En la calma solemne...

En la calma solemne de la noche
el férreo Mariscal por vez postrera
su ejército revista. Sobre el negro
manchón de las vecinas arboledas,

se distinguen los cuerpos alineados
como una tenue pincelada. Llegan
con el viento los débiles rumores
que alza el Aquidabán. Alguna enseña

deshilachada, trágica, en la brisa
se extiende como un ala gigantesca,
y sobre ese puñado de guerreros

–la última falange que le queda–
¡parece el alma de la Patria misma
llamándolos a sucumbir con ella!

Martín Goycoechea Menéndez


La montonera

Flamean en el viento las banderolas
y se encrespan las crines y las melenas,
y aúnan al reflejo de las arenas
su brillo diamantino las tercerolas.

Los pañuelos anudan sus rojas golas
a las bravas gargantas de insultos llenas,

y el prepotente puño muestra las venas
donde pinta la sangre violadas olas.

Se encabritan los potros en el sendero,
las virolas responden en el apero
a las dulces milongas de las cigarras,

y en el hinchado lomo los mocetones
van llevando la carga de sus canciones
pendientes de las cuerdas de las guitarras.

Martín Goycoechea Menéndez




La noche antes

Cerro Corá
I

En medio de la calma de aquella noche de marzo, el Mariscal revistaba su ejército. Como una vaga pincelada
blanca se perfilaban las líneas de los cuerpos, prolongándose en la penumbra triste y suave, llena de rumores,
en los cuales parecía desleírse toda la melancolía de las almas y de las cosas.
-¡Soldados del 14! -dijo el Mariscal- ¡Cuatro pasos al frente!
Y avanzaron quince hombres, semidesnudos, con el fusil terciado, la frente altiva.
El guerrero los contempló un momento, y luego ordenó:
-¡Soldados del 43, a revistarse!
Cuatro soldados se destacaron de la línea. No quedaban más. Los cuatrocientos que faltaban al regimiento
dormían el buen sueño de la calma infinita en el fondo de los esteros, bajo las ruinas de los pueblos, entre los
fosos de las trincheras.
Aquellos cuatro hombres se perfilaban entre la noche, firmes, solemnes, rígidos.
-¡Soldados del 46! -continuó el Mariscal.
Y avanzó una sola sombra. Algo de inmenso flotaba sobre ella. Ese hombre llevaba la bandera.
-¡Soldados del 40, a la orden de revista! -mandó aquel amo de pueblos.
Y sólo le respondió la noche con los vagos sollozos de la selva...

II

Ante su deshilachada tienda de campaña, el Mariscal contemplaba los restos de su ejército. Sus ayudantes,
silenciosos, le rodeaban, sin atreverse a aproximársele. A la distancia, allá en el seno de las frondas vecinas, un
pájaro nocturno desgranaba dulcemente su rosario de arpegios.
Aquel hombre se contemplaba en ese instante, de pie ante la Historia, en la noche precursora de lo inevitable,
entre el claroscuro que anunciaba el alba, el día próximo que iba a traer, con su luz, con la sonrisa de los cielos
y las alegrías intensas de la vida, la caricia desoladora de la muerte, la desesperación de la última derrota, el
vértigo sin límites de la postrer caída.
Incendiaban el alma del guerrero todas sus bravuras, sus odios, sus desesperanzas. Por su cerebro pasaba la
visión de los esfuerzos que efectuara, de aquel avance fracasado, de aquella resistencia desesperada a través de
las llanuras, las montañas y las selvas.
No le quedaban en aquella hora ni hombres, ni fusiles, ni cañones. Sus esqueletos de regimientos estaban sin
caballos, sin carabinas, y sus soldados dormitaban al pie de las lanzas clavadas en el suelo, muchas de las
cuales no tenían hierros ni banderolas, porque aquéllos quedaron clavados en el pecho del contrario y éstas se
desflocaron con los vientos de cinco años y las pudrieron las lluvias.
De sus conciudadanos no quedaba sino un montón informe, un harapo de pueblo, durmiendo el sueño de su
desgracia, allí, entre los destruidos convoyes, bajo el frío relente del rocío. Y sobre los cuerpos tendidos en la
hierba fina y suave, sentíase pasar el tenue viento nocturnal como una leve caricia.
-Tuyutí, Estero Bellaco, Curupayty... -exclamaba el guerrero. Era la visión del pasado, del ayer inmediato, de
la defensa toda aún subsistente, sin que hubieran bastado para anular la soberbia expresión de su fiereza, ni
los contrastes continuos, ni las fatalidades todas, cayendo sobre sus hombros con el desplome colosal de una
montaña.

¡Y aquel señor de naciones, a quien concluían de hostigar sus mismos hermanos en la raza, dentro del cerco
de hierro en que le envolvían; aquel amo de pueblos, ante cuyo camino se prosternaban las multitudes, como
ante el paso de un dios; aquel guerrero cuya espada se aprestaba a describir bajo los cielos la elíptica
sangrienta, entre cuyos términos iba a rimarse el último canto de la epopeya, se sintió inmenso porque se sintió
la Patria!

III

Y la visión del éxodo de su pueblo también cruzó por su mente.
Por caminos tristes y polvorientos veía marchar, como en los pasados días, aquella larga columna de
desolación y de miseria, moviéndose lentamente bajo la caricia de fuego de los soles estivales, marchando en
pos de la desesperación, de la derrota y de la muerte.
Era un largo y doliente desfile de siluetas blancas; blancuras de guiñapos sobre palideces de carnes corroídas
por el hambre; blancuras de muerte sobre rostros en los cuales agonizaban las más dulces y rojas rosas de la
juventud; albas livideces impresas en frentes impúberes por los más hondos sufrimientos; blancuras de niños
muertos sobre el pecho exhausto y flácido, que se negaba a derramar una gota de la generosa leche de la
madre; nieves tempranas sobre cabezas que ayer mismo ostentaban esa aureola primaveral formada sobre las
sienes por la comba del rizo negro o la voluta del bucle rubio.
Hombres veía, tambaleantes sobre el camino, como borrachos por el hambre. Tenían grandes ojos dilatados
mirando hacia los cielos, ojos sonámbulos, percibidores al acaso de quién sabe qué visiones de paz, de hondo
descanso más allá del horizonte y aún más allá de la existencia misma.
Miraba caer ancianas con la frente sobre el polvo, entregándose a la eternidad sin un solo gesto, sin un solo
estremecimiento; mientras que pequeños agonizantes llenaban los aires con sus vagidos desesperados, última
protesta de la vida contra la infecundidad del destino y la esterilidad nauseabunda de la tumba.
Entre compactos grupos de mujeres, veía llegar a los heridos, a los moribundos, a aquellos a quienes la
suprema insondable roía con su único e implacable diente. Algunos, tirados sobre carros desvencijados,
clamoreaban sin término y sin consuelo; otros, con sus carnes carcomidas por el abandono, exhibían al [62] aire
libre las más asquerosas muecas de la infelicidad humana; varios, agitaban lentamente sus manos, cual si
persiguieran la forma de una visión desvanecida entre sus dedos.
Y aquello era el crimen de que se le acusaba, el gran delito de caer con todos su pueblo, de sumirlo en su fosa,
de arrastrarlo en su caída de coloso herido y hostigado a la profundidad del abismo en que él mismo se
tumbaba, en el vértigo de esa parábola inmensa, cuyo término fatal tenía que ser la trágica hediondez de un
sudario.
Entonces, en esos ojos que no habían llorado jamás, profundos ojos pardos que contemplaron impasibles el
ataque, el incendio y la derrota, brilló una lágrima, como un último esplendor de sol languideciente sobre el
fondo cobrizo de un ocaso.
Y la larga columna de desesperación y de miserias seguía marchando lentamente, sobre el camino calcinado
por el sol, envuelta en sus blancos guiñapos, entre los bosques floridos, bajo la serenidad impasible del
espacio.

IV

Llegaba el día. Y ante el ejército que se aprestaba a la pelea, el Mariscal saludó por última vez el estandarte,
entre tanto que el Aquidabán mugía a la distancia entre sus rocas centenarias, como si llevara a los mares
lejanos y rumorosos el alarido de protesta con que se desplomaban un ideal, una patria y una raza.

Martín Goycoechea Menéndez


Obsequio de boda

La secular pobreza que asedia a los poetas
hace que sólo ofrezca un ramo de violetas
a vuestra grácil novia, pues en cuestión de amores
una epopeya ha sido siempre un ramo de flores.

Vuestra novia es graciosa y muy dulce y muy bella;
lo galante sería ofrendarle una estrella
o un cordero blanco con grandes moñas rosas,
o sobre una azucena un par de mariposas.

Y en su defecto, fuera un obsequio cumplido
dos tórtolas albísimas sobre el plumón de un nido,
mas, como enviaros eso no puedo, por mis penas,

aunque haya mariposas, estrellas y azucenas,
luciendo una sonrisa, va el ramo de violetas
como la pobre ofrenda que usamos los poetas.

Martín Goycoechea Menéndez












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