“… cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa….”

Pedro Antonio de Alarcón
La mujer alta


"El joven se inclinó sobre la condesa, cuyo hermoso semblante resplandecía con una belleza nueva, inmortal, divina; y de aquellos ojos, donde el fuego de la vida se quebraba en lánguidas y melancólicas luces; de aquella boca anhelante y entreabierta que la fiebre coloreaba; de aquellas manos suaves y ardorosas; de aquel blanco cuello que se extendía hacia él con infinita angustia, recibió tan elocuente expresión de arrepentimiento y ternura, tan íntima caricia y frenético ruego, tan infinita y solemne promesa, que, sin vacilar un instante, se apartó del lecho, llamó al duque de Monteclaro, al arzobispo y a otros tres nobles de los muchos que había en la cámara y les dijo:
—Escuchad la confesión pública de un alma que vuelve a Dios.
Los personajes susodichos se acercaron a la moribunda, arrastrados más por el inspirado rostro que por las palabras de Gil Gil.
—Duque —murmuró la condesa al ver a Monte claro—, mi confesor tiene una llave… Señor… —continuó volviéndose al arzobispo—, pedídsela… Este niño, este médico, este ángel, es hijo natural reconocido del conde de Rionuevo; mi difunto esposo, quien, al morir, os escribió una carta, duque, pidiéndoos para él la mano de Elena. Con esa llave… en mi alcoba… todos los papeles… ¡Yo lo ruego!… ¡Yo lo mando!…
Dijo, y cayó sobre la almohada sin luz en los ojos, sin aliento en los labios, sin color en el semblante.
—Va a expirar… —exclamó Gil Gil—. Quedad con ella, señor… —añadió, dirigiéndose al arzobispo—. Y vos, señor duque, escuchadme.
—Aguarda… —dijo la Muerte al oído de nuestro joven.
—¿Qué más? —respondió éste.
—¡No la has perdonado!…
—¡Gil Gil!… ¡Tu perdón!… —tartamudeó la moribunda.
—¡Gil Gil! —exclamó el duque de Monteclaro—. ¿Eres tú?
—Condesa, ¡que Dios os perdone como yo os perdono!… ¡Morid en paz! —dijo con religioso acento el hijo de Crispina López.
En esto se inclinó la Muerte sobre la condesa y puso los labios en su frente…
Aquel beso resonó en el pecho de un cadáver.
Una lágrima fría y turbia corrió por el rostro de la muerta.
Gil enjugó las suyas y respondió al de Monteclaro:
—Sí, señor duque; yo soy.
El arzobispo rezaba fúnebres oraciones a la cabecera del lecho.
Entretanto, la Muerte había desaparecido.
Eran las doce de la noche."

Pedro Antonio de Alarcón
El amigo de la muerte


"Más que cien predicadores importa un murmurador."

Pedro Antonio de Alarcón


Mis distinguidos compañeros:

Os agradezco vuestros elogios, cuya bondad hace justicia a mi único título literario, o sea al incansable amor que profeso a todos los que cultivan las bellas letras para regocijo de las Musas, como es el caso de Uds.

Dicho esto, les suplico que me excusen de escribir esos versos que tan encarecidamente me piden. Es más, incluso les aconsejaría que no publiquen esa Corona Poética que se traen entre manos.

¿A qué viene lo de la Corona? Cantemos a los que tengan paciencia y perseverancia para sobrellevar las tribulaciones de la vida, no a los que huyen, no a los que desertan, no a los que dejan a su prójimo solamente un grito de pánico y de derrota.

No hagamos, cien años después de Goethe y de Rousseau, una apoteosis del suicidio. El suicidio pudo estar de moda entre las gentes que vivían la vida del alma allá por los tiempos del Romanticismo, pero ya ha sido relegado para uso exclusivo de los comerciantes que quiebran, de los jugadores que pierden lo suyo y lo ajeno, de los ladrones con frac pillados in fraganti y de todos los que, por decirlo para que se entienda, no viven otra vida que la de la materia, cuyo único dispensador y regulador es el dinero. Este señor poeta, Fulánez de Tal, ha cometido un anacronismo suicidándose en 1876, y en vez de colocarse al nivel de Larra y de Gerard de Nerval, como pretendía, se ha puesto a la altura de los prosaicos suicidas de estos tiempos.

Este desgraciado no sabía que, entre los hombres de inteligencia de hoy, que basan su idealismo en la moral, ya no se estila inmolarse en aras de uno mismo igual que los antiguos degollaban a tal o cual víctima en aras de su Dios, sino que ha vuelto a ser más lúcido sacrificarse por el prójimo, padecer para que otros no padezcan y ser feliz proporcionando dicha a los demás. Este joven ignoraba sin duda que amarse a sí mismo hasta la muerte, Mortem autem crucis, es un crimen y una ridiculez…

Lloremos, pues, cuanto ustedes quieran por este pobre Fulánez de Tal, a quien siento no haber conocido personalmente. Compadezcamos su flaqueza, deploremos su cobardía, que le ha costado la vida.

Consolemos a los seres que haya abandonado y afligido al matarse en provecho propio. Ayudemos, si es necesario, a los que haya dejado sin amparo. Pidamos por su alma sin ventura. Pero guardemos las coronas cívicas, los aplausos y los versos para aquellos jóvenes esforzados (como ustedes, por ejemplo) que no siguen el triste ejemplo de este desertor. O para la tumba del insigne y valeroso Bécquer, que murió de hambre y de tristeza abrazado a su arpa, sin osar nunca poner una mano parricida sobre sí mismo: sobre ese tesoro de genio y virtud que había recibido del cielo. Cualquier cosa, amigos mío, menos exaltar y divinizar la desesperación. Todo menos hacer un homenaje público al atentado que este mísero ha cometido, al que no ha vacilado en desgarrar muchos corazones con tal de liberarse a sí mismo de su parte del dolor y la amargura del mundo.

Créanme. Yo también he sido joven, y he pasado por las mismas pruebas que Fulánez de Tal haya podido pasar, o peores. Hace veinte años me decían: «Este muchacho tendrá el desenlace de Larra. ¡Este chico tiene cara de suicida!». Y miren. Crean ustedes a este viejo que, después de grandes batallas con el mundo y consigo mismo, ha deducido una verdad que constituye toda su dicha: que para ser feliz basta con resignarse a no serlo.

Y no publiquen ustedes la dichosa Corona Poética.

Con que perdonen esta larga homilía y dispongan de la amistad que con este motivo les ofrece su atento servidor,

Q. S. M. B.

P. A. De Alarcón

Madrid, 3 de julio de 1876

Pedro Antonio de Alarcón
Estas son —resumidas, y actualizadas al lenguaje de hoy por mí— las palabras que escribió don Pedro a propósito del joven suicida
Tomada del libro de Ángela Vallay, El arte de amar la vida página 65



"La muerte es el puerto de todos los dolores."

Pedro Antonio de Alarcón


"Los amores vulgares necesitan el miedo para alimentarse, para no decaer."

Pedro Antonio de Alarcón


"Tenemos el clavo... Ahora sólo me falta encontrar el martillo."

Pedro Antonio de Alarcón


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