"Ahora los herederos de Franco, los nietos del régimen, están en el poder, ­como refleja muy bien ese chiste que circula por Internet. Resulta que Franco resucita y se encuentra con el guardián del Valle de los Caídos y le pregunta cómo está España. El otro responde que las cosas van muy bien, que gobierna Aznar; y Franco le dice: ¡qué gran periodista!, y el guardián contesta: no, ese no, su nieto, y así va preguntando por casi todos los altos ­cargos del gobierno, y siempre es el hijo o el nieto de los políticos de la dicta­dura, y termina preguntando por Galicia; allí (le dice el guardián) está el presidente Fraga, a lo que Franco pregunta: ¿su nieto?; No, éste es el mismo. Total, que ahora se han crecido y vamos a ver qué hará Aznar porque ha prometido no volver a presentarse. Igual sueña con algún cargo europeo, o con que el pueblo español le pida que no se marche porque él es quien consigue que España no se disgregue. Porque a Aznar le interesa el españolismo, es ­como aquella frase de Franco: Antes una España rota que roja, y ellos deben decir lo mismo aunque al revés, lo que sea menos rota. La verdad es que a Cataluña y al País Vasco no los ha entendido nunca nadie, ni los propios intelectuales, a pesar del empeño que pusieron, desde Julián Marías al mismo Unamuno, pasando por Ortega y Gasset o Joaquín Ruiz Jiménez. No acaban de entender muchas cosas, como por ejemplo que la bandera catalana es anterior a la española, que Cataluña era una nación antes que lo fuera España, porque ­esta última es un conjunto de bodas y alianzas."

Francisco Candel
Donde la ciudad cambia su nombre


“¿Cree usted en Dios?. - Me siento agnóstico. Creo que creo que no creo. Sin admitir la existencia de Dios en el sentido clásico se hace difícil la creencia de sobrevivir a la muerte”. "no soy religioso y es una pena sería fabuloso eso del Juicio Final con un Dios mejestuoso ante mí, pesando mis acciones, escuchando mi confesión. De verdad que ya me gustaría, ya."

Francisco Candel Tortajada, también conocido como Paco Candel



"Es necesario recuperar la memoria histórica de la guerra civil y la dictadura."

Francisco Candel


"Mi padre llegó a Barcelona hacia 1926, cuando se estaban haciendo las obras para la Exposición Universal de 1929 y el metro transversal, y enseguida ­encontró trabajo como picapedrero en la cantera del Morrot.
El hombre estaba muy contento porque pensaba que se jubilaría allí con la paga entera, pero llegó la guerra y perdió la República, fue castigado y ­expulsado sin derecho a nada. Después de establecerse él, como se suele ­hacer en estos casos, vinimos mi madre y yo, que apenas tendría un año, y vivimos en una barraca que había comprado, muy agradable, con su huerto, una enredadera y una glorieta, nada que ver con las barracas que se hicieron después con la segunda y tercera oleada de inmigración en Cataluña.
Tardé un tiempo en considerarme catalán porque había vivido siempre en la Zona Franca, antes Can Tunis, que era un conjunto de barrios donde estaban por un lado los menestrales y, por el otro, las casas baratas donde vivían los xarnegos1. En esa época Cataluña era para mí ese barrio, no es que no me considerara catalán, es que ni siquiera me lo planteaba. Sin embargo, seis o siete años después de acabada la guerra, cuando hice el servicio militar, me ­encontré con unos sargentos con aire de conquistadores que, por el hecho de ser de Barcelona, además de sacudirnos a tortas, nos insultaban llamán­donos constantemente rojos separatistas.
Lo de rojo lo admitía porque, aunque niños, en un barrio como el mío todos éramos anarquistas o ugetistas2, pero lo de separatista no lo entendía. Pero ya que insistían tanto, pensé que por qué no, así que mi independentismo nace como reacción al maltrato que recibí en la mili."

Francisco Candel



"Nunca he tenido vocación política, llegué a ese mundo porque era escritor, y si no hubiera insistido en mis libros sobre determinados temas, no creo que hubiera llegado al Senado. Pero escribí Els altres catalans, un libro sobre la inmigración que marcó mi vida, y que es mi cruz y mi gloria. Antes había escrito Donde la ciudad cambia su nombre, que lleva ya veinticuatro ediciones, sobre la Barcelona proletaria. Supongo que si en esa época hubiera querido ser un líder de la inmigración no me habría costado demasiado. Fui consciente de ello cuando se empiezan a hacer las listas para ir al Senado y mi nombre aparece en los periódicos al lado de otros líderes políticos."

Francisco Candel


PREPÁRATE, QUE VIENE LA VEJEZ

Sí, la vejez llega, inexorable, a no ser que desapa­rezcas traumáticamente o engullido por el desenlace mortal de una enfermedad. A la vejez se la teme co­mo a la muerte. Por expresiones normales y corrien­tes de tu prójimo, ves que se teme más a la vejez que a esta muerte. Siempre se afirma no tener miedo a morir, pero sí tenerlo al dolor, a la enfermedad, a la ''vejez''. Vejez es sinónimo de dolor enfermedad, y no debiera ser así. Vejez es sinónimo de miseria, po­breza y desvalidez, y no debiera ser así. No estamos preparados para la vejez. Nadie cree que la vejez sea una etapa normal y comente en la vida del hombre como lo es la niñez, la adolescencia, la juventud y la madurez. Si estas frases pueden ser etapas plenas ' —en todas ellas hay también el desequilibrio y los gajes del oficio de vivir— la vejez tiene motivos so­brados para serlo más. El conocimiento sereno de la vida puede ayudar en ello. Pero estoy divagando de­masiado y en un prólogo no se puede divagar. Que­ría decir, con esta entradilla, que durante las etapas anteriores a la vejez se rechaza esta faceta en los tér­minos como de algo que no va contigo, sino que es cosa de otros. Parece como que la vejez no llegará para ti. Y llegará. Que lo digan, sino, los viejos que ahora lean esto, si lo leen. Prepárate, que viene la vejez.
Igualmente es cierto que lo contradictorio, lo que choca, lo que se da de bofetadas entre sí, es que tú puedes estar preparado para la vejez —hay argu­mentos suficientes para conseguirlo, en el libro se encontrarán muchos de ellos—; preparado para con­siderar la vejez como un capítulo más que leer  en esta novela que es la vida, un capítulo tan interesante y tan vitalista como los anteriores, cortando el rollo fatalista que cuelgan todos a ese momento de la edad del hombre, catalogándolo como etapa final, como de que después de ella viene inexorablemente la muerte, puesto que no se muere de viejo, sino por equivocación, por este trauma accidental o esa enfer­medad que pudo segar tu niñez, juventud o madu­rez, impidiéndote llegar a viejo, son los mismos ene­migos que interrumpen siempre tu vejez, no deján­dote morir de viejo, sino de incidente patológico. La Celestina, vieja vieja y vieja sabia entre las más, dice "¿qué joven me asegura que no puede morir hoy y que viejo no puede vivir hasta mañana?". O sea, aquellos que veníamos diciendo, ya que la divaga­ción nos hizo interrumpir la frase, tú puedes estar preparado para la vejez, pero la sociedad de el entor­no que te conforma, no.
Y tú puedes pensar que la vejez para tino es proble­ma, pero la sociedad, del modo que está montada, dice que sí, y es entonces cuando te traspasa a ti la angustia de esa vejez que tú soportas pero que la so­ciedad no quiere soportar. Y veamos si nos explica­mos.
El libro que a continuación leeréis es un libro so­bre viejos escrito por un joven. Esto, en sí, ya es una primera sorpresa, pero una sorpresa agradable. Este hombre joven se llama Gutiérrez Álvarez. Yo no sé mucho más de él, excepto lo que se adivina en el libro: sus ansias de justicia reivindicativa en torno a esta clase social que son los viejos, que ha tomado partido por ellos y que lucha codo a codo a su lado en sus causas perdidas. !Chapeau¡. Porque la verdad sea dicha, no es está la actitud de los jóvenes mía de las demás personas, sino todo lo contrario. Al viejo, todo lo más, se le tolera, pero se le da más de banda y no se le hace caso cuando intenta expresarse; siem­pre se cree que ya no toca cuando expone sus puntos de vista sobre lo que sea. De ese modo, el viejo, que por años lo más que acumulado es sabiduría y expe­riencia, se encuentra con que eso, ¡o que mejor y mayormente puede ofrecer, estas otras personas, jó­venes y no jóvenes, se lo desprecian. A cualquier otro individuo, cuando expone sus puntos de vista, si estos no satisfacen nadie le hace callar por razones de su edad. De un joven, cuando sus argumentos no convencen, lo más que se le dice es que ya cambiara, y nadie le insulta diciéndole ¡joven!, porque hemos estipulado que eso no es un insulto. De un viejo no se dice que se equivoca, sino que chochea, y se le gri­ta ¡viejo!, y eso de "viejo" es un insulto porque también lo hemos estipulado así. Se ha subjetivizado tanto en contra de ese concepto de viejo, se cree que es tan afrentoso el serlo y llamártelo que nuestra sociedad bienpensante, esa que por su estructura­ción le niega al anciano un puesto digno dentro de sus esquemas, le ha cambiado el epíteto soltándole el eufemismo de lo de la "tercera edad". No se es viejo, se está en la tercera edad. Y todos tan conten­tos, ellos y los viejos. A nuestra sociedad opulenta para los opulentos le ha faltado picardía para sacarse de la manga otro cuento semántico, el de la "cuarta edad'' que podría empezar a los 90 años. Habríamos vencido a la vejez, pero la seguirán esquilmando.
Gutiérrez Álvarez ha seleccionado trozos literarios en torno a la vejez escritos por diversos autores salpi­cando el libro con tales fragmentos. A mí me ha concedido el honor de traer a colación un trozo de mi novela Donde la ciudad cambia de nombre, aquel en que se cuenta la tragedia del tío Serrallo, un hombre que teniendo siete hijos murió en un ca­no mirando las estrellas una noche de lluvia en que no las había porque lo llevaban de una casa a otra to­dos los hermanos ya que ninguno lo quería ahora que estaba enfermo. La tragedia del tío Serrallo es asazmente archirrepetida, con esos grados de inten­sidad o con otros, no solamente entre las clases obre­ras y pobres, sino en todas, el dinero que admite más tolerancia también lleva a veces a más incom­prensión. Se produce en todos los estamentos con sus variantes acomodaticias a todo lo largo de la his­toria. Sí el tío Serrallo muere infraabandonado por esa equivocación de garantía de los padres que son los hijos en el año 1956, a la vuelta de nuestra esqui­na histórica, en las mismas similares condiciones, és­te al borde de la locura, muere el Rey Lear shakesperíano abandonado por sus hijas en el año 1605, fe­cha que nos queda ya muy lejana en la noche de los tiempos. Y esto es sólo por citar dos ejemplos. Es cierto que antaño, y en las sociedades patriarcales, el anciano gozaba de respeto y potestad y valía la pena llegar a esa etapa de la vida donde a veces conseguías la realización y prestigio que nunca habías alcanza­do, pero también es cierto que en sociedades pareci­das, el mismo anciano, al llegar su decadencia, se autoinmola e elimina como para dejar de ser un es­torbo. Pero es que hoy, con la reducción de la fami­lia por vía del urbanismo a una célula de padres e hi­jos pequeños y parad de contar, el viejo es un estor­bo continuo, un taburete cojo y anticuado con el que tropiezas por toda la casa de reducidas dimen­siones, sin saber cómo deshacerte de él, pues si lo ti­ras, qué dirán. Cuántas veces se desea la muerte del viejo para que su habitación la pueda ocupar uno de los hijos, ya que al ser estos hijos chicos y chica, dur­miendo ambos en el mismo cuarto, resulta que se es­tán haciendo mayores y qué pasará. Siempre anda­mos evitando inmoralidades a base de cometer otras inmoralidades.
Sin embargo, ¿qué es ser viejo?, ¿qué es la vejez?. Ser viejo es tener cantidad de años. La vejez es haber entrado en la senectud. La senectud es la última eta­pa de la vida que empieza a los 60 años. Eso dicen los diccionarios. Como se ve, los haremos de la edad siempre son inciertos. Lina persona, una cosa, una planta pueden tener muchos años, ser viejas por eso, pero por nada más. Ahora, lo otro, lo senil, lo casca­do, acontece en cualquier momento. Existe la senili­dad precoz. La guapa Rita Hayworth, a sus 62 años, edad en la que muchas mujeres aún dan guerra en el sentido amplio de la palabra, ha salido en los perió­dicos y otros medios de difusión, esta vez no por guapa, sino por padecer demencia presenil.
Si los diccionarios dicen que la senectud o vejez empieza a los 60 años, la Historia explica que el pro­medio de vida en la Edad de Piedra era de 15 años y el de la Época Romana de 30. ¿Cuándo se empezaba a ser viejo entonces? ¿No había vejez? Hipócrates, el Padre de la Medicina, situaba la vejez en los 56 años. Ya hemos oído hablar a los diccionarios, a la Histo­ria y a la Medicina patriarcal; oigamos a los novelis­tas, gente que dice las grandes verdades como si fue­ran mentiras. Honorato de Balzac tiene una novela que comienza diciendo: érase un viejo de 50 años. Thomas Mann siempre describe al protagonista de Muerte en Venecia como el viejo profesor de 40 años. ¡Caray!, diría mucha gente de esa edad y bas­tante más avanzada; lo dirían ciertos "play boys" de pelo blanco y las señoras maduras decoradoras de ''gigolos''.  Por eso vemos que el concepto de la ve­jez es relativo. Pero viene la ley y ésta es más inexora­ble que los diccionarios. La historia, los novelistas y la medicina. Y la ley dice que la vejez empieza a los 65 años, la edad en que se te jubila. Y aquí radica el busilis del asunto, la madre del cordero, el aquí te quería ver, escopeta, que decía no sé quién. La jubi­lación, que es una conquista social de las reivindica­ciones obreras, se ha convertido, por mor de esa clase capitalista que no te la hubiera concedido nunca, pero que se ha visto obligada a reconocerla, en una especie de calvario por la escatimación, malversación y transformación a que la han sometido. En esta so­ciedad capitalista de la oferta y la demanda sólo in­teresa el materíal humano en la medida de lo que rinde. Lo leeréis a lo largo de las páginas que vienen.
En un mundo en mutación en que las máquinas tie­nen una carrera muy corta, los hombres no deben servir demasiado: todo lo que excede de 55 años de­be ser arrumbado, dijo el doctor Leach, antropólogo de Cambridge. Parece que lo dijo irónicamente. Se te jubila por obligación, no por devoción, y se te re­compensa con escasa devoción esta obligación.
Ya habéis visto los números que se han barajado en esta escala o abaco de medidas para la vejez, de años señalando la vejez: 60, 62, 15, 30, 56, 50, 40, 65, 55... ¿Cuál es la verdadera edad de la vejez? No la hay. Jubilarse no es envejecer; jubilarse es retirarte de tu puesto en la sociedad del trabajo. Es más: jubi­larte es retirarte tu entidad, aquello que te ha acom­pañado como una calidad de tu ser junto a la identi­ficación de tu nombre.  Durante tiempo has sido bombero, camarero, delineante, empleado de esto y de ¡o otro, agente, mecánico, lo que sea!. Eras tú, tu nombre y esa profesión. En algunos casos era una profesión u oficio que para uno lo era todo.  Y de pronto, zas, ya no lo eres, ya no eres eso que has sido durante la mayor parte de tu vida. Este es el trauma más conmocionante. Perder de súbito aquellas señas de identidad que te acompañaron siempre por do­quier para convertirte en un guiñapo arrumbado. Y esto se produce por una ley, una ley que marca que a los tantos años ya eres viejo, lo quieras o no lo quie­ras, te sientas o no te sientas.
Es curioso, pero a las pocas páginas de este libro, su autor, J. Gutiérrez Álvarez, ya nos advierte que "jubilar es desechar una cosa por inútil", pero lo más curioso es que la definición no es de él, sino del simple y práctico diccionario. He consultado el dic­cionario y sí. Aparte de que jubilar es declararte exento de prestar servicio por razón de edad o impo­sibilidad física, también es eso otro, eso parece que más: desechar una cosa por inútil. Y así es. El siste­ma capitalista exprime al hombre durante los mejo­res años de su vida y le jubila cuando ya no sirve o no sirve según sus cálculos materialistas. Nada de darte otro trabajo de acuerdo con tus posibilidades, que posibilidades siempre hay, sino que te coloca fuera de circulación. Para mucha gente esto es el gran trauma de su vida. Ya no sirves, y como no sirves se te paga una limosna. Los pensionistas son una carga para el Estado. Y sin embargo, la tercera edad ha producido más de lo que recibe. De ahí, de este arrinconamiento laboral y social, que miremos la ve­jez como una enfermedad extraña e irreversible. En­vejecen más aprisa las clases trabajadoras que las burguesas.
Mientras la burguesa vieja se acicala y cuida su línea y sus arrugas y consigue seguir siendo piropeada, uno se harta de arreglar papeles, o de encarrillar y orientar para que arreglen su triste situación de abandono de la sociedad, a ''abuelas'' con menos edad que esas ''señoritas'' que les revisan tales pape­les o tienen un puesto en los patronatos de las enti­dades benéficas o caritativas.
Sólo hay un modo de prepararse para la vejez, y de no ser viejo aunque lo seas, parece que dice alguien a lo largo del libro. Resumiendo su disquisición, este modo de prepararse es vivir apasionadamente. Hoy hay unos movimientos semejantes a los juveniles, a los de los obreros, a los de los parados, a los de los militantes de partidos, a los de los grupos que recla­man un puesto en la tierra, a los movimientos políti­cos; son los movimientos que forman y están for­mando todo tipo de jubilados,  quienes reclaman unas pensiones más dignas y un trato de igualdad con el resto de la población, y más cosas, todas den­tro de unas mejoras razonables y no miserables. Es paradójico el que sea un movimiento novísimo sien­do de viejos, pero es así. Militar en ellos yo creo que será encontrar, al menos, un modo apasionante de vivir la vejez y un retorno a las ilusiones que siempre da la lucha y la esperanza. La mayor parte de este li­bro instruye sobre eso.
A mí, ahora, sólo me resta decir que el libro me ha interesado sobre manera y que he aprendido mu­chas cosas de él, entre otras a no hacerme jamás viejo ahora que voy camino de ello. De un autor que el autor no cita el nombre, me apropio de la mejor de­finición que he oído. Es viejo aquel que tiene 15 años más que yo. ¿Os imagináis? Para mí, ahora son viejas las personas que tienen 70 años. Cuando yo tenga 70, lo serán las de 85. Cuando tenga 85, las de 100. Cuando tenga cien... Porque la muerte vendrá cuando tenga que venir, como en todas las edades, pero no por acumular unos años, pues siempre ha­brá otros que los tendrán en más cantidad que tú...

Francisco Candel





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