“…Creo que una de las tareas del poeta es estar abierto a todo lo que le rodea, evitar ser demasiado selectivo, no pensar que la poesía sólo tiene que ver con la esfera estética y la esfera cultural, o que la poesía pueda aprenderse en los libros... Creo que un poeta, un verdadero poeta, debería estar abierto al mundo que le rodea y que ello le proporcionase la sensibilidad necesaria para crear imágenes, imágenes personales e individuales capaces de llegar al lector, al público. […] De modo que, en primer lugar, aconsejaría tanto a los poetas estonios como a los americanos que se mantuvieran abiertos; en segundo lugar, estoy de acuerdo con Hegel cuando prevenía a los jóvenes poetas contra la tendencia de ser demasiado filosóficos en la etapa inicial de su poesía, cuando les aconsejaba que no fueran abstractos al principio. Es más recomendable empezar por imágenes concretas y hasta sensuales, y sólo más tarde tratar de integrar la filosofía a sus imágenes. Desde mi punto de vista, esto sería lo óptimo. Sé, por supuesto, lo difícil que es lograrlo, y admito que ni siquiera yo mismo he podido evitar siempre que mis poemas fueran excesivamente abstractos. Esto es bien cierto. […] por otro lado, la filosofía poética es el elemento más importante en la poesía. Si a la poesía le falta su propia filosofía, si es poesía meramente impresionista, sin duda sigue siendo poesía, pero poesía mediocre…”

Jüri Talvet


Cumplimiento

Te deslizas por la piel de mi garganta
y en mi sotabarba construyes tu nido
–¿dónde estaría a mejor recaudo?–:
ésa es tu Vía Láctea.
Te has multiplicado, has engendrado,
te has desgarrado, te has bifurcado.
¿Recuerdas todavía aquellos angostos senderos
que apuntaban apenas
y que se extienden más allá de los tuyos?
Te has quedado. Ni siquiera pienso en esas flores
purpúreas que, generosa, nunca me has negado,
que has mantenido abiertas noche y día en tu jardín.
Aun así, seguirás siendo libre y podrás confundirte,
porque junto a nosotros revolotearán las almas,
perpetuamente, en los aires del abandono.
El oro primigenio surge de tus entrañas
y se cumple en mi sotabarba tu Vía Láctea.

Jüri Talvet



Despedida

Nos despedimos. Farewell y abrazos
quedan flotando en el viento como un pañuelo estremecido.
Una blancura que huele a algas se superpone al abismo azul.
Algo cálido, como un niño dormido en ti,
se te agarra y, de pronto, se separa y se aleja.
Todavía no nos hemos dado la espalda el uno al otro
pero sé que estoy a punto de penetrar de nuevo
en mi soledad. Nos fundimos, nuestros corazones
latieron al unísono cuando nos encontramos frente a frente.
Luego, sin embargo, retraímos las manos
de nuestros otoños cada vez más distantes
para captar tal vez, ingenuamente, las esferas de fuego de la infancia.
Y en eso que suenan jocosos los teléfonos,
los timbres de las puertas: son como esas suaves palmadas
que da la nieve nórdica cuando cae en los hombros.
A los brindis se unen los cumplidos: Welcome!
Bienvenido de nuevo entre la gente,
tú que andabas perdido por las veredas del cementerio.

Jüri Talvet



Donde habita la memoria

El papel es tan sólo aire con bordes
que se empapa de palabras
no es mucho más seguro ni más frágil
que una vieja pizarra o una pantalla
saturada de nervios electrónicos
El viento abrió de un soplo la ventana
¿De quién era la mano ingrávida que acarició
los cabellos de un niño que dormía?
¿De qué estremecidas frondas
de qué gotitas de niebla en los labios
de qué clamor de hierba fue compuesto
el cantar de los cantares?

Tras un muro levantado con papel
con falsos nervios y pizarra
(¿te atreves?) habita la memoria
(¿has empezado a planear tu huida
o tal vez tu retorno?) guarda
los olvidos y de paso perdónate
las incertidumbres que has tenido hoy

Jüri Talvet


El hombre y la mujer

¡Ay del hombre que transita los caminos
del tiempo, tan a medio hacer que siempre
hacen falta adjetivos para complementarlo!:
homo sapiens, homo ludens,
homo politicus o bien homo sexual.
Pero la que suele conocerse como
costilla del hombre no es un hueso,
porque su nombre tampoco
pende de otro nombre,
sino que huele –independientemente
de la lengua en que se pronuncie–
siempre a lo mismo: a hierba,
a mar, a tierra limpia o a aire,
o, si se quiere una imagen
más precisa, sólo a sí y únicamente
a sí, a sí misma: a mujer.

Jüri Talvet



La realidad

¿Para qué levantar el borde del felpudo esperando
encontrar la llave olvidada? Alberto Caeiro
tenía razón: los símbolos, los signos no existen
no hay significados cuádruples no existe tampoco
la “verdad oculta”. Nada es más que lo que es:
nadie puede regresar al seno de su madre
que se aleja sin ensalmo alguno de ti
por mucho que intentes implorándolo agradar
a Dios. Tampoco se puede descartar que la alegría
de tu hijita sea la misma que experimentó
tu madre de pequeña entre los pastos otoñales
y fríos de Mõisaküla cuando vio llegar
a su joven padre de ojos oscuros y bigote negro
para llevársela a casa el fin de semana  

¿Qué hacía STC en la Veenderstrasse de Gotinga
en una hermosa y elegante mansión burguesa hace
doscientos años? ¿Se desesperaba tal vez por el fracaso
de la ingenua historia de Christabel que predijo
el nacimiento cinco años más tarde de EAP a quien
las pesadillas y el alcohol llevarían temprano a la tumba?
Según otra versión más verosímil fue exactamente
en la Veenderstrasse de Gotinga en un lecho burgués
donde STC pudo después de apagar la vela y rezar
sus oraciones colocar el cuerpo en una posición propicia
para empezar a oír de repente los latidos del corazón
de Hamlet mientras recordaba los ojos de color
castaño de una bella joven burguesa de Hesse

Jüri Talvet




Oklahoma enmudeció, el Báltico se heló

De los despachos de Kafka salieron elegantes personajes de cristal.
Te envolvieron los ajustados faldones de tu abrigo irlandés.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Ahora eres un pozo que ofrece cubos de claridad a nuestra tierra
que se dilata y se encoge, azarada, despliega los primeros brotes,
da vida a las ramas, expande la luz.

Luego, un vacío absorbente. Luego, un porche que se arruina.
La luz deslumbrante de la mortaja, y la única voz,
la del reloj de aquella tía tuya que tictaquea hacia el presente,
el ágata del anillo de tu madre, que moriría en plena juventud,
la isla sin nombre de tu padre estonio.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

¿En qué islas no habrás puesto tus pies?
Islas de poesía barridas por la exaltada vehemencia de Eolo,
con sus grandes llanuras osadamente transidas de palabras.
Isla de ásteres adormilada en el ligero y cálido regazo del Mediterráneo.
Pero en Naxos, oh sagitario, te asustó la oscuridad,
tu animal. Sentías, Ícaro, la atracción del Sol
y te alejaste, precavido, de los agrestes bosques de Finlandia.
Levantaste tus pirámides de aire y no de sangre.

Te asustaba la sangre, ¿no es así?
(igual que a otro cantor del dolor y de la sangre
cuyo corazón trémulo fue paseado por manos enguantadas, en 1936,
hasta el olivar donde aguardaban los verdugos).

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.
Tu elemento fue el aire, hijo del aire,
el fino trazo de tu lápiz dibujaba los círculos anuales de tu árbol
que luego se fundían en el papel en blanco,
en el ramaje de la imaginación,
así tu casa surgía del porche claro, tallado por tu padre,
en la fosca cabaña de Rõngu, ennegrecida por el humo del hogar,
de los suaves castaños, en Riga, camino de escuela,
de la dulce mirada huidiza de los ojos oscuros de tu madre letona,
de esos dedos femeninos, ásteres también del terruño letón,
para hacerse amor sin nombre, transparencia emanada del mar,
el ámbar báltico al trasluz del cual podía verse solamente
el rostro más hermoso del mundo, la isla de Dios.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

No tuve tiempo de volver a verte, de visitarte una vez más,
era imposible, porque estabas en mí, tú, doble sagitario,
hermano, la barrera de alambre de espino que se interponía
entre tú y yo no tenía sentido.
Cuando murió mi padre me dijiste: ahora, sólo ahora
tú puedes ser padre de verdad
(y vuelvo a serlo, en cierto modo, al despedirme ahora de ti).

Pero tus verdaderos hijos, tus poemas,
tus dibujos, vástagos de papel, van a tener que demostrar
en otra naturaleza su genio de segundos padres,
como depositarios de la sangre, de los huesos, de la luz,
ante el rostro apacible del Padre más alto,
mientras tú te desenpolvas del tiempo, te quitas el abrigo
de la impaciencia y así, desnudo, esforzado y puro,
te vas desvaneciendo para hacerte tierra de nuestra tierra.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Aguantaste hasta oír el canto del gallo de la libertad
que tú también criabas en la patria de tu corazón.
Pero en vano intentaste pisar otra vez la Plaza de la Libertad
cuando unos extraños te arrebataron los poemas,
escritos en una lengua extraña para ellos, mientras Tallinn
ponía sus torres en ristre contra ti.

Y luego regresaste, te coronaron con una guirnalda
conforme al rito arraigado en las fiestas de la canción,
y después de llevarte en andas, Ícaro del vuelo libre,
sagitario de flechas espontáneas,
fueron dejándote caer. Para aquellos hombrecillos de faz angulosa,
en la frontera, atareados en arrancar mojones y alinear estacas,
resultaba indefinible el sabor de la miel ambarina,
de la sal mediterránea, de tu abrigo irlandés;
y tú, infinitamente ajeno a cualquier límite,
plantabas ásteres y tulipanes y, como siempre, lo disculpabas todo.
Tu sino había sido conjurar alianzas en una isla volante,
inalcanzable para los tentáculos fibrosos de Munch.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Cuando de ti esperaban un soplido mordaz y penetrante,
que agitaría el mar,
respondiste con esas escobillas de abedul
que secan cicatrices. Cuando esperaban montones de eruditos papeles,
tú, afable, los distribuias por doquier
para aliviar así tu corazón.

Saltaste ágilmente de un continente a otro, viajaste de prisa
de isla en isla, eras un puente entre las patrias
que aguardaban el futuro a lo lejos.
La carga se fue haciendo más pesada.
Y tu aguda mirada se disoció y llegó hasta el fondo.
(La doble Viena, el día con dos ramas.)
Las casas de una planta no estaban preparadas para acogerte.

Finalmente, cansado y sin dar signos,
te alejaste y buscaste cobijo en las brumas de Irlanda.

Tú, Ivar, niño de ojos azules, que te apresuras hacia la eternidad.

Los incansables ásteres ardientes te acompañaron siempre desde el borde del camino.
Invisibles, los ásteres irradiarán luz eternamente sobre tu tumba de ámbar.

Jüri Talvet
(Traducción de Albert Lazaro-Tinaut; Zaragoza: Olifante, 2010)


Saliendo al verde

Las ventanas del autobús vertían copiosas lágrimas
con las primeras lluvias del verano.
En el jardín del hogar paterno se exhibían lozanas
policromas y diminutas flores,
como si la alegría de Marta-Liisa se hubiera derramado
de repente por toda la casa,
la hubiera llenado.
La única mano del añejo cerezo ahora florece:
parece que el corazón se le ha acumulado en el brazo,
el cerezo se ha olvidado de su tronco
gangrenado.

La cabeza, viejo tocón pensativo -traidor-,
se hunde lenta en el verde, se ahoga
con justicia en el mar de las amarguras.

Jüri Talvet


Suponiendo que el polvo no sea más que el polvo del más allá

El cielo es de un azul inusitado
en esta primavera estonia.
(¿Nostalgia del futuro? ¿Buen augurio?)
Las palabras liberan el horizonte
y he aquí que todos somos
muchísimo mejores. Es como si los ataúdes
que flotan sin cesar en el aire de tu ensueño
ya no sirvieran para el mal.
Tampoco para el bien. El polvo
–cualquier polvo– sin embargo
contiene más tristeza
que un cuerpo vivo. Así,
en esta primavera que muestra en Estonia
un cielo tan insólitamente azul,
cualquier desequilibrio en todo aquello
que promete y augura, es un reflejo
del más allá, de lo real y verdadero.

Jüri Talvet












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