"Amaury de Montfort pide auxilio al rey de Francia y el Papa predica una nueva cruzada y apremia a Felipe Augusto para que envíe un ejército al Languedoc. Mientras tanto, Raimundo VII reconquista el Agenés y el Roergue y logra ante Vasièja una victoria en campo abierto sobre las tropas francesas.
Por segunda vez, el príncipe Luis irrumpe en el Mediodía de Francia: esta vez, su padre no ha puesto ninguna dificultad para que tome la cruz. Lleva consigo a veinte obispos, treinta condes, seiscientos caballeros y diez mil arqueros, un temible ejército que en principio debería haber asustado a unas poblaciones ya extenuadas por diez años de guerra. Se une a las tropas de Amaury de Montfort delante de Marmanda y toma la ciudad, en la que tiene lugar una horrible matanza: la guarnición y su jefe Centolh, conde de Astarac, se salvan —pretenden cambiarlos por prisioneros franceses— pero, acto seguido los vencedores se ensañan con la población civil:
… corren hacia la ciudad con armas afiladas y, una vez dentro, comienza la masacre y la terrible carnicería. Los barones, las damas, los niños, los hombres, las mujeres, despojados y desnudos, son pasados a cuchillo. La carne, la sangre, los sesos, los torsos, los miembros, los cuerpos descuartizados y perforados, los hígados, los corazones, despedazados, rotos, gimen por las plazas, como si se hubieran precipitado en una espesa lluvia. La tierra, el suelo, la ribera, se tiñen de rojo con la sangre derramada. No queda ni un solo hombre o mujer, ni joven ni viejo: ninguna criatura puede escapar, a menos que se haya escondido. La ciudad es destruida y el fuego se apodera de ella.
El autor de la Cansó considera que la mayoría de la población de la ciudad fue asesinada. Guillaume le Breton reconoce, por su parte, que en Marmanda se mató «a todos los burgueses con sus mujeres y sus hijos, a todos los habitantes hasta el número de 5000».
Algunos han visto en esa masacre, ejecutada a sangre fría —puesto que fue precedida por una larga deliberación a propósito de la suerte de la guarnición—, un efecto de la cólera de Amaury, deseoso de vengar a su padre. Sin embargo, lo más probable es que se tratase de una repetición consciente de la masacre de Besièrs que, aterrorizando a las poblaciones, había dado tan buenos resultados. Resulta bastante singular ver a obispos y barones discutiendo sobre el «deshonor» que atraerían sobre sí mismos si daban muerte a los soldados y después dejaban ir a sus tropas contra unos burgueses indefensos y contra mujeres y niños. Da la impresión, más para los caballeros del norte que para los del sur, de que los burgueses fueran unos seres de raza inferior y que matarlos apenas tendría consecuencias. El piadoso príncipe Luis no hizo nada para impedir aquella odiosa maniobra de intimidación, pero, por su parte, los pueblos del Languedoc, curtidos por diez años de cruzadas, se guardaron mucho de responder a la ofensiva con capitulaciones en masa —como hicieron después de Besièrs. Hacía ya mucho tiempo que esas tierras estaban acostumbradas al terror.
Cuando, después de dicha hazaña sangrante, el ejército real marchó sobre Tolosa, encontró una ciudad fortificada y organizada para la defensa. Raimundo VII se había encerrado en ella con mil caballeros. Ante el peligro, hizo un llamamiento al pueblo y ordenó exponer bajo la bóveda de la catedral las reliquias de san Exuperio; por tercera vez, el pueblo de Tolosa se preparaba para un asedio con gran entusiasmo.
Sin embargo, el sitio, iniciado el día 16 de junio de 1219, fue levantado el primero de agosto; el gran ejército del príncipe Luis, tras haber cercado y aislado la ciudad por completo y haber efectuado numerosos asaltos, constató que los sitiados no estaban decididos a capitular en modo alguno. Venido allí para sembrar el temor debido al prestigio del poder real, el príncipe comprendió que tenía que habérselas con un poderoso adversario y prefirió, como ya habían hecho las tropas de los cruzados en los primeros años de la guerra, dejar que Amaury de Montfort permaneciera por su cuenta y riesgo en el Languedoc. De este modo, apenas terminada su cuarentena, Luis levantó el sitio, abandonando sus máquinas de guerra.
Esa brusca marcha sorprendió a sus contemporáneos, que la atribuyeron a una traición de los caballeros franceses, o a un acuerdo secreto entre el príncipe y Raimundo VII, o incluso a un pérfido cálculo de Luis, quien, ansiando las tierras de Tolosa para sí mismo, no tenía interés alguno en reconquistarlo en provecho de Amaury. En cualquier caso, era la corona francesa la que sufría, por culpa de aquel nuevo triunfo de Tolosa, un estrepitoso fracaso. Por consiguiente, la gloria del joven conde se iba acrecentando y entonces era ya la nobleza del sur la que daba caza a los barones del norte instalados en sus tierras, les desposeía de sus dominios y les retiraba los títulos que habían usurpado.
Aquellos barones, que Simón de Montfort había situado en los castillos y plazas fuertes conquistados para garantizarse su fidelidad, no eran —así hay que pensarlo al menos— unos servidores celosos de la fe, pues el católico Guilhem de Puèglaurenç los describe de esta manera: «En resumen, uno no debe ni puede contar a qué infamias se abandonaban [los servidores de Dios]; la mayoría tenía concubinas y las mantenía públicamente; raptaban a la fuerza a las mujeres de los demás y cometían tales fechorías y otras semejantes con toda impudicia. En cualquier caso, está claro que no actuaban así de acuerdo con el espíritu que les había conducido hasta allí, sino que el final no se correspondía con el principio». Dos caballeros, los hermanos Foucaut y Jean de Berzy —a quienes, según la Cansó, Amaury y el príncipe Luis tenían en tan alta estima que perdonaron a la guarnición de Marmanda para poderlos poner en libertad—, eran unos auténticos bandidos, conocidos por su avaricia y por su crueldad al mismo tiempo: Guilhem de Puèglaurenç afirma que mataban a todos los prisioneros que no podían pagarles cien sueldos de oro —una suma exorbitante— y que en una ocasión obligaron a un padre a colgar a su propio hijo. Hechos prisioneros por Raimundo VII, fueron decapitados."
Zoé Oldenbourg
La hoguera de Montsegur
"La carne de ganado doméstico no se comía, con excepción de la de cerdo y la de corral, pero los nobles, grandes comedores de carne, traían de sus incursiones por el bosque hecatombes de perdices, urogallos, liebres y corzos. El oso, el ciervo y el jabalí muertos se llevaban en triunfo y, en las vigilias de los grandes banquetes, los pájaros pequeños, como codornices y tordos, muertos a centenares, se sacaban de los morrales y se amontonaban ensangrentados por los suelos de las cocinas, En las cocinas reinaba un olor a sangre, a pieles recién desolladas y a humo de carnes asadas que se juntaba con el olor de los perros, de los halcones de caza y de la gente."
Zoé Oldenbourg
Las Cruzadas
Tomado del libro de Jesús Callejo, Misterios de la Edad Media, página 12
"Las masacres corno la de Béziers son sumamente raras; nos vemos obliga dos a aceptar la idea de que hasta la crueldad humana tiene límites. Incluso entre las peores atrocidades que la historia tiene para mostrar a lo largo de los siglos, las masacres de este tipo destacan como algo excepcional y, sin embargo, es la cabeza de una de las principales órdenes monásticas de la cristiandad católica la que tiene el honor de ser responsable (y encima cuando estaba llevando a cabo una «guerra santa») de tan monstruosa excepción a las normas de la guerra. Deberíamos estar alerta para no subestimar la importancia de este hecho."
Zoé Oldenbourg
Tomada del libro de Robert Bauval y Graham Hancock, Talismán, ciudades sagradas, una fe secreta, página 54
"No es fácil encontrar trabajo en una ciudad extranjera sobre todo si no hay empleo para vuestro oficio.
En Antioquía había desde luego fábricas de tejidos, pero aquel año escaseaban la lana y el cáñamo, los telares se habían medio quemado en un incendio, los patrones instalados de nuevo eran más duros que los turcos, no querían pagar so pretexto de que se habían arruinado y que los obreros celtas, como ellos decían, estaban acostumbrados a otros telares y hacían un tejido muy suelto, por eso los pocos tejedores que habían encontrado trabajo dejaron los telares al cabo de quince días, decidiendo entre ellos no volver a trabajar nunca más para los armenios; en este país el obrero era tratado peor que un prisionero de guerra. Si los sirios aceptaban esa clase de trabajo, allá ellos. A los peones que descargaban sacos de arena o preparaban la madera para los andamios, les pegaban tres denarios al día, además de la comida del mediodía.
He aquí lo que anunciaban los pregoneros del señor obispo Adhemar: que no era justo irse de la ciudad dejándola como una porqueriza, teniendo en cuenta que era una ciudad noble, santa y cristiana, y que los cristianos debían reparar los daños causados por el asedio y reconstruir las iglesias estropeadas por los turcos y reforzar las murallas. Para que las gentes del país no puedan decir que el remedio es peor que la enfermedad y los cristianos católicos peores que los paganos.
Y que para ponerse en camino hacia Jerusalén el ejército debía equiparse de nuevo, que debían llegar refuerzos y armas y caballos por el puerto de San Simeón, y que los piadosos peregrinos debían tener paciencia, pues sabían muy bien que sin la ayuda de la caballería les ocurriría lo mismo que a las gentes caídas ante Nicea.
Saberlo, sí que lo sabían. Pasaba una semana, después otra, después un mes entero. Alrededor de los barrios de los comerciantes había unas cadenas tendidas en las calles y guardias armados, los griegos y los armenios se atrincheraban en sus casas, en la ciudad el soldado era rey."
Zoé Oldenbourg
La alegría de los pobres
"Viendo que empezaba a enfadarse, Aalais hundió la cabeza en la almohada y se puso a llorar amargamente. Se hallaba aún tan débil, había sufrido tanto, había creído morir, y él no hallaba cosa mejor que venir a hacerle reproches.
De repente, el barón se enterneció e intentó persuadirla por la dulzura. Ciertamente, no quería entristecerla; sobre todo después del difícil parto reciente. Lo que él deseaba era el bien de su esposa. Ella era mujer, no podía comprender ciertas cosas; el amor al hijo la cegaba; no veía que ese niño no iba a causarle más que penas; y era mejor ahorrárselas desde ahora. En diez u once meses tendría otro, hermoso y bien formado; y esta vez sí que no le dejaría cometer imprudencia alguna. Pero a Aalais no le interesaba ese otro hijo: tenía a su lado, en la cuna, a Guillaume de Linnières, de la sangre de Joceran y de Gui de Marseint, su propia sangre y carne desde hacía meses; en comparación con eso, la belleza o la fealdad del niño no tenían importancia alguna.
Y al ver que su marido se mantenía en su idea, cambió de táctica y declaró que estaba dispuesta a obedecer; no pedía más que unos días de plazo; el tiempo de reponerse un poco, porque no quería que la leche se agriara en su pecho. Ansiau, bastante confuso por haberla hecho llorar, consintió y prometió no hacer nada sin que la dama lo supiera. Y Aalais esperaba que, con el tiempo, el barón se acostumbraría al niño y comenzaría a amarlo.
Decir que Ansiau no amara a este hijo no hubiera sido exacto. Su benevolencia abarcaba cuanto pudiera pertenecerle, de la manera que fuese, desde su señor a sus perros. Herbert de Linnières, su segundo hijo, nacido de noble dama y bien constituido, tenía indiscutibles derechos a su afecto. Y al observar de cerca al niño, sentíase forzado a decir: será buen caballero. Y aun excelente caballero. No había más que ver la seguridad con que el niño tiraba y daba en el objetivo al primer golpe, sin pestañear, sin alterarse, sin perder tiempo en apuntar. Un excelente caballero —pensaba otra vez el padre—, notando la dureza de las infantiles manos, un poco regordetas, que apretaban las riendas y dirigían los movimientos del caballo; expertas como manos de hombre. Pero cada vez que se lo decía a sí mismo, Ansiau experimentaba como una tristeza, unos celos inconfesados: Dios, para ser justo, hubiera debido conceder al mayor de sus hijos —Ansiet— esa puntería segura y esos brazos vigorosos, con los que el menor nada tenía que hacer: la casa de Linnières nunca se aprovecharía de ellos.
El niño era como una espina clavada en la carne de Ansiau. En ocasiones no conseguía dominar la irritación que experimentaba y le golpeaba con dureza. Creíase en el derecho de hacerlo, puesto que se trataba de su carne y sangre. El niño tenía precisamente los defectos que él más detestaba: se echaba por tierra por una magulladura o por un cólico; y cólicos los tenía todos los días porque se hartaba de manzanas y de golosinas hasta reventar. Sobrio por naturaleza y por costumbre, Ansiau no comprendía que se pudiera ser glotón. Llamaba a su hijo puerco y perro y Herbert apenas oía otros epítetos de labios de su padre. Y se acostumbró a ellos rápidamente.
A Herbert le había tocado en desgracia un desastroso parecido con su tío Baudouin. Según Aalais, era eso lo que le dañaba en el ánimo de su padre. Una especie de muda complicidad existía entre madre e hijo, porque Aalais sentíase en cierto modo culpable de haber dado demasiado de su propia sangre a aquel muchacho. Tras alguna travesura no muy grave, el niño acudía a esconderse bajo el asiento de su madre, entre sus faldas; y cuando se le prohibía comer, ella le llevaba a hurtadillas pan y queso. Herbert ni siquiera le daba las gracias."
Zoé Oldenbourg
Barro y cenizas
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