágil.”

Stefan Zweig



“El dolor lleva a buscar las causas de las cosas, mientras que el bienestar induce a la pasividad.”

Stefan Zweig



“El hombre espiritual no debe inscribirse en ningún partido; su reino es el de la justicia, que en todas partes está sobre toda discusión.”

Stefan Zweig


“El juego es un extracto de la tensión de la vida, un resumen del destino, y por lo mismo, el asilo de todos los hombres que viven del momento, la eterna distracción de los ociosos. Un verdadero jugador no juega para ganar, pues eso sería muy aburrido, sino que juega únicamente por jugar.”

Stefan Zweig



“El más noble heroísmo es el heroísmo sin brutalidad; es el abandono al destino fatal, todopoderoso y sagrado.”

Stefan Zweig
La lucha contra el demonio, pág.55


“El primer signo distintivo de ese arte es lo ilimitado, lo superlativo del mismo; un deseo de superación y un impulso hacia la inmensidad, que es adonde quiere llegar el demonio, porque allí está su elemento, el mundo de donde salió.”

Stefan Zweig



“En algunas ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento pude abrirla.”

Stefan Zweig



"En cada oficina, en cada empresa, se habían anidado las llamadas 'células'; en todo lugar, hasta en las habitaciones privadas de Dollfuss y Schuschnigg, estaban colocados sus escuchas y espías. Tenían su representante hasta en nuestro modestísimo escritorio, como por desgracia llegué a saber demasiado tarde. Es verdad que no era sino un escribiente miserable, sin talento alguno, que por recomendación de un cura había empleado para dar a nuestro estudio, exteriormente, el aspecto de una oficina regular; en realidad sólo lo empleábamos para recados inocentes, le dejábamos atender el teléfono y ordenar las actas, es decir, aquellas actas que eran indiferentes e insignificantes en absoluto. Jamás se le permitió abrir las cartas; todas las cartas importantes las escribía yo personalmente a máquina, sin dejar copia; yo mismo llevaba cualquier documento de valor a mi casa, y las conversaciones secretas las realizaba exclusivamente en el priorato del monasterio o en el consultorio de mi tío. Gracias a esas medidas de precaución aquel espía no llegó a descubrir ninguno de los sucesos verdaderos; pero a raíz de alguna casualidad desdichada, el ambicioso individuo debió haberse dado cuenta de que inspiraba desconfianza y que a sus espaldas ocurrían cosas harto interesantes. Es posible que en mi ausencia algún correo haya hablado imprudentemente de 'Su Majestad' en vez de emplear el convencional 'barón Fern', como también puede ser que el malandrín haya abierto alguna carta sin mi autorización; de todos modos, y antes de que yo pudiera sospechar algo, se hizo dar órdenes desde Munich o Berlín para vigilarnos. Sólo mucho más tarde, cuando ya hacía tiempo que estaba preso, recordé que en los últimos meses su primitiva desidia para el trabajo se había transformado en repentina aplicación, y que varias veces se ofreció casi importunamente a llevar mi correspondencia al correo. No puedo absolverme, pues, de cierta imprudencia, pero, ¿acaso el hitlerismo no ganó la partida venciendo aun a los diplomáticos y militares más avezados del mundo? Recibí una prueba palpable del cuidado y cariño con que la Gestapo, desde tiempo atrás, venía dedicando su atención a mi persona, cuando la misma tarde en que Schuschnigg renunció, y un día antes de que Hitler entrara en Viena, me detuvieron los hombres de la S.S. Felizmente había logrado quemar los papeles más importantes, no bien oí en la radio el discurso de despedida de Schuschnigg; y los documentos restantes con los indispensables comprobantes de los valores depositados en el extranjero y pertenecientes a los conventos y dos archiduques, los mandé, literalmente a último momento, antes que derribaran mi puerta, escondidos en un cesto de ropa con mi vieja ama de casa, mujer de toda confianza, al domicilio de mi tío."

Stefan Zweig
Novela de ajedrez



“En el dolor uno se hace cada vez más sensible; es el sufrimiento quien prepara y labra el terreno para el alma, y el dolor que produce el arado al desgarrar el interior, prepara todo fruto espiritual.”

Stefan Zweig



“En mi vida personal lo más notable fue la llegada del huésped que amistosamente se instaló en aquellos años en mi casa, un huésped que yo no había esperado: el éxito.”

Stefan Zweig



“Entonces, por primera vez, tenía la sensación de hablar por mí mismo y por la época.”

Stefan Zweig



“Es la época la que pone las imágenes, yo tan sólo me limito a ponerle las palabras; aunque, a decir verdad, tampoco será mi destino el tema de mi narración, sino el de toda una generación, la nuestra, la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia.”

Stefan Zweig



“Es ley eterna; una piedra cae con velocidad cada vez mayor cuanto más se va acercando al abismo, y de este modo también un alma procede de manera cada vez más precipitada e insensata cuando no sabe de ninguna salvación posible.”

Stefan Zweig



“Es necesario para conservar el equilibrio tener situaciones intermedias, concesiones, compromisos y pactos. Y aquel que tiene la pretensión antinatural y antropomorfa de no vivir superficialmente, de no aceptar la superficialidad, las concesiones en este mundo, aquel que quiere arrancarse con violencia esa serie de lazos que forman una red tejida por los siglos, éste se pone en oposición no sólo con la Humanidad, sino con la Naturaleza.”

Stefan Zweig


"¿Es necesario que te cuente qué fue lo primero que hice cuando llegué a Viena —¡por fin! ¡por fin!— una noche neblinosa de otoño? Después de dejar las maletas en la estación, me apresuré a coger un tranvía —qué lento me pareció que iba; cada parada me sacaba de quicio— y fui corriendo hasta delante de nuestra casa. Las ventanas de tu piso estaban iluminadas, todo mi corazón retumbaba. No fue hasta entonces que la ciudad, que me había dado la bienvenida de una manera que había hecho sentirme extraña y absurda, revivió de nuevo. Fue entonces cuando sentí que estaba recobrando la vida porque sabía que te tenía cerca, a ti, mi eterno sueño. Ni se me ocurría pensar que tu conciencia pudiera estar muy lejos, más allá de lagos, valles y montañas, cuando sólo quedaba el cristal iluminado de tu ventana entre tú y mi mirada centelleante. Yo sólo miraba y miraba hacia arriba: había luz, allí estaba tu casa, allí estabas tú, allí estaba mi mundo. Dos años había estado deseando aquel momento y ahora se me había concedido. Estuve muchas horas delante de tus ventanas en aquella suave noche neblinosa, hasta que se apagó la luz. Entonces me fui a casa.
Cada noche esperaba delante de tu casa. A las seis salía del trabajo en la tienda, un trabajo duro y que requería mucho sacrificio, pero me parecía bien, ya que este esfuerzo me ayudaba a no sentir tanto dolor por ti. De modo que, después que bajaran las estridentes persianas metálicas, corría hacia mi amado objetivo. Verte una vez, encontrarte una sola vez, ése era mi único anhelo, poder envolver tu rostro con mi mirada una vez más. Sucedió al cabo de una semana, más o menos. Me crucé contigo precisamente cuando no lo esperaba: mientras miraba hacia arriba, hacia tu ventana, tú cruzabas la calle. De repente volví a ser esa niña de trece años que sentía cómo la sangre le sonrojaba las mejillas. Involuntariamente, contra el impulso más profundo de querer sentir tus ojos, bajé la cabeza al pasar por tu lado y me puse a andar rápida como un rayo. Después me arrepentí de aquella huida miedosa de colegiala, porque entonces sabía claramente lo que quería: encontrarte. Te buscaba y estaba segura de que me reconocerías después de todos aquellos malditos años de nostalgia. Quería que me hicieses caso, que me quisieras.
Pero no te diste cuenta de mi presencia, ni mucho menos, aunque estaba cada noche en tu calle, tanto si nevaba como si soplaba ese viento vienés que parece que te corta al pasar. A menudo esperaba muchas horas en vano, algunas veces salías al fin de casa, casi siempre acompañado; dos veces te vi en compañía de mujeres y fue entonces cuando comprendí que ya era adulta. Noté la diferencia entre mis sentimientos hacia ti porque el corazón se me encogía y el alma se me partía cuando veía a una mujer desconocida caminando muy segura de sí misma cogida de tu brazo. No me sorprendía. Yo ya conocía de antes tus inacabables visitas femeninas, pero de pronto, sin saber cómo, el dolor que aquello me provocaba era físico. Algo se tensaba dentro de mí y sentía a la vez hostilidad e interés por esa complicidad carnal manifestada con otra. Un día decidí no ir a tu casa, orgullosa igual que una niña, como era yo todavía y como quizás aún no he dejado de ser. ¡Qué terrible fue esa noche vacía, tan llena de obstinación y rebeldía! Al día siguiente estaba de nuevo delante de tu casa humildemente, esperando mi destino como he esperado durante toda mi vida delante de tu vida cerrada.
Pero una noche, por fin, te diste cuenta. Te había visto venir a lo lejos y me obligué a no esquivarte. La casualidad quiso que un camión que estaba descargando dejara poco espacio en la calle y tuviste que pasar tan cerca de mí que me rozaste. Tu mirada distraída me acarició sin quererlo y en el acto, en cuanto se encontró con la atención de mis ojos, se convirtió en aquella manera tuya de mirar a las mujeres —cómo me estremecieron los viejos recuerdos—, esa mirada tierna que te envuelve y a la vez te desnuda, que te rodea y casi te toca, la misma que una vez había despertado en mí a la mujer y a la amante. Tu mirada, de la que yo no podía ni quería deshacerme, aguantó la mía uno o dos segundos, y luego continuaste adelante. El corazón me latía con fuerza, me vi obligada a ralentizar el paso y, cuando me di la vuelta por un impulso que no se dejaba reprimir, vi que te habías detenido a mirarme. Y por la forma en que me observabas, una mezcla de curiosidad e interés, lo supe enseguida: no me habías reconocido.
No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has reconocido. ¿Cómo te puedo describir, querido, la decepción de aquel instante? Por primera vez fui consciente de estar predestinada a que no me reconocieras durante toda mi vida, esa vida con la que ahora estoy acabando; desconocida para ti, aún no sabes quién soy. ¡Cómo puedo describirte esta decepción! Porque, verás, los dos años que estuve en Innsbruck, cuando pensaba en ti a todas horas y no hacía otra cosa que imaginarme nuestro primer reencuentro en Viena, había soñado muchas veces tanto con las posibilidades más salvajes como con las más espirituales, según mi estado de ánimo. Lo había planeado todo, si me permites decírtelo así. En los momentos más tristes me había imaginado que me despreciarías, que me rechazarías por ser demasiado poco para ti, demasiado fea o demasiado melosa. Todas las vías de desprecio, de frialdad, de indiferencia, todas me las había representado en visiones apasionadas, pero justamente ésta no me había arriesgado a considerarla ni en mis momentos más pesimistas, ni en los momentos en que tenía la conciencia más extrema de mi inferioridad, porque esto era lo peor que podía suceder: que no me reconocieras en absoluto. Ahora sí, ahora ya entiendo —¡ah, a comprender las cosas sí me has enseñado!— que la cara de una chica, de una mujer, resulta terriblemente cambiante para un hombre, porque no suele ser sino el reflejo de una pasión o de una ingenuidad o de una fatiga, que se borra tan fácilmente como la imagen de un espejo. Y un hombre puede olvidar rápidamente el rostro de una mujer, porque la edad que en ella se refleja cambia según si hay sol o sombra y según la forma de vestirse de un día para otro. Los que se resignan, éstos son los auténticos sabios. Pero yo, la chica de entonces, aún no podía entender tu mala memoria, porque de tanto ocuparme de ti, desmesuradamente, sin cesar, de alguna forma me había ido haciendo ilusiones de que tú también debías de haber estado pensando en mí y esperándome. ¡Cómo hubiese podido siquiera respirar si hubiese tenido la certeza de no significar nada para ti, de que ningún recuerdo mío te pasaba nunca, aunque fuese ligeramente, por la cabeza! Y ese destello de tu mirada que demostraba que ya no me conocías de nada, que ni un hilo de recuerdo de tu vida llegaba hasta la mía, fue la primera caída en la dura realidad, la primera señal de mi destino."

Stefan Zweig
Carta de una desconocida


“Es un pensamiento que no conduce a nada, una matemática que no establece nada, un arte que no deja obra, una arquitectura sin materia. Pero ha demostrado, sin embargo, ser más perdurable, a su modo, que los libros o que cualquier otro monumento.”

Stefan Zweig




“Este juego pertenece a todos los pueblos y a todas las épocas y nadie puede saber de él qué divinidad lo regaló a la Tierra para matar el tedio, aguzar el espíritu y estimular el alma.”

Stefan Zweig



“Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovista de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas.”

Stefan Zweig




"Fórmula para la grandeza de un hombre: no querer nada diferente de lo que ha sido, de lo que es, o de lo que ha de ser. Soportar lo fatal; más aún: no disimularlo; más aún: amarlo."

Stefan Zweig


"Gracias por los mundos que nos has abierto y que ahora recorremos solos, sin guía, fieles para siempre y venerando tu memoria, Sigmund Freud, el amigo más precioso, el maestro adorado."

Stefan Zweig

“Había pasado el tiempo en que podía engañarme sobre el carácter provisional de todo lo que empezaba.”

Stefan Zweig


"Hay una muerte antes de expirar y una vida más allá de la existencia. La muerte no señala el límite de la vida, sino sólo señala el término del efecto; vivir es crear."

Stefan Zweig


"JEREMÍAS.— ¿Por qué a mí, por qué fue revelado a mí todo esto antes de la hora? No puede ser contra la voluntad de Dios que me revele sus designios y haga visibles para mí aspectos del futuro. Y no puede ser, no debe ser que me resista a ello, que me calle, porque, Baruc, Baruc, largo tiempo oculté mi corazón a la vocación y cerré mi oído a su llamado. Mas ahora que veo vivo lo que dentro de mí ha mucho ya vieron los sueños, ahora que lo de afuera proyecta como un espejo lo de adentro, ahora siento por primera vez que Dios está dentro de mí y te digo, Baruc: Él me eligió. Ay de mí si callara mi temor ante el pueblo y mi presentimiento ante los reyes. Porque sólo un comienzo es esto, y conozco, conozco el fin.
BARUC.— Anúncialo, bendito, tú… pregona tu palabra…
JEREMÍAS.— Baruc, Baruc, ¿ves tú el campamento y las tiendas, ves ese mar dormido que viene agitándose desde Medianoche?
BARUC (azorado).— Veo al enemigo… las tiendas.
JEREMÍAS.— La noche ves, el sueño y la falaz quietud del descanso. Pero en mi oído retumban estridentes ya las trompetas y entrechocan las armas cuando se levantan y embisten contra nosotros. La muralla sobre la que aún pisamos con pie firme, cruje ya, y el grito de los perseguidores, lo oigo, ya lo oigo. Vienen, ay, ya están aquí, echa espuma su pleamar férrea. Baruc, Baruc, ay, mi palabra se levantó sobre Israel, oigo la muerte pasar sobre la ciudad y las murallas. Caen, y con ellas se derrumba Jerusalén. Baruc, Baruc, lo veo con los sentidos despiertos; pues Dios abrió con fuerza un ojo en la negrura de mi cuerpo a fin de que lo vea, y hundió un grito en mis entrañas a fin de que lo arroje de mí como quien toca un cuerno. ¿Por qué duermen todavía? ¿Por qué siguen durmiendo? Oh, es hora de despertarlos, es hora, porque van durmiendo hacia su muerte, y cavilando hacia su perdición. Es hora de despertar a gritos a Jerusalén, ¡es hora, es hora!…
BARUC (arrebatado).— ¡Sí, despiértalos Jeremías, despiértalos!
JEREMÍAS (cada vez más fanático).— Oh, necio pueblo, perpleja ciudad, ¿cómo pueden dejarse ceñir por el sueño cuando bajo el lecho la muerte tendió su gélido lienzo? Oh, necio pueblo, perpleja ciudad, ¿cómo pueden dormir, con el trueno a su cabeza? Oh, ¿cómo pueden, cómo pueden estar inertes, en sueños perdidos, cuando tronantes contra templos y puertas ya arremeten y martillean los arietes de Asur? Oh, ¿quién despierta a los necios, a los aturdidos? ¿Quién los espanta, quién los despierta, quién lanza un grito en su oído desmayado, quién gritará a la faz de la muerte esa quietud, el mandamiento de Dios y su voluntad?
BARUC (extático).— ¡Despiértalos, tú! ¡Despiértalos, maestro, arráncalos de la muerte!
JEREMÍAS.— ¡Despierten! ¡Despierten! ¡Arriba! ¡Arriba! Incendio hay en el país. ¡Enemigo tiene la ciudad! ¡Huyan de la espada, escapen a las llamas. Dejen sus bienes, dejen sus casas. Recojan a las mujeres, a los niños. Antes de que los agarre, huyan, huyan! ¡Arriba! ¡Despierten! Incendio hay en el país. ¡Enemigo tiene la ciudad! ¡Arriba! ¡Arriba!
EL SEGUNDO GUERRERO (emergiendo de la sombra).— ¿Quién arma ruido aquí? Despertará a los dormidos.
JEREMÍAS.— ¡Quiera Dios que lo consiguiese! ¡Arriba, despierta Jerusalén… Ciudad de Dios, sálvate!…
EL SEGUNDO GUERRERO.— Ebrio estás… ¡Fuera de aquí!… ¡Vete a dormir!…
BARUC (arrojándose al medio).— ¡Déjalo!
JEREMÍAS.— No debo dormir. Nadie debe dormir ya. El atalaya soy, el guardián. ¡Ay del que me lo impida!
EL SEGUNDO GUERRERO (asiéndolo).— Un lunático eres, puesto que te llamas vigía… yo mismo soy el guardia… vete de aquí…
BARUC.— No lo toques… al elegido por el Señor… al profeta.
EL SEGUNDO GUERRERO (soltándolo).— ¿Eres tú Ananías, el profeta de Dios?
BARUC.— Jeremías es, el profeta.
EL SEGUNDO GUERRERO.— ¿Jeremías, el que confunde al pueblo, el que vociferaba en las calles que Asur vencería? ¿Has venido a regocijarte de tu profecía? Demasiado pronto viniste, corazón pusilánime, y sin embargo, a tiempo para mi furia. Bendito mi puño porque te agarro, mercader, tú, de la desgracia… Te voy a dar augurios..."

Stefan Zweig
Jeremías



"La excursión anunciada se inició muy temprano con una pequeña fanfarria de buen humor. Lo primero que oí al despertarme en mi pequeño cuarto de invitados, limpio e iluminado por el sol que entraba a raudales, fueron voces y risas. Me acerqué a la ventana y vi, ante las caras de asombro de toda la servidumbre, el imponente coche de viaje de la princesa, que seguramente habían sacado de la cochera durante la noche: una soberbia antigualla de museo, construida hacía cien años, tal vez ciento cincuenta, por el carrocero de la corte vienesa para un antepasado, en la Seilerstätte. La carrocería, protegida por artísticos muelles contra los golpes de las ruedas macizas, estaba decorada, de forma un tanto simple, con escenas pastoriles y alegorías clásicas, al estilo de los tapices antiguos, y quizá los antaño vivos colores originales ya habían palidecido. El interior de la carroza, tapizado con seda, ocultaba —tuvimos ocasión de comprobarlo en muchos detalles durante el viaje— toda clase de comodidades refinadas, como mesitas plegables, espejitos y frasquitos de perfume. Huelga decir que este descomunal juguete de un siglo desaparecido causaba al pronto una impresión de irrealidad y mascarada, pero precisamente esto produjo el grato efecto de que los criados se esforzaran, con un humor festivo propio de carnaval, en poner perfectamente a flote en la carretera el pesado navío. Con especial empeño, el mecánico de la fábrica de azúcar engrasó las ruedas y revisó a golpes de martillo los aros de hierro, mientras enganchaban los cuatro caballos, adornados con penachos como para una boda, lo que dio ocasión a Jonak, el viejo cochero, para dar, orgulloso, las pertinentes instrucciones. Ataviado con su descolorida librea principesca y sorprendentemente ágil a pesar de la gota, explicaba todas sus artes y saberes a los jóvenes criados, que desde luego sabían montar en bicicleta e incluso manejar un coche, pero no refrenar como es debido un tiro de cuatro caballos. Fue también él quien en la noche anterior había aclarado al cocinero que el honor de la casa exigía a toda costa que en los juegos al aire libre y en escapadas parecidas, incluso en los lugares más apartados, en un bosque o un prado, se sirviera una colación tan esmerada y abundante como en el comedor del castillo. Y así, bajo su control, el criado recogió manteles de damasco, servilletas y cubertería de plata, todo ello guardado en estuches adornados con el escudo de la colección de la vajilla de plata que había pertenecido a la princesa. Sólo entonces le fue permitido al cocinero, tocado con una gorra de plato blanca que sombreaba su rostro radiante, traer las provisiones propiamente dichas: pollos asados, jamón, empanadas, pan blanco recién hecho y baterías enteras de botellas, cada una colocada en un lecho de paja para superar los baches de las carreteras sin sufrir daño. Como representante del cocinero, acompañó la comitiva un muchacho que serviría las comidas, al que se le señaló el lugar en la parte trasera del coche que antaño ocupara el postillón de la princesa, tocado con un sombrero de abigarradas plumas, junto al lacayo de servicio."

Stefan Zweig
La impaciencia del corazó



“La historia no tiene tiempo para ser justa. Como frío cronista no toma en cuenta más que los resultados.”

Stefan Zweig



“La medida más segura de toda fuerza es la resistencia que vence.”

Stefan Zweig


“La mentira extiende descaradamente sus alas y la verdad ha sido proscripta; las cloacas están abiertas y los hombres respiran su pestilencia como un perfume.”

Stefan Zweig



"La vejez no significa nada más que dejar de sufrir por el pasado."

Stefan Zweig



"Las horas se precipitaban y el derramamiento de los sentimientos la protegía de la violencia del día, se confiaba a sueños despiertos, sobreexcitada por la experiencia emocional de su alma, bajo la impresión de palabras nunca pronunciadas temblaba como la rama de un árbol maduro que traiciona la libre lucha de sus frutos. Sollozaba. Fue a su habitación y empezó a desvestirse, con hábito indiferente, lentamente. Era muy temprano, se apoyó en la ventana y miró con dulces sentimientos, leyendo vagamente el brillante pensamiento de la luna intermitente, que exuda miles de vidas lánguidas y ocultas, en la somnolente gravedad del anhelo. Luego se acostó, aguardando al sueño seguro."

Stefan Zweig
El amor de Erika Ewald



“Las pasiones reprimidas, como otros elementos naturales, suelen hacer erupción en el punto menos esperado.”

Stefan Zweig



"Le explicaba las imágenes con las leyendas sencillas, tan poéticas, del Testamento, y hablaba de los milagros y de los signos de los tiempos sagrados con tanta pasión, que se olvidó de su propósito y proclamó la fe ortodoxa que le había concedido la gracia soñada de los últimos días con encantadores colores. Y la fe llena de entusiasmo de aquel viejo conmovió profundamente el corazón de la muchacha, que por su parte se sentía como en un país fabuloso recién descubierto, cuyas puertas se abrían de pronto en medio de la oscuridad, brindándole una amable acogida. Su vida, que despertó de repente de la más tenebrosa noche a un crepúsculo de color púrpura, empezó a vacilar cada vez de manera más fuerte. Nada le parecía increíble desde que ella misma vivía algo tan singular, ni siquiera la leyenda de aquel astro de plata tras el cual iban tres reyes procedentes de remotos países, con caballos y camellos que transportaban una resplandeciente marea de valiosos objetos, ni que un muerto rozado por una mano sanadora volviera a la vida, pues en sí misma parecía comprobar el efecto de una fuerza milagrosa similar. Pronto las imágenes quedaron a un lado, sin que les prestaran ya ninguna atención. El viejo le contó acerca de su propia vida, poniendo en relación algunos signos divinos con las leyendas de las Escrituras. Y mucho de lo que en los mudos días de su vejez había imaginado y soñado en su interior salía ahora a la luz en sus palabras, sorprendiéndole a él mismo, como algo extraño. Era como un predicador que hubiera comenzado en la iglesia con una palabra de Dios, para explicarla e iluminarla, pero que de golpe se hubiera olvidado de los oyentes y de su objetivo, entregándose al oscuro placer de dejar que todas las fuentes susurrantes de su corazón fluyeran en un discurso profundo, como un cáliz que contuviera toda la dulzura y la santidad de la vida, de modo que sus palabras, por encima del pueblo llano que le escuchaba con admiración, sin alcanzar a comprender su sentido, murmurando y mirándole fijamente, volaran cada vez más y más alto, aproximándose a todos los cielos en su sueño temerario de olvidar la pesadez de la tierra, que de pronto, plúmbea, volvía a colgarse de sus alas…
El pintor se volvió a mirar a su alrededor, como si aún estuviera rodeado por el murmullo de la niebla de color púrpura de sus embelesadas palabras. La realidad le mostró de nuevo su consistencia ordenada y fría. Pero lo que vio era hermoso como un sueño."

Stefan Zweig
Los milagros de la vida



"Lo decisivo, no obstante, era para ella la calma que suponía haber olvidado aquel episodio. Nuestra memoria es sobornable y se deja persuadir por los deseos, y la voluntad de apartar lo hostil de los pensamientos ejerce una fuerza que actúa con lentitud, pero que a la postre surte su efecto; la maniquí Klara había muerto por fin en la impecable esposa del comerciante de algodón Van Boolen. Tan oculto se hallaba aquel episodio en su memoria que, apenas llegada a Europa, escribió a su hermana en busca de un reencuentro. Sin embargo, al enterarse ahora de que una malicia inexplicable investiga el origen de su sobrina, ¿qué más lógico, piensa, que no sólo pregunten por la procedencia de la pobre pariente, sino que investiguen también la suya? El miedo es un espejo deformador: cualquier detalle casual se convierte por su fuerza exageradora en algo de dimensiones terroríficas y de claridad caricaturesca, y una vez atizada, la fantasía persigue incluso las posibilidades más increíbles y rocambolescas. Lo más absurdo le parece de repente probable. Aterrada, toma conciencia de que un señor mayor procedente de Viena se sienta a la mesa contigua; es el director del Banco Comercial, tiene entre setenta y ochenta años, se llama Lówy, y Claire cree recordar de pronto que la mujer de su difunto bienhechor se llamaba Lówy de soltera. ¡Ésta podría ser, pues, hermana o prima del banquero! Con qué facilidad podría el anciano insinuar algo (pues los viejos suelen recordar y contar encantados y sin ninguna discreción los escándalos de su juventud) y aportar su granito de arena a la rumorología. Claire siente de pronto un sudor frío en las sienes, pues el miedo prosigue su trabajo de manera sofisticada y sugiere de pronto que el viejo Lówy presenta un parecido asombroso con la esposa de su bienhechor, los mismos labios carnosos, la misma nariz aguileña. En la fiebre de sus alucinaciones cree saber a ciencia cierta que se trata del hermano, que este hombre la reconocerá sin la menor duda y recalentará con todo lujo de detalles aquella vieja historia, néctar y ambrosía para los Kinsley y Guggenheim. Así las cosas, Anthony recibirá al día siguiente una carta anónima capaz de destruir de golpe y porrazo treinta años de matrimonio sin que el pobre sospechara nada malo.
Claire se agarra de los brazos de la silla; por un instante teme desmayarse; luego se incorpora de golpe, con toda la energía de la desesperación. Le supone un esfuerzo enorme pasar junto a la mesa de los Kinsley y saludarlos amablemente. Los Kinsley devuelven el saludo con absoluta amabilidad, con la sonrisa estereotipada de los norteamericanos que ella misma, con el tiempo, ha incorporado de forma inconsciente. Sin embargo, la angustia de Claire le insinúa que han sonreído de otra manera: de una manera irónica, maligna, enterada, traidora, y hasta la mirada del botones le resulta de pronto desagradable, como también el hecho de que la camarera pase por el corredor sin saludarla: agotada, como si hubiera andado en nieves profundas, se refugia finalmente tras la puerta."

Stefan Zweig
La embriaguez de la metamorfosis



“Lo que denominamos el mal es la inestabilidad inherente a la humanidad entera que lleva al hombre fuera de sí, más allá de sí, hacia un algo insondable, exactamente igual que si la Naturaleza hubiese infundido en nuestra alma una irremediable porción de inestabilidad, procedente de sus restos de antiguo caos.”

Stefan Zweig


“Los puertos y las estaciones son mi pasión. Cada estación es distinta, cada uno lleva en sí mismo una lejanía diferente. Cada puerto, cada barco lleva una carga diversa. Son el mundo en nuestras ciudades.”

Stefan Zweig


“Mi objetivo sería más que el convertirme en un famoso crítico o en una celebridad literaria, el ser una autoridad moral.”

Stefan Zweig


“Mientras haya hombres necesitados de alegría, hombres que, agotados por la tensión trágica de las pasiones, quieran escuchar la música misteriosa de la poesía que fluye quedamente de las cosas, las novelas de Dickens retornarán también incesantemente.”

Stefan Zweig



“Nada torna a la gente más desnaturalizada e insubordinada que una larga y constante ociosidad.”

Stefan Zweig



“No basta con pensar en la muerte, sino que se debe tenerla siempre delante. Entonces la vida se hace más solemne, más importante, más fecunda y alegre.”

Stefan Zweig



“No hay dicha para aquel que no ha recorrido el camino del dolor.”

Stefan Zweig



"No tuvo limites la desilusión de los refugiados impotentes. Por espacio de muchos años, en reuniones en Londres, París y Viena, habían estado considerando con todo detalle la estrategia de la revolución rusa. Por décadas habían discutido en sus periódicos sobre los planes teóricos y prácticos, las dificultades, los peligros, las posibilidades de sus proyectos. El mismo Lenin, durante toda su vida, consagró la mayor parte de su tiempo a este tema, revisando los planes de la revolución una y otra vez hasta haber alcanzado una formulación definitiva. Ahora, mientras estaba acorralado en Suiza, su revolución iba a ser diluida y desmenuzada por otros; la santificada noción de hacer de los rusos un pueblo libre iba a ser envilecida para servir a naciones extranjeras. Por una singular analogía, Lenin tuvo que sufrir en esta época lo que había sido la triste suerte de Hindenburg durante las fases de apertura de la guerra. Por cuarenta años Hindenburg había maniobrado y hecho el juego de guerra con un ojo puesto en la campaña de Rusia, y luego, cuando estalló el conflicto, fue obligado a estarse en su casa, en traje civil, y mover banderitas sobre el mapa, registrando las ganancias y marcando los desatinos de los generales en servicio activo. Sometido a un esfuerzo similar, Lenin, usualmente un realista de sólidas convicciones, resolvió en su mente el más loco y más fantástico de los sueños. ¿No podría alquilar un aeroplano y cruzar así por Alemania o Austria? La idea era enloquecedora. ¿No podría atravesar un país u otro con la ayuda de un pasaporte falsificado? El primer hombre que se ofreció a ayudarle en esta idea resultó ser un espía. Su fantasía se extravió más y se hizo más absurda. Escribió a Suecia pidiendo un pasaporte sueco, intentando fingirse sordomudo para evitar que su lengua lo denunciara. Por supuesto, después de revolver tales proyectos descabellados en las noches de insomnio, cuando apuntaba el día los reconocía impracticables y desatinados. Pero tanto de día como de noche permanecía convencido de que, de una forma o de otra, debía volver a Rusia. Debía transformar la revolución rusa en su propia revolución, en vez de permitir que fuera la de algún otro; debía hacer de ella una revolución genuina, en vez de una semblanza puramente política. Debía regresar a Rusia, más pronto o más tarde, costara lo que costara."

Stefan Zweig
El tren precintado



"Nosotros, por el contrario, lo hemos vivido todo sin la vuelta atrás, del antes no ha quedado nada ni nada ha vuelto."

Stefan Zweig




“Novelista, en el sentido último y supremo de esta palabra, sólo lo es el genio enciclopédico, artista universal que - fijémonos en la envergadura de la obra y en la muchedumbre de sus figuras - modela con sus manos todo un cosmos; que, al lado del mundo terrenal, levanta un mundo propio con leyes propias de gravitación...”

Stefan Zweig


"Pero cuanto más audaces eran sus transformaciones, tanto más interesante me resultaba el carácter, o más bien no carácter, de este hombre, el más consumado maquiavélico de la Edad Contemporánea, tanto más incitante se me hacía su vida política, completamente envuelta en secretos y segundos planos, tanto más peculiar, hasta demoníaca, su figura. Así, sin darme cuenta, por pura alegría psicológica, llegué a escribir la historia de Joseph Fouché como parte de una todavía pendiente y muy necesaria biología de los diplomáticos, esa raza intelectual todavía no investigada, la más peligrosa de todas las de nuestro entorno.
Tal descripción vital de una naturaleza del todo amoral, incluso una tan singular y significativa como la de Joseph Fouché, va, lo sé, en contra del evidente deseo de los tiempos. Nuestro tiempo quiere y ama hoy las biografías heroicas, porque dada la pobreza propia en figuras de liderazgo políticamente creativo busca ejemplos mejores en el pasado. No ignoro en absoluto el poder de expandir las almas, aumentar las energías, elevar el espíritu, de las biografías heroicas. Desde los tiempos de Plutarco, son necesarias para toda estirpe en ascenso y toda nueva juventud.
Pero precisamente en el campo político esconden el peligro de una falsificación de la Historia, como si entonces y siempre las naturalezas verdaderamente destacadas hubieran decidido el destino del mundo. Sin duda una naturaleza heroica domina durante décadas y siglos la vida espiritual con su sola presencia, pero sólo la espiritual. En la vida real, la verdadera, en la esfera de poder de la política, raras veces deciden—y esto es algo que hay que recalcar, como advertencia contra toda credulidad política—las figuras superiores, los hombres de ideas puras, sino un género mucho menos valioso, pero más hábil: las figuras que ocupan el segundo plano. Tanto en 1914 como en 1918, hemos visto cómo las decisiones históricas de la guerra y de la paz no eran tomadas desde la razón y la responsabilidad, sino por hombres ocultos en las sombras, de dudoso carácter e insuficiente entendimiento. Y diariamente volvemos a ver que en el discutible y a menudo sacrílego juego de la política, al que los pueblos siguen confiando de buena fe sus hijos y su futuro, no se abren paso los hombres de amplia visión moral, de inconmovibles convicciones, sino que siempre se ven desbordados por esos tahúres profesionales a los que llamamos diplomáticos, esos artistas de las manos ágiles, las palabras vacías y los nervios fríos. Así que si realmente, como Napoleón dijo hace ya cien años, la política se ha convertido en la fatalité moderne, el moderno destino, trataremos en defensa propia de reconocer a los hombres que hay detrás de esos poderes, y con ellos el peligroso secreto de su poder. Así, esta biografía de Joseph Fouché es una contribución a la tipología del hombre político."

Stefan Zweig
Fouché



 "Pocas veces una personalidad (Sebastián Castellio)me había fascinado de tal manera y había despertado mi simpatía."

Stefan Zweig


“Por desgracia, no es siempre la historia, como nos la cuentan, historia del valor humano; es también historia de la cobardía del ser humano.”

Stefan Zweig


"Por eso, cuando vi la mesa de mármol de Jakob Mendel, aquella fuente de oráculos, vacía como una losa sepulcral, dormitando en aquella habitación, me sobrevino una especie de terror. Sólo entonces, al cabo de los años, comprendí cuánto es lo que desaparece con semejantes seres humanos. En primer lugar, porque todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura. Que una vida pura en el espíritu, una abstracción completa a partir de una única idea, aún pueda producirse hoy en día, un enajenamiento no menor que el de un yogui indio o el de un monje medieval en su celda, y además en un café iluminado con luz eléctrica y junto a una cabina de teléfono… Este ejemplo me lo dio, cuando yo era joven, aquel pequeño prendero de libros por completo anónimo más que cualquiera de nuestros poetas contemporáneos. Y, sin embargo, había sido capaz de olvidarle. Por supuesto, en los años de la guerra y entregado a la propia obra de una manera similar a la suya. Pero entonces, delante de aquella mesa vacía, sentí una especie de vergüenza frente a él, y al mismo tiempo una curiosidad renovada.
Porque, ¿adónde había ido a parar? ¿Qué había sido de él? Llamé al camarero y le pregunté. No, lo lamento, no conozco a ningún señor Mendel. Por el café no viene ningún señor con ese nombre. Pero tal vez el jefe de camareros sepa algo. De inmediato su prominente barriga se aproximó avanzando con torpeza. Vaciló, reflexionó un poco. No, tampoco él conocía a ningún señor Mendel. Aunque tal vez yo me estuviera refiriendo al señor Mandl: el señor Mandl de la mercería de la calle Floriani. Sentí un regusto amargo en los labios. El regusto de la fugacidad. ¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas? Durante treinta años, tal vez cuarenta, una persona había respirado, leído, pensado, hablado, en aquella habitación de unos cuantos metros cuadrados, y bastaba con que pasaran tres o cuatro años, que viniera un nuevo faraón, y ya no se sabía nada de José. En el café Gluck ya no sabían nada de Jakob Mendel. ¡De Mendel el de los libros! Casi con rabia pregunté al jefe de camareros si no podría hablar con el señor Standhartner, si no quedaba alguien del viejo personal en la casa. Oh, el señor Standhartner; oh, Dios mío, hace tiempo que vendió el café."

Stefan Zweig
Mendel el de los libros


“Primera muestra de una auténtica vocación política lo es, en todo tiempo, que un hombre renuncie desde el principio a exigir aquello que es inalcanzable para él.”

Stefan Zweig



"Sabemos que en el hombre existe la esperanza de un estado mejor: pero no sabemos si este estado mejor existe. Tampoco sabemos si el estado actual es malo, pues quizá lo único que lo hace parecer malo es la esperanza de otro estado mejor."

Stefan Zweig


"Se detuvo y, previsor, reprimió una sonrisa, como queriendo asegurarse antes de ha­ber tentado lo suficiente mi curiosidad. Pero una media respuesta hace que uno se vuel­va impaciente por conocer el resto, de modo que entablamos conversación y con gusto accedí a su invitación de probar un vaso de aquel áspero vino dorado. Ante nosotros, las agujas de las torres refulgían soñadoras a la luz de la luna que lentamente se iba aclarando. El vino me gustó, me pareció excelen­te, como también la pequeña leyenda de las hermanas iguales-desiguales que me contó aquel hombre en medio de aquel tibio ano­checer y que se reproduce aquí de la manera más fiel posible, aunque sin garantía alguna acerca de su veracidad histórica.
Cuando en una ocasión el ejército del rey Teodosio se vio en la necesidad de instalar sus cuarteles de invierno en la que por en­tonces era la capital de Aquitania, y gracias a un merecido descanso los rocines derren­gados recuperaron su pelaje suave como la seda y los soldados comenzaron a aburrirse, sucedió que el capitán de la caballería, de nombre Herilunt, un lombardo, se enamoró de una hermosa tendera que allí, a la sombra llena de recovecos de los barrios ba­jos de la ciudad, vendía especias y dulce pan de miel. Él sucumbió de manera tan fuerte a la pasión que, indiferente a su baja extrac­ción social, la desposó rápidamente para po­der estrecharla cuanto antes entre sus bra­zos y se mudó con ella a una casa principesca en la plaza del mercado. Allí se quedaron sin que nadie los viera durante muchas semanas, abandonados el uno al otro, y se olvidaron de los hombres, del tiempo, del rey y de la guerra. Pero mientras ellos estaban por completo sumidos en el amor y se queda­ban cada noche amodorrados el uno en brazos del otro, el tiempo no durmió. De pronto se levantó un cálido viento del sur, bajo cuya lengua abrasadora el hielo reventó en las corrientes, y a cuyo paso fugaz en los prados los crocus y las violetas empollaron sus florecillas de distintos colores. De la noche a la mañana, las copas de los árboles reverdecie­ron. En las ramas heladas, guirnaldas llenas de capullos rompieron sus húmedos brotes. La primavera volvió a renacer de la tierra sa­turada. Y con ella, de nuevo la guerra. Una mañana la aldaba de bronce del portón gol­peó, imperiosa y exigente, en mitad del ligero reposo matutino de los amantes. Un mensajero del rey ordenó a su capitán que cogiera sus armas y partiera de allí. Los tambores resonaron en los cuarteles de acantonamien­to. El viento restalló en las banderas."

Stefan Zweig
Las hermanas


“Si algún arte conozco es el de saber renunciar, pues no lamento que, de mil páginas escritas, ochocientas vayan a parar a la papelera y sólo doscientas se conserven como quintaesencia.”

Stefan Zweig


"Siempre, aquellos que anuncian de antemano que luchan en favor de Dios, son los hombres menos pacíficos de la tierra. Como creen percibir mensajes celestes, tienen oídos sordos para toda palabra de humanidad."

Stefan Zweig




"Siempre las naturalezas más cobardes son las más crueles."

Stefan Zweig




“Sólo el que siente el mundo en su dualidad de juez y de reo, sólo éste puede actuar como acusador y defensor, como deudor y acreedor, en cada una de sus frases, y dar la razón a cada una de las partes, frente a la injusticia de la naturaleza, que ha hecho a los hombres tan fragmentarios, tan divididos, tan eternamente insatisfechos.”

Stefan Zweig
La lucha contra el demonio, página 205



"Solo en los primeros años de la juventud identificamos el azar con el destino. Más adelante sabe uno que el verdadero rumbo de la vida está fijado desde dentro; por intrincado y absurdo que nos parezca nuestro camino y por más que se aleje de nuestros deseos, en definitiva siempre nos lleva a nuestra invisible meta."

Stefan Zweig
El mundo de ayer. Memorias de un europeo, página 230
Citado por Fernando Sánchez Dragó en El sendero de la mano izquierda, página 216



“Sólo lo raro ensancha nuestros sentidos, sólo ante el estremecimiento crece nuestra sensibilidad.”

Stefan Zweig
La lucha contra el demonio, Introducción, página 24




"Son muchísimos los que aman; poquísimos los que saben amar."

Stefan Zweig



"Su espíritu vacilaba en la sala vacía, hojeando los periódicos, escuchando la música de un vals interpretado al piano en el salón de música. Se sentía malhumorado y miraba cómo la oscuridad lo envolvía todo paulatinamente y una niebla gris en forma de vapor de pinos de derrumbaba inútil y nerviosa alrededor. Sólo unas pocas mesas estaban ocupadas. No tenía amigos. Ninguna promesa de una volátil aventura. Su disgusto fue impaciente. Él era uno de esos jóvenes dispuestos a aventurarse en el abismo y la eterna expectativa de la pasión. Las sombras oscuras se extendían puerilmente sobre la habitación, amenazándola con su forzado silencio."

Stefan Zweig
Secreto ardiente



"Toda ciencia viene del dolor. El dolor busca siempre las causas de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a estar quieto y a no volver la mirada atrás. En el dolor, uno se hace cada vez más sensible; es el sufrimiento quien prepara y labra el terreno para el alma, y ese dolor que produce el arado al desgarrar el interior prepara todo fruto espiritual."

Stefan Zweig



“Todo cuanto nos eleva por encima de nosotros mismos, de nuestros intereses personales y nos lleva, llenos de inquietud, hacia interrogaciones peligrosas, lo hemos de agradecer a esa porción demoníaca que todos llevamos dentro.”

Stefan Zweig
La lucha contra el demonio, Introducción, pág.12




“Todo el camino que conduce a la perfección es acertado, y ningún artista debe ir más que por uno de esos caminos, el suyo propio. Debe ser creador y maestro de su propio arcano.”

Stefan Zweig
Los Creadores



"Un caballero la saludó. Levantó la vista y se encontró con un amigo de su familia al que conocía desde su juventud. Era un hombre con barba gris, amable, pero extraordinariamente hablador, al que procuraba evitar, porque tenía la costumbre de pasarse horas importunándole a uno con sus pequeñas dolencias físicas, casi siempre imaginarias. Sin embargo, en esta ocasión lamentó haberse limitado a responder a su saludo y haber seguido su camino sin pedir que la acompañase. Un conocido podía protegerla si la chantajista decidía abordarla en la calle. Vaciló y pensó en darse la vuelta, pero le pareció que alguien se acercaba a ella con rapidez, y automáticamente, sin pararse a pensar, continuó avanzando con decisión. El miedo aguzaba sus sentidos. Notaba a su espalda la presencia de alguien que se aproximaba a ella a toda prisa. Horrorizada, empezó a correr cada vez más rápido, aunque sabía que al final no podría escapar de su perseguidora. Sus hombros se estremecían presintiendo el tacto de aquella mano. Los pasos sonaban cada vez más cerca. La alcanzaría en cualquier instante. Cuanto más apretaba el paso, más pesadas sentía las rodillas. Ahora estaba justo detrás de ella. Oyó que la llamaba por su nombre. ¡Irene! Sin embargo, la voz no era como la recordaba, no era la voz que ella temía, la de la terrible mensajera de la desdicha. Respiró hondo y se volvió. Era su amante, que a punto estuvo de chocar con ella, cuando se detuvo en seco. Su pálido rostro revelaba una confusa excitación y ahora, al enfrentarse a la desconcertante mirada de ella, incluso vergüenza. Inseguro, levantó la mano para saludar y enseguida, al ver que ella no le ofrecía la suya, la dejó caer. Ella lo miró fijamente unos segundos, tratando de asimilar aquel inesperado encuentro. No habían pasado más que unos días desde aquella última cita, pero el miedo había hecho que se olvidase de él. Ahora que tenía delante su rostro pálido, con aquella expresión vacía, perpleja, que se dibuja en los ojos de quien no encuentra respuesta a sus preguntas, una ardiente ola de rabia se elevó de repente dentro de ella."

Stefan Zweig
Miedo


“Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...”

Stefan Zweig



"Un grito tanto más sonoro, nítido y como surgido de otro mundo rasgó de pronto el silencio. Un grito claro, casi involuntario, que de manera irresistible arrancó hasta al más indiferente del silencio y del abatimiento en el que se hallaban. Una muchacha, entre los que acababan de llegar, había dado un salto brusco y repentino. Y fue ella también la que, con los brazos extendidos como quien está a punto de desplomarse, y gritando estremecida «¡Robert, Robert!», se precipitó al encuentro de un joven que, apartado de los demás, había permanecido junto a las rejas de una ventana y ahora también corría hacia ella. Y aquellas juveniles siluetas ya habían prendido cuerpo contra cuerpo, boca contra boca, como dos llamas de un mismo fuego, ardiendo de forma tan tierna el uno junto al otro que las lágrimas derramadas de manera impetuosa por el arrobo del uno inundaron las mejillas del otro y sus sollozos surgieron como de una única garganta que reventara. Cuando se soltaron por un instante, sin poder creer que de verdad se tocaban y asustados frente a lo excesivo que les resultaba aquel destino por completo inverosímil, un nuevo abrazo volvió a unirlos de inmediato, si es posible de manera aún más abrasadora. Lloraron y sollozaron y hablaron y gritaron en un solo aliento, como si estuvieran totalmente solos en la infinitud de su emoción y por completo ajenos a todos los demás, que, sorprendidos y reanimados gracias a aquel asombro, se acercaron inseguros hacia ellos.
La joven había trabado amistad desde la niñez con Robert de L…, hijo de un alto funcionario municipal, y hacía unos meses que se habían prometido. En la iglesia ya se habían presentado las amonestaciones, y se había fijado su enlace justo para aquel día sangriento en el que las tropas de la Asamblea habían irrumpido en la ciudad. Entonces el deber obligó a su prometido, que había luchado en el ejército de Percy contra la República, a acompañar al general realista en su desesperada maniobra. Durante semanas no hubo noticias de él, y ella ya se había atrevido a imaginar que debía de haberse salvado pasando felizmente la frontera suiza, cuando de pronto un secretario del Ayuntamiento le informó de que unos soplones habían descubierto que se escondía en una casa de labranza, y que el día anterior lo habían conducido ante el tribunal revolucionario. Apenas se enteró la intrépida muchacha de la detención y de la indudable condena de su prometido, cuando, con esa mágica e incomprensible energía que la naturaleza concede a las mujeres en los instantes de supremo peligro, logró lo imposible: abrirse paso hasta los inaccesibles tribunos populares con el fin de pedir clemencia para su prometido. Collot d’Herbois, el primero ante cuyos pies se arrojó, la había despachado con acritud, diciendo que no concebía indulgencia alguna para con los traidores. Después había corrido a ver a Fouché, quien, de manera no menos dura que el anterior, pero más hipócrita en los medios empleados para no sucumbir a la emoción que le embargó al ver a aquella joven desesperada, mintió diciendo que le hubiera gustado interceder en favor de su prometido, pero que veía —y al decirlo, el taimado embaucador de almas echó un indolente vistazo a través del monóculo a una hoja cualquiera y sin importancia— que Robert de L… ya había sido fusilado aquel mismo mediodía en los campos de Brotteaux. El muy astuto logró engañar por completo a la joven, quien de inmediato creyó que su prometido estaba muerto. Pero, en lugar de entregarse como cualquier otra mujer a un dolor inerme, indiferente frente a una existencia que para ella carecía ahora por completo de sentido, se arrancó la escarapela del cabello, la pisó con ambos pies y, a gritos, de modo que su voz retumbó a través de todas las puertas abiertas, llamó a Fouché y a sus hombres —que corrieron hacia allí a toda velocidad— miserables vampiros, verdugos y cobardes criminales. Y mientras los soldados la maniataban y la arrastraban fuera de la habitación, la joven aún pudo escuchar cómo Fouché dictaba a su secretario, un hombre picado de viruelas, la orden de detención contra ella."

Stefan Zweig
Una boda en Lyon


"Un hombre que se conserva tal como es, siempre presta ese mismo servicio a la Humanidad: al preservar su yo, extrae un fragmento de verdad, salvándolo del torrente de la transformación. Cuanto más vive un hombre asimilado a su época, tanto más muere con ella. Cuanto más logra un hombre conservar su propia esencia, tanto más se conserva para la posteridad."

Stefan Zweig


"Una escritura recta y palabras serenas que revelaban una pasión contenida: hablaban sosegadamente, sin quejarse, del paso de los días, y era como si sintiera sus firmes ojos azules fijos en él, sólo le faltaba la sonrisa, aquella sonrisa que lo apaciguaba, que quitaba gravedad a su porte serio. Esas cartas se habían convertido en la comida y la bebida de aquel solitario. Se las llevaba consigo amorosamente cuando salía de viaje por las estepas y montañas, había hecho coser en la silla de montar unos bolsillos especiales para ello, que estaban protegidos contra los repentinos aguaceros y la humedad de los ríos que tenían que cruzar en sus expediciones. Tantas veces las había leído que se las sabía de memoria, palabra por palabra; tantas veces las había doblado que los pliegues se habían vuelto transparentes y algunas palabras aparecían borradas por los besos y las lágrimas. Más de una vez, cuando estaba solo y sabía que no había nadie alrededor, se las leyó en voz alta, pronunciando una palabra tras otra con la misma cadencia de su voz, para conjurar así, mágicamente, a su amada ausente, en la distancia. Más de una vez se levantó de improviso en medio de la noche, notando que se le había escapado una palabra, una frase, una fórmula de cierre; encendía la luz para recordarla y, a través de los rasgos de su caligrafía, soñar con la imagen de su mano, y subiendo desde la mano, el brazo, el hombro, la cabeza, la figura entera traída hasta allí por encima de tierras y mares. Igual que un leñador que tala un bosque virgen, así hacía él con furia y fuerza desmedidas con el tiempo agreste e impenetrable que todavía tenía por delante y que percibía como una amenaza, impaciente ya por ver un claro, la perspectiva del regreso, la hora del viaje, el momento mil veces imaginado del primer abrazo a su vuelta. En su casa de madera en la recién creada colonia de trabajadores, levantada a toda prisa y cubierta con hojalata, había colgado sobre su tosca cama un calendario en el que cada tarde, muchas veces a mitad de la jornada si no podía soportar la impaciencia, iba tachando los días trabajados y contaba y recontaba la serie negra y roja, cada vez más corta, de los que todavía tenía que aguantar: cuatrocientos veinte, cuatrocientos diecinueve, cuatrocientos dieciocho días para el regreso. Porque él no contaba el tiempo como los demás hombres, a partir del nacimiento de Jesucristo, sino en función de los días que restaban para que llegase una determinada hora, la hora de volver al hogar. Y siempre que este lapso de tiempo formaba una cifra redonda, cuatrocientos, trescientos cincuenta o trescientos, igual que en el cumpleaños de ella, en su santo o en otros aniversarios personales, como por ejemplo cuando se habían conocido o cuando ella le reveló sus sentimientos por primera vez…, daba una especie de fiesta para las personas que tenía alrededor, quienes, sin saber a qué obedecía, se mostraban sorprendidos y le preguntaban."

Stefan Zweig
Viaje al pasado


"Y así yo, que había dedicado una vida a describir a gente a partir de sus obras y a dar una dimensión real a las estructuras espirituales de su mundo, descubrí de nuevo, precisamente por experiencia propia, cuán inescrutable permanece en cada destino el núcleo esencial del ser, la célula motriz que da origen a todo crecimiento. Vivimos miríadas de segundos y, sin embargo, es uno solo, siempre uno, el que pone en ebullición todo nuestro mundo interior, es el segundo en que (Stendhal lo ha descrito) la flor interior, saturada ya de todos los jugos, llega como un relámpago a la cristalización: un segundo mágico, parecido al de la procreación y, como él, oculto en el cálido interior de la vida propia, invisible, impalpable, imperceptible, misterio vivido una sola vez. Ningún álgebra del espíritu puede calcularlo, ninguna alquimia del presentimiento puede adivinarlo, y raras veces lo capta la percepción de uno mismo.

[...]

Y bastaron unos minutos para que yo mismo, olvidando mi intrusión, sintiera la fuerza cautivadora de su disertación que actuaba con un poder magnético; sin querer me acerqué un poco más para ver, más allá de las palabras, los gestos de sus manos que envolvían y abrazaban y a veces, cuando una palabra prorrumpía majestuosa, se extendían como alas y se elevaban temblorosas para después descender musicalmente poco a poco imitando el gesto tranquilizador de un director de orquesta.

[...]

Pero aquí un hombre se reveló ante mí en toda su desnudez, aquí un hombre se rasgó el pecho, ávido de descubrirme su corazón roto a golpes, envenenado, consumido y supurante. Una voluptuosidad indómita se martirizaba, se flagelaba voluntariamente en aquella confesión contenida durante años y años. Solo quien durante toda una vida había sentido vergüenza, había bajado la cabeza y se había escondido podía, bajo los efectos de una embriaguez tan abrumadora, descender hasta el rigor de tal confesión. Pedazo a pedazo, un hombre arrancó la vida de su pecho, y en aquella hora, yo, un muchacho, penetré azorado, por primera vez, en las inimaginables profundidades del sentimiento humano."

Stefan Zweig
Confusión de sentimientos



“Ya no se trataba de dos rivales que quisieran medir en el juego sus propias fuerzas, eran ahora dos enemigos que se habían jurado aniquilarse mutuamente.”

Stefan Zweig

















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