A la muerte de mi amigo

¿Por qué, el aire surcando,
dilatándose del bronce los sonidos;
y sin cesar vibrando
llegan a mis oídos
profundos y tristísimos gemidos?

¿Por qué de muerte el canto
en torno de ese féretro resuena?
¿Por qué el fúnebre llanto?
¿Por qué la amarga pena,
los cirios, y el clamor que el aire llena?

Te miro ante mis ojos
postrado sin aliento, amigo mío;
y sobre tus despojos
su manto negro y frío
tiende la muerte con placer impío.

Y en alas de querubes,
envuelta tu alma en esplendente velo,
y entre rosadas nubes
deja el impuro suelo,
y blandamente se remonta al cielo.

¡Oh, quién te acompañara!,
y ese mundo feliz que habitas hora
contigo disfrutara,
y la paz seductora
que, sin turbarse, en él eterno mora.

En mi patria no viera
sangre correr por la ciudad y llanos,
y que entre rabia fiera
hermanos con hermanos
hasta hundirse el puñal pugnan insanos.

Ni viera la perfidia
de nación, que risueña nos abraza,
y bramando de envidia
luego nos amenaza
y en su mente infernal nos despedaza.

Ni viera hombres malvados,
que sin temer de Dios el alto juicio,
de la ambición guiados
y el deshonroso vicio,
despeñan mi nación al precipicio.

Ni con feroz despecho
la miseria, elevándose espantosa,
cerrar contra su pecho
la humanidad quejosa
y devorar sus lágrimas ansiosa.

Y el luto y exterminio,
en pos del hambre descarnada y yerta,
extender su dominio
sobre su tierra muerta,
y a la peste letal abrir la puerta.
Feliz mi caro amigo,
feliz mil veces tú, que ya en el mundo
el dolor enemigo
con brazo furibundo
no rompe tus entrañas iracundo.

Dichoso tú, que vives
entre el gozo, la paz, la bienandanza
y no, cual yo, recibes
de amor sin esperanza
zozobras y martirios sin mudanza.

Y no sientes el yugo
de la suerte pesar sobre tu cuello,
ni el hombre es tu verdugo,
ni con ansia un destello
buscas de la verdad, sin poder vello.

Cuando el mundo habitabas,
con la voz de amistad consoladora
las penas aliviabas
de tu amigo, que ahora
hundido en e1 pesar tu ausencia llora.

A1 escuchar tus cantos,
do la razón brillaba y la poesía,
celestiales encantos
mi corazón sentía,
y en su mismo dolor se adormecía.

Si a tu alma por ventura
le es permitido descender al suelo,
cuando la noche oscura
me traiga el desconsuelo
ven a elevar mi pensamiento al cielo.

De mi agitado sueño
las escenas de horror benigno ahuyenta;
la imagen de mi dueño
en vez de ellas presenta,
y haz que tu grata voz mi oído sienta.

Ignacio Rodríguez Galván



Adiós, oh patria mía

A mis amigos de México

Alegre el marinero
en voz pausada canta,
y el ancla ya levanta
con extraño rumor.

De la cadena al ruido
me agita pena impía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

El barco suavemente
se inclina y se remece,
y luego se estremece
a impulso del vapor.

Las ruedas son cascadas
de blanca argentería.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

Sentado yo en la popa
contemplo el mar inmenso,
y en mi desdicha pienso
y en mi tenaz dolor.

A ti mi suerte entrego,
a ti, Virgen María.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

De fuego ardiente globo
en las aguas se oculta:
una onda lo sepulta
rodando con furor.

Rugiendo el mar anuncia
que muere el rey del día.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

Las olas, que se mecen
como el niño en su cuna,
retratan de la luna
el rostro seductor.

Gime la brisa triste
cual hombre en agonía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

Del astro de la noche
un rayo blandamente
resbala por mi frente
rugada de dolor.

Así como hoy la luna,
en México lucía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

¡En México!... ¡Oh memoria!...
¿Cuándo tu rico suelo
y a tu azulado cielo
veré, triste cantor?

Sin ti, cólera y tedio
me causa la alegría.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

Pienso que en tu recinto
hay quien por mí suspire,
quien al oriente mire
buscando a su amador.

Mi pecho hondos gemidos
a la brisa confía.
Adiós, oh patria mía,
adiós, tierra de amor.

Ignacio Rodríguez Galván
A bordo del paquete-vapor Teviot, navegando de la baliza de Nueva Orleáns a La Habana. Domingo 12 de junio de 1842.





Al baile del señor presidente

Bailad mientras que llora
el pueblo dolorido,
bailad hasta la aurora
al compás del gemido
que a vuestra puerta el huérfano
hambriento lanzará.
¡Bailad! ¡Bailad!

Desnudez, ignorancia
a nuestra prole afrenta,
orgullo y arrogancia
con altivez ostenta,
y embrutece su espíritu
torpe inmoralidad.
¡Bailad! ¡Bailad!

Las escuelas inunda
turba ignorante y fútil,
que a su grandeza funda
en vedarnos lo útil,
y nos conduce hipócrita
por la senda del mal.
¡Bailad! ¡Bailad!

Soldados sin decoro
y sin saber nos celan,
adonde dan más oro
allá rápidos vuelan:
en la batalla tórtolas,
buitres en la ciudad.
¡Bailad! ¡Bailad!

Ya por Tejas avanza
el invasor astuto:
su grito de venganza
anuncia triste luto
a la infeliz república
que al abismo arrastráis.
¡Bailad! ¡Bailad!

El bárbaro ya en masa
por nuestros campos entra,
a fuego y sangre arrasa
cuanto a su paso encuentra,
deshonra nuestras vírgenes,
nos asesina audaz.
¡Bailad! ¡Bailad!

Europa se aprovecha
de nuestra inculta vida,
cual tigre nos acecha
con la garra tendida,
y nuestra ruina próxima
ya celebrando está.
¡Bailad! ¡Bailad!

Bailad, oh, campeones,
hasta la luz vecina,
al son de los cañones
de Tolemaida y China,
y de Argel a la pérdida
veinte copas vaciad.
¡Bailad! ¡Bailad!

Vuestro cantor en tanto
de miedo henchido el pecho
se vuelve en negro manto
en lágrimas deshecho
y prepara de México
el himno funeral.
¡Bailad! ¡Bailad!

Ignacio Rodríguez Galván





La gota de hiel

¡Jehovah! ¡Jehovah, tu cólera me agobia!
¿Por qué la copa del martirio llenas?
Cansado está mi corazón de penas.
Basta, basta, Señor.
Hierve incendiada por el sol de Cuba
mi sangre toda y de cansancio expiro,
busco la noche, y en el lecho aspiro
fuego devorador.

¡Ay, la fatiga me adormece en vano!
Hondo sopor de mi alma se apodera
¡y siéntanse a mi pobre cabecera
la miseria, el dolor!
Roncos gemidos que mi pecho lanza
tristes heraldos son de mis pesares,
y a mi mente descienden a millares
fantasmas de terror.

¡Es terrible tu cólera, terrible!
Jehovah, suspende tu venganza fiera
o dame fuerzas, oh Señor, siquiera
para tanto sufrir.
Incierta vaga mi extraviada mente,
busco y no encuentro la perdida ruta,
sólo descubro tenebrosa gruta
donde acaba el vivir.

Yo sé, Señor, que existes, que eres justo,
que está a tu vista el libro del destino,
y que vigilas el triunfal camino
del hombre pecador.
Era tu voz la que en el mar tronaba
al ocultarse el sol en occidente,
cuando una ola rodaba tristemente
con extraño fragor.

Era tu voz y la escuché temblando.
Calmóse un tanto mi tenaz dolencia
y adoré tu divina omnipotencia
como cristiano fiel.
¡Ay, tú me ves, Señor! Mi triste pecho
cual moribunda lámpara vacila,
y en él la suerte sin cesar destila
una gota de hiel.

Ignacio Rodríguez Galván










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