A la luna

Quédate, ¡oh luna!, plácida, argentada,
queda con tus encantos, tu luz pura,
yo ocultaré mi vida abandonada
entre las sombras de la noche oscura.

Y si alumbra tu luz, pálida y triste,
a la hermosa que amé sin esperanza,
dila que el llanto que en mis ojos viste,
nadie en el mundo a disipar alcanza.

Ahora, tal vez risueña y afanosa
te contempla al vagar entre las flores,
o a su amante esperando cariñosa
se aduerme en sueños de ilusión y amores.

Yo adoré a esa mujer, pura violeta
que brotó entre la lava de este suelo;
más pura que el ensueño de un poeta,
traslado de los ángeles del cielo.

Dulce suspiro de inocente niño,
ángel de amor que por amor delira,
plácida virgen del primer cariño,
flor que perfuma y perfumando expira.

Contémplala feliz, luna querida
al dulce lazo del placer sujeta,
que yo tranquilo cruzaré la vida
con mi llanto y miseria de poeta.

Dila que su recuerdo en mi memoria
por siempre existirá, solo, profundo,
ya me acaricie un porvenir de gloria
o ya cruce mendigo por el mundo.

Y al dejar de la vida la ribera,
cuando cansado de llorar, sucumba,
alumbra ¡oh luna! por la vez postrera
las olvidadas flores de mi tumba.

Juan Díaz Covarrubias


Discurso Cívico

Si pudo
mi corazón, sin compasión, sin ira
tus lágrimas oír, ¡ah!, que negado
eternamente a la virtud me vea,
y bárbaro y malvado,
cual los que así te destrozaron sea.

Quintana


¿De qué manera corresponder al llamamiento de la patria? ¿Cómo hacerme digno de la confianza que hoy el pueblo deposita en mí? Yo quisiera al presentarme en este sitio, donde el sentimiento popular me coloca, traer algo más que mis esperanzas de mexicano y mis creencias de joven. Yo quisiera ser uno de esos hombres de genio, cuyas palabras, semejantes a los rayos de luna que se cuelgan sobre la extensión de un cementerio, iluminando blandamente la oscuridad del mismo sepulcro, derrama las luces del consuelo, de la esperanza y de la fe en el corazón de los pueblos. Pero yo en esta noche, aniversario glorioso, sólo podré recordar al pueblo mi hermano los pasados días de nuestras victorias, juntos levantaremos una plegaria, plegaria tierna como del alma, a la memoria de nuestros muertos héroes, ya que juntos guardamos en el rincón más recóndito de ella las reminiscencias de días de triunfos, perdidos en la noche de los tiempos. Porque ¿en qué corazón de patriota, no encuentran un eco los nombres de esos héroes? Porque ¿qué mexicano no vive con la vida de sus recuerdos?

Era el año de 1810: habían transcurrido tres siglos desde que Anáhuac, la perla más preciosa del mar de Colón, había ido a adornar el florón de la corona de Castilla. Ruinas, ¡ay!, ruinas morales quedaban de la nacionalidad de los aztecas; ya no la alegría de la libertad, sino el silencio de la esclavitud, ¡triste y espantador silencio sólo interrumpido de cuando en cuando por el sofocado gemido de la pesadumbre del esclavo! La diferencia inmensa de riquezas, estableciendo una diferencia espantosa...

Juan Díaz Covarrubias
Pronunciado en la ciudad de Tlalpan la noche del 15 de septiembre de 1857



Epitafio en la tumba de...

Ayes, suspiros, lágrimas, pasiones,
que al pasar por el mundo sollozando,
mi existencia fugaz fuisteis llenando
de sentidas y amargas decepciones.

Dichas, sonrisas, dulces ilusiones,
horas de amor en que viví soñando,
¡cuan triste realidad estáis mirando
de mi tumba en las lóbregas regiones!...

Adiós tristes memorias de otros días
desvanecidas ya de mi memoria,
alegres, cuanto locas fantasías...

Adiós llanto y tristeza de la gloria,
mis cenizas ajadas y sombrías
espejo son de mi infeliz historia.

Juan Díaz Covarrubias


"Era una de esas miradas húmedas, vagas, silenciosas, que resultan de la dilatación de la pupila. La nariz, es decir, el órgano que menos se puede poetizar, era recta y fina, la boca carmina y pequeñita, y cuando se entreabría formando una sonrisa de una triste dulzura y dejando ver los dientes, a nada se podría comparar con más exactitud que a una conchita llena de perlas. Reposaba aquella cabeza sobre un cuello blanquísimo, graciosamente inclinado sobre una estatura ni demasiado alta ni demasiado pequeña, pero exquisitamente delicada como el tallo de una sensitiva. Había una cosa que llamaba más la atención, y era la dulce expresión de aquella fisonomía pensadora y rêveuse, como si la joven acostumbrara a menudo sumergirse en esos éxtasis en que el alma desprendiéndose de la cárcel del cuerpo, se lanza a las etéreas regiones del espiritualismo. Los tales éxtasis son en verdad una enfermedad como cualquier otra, y muy peligrosa y por cierto, sobre todo para las jóvenes de dieciocho años, enfermedad que ataca su alma, e imprime a su rostro un triste y particular sello de melancolía. Un francés al ver a aquella joven hubiera exclamado con entusiasmo: ¡Oh! c’est une vièrge. Un inglés habría dicho muy serio y sin que se contrajese un solo músculo de su cara: Indeed is the most beatiful woman that I have seen. Un italiano la habría llamado Sorella degli angele, y un alemán Himels tochler. En cuanto a un ruso, habría proferido algunas palabras acabadas en off o en owsky. Nosotros únicamente lo que decimos es que era muy hermosa. Vestía un traje riquísimo de gros moirè azul claro, y por un alfiler de brillantes se prendía a sus suaves cabellos una mantilla negra de finísima blonda, sus manos pequeñas y delgadas se encerraban en unos guantes de Jouvin color de paja, y el libro de oraciones en que leía, era de marfil con incrustados de oro. Y aunque decimos que leía, esto no impedía el que usando de ese privilegio que tienen todas las mujeres de ver mejor con el rabo del ojo que de frente, observase sin apartar la vista del libro a un joven que a dos varas de ella se reclinaba ligeramente sobre la reja de la capilla. Era un joven de veintitrés años, muy pálido, con cabello y finos bigotes castaños, ligeramente rizados, con una frente convexa y ancha, como la suelen tener los poetas y los hombres de genio, con unos ojos de color azul oscuro, y una fisonomía en general llena de distinción y varonil hermosura. Su estatura era fina y esbelta. Estaba vestido con exquisita elegancia, y con una de sus manos pulidamente enguantadas tenía un ligero bastón con puño de oro. Sus ojos no se separaban de la joven, que a veces cuando estaba segura de no ser vista por su admirador, levantaba tímidamente los suyos y le lanzaba una mirada rápida y disimulada."

Juan Díaz Covarrubias
El diablo en México


Fragmentos

¡Ay del triste que vio desvanecerse
la ilusión que soñaba su esperanza!
¡Quiso tocarla y la miró perderse
en las brumas de obscura lontananza!

Triste de aquel que en su brillante gloria
juguete fue del fugitivo viento,
y contempla un martirio en su memoria
y un torcedor en su mismo pensamiento.

Triste de aquel que vive en el pasado
mirando en su pesar desvanecida
la ilusión del amor, manto gastado
que engalana la momia de la vida.

Triste de aquel que en su marchito seno
sintió llevar el cáliz de la duda,
bebiendo gota a gota ese veneno
que, le dejó la realidad desnuda,
al suave arrullo de la brisa ufana;
de esa que fuera tan brillante un día
ni hojas, siquiera quedarán: mañana.

Mas oye, corazón, basta de llanto,
guarda la miel de tu dolor profundo,
que la queja total de tu quebranto
ni la comprende ni la escucha el mundo.

¿No sabes que las quejas que se lanzan
en medio de la noche silenciosa,
nunca otro seno a conmover alcanzan
y se pierden en la aura vagarosa?

Lo sabes, corazón; forja otra historia,
sin las gratas venturas que he sentido,
Yo no quiero esperanzas, ni memoria,
yo no quiero recuerdos, ¡quiero olvido!

Juan Díaz Covarrubias







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