El lienzo

No puedo saber
cuánto hilo le faltará a mis manos
para terminar esta tela.
Creo que ha sido la blancura
su tenue vocación y su misterio.
La trama no es más profunda
que el azar de su dibujo
y la solitaria fe que cifra el ritmo
de mis manos a la urdimbre.
Quizás esta tela es toda para el viento,
vela para un largo viaje en la inmensura
de un lento mar que llama, lejos.

Jorge Fernández Granados


El mago

Don Arteaguita, con el diminutivo
más por costumbre que por ternura,
era un hombre robusto y teatral,
cubierto permanentemente de un abrigo negro
y un bastón con empuñadura de marfil, grabado
con dos letras que no guardó mi memoria.
La esfera al sol
de su cabeza calva,
igualaba la refracción —pensaba yo—
del mediodía de las estatuas.
Su acento era distinto al resto de nosotros.
Sonaban sus palabras como el galope de caballos.
Los anillos de cobalto
en su mirada, bajo el fieltro
de un sombrero Tardán, negro como los grajos,
me hacía pensar
en esas nubes que anuncian el granizo.

Llenaba algunas tardes su visita
el centro de la bulla y de la bola
de chamacos que le quitábamos el tiempo
siempre para pedirle lo mismo:
que nos hiciera una magia.

Y el gigante parecía pensarlo:
—¿Dónde quieren que aparezca?

Yo señalaba mi oreja. Arteaguita
se envolvía de un silencio que hormigueaba.
Mostraba las manos vacías. Las frotaba,
sonriendo con marfiles viejos como su bastón
y les daba la forma de un cuenco, de un capullo:

—Sopla.

Entonces esas manos
extraían una pequeña
calavera de plata de mi oreja.

El llavero colgaba de sus dedos.
con su diminuta dentadura fija
en una mueca fulgurante
y una espumosa carcajada
ascendía de la barriga del mago.

Algunos años después, la historia de su muerte
fue también, digamos, extravagante.
Lo hallaron sobre el asfalto desierto de la madrugada,
bajo el puente de la carretera,
con su abrigo y su bastón,
su sombrero Tardán,
su helada piel, el sulfato de sus ojos
y todo su dinero, intactos.
No parecía un asalto, ni venganza.
Nadie me dijo si
entre alguno más de los objetos
que con seguridad esa noche llevaba
tenía el llavero de plata.

Seguramente ya no.

Oí la historia pensando
en su figura tendida y helada,
como dormida, difusa, sin drama
en un ataúd de neblina,
cubierto de las gotitas de agua
que deja la noche sobre las estatuas.

Jorge Fernández Granados



La tierra prometida

Un hombre quiso ver el mundo,
que siempre estaba lejos.
Compró una enorme maleta de lona
y un cuaderno de apuntes, algo así
como el futuro libro de sus viajes,
un sombrero gris con funda, la mejor tarifa,
y el más extravagante diccionario.

Varias veces a lo largo de su vida
estuvo en otras tierras
al otro lado de la suya.
Viajar era el ritual de sus ahorros.
Era torpe y emotivo, ambicioso
de mirar, con lujos enigmáticos de niño.
Su corazón era una mezcla
de lirismo, crueldad, negocios y oraciones.

Poco a poco llenó la casa
de abanicos, monedas, tapetes
y un gran globo terráqueo, emblema
de su instintivo amor por los pasajes.
Pero lo más grande eran los regresos:
elaborado botín de su elocuencia
en los sopores de la sobremesa;
murallas, archipiélagos, leones, sarcófagos,
los palacios y la nieve, reinos
que sólo en sus palabras prometían
la magnitud de una aventura
más llena de verdad en su cabeza
que en el pobre espejo
de las fotografías.

Viajó hasta que sus piernas lo sostuvieron;
pero su memoria retenía con hilos
los nombres extranjeros.
Ya viejo, compró una amplia cripta
en el panteón de Xihualpa,
el pueblo donde vivió toda su vida,
Le puso una reja cara,
la pintó de blanco y cortó la hierba del terreno
cada año desde entonces
como quien cuida su casa.

Murió la última noche de abril
tres meses después de quedar viudo.
Lo enterramos en su cripta
que, gracias a él, es un lugar pulcro
y desde ahí se puede ver su pueblo
de gente pequeña y morena
que siempre lleva a cuestas algo y tiene prisa,
Su muerte estará llena de aguaceros,
frente a los magueyales, la iglesia, el viejo jardín
y los montes oscuros de oyameles.

Jorge Fernández Granados


Los dispersos

Y en una equivocada edad donde caminan
los dispersos los que no han abierto
su verdad al mundo aún al resuello como la quitanza
de lo que todos saben pero no
han pronunciado

perduran o perseveran en lo limpio los dispersos
en la desigualdad del orden donde guarda
como la sed como la musitante sed su avinagrado día
en ese digno
afán con una cifra
en la orilla de los números del mundo

miserables los dispersos reiteradamente juntan
cuatro cosas y el alegre respirón de un aire viejo
se saludan
se sospechan
desde la mutante memoria del amor
o la palabra (cualquier gesto) los agrupa
y los retiene
convidados de piedra confundidos en todo

casi se pierden casi se dan
por omitidos unos a veces
y apagan con los dedos una llama
escriben en la arena dicen que son niños
soplan en el polen transparente
y se ríen
pasan con su piedra ardiente rotan como púlsares
se impacientan se distraen se despiden
los dispersos

unas veces no
los hallaremos más nadie daría petrificados
sus jardines su reloj sus herramientas
su triste manera de mirar algo tan lejos
muy algo tan lejos

qué raros son
los dispersos
a nadie le gusta tenerlos demasiado tiempo cerca
parecen ácido o luz
queman sorprenden incomodan no sabe uno qué hacer
abre la puerta
deja que salgan
toma gracias adiós
y que dios
te cuide
pero no vuelvas
ruido
ruido en el corazón
de los dispersos
eso
debe pasar porque enmudecen
gritan cantan
sufren se despiertan
porque se van a pie distancias
que nadie quiere caminar
y no se cansan
sólo se mueren a veces
porque en su respiración hay un murmullo que parece canto
una razón
que no los deja vivir que no los deja quedarse
y cómo hacer cómo decirles
que ya no
hay casi lugar
en esta cárcel para ellos
(Principio de incertidumbre)

Jorge Fernández Granados


Los farsantes

quienes no tienen un alma fingen todas
las superficies que venden
no la verdad sino la astutísima
baratija

obsérvalos saludan sonríen bromean siempre parecen
simpáticos siempre “están en todo” levantan las cejas con simulado asombro desdeñan entre dientes caminan aprisa (huyen)

almas chatarra que ratean
peces en el río revuelto
y quince minutos engatusan al que se deja

obsérvalos revisan sus uñas la punta de sus zapatos el brillo de sus labios el corte de su bigote la marca de su reloj la altura del escote el nudo de la corbata o simplemente el aspecto “casual” de la mezclilla

su máscara es mutante y siempre a la medida
del momento de su ámbito
natural es el plasma de las pantallas
el cómodo veneno de la evanescencia o la levedad
donde todo se vale

obsérvalos nunca faltan invaden sin aviso los vestíbulos otean la tertulia serpeando entre la concurrencia con sus redituables maniobras de encantamiento con su arsenal (ajeno) de frases “ocurrente y erudits” con su ágil quincalla queda bien

se puede engañar a todo el mundo algún tiempo
se puede engañar a algunos todo el tiempo
pero no se puede engañar a todo el mundo todo el
tiempo
-dijo quien luego fue asesinado
en un teatro

obsérvalos hormiguear en el banquete apersonarse con prisa zalamera en la mesa de los notables y no perder oportunidad de añadir su nombre a las listas de preocupados en causas sociales mientras reparten caravanas en los resonantes salones de las cortes escucha cómo se pisan unos a otros por trepar a la tarima cómo se apuñalan por la espalda cómo se arrebatan la carroña del hocico

pero los peores son los más finos
los que bordan con un hilo delgado
un permanente disfraz a la medida de su farsa
un simulacro amébido tan perfecto
que ya no se distingue
de su propia vida

Jorge Fernández Granados



Nadir

A dónde van las cosas que nos duelen,
las que vivimos así, calladamente,
contando nuestros pasos que se borran.
El humo, la canción,
nada importante,
la misma calle, el mismo tren, la misma sombra.
A dónde van cualquier tarde
esas imágenes que aran
hasta el último rincón de lo que somos,
y vuelven y brillan y no hablan.
A dónde van entonces que nos duelen
como un crujido de brasas en la noche,
como un espanto de pájaros y rezos.
Una herida que pasa despacio
al otro lado de la carne.
O sólo duele la pobre, pobre maravilla
que nos traspasa
y se aleja en su viento de detalles,
el truco triste de su apenas, muda
y miserable, duele toda, todavía.
Y a dónde va, igual, toda esa mancha
del dolor que invade
la hierba, la herrumbre, las baldosas
y el secreto temblor de las miradas.
A dónde van las cosas
que traemos en un pozo, en la huella de los dedos,
las voces del asombro y el amor y la tristeza.
Sólo sombras
limitadas, nuestras, quietas
y casi ofrendas también,
irremediables,
viejas.
Qué pobre es el dolor si lo inundan
de gavetas, filigranas o preguntas,
si lo explican. No se curva
el dolor sobre su lámpara, no pasa
por el umbral de las palabras.
Es sedoso rumor bajo el candil del esqueleto,
cangrejo hambriento que se entierra
en la arena púrpura del alma.
A dónde va la sombra de las cosas, el vaho
de la tibieza en un cristal.
A dónde va el prodigio, ese ver
de pronto el afilado fuego, la serpiente
a los pies de una diosa de madera.
Ese ver que sólo es aire, rastro,
música de huellas;
y ese como tocar de pronto
una honda, honda grieta
debajo de este mundo.

Jorge Fernández Granados



Non serviam

No tengo intenciones de tener un hijo.
De verlo crecer en esas tardes en que nada espero.
No tengo frases para amarlo
cuando me pregunte a dónde voy
o de dónde vengo tan cansado.
No tengo una mujer con suficiente alevosía,
inocencia o amor para darme ese hijo.
Tampoco la he buscado.

Por eso no lo tengo.
No tengo dinero ni paciencia para su tos,
para sus preguntas, vacunas, calificaciones,
su primitiva maldad, sus diminutas catástrofes.
Pero sobre todo no tengo corazón
para heredarle la tristeza
que madurará en sus ojos
cuando su alma abra las velas.

Jorge Fernández Granados


Soledad

Nada va a salvarnos.
Ni el amor, ni la fe, ni la palabra.
Nada va a saber que fuimos tantos
embarcados en el haz de la ternura,
angustiados y desnudos,
errantes y remotos.

Nadie hablará por nadie.
A cada quien se le rompe el alma
con sus propios días mal escritos
o se le seca la espiga del mundo
cuando apenas la roza con sus manos.

Nadie va a defendernos
de la querella del silencio
ni a amarrarnos el nudo de la vida
o de los zapatos. Nadie
va a lavarnos la sombra del corazón
con el agua del sueño o del cariño
para aliviarnos del rudo, misterioso animal
que carga nuestro nombre por el mundo.

Nadie va a mirarnos rodar en la ceniza
(somos incompetentes para la eternidad).
Nadie buscará los sitios
donde trazamos el alma alguna noche
con el poseído pulso del amor.
No quedará tal lugar.
No quedarán los aromas ni los días ni los ecos.
No tenemos tiempo de saberlo todo ni de amarlo todo.
Nadie fabrica el pan de lo divino.
Hemos jurado tantos nombres en vano
y hemos caído alguna noche de rodillas
cerrando los ojos
porque el silencio fue la única oración
que guardaron nuestros labios,
pero no bastó para decirle a Dios
que estamos solos.

Solos frente a la primera lluvia
de una infancia de aguaceros,
solos ante los trenes negros de una interminable madrugada,
solos bajo la sombra del oyamel
que perfumó las manos de la abuela
en una helada montaña donde aprendieron nuestros pies a caminar,
solos junto al grito de dolor de los que se aman,
y en el instante inconfundible de la gracia o la verdad
solos junto al fruto
de ese cuerpo que amaneces en nuestros brazos.

Nadie va a salvarnos
de morir siempre a destiempo
prematura o viejamente agradecidos de lo simple,
aguerridamente tristes, y juntos, en la muerte.

Nadie va a salvarnos,
Nadie va a saber que lo sabemos.

Jorge Fernández Granados








No hay comentarios: