Durante nuestra estancia en Nápoles regresamos con frecuencia a la misma cueva, en ocasiones a solas, surcando el mar bañado por el sol, y aprovechábamos cada visita para recoger más hojas. Desde entonces, siempre que las circunstancias del mundo —y el estado de mi mente— me lo han permitido, me he dedicado a descifrar estos restos sagrados. Su significado, maravilloso y elocuente, ha merecido a menudo el esfuerzo, me ha sumido en la tristeza, ha excitado mi imaginación, llevándola a sus más altas cimas, a través de la inmensidad de la naturaleza y de la mente del hombre.

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El último hombre

Mi padre era uno de esos hombres sobre quienes la naturaleza derrama con gran prodigalidad los dones del ingenio y la imaginación para dejar luego que esos vientos empujen la barca de la vida, sin poner de timonel a la razón, ni al juicio de piloto de la travesía. La oscuridad envolvía sus orígenes.

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Mi padre percibía que su caída se avecinaba, pero lejos de aprovechar esa calma final anterior a la tormenta para salvarse, se dedicaba a ignorar un mal anticipado realizando aún mayores sacrificios a la deidad del placer, árbitro engañoso y cruel de su destino.

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Su ingenio, sus bon mots , el recuerdo de sus atractivos personales, perduraron largo tiempo en las memorias y se transmitían de boca en boca. Si se preguntaba dónde se hallaba aquel paladín de la moda, aquel compañero de los nobles, aquel haz de luz superior que brillaba con esplendor ultraterreno en las reuniones de los alegres cortesanos, la respuesta era que se encontraba bajo un nubarrón, que era un hombre extraviado.

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… los habían dejado —herencia ingrata— a merced de la avara caridad de la tierra.

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Mi vida transcurría entre realidades tangibles, la suya era un sueño. De mí podría decirse incluso que amaba a mis enemigos, pues al espolearme, ellos, en cierto modo, me proporcionaban felicidad. A Perdita, en cambio, casi le desagradaban sus amigos, pues interferían en sus estados de ánimo visionarios. Todos mis sentimientos, incluso los de exultación y triunfo, se tornaban en amargura si de ellos no participaban otros. Perdita huía hacia la soledad incluso estando alegre, y podía pasar un día y otro sin expresar sus emociones ni buscar sentimientos afines a los suyos en otras mentes. Y no solo eso: era capaz de adorar el aspecto y la voz de alguna amiga y demorarse en ella con ternura, mientras su gesto expresaba la más fría de las reservas. En ella, una sensación se convertía en sentimiento, y jamás hablaba hasta que había mezclado sus percepciones de objetos externos con otros que eran creación de su mente. Era como un suelo fértil que se impregnaba de los aires y los rocíos del cielo y los devolvía a la luz transformados en frutos y flores. Pero, como el suelo, también se mostraba con frecuencia oscura y desolada, arada, sembrada una vez más con semillas invisibles.

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Todas sus virtudes derivan solo de su extracción; por ser rico lo llaman generoso; por ser poderoso, valiente; por hallarse bien servido se lo considera afable.

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«Ese es el verdadero poder —pensaba—. No ser fuerte de miembros, duro de corazón, feroz y osado, sino amable, compasivo y dulce».

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Yo había vivido en lo que generalmente se llama mundo de la realidad, y despertaba en un nuevo país para descubrir que existía un significado más profundo en todo lo que percibía, más allá de lo que mis ojos me mostraban.

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… tenía poder, pero no conocimiento

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Los jóvenes apenas se hallan en el Elíseo, pues sus deseos, que desbordan lo posible, los vuelven más pobres que un acreedor arruinado. Los filósofos más sabios nos hablan de los peligros del mundo, de los engaños de los hombres y de las traiciones de nuestro propio corazón. Pero aun así, sin temor ninguno zarpamos del puerto a bordo de nuestra frágil barca, izamos la vela y remamos, para resistir las turbulentas corrientes del mar de la vida. Qué pocos son los que, en el vigor de la juventud, varan sus naves sobre las «doradas arenas» y se dedican a recoger las conchas de colores que las salpican. Casi todos, al morir el día, con brechas en el casco y las velas rasgadas, se dirigen a la costa y naufragan antes de alcanzarla o hallan una ensenada batida por las olas, alguna playa desierta sobre la que se tienden y mueren sin que nadie les llore.

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Eso me prometí a mí mismo mientras me dirigía a mi destino con grandes expectativas: las expectativas de cumplir todo lo que, sobre poder y diversión, nos prometemos a nosotros mismos, durante la infancia, alcanzar en la madurez. Yo creía que había llegado la hora de ingresar en la vida, una vez las ocupaciones infantiles habían quedado atrás. Incluso en los Campos Elíseos, Virgilio describe las almas de los dichosos ávidas de beber de la ola que había de devolverles a su círculo mortal. Los jóvenes apenas se hallan en el Elíseo, pues sus deseos, que desbordan lo posible, los vuelven más pobres que un acreedor arruinado. Los filósofos más sabios nos hablan de los peligros del mundo, de los engaños de los hombres y de las traiciones de nuestro propio corazón. Pero aun así, sin temor ninguno zarpamos del puerto a bordo de nuestra frágil barca, izamos la vela y remamos, para resistir las turbulentas corrientes del mar de la vida. Qué pocos son los que, en el vigor de la juventud, varan sus naves sobre las «doradas arenas» y se dedican a recoger las conchas de colores que las salpican. Casi todos, al morir el día, con brechas en el casco y las velas rasgadas, se dirigen a la costa y naufragan antes de alcanzarla o hallan una ensenada batida por las olas, alguna playa desierta sobre la que se tienden y mueren sin que nadie les llore. ¡Tregua a la filosofía! La vida se extiende ante mí, y yo me apresto a tomar posesión de ella. La esperanza, la gloria, el amor y una ambición sin culpa son mis guías, y mi alma no conoce temor alguno. Lo que ha sido, por más dulce que sea, ya no es; el presente solo es bueno porque está a punto de cambiar, y lo que está por venir me pertenece por completo. ¿Temo acaso el latido de mi corazón? Altas aspiraciones hacen correr mi sangre; mis ojos parecen penetrar en la brumosa medianoche del tiempo y distinguir en las profundidades de su oscuridad el goce de todos los deseos de mi alma.

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Como dijo Goethe, en nuestra juventud no podemos ser felices a menos que amemos. Y yo no amaba. Pero me devoraba un deseo incesante de ser algo para los demás.

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Adrian, por su parte, sentía que pertenecía a un gran todo. No solo se sentía afín a la humanidad, sino a toda la naturaleza. Las montañas y el cielo eran sus amigos; los vientos y los vástagos de la tierra, sus compañeros de juegos; siendo apenas el foco de ese poderoso espejo, sentía que su vida se fundía con el universo de la existencia. Su alma era comprensión y se dedicaba a venerar la belleza y la excelencia.

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¡Felices los soñadores! —prosiguió—. ¡Que nadie los despierte!

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Hay momentos en los que nos asalta la sensación indefinible de que un cambio inminente, para mejor o para peor, va a surgir de un hecho. Y, para mejor o para peor, tememos ese cambio y evitamos el hecho.

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La gran franqueza de sus palabras le confería autoridad: todos sabían que decía la verdad, una verdad conocida, aunque no reconocida.

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… los ojos llenos de significados incomprensibles…

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Yo temía la locura, no la enfermedad.

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Libramos muchas batallas soterradas en las que no mediaban palabras y apenas nos mirábamos, pero en las que los dos pretendíamos someter al otro.

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—¡Oh, tierra feliz! ¡Oh, habitantes felices de la tierra! ¡Un gran palacio ha construido Dios para vosotros! ¡Oh, hombre! ¡Digno eres de tu morada! Contempla el verdor de la alfombra que se extiende a tus pies y el palio azul sobre tu cabeza. Los campos de la tierra que crean y nutren las cosas, el sendero de cielo que lo contiene y lo engarza todo. Y ahora, en esta hora del crepúsculo, en este momento propicio para el reposo y la reflexión, parece que todos los corazones respiran un himno de amor y agradecimiento, y nosotros, como sacerdotes antiguos en lo alto de las colinas, damos voz a su sentimiento. »Sin duda el poder más bondadoso erigió la majestuosa construcción que habitamos y redactó las leyes por las que se rige. Si la mera existencia, y no la felicidad, hubiera sido el fin último de nuestro ser, ¿qué necesidad habría habido de crear los profusos lujos de que gozamos? ¿Por qué nuestra morada habría de ser tan encantadora, y por qué los instintos naturales habrían de depararnos sensaciones placenteras? El mero sostén de nuestra maquinaria animal se nos hace agradable. Y nuestro sustento, las frutas de los campos, se pintan de tonalidades trascendentes, se impregnan de olores gratos y resultan deliciosas a nuestro gusto. ¿Por qué habría de ser así si él no fuera bueno? Necesitamos casas para guarecernos de los elementos, y ahí están los materiales que se nos proporcionan; la gran cantidad de árboles con el adorno de sus hojas. Y las rocas que se apilan sobre las llanuras confieren variedad a la tarea con su agradable irregularidad. »Nosotros no somos meramente objetos, receptáculos del Espíritu del Bien. Fijémonos en la mente del hombre, donde la sabiduría reina en su trono; donde la imaginación, pintora, toma asiento, con su pincel impregnado de unos colores más hermosos que los del atardecer, adornando la vida que le es conocida con tonos brillantes. ¡Qué noble es la imaginación, digna de quien nos la entrega! Extrae de la realidad los tonos más oscuros. Envuelve todo pensamiento y sensación en un velo radiante, y con una mano de belleza nos conduce desde los mares estériles de la vida hasta sus jardines, sus pérgolas y sus prados de dicha. ¿Y no es acaso el amor un regalo divino? El amor y su hija, la Esperanza, que puede infundir riqueza a la pobreza, fuerza a la debilidad y felicidad al sufrimiento.

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La mera existencia es un placer y yo le doy gracias a Dios por estar vivo.

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» Oh, que la muerte y el odio sean desterrados de nuestro hogar en la tierra. Que el odio, la tiranía y el miedo no hallen refugio en el corazón humano. Que todos los hombres encuentren un hermano en su prójimo y un nido de reposo en las vastas llanuras de su herencia. Que se seque la fuente de las lágrimas y que los labios no vuelvan a formar expresiones de dolor. Así dormidos bajo el ojo benevolente de los cielos, ¿puede el mal visitarte, oh, tierra? ¿O el dolor mecer en sus tumbas a tus desdichados hijos? Susurremos que no, y que los demonios lo oigan y se regocijen. La decisión es nuestra. Si lo deseamos, nuestra morada se convertirá en paraíso. Pues la voluntad del hombre es omnipotente, esquiva las flechas de la muerte, alivia el lecho de la enfermedad, seca las lágrimas de la agonía. ¿Y qué vale cada ser humano, si no aporta sus fuerzas para ayudar a su prójimo? Mi alma es una chispa menguante, mi naturaleza frágil como una ola tras romper. Pero dedico todo mi intelecto y la fuerza que me queda a una única misión y asumo la tarea, mientras pueda, de llenar de bendiciones a mis congéneres.

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Atiende, ¡oh, lector!, mientras te relato este cuento de maravillas.

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—Cómo titila la luz —dijo—, que es la vida de la estrella. Su brillo vacilante parece decirnos que su estado, como el de los que habitamos la tierra, es inconstante y frágil. Se diría que ella también teme y ama.

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… el amor es para mí como la luz de esa estrella: pues mientras siga brillando, no eclipsada por la aniquilación, yo seguiré amándote.

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Necio es el que sueña con un momento postergado.

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Tú me has amado. Yo te he adorado. Pero todos los sentimientos humanos llegan a su fin. Dejemos que expire nuestro afecto, pero no consintamos en convertirlo en desconfianza y recriminación. Hasta ahora hemos sido amigos, amantes; no nos convirtamos en enemigos, en espías mutuos. No puedo vivir siendo objeto de sospecha, y tú no puedes creerme. ¡Separémonos entonces! —¡Exacto! —exclamó Perdita—. ¡Sabía que acabaría así! ¿Acaso ya no estamos separados? ¿Acaso entre nosotros no se abre un río tan ancho como el mar, tan hondo como una sima?

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Seguiremos como siempre, un solo corazón, una sola esperanza, una sola vida.

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… se sentía lanceado, torturado, en extremo impaciente por la irrupción de la peor de las desgracias: el remordimiento.

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Ni siquiera estando sola me atrevo a pensar en lo extraviada que me hallo, por miedo a enloquecer y delatarme.

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¡Ah, Raymond! ¿No éramos felices? ¿Brillaba el sol sobre alguien que gozara de su luz con dicha más pura y más intensa? No fue, no es, de una infidelidad ordinaria de lo que me lamento. Es de la desunión de un todo que no tenía partes. Es de la despreocupación con que te has despojado del manto de divinidad con que a mis ojos te hallabas investido, y te has convertido en uno entre tantos. No sueñes siquiera con alterar esto. ¿Acaso no es el amor una divinidad, pues es inmortal? ¿Acaso no me veía yo santificada, incluso ante mí misma, porque este amor había escogido mi corazón por templo? Yo te he contemplado mientras dormías, me he emocionado hasta las lágrimas al pensar que todo lo que poseía yacía acurrucado en aquellos rasgos idealizados pero mortales que aparecían ante mí. E incluso entonces reprimía mis crecientes temores con una idea: no he de temer la muerte, pues las emociones que nos unen deben ser inmortales.

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No, no, miserable de mí. ¡Para el amor extinto no hay resurrección! Y sin embargo te amo. Y sin embargo, y por siempre, contribuiré con todo lo que tengo para lograr tu bien.

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… debemos vivir nuestras vidas, no representarlas.

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La libertad vale más que la vida…

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¿Creéis que, entre los gritos de la inocencia violada y la infancia desesperada, no oía yo, con todos mis sentidos, el llanto de mi prójimo? Antes que mahometanos, quienes así sufrían eran hombres y mujeres, y cuando se levanten, sin turbante, de la tumba, ¿en qué, excepto en sus acciones, buenas o malas, serán mejores o peores que nosotros?

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» Con todo, ¿cómo voy a pretender que me comprendas? Tú eres de este mundo, yo no.

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—Los dictados del cielo, asombrosos, inexplicables —observó—, superan en mucho la imaginación del hombre.

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¿Qué somos nosotros, los habitantes de esta esfera, insignificantes entre los muchos que pueblan el espacio ilimitado? Nuestras mentes abrazan el infinito, pero el mecanismo visible de nuestro ser está sujeto al más pequeño accidente (no hay más remedio que corroborarlo día a día). Aquel a quien un rasguño afecta, aquel que desaparece de la vida visible bajo el influjo de los agentes hostiles que operan a nuestro alrededor, ostentaba los mismos poderes que yo… Yo también existo sujeto a las mismas leyes. Y a pesar de todo ello nos llamamos a nosotros mismos señores de la creación, dominadores de los elementos, maestros de la vida y de la muerte, y alegamos, como excusa a esta arrogancia, que aunque el individuo se destruye, el hombre perdura siempre. Así, perdiendo nuestra identidad, de la que somos muy conscientes, nos vanagloriamos en la continuidad de nuestra especie y aprendemos a ver la muerte sin terror. Pero cuando la nación entera se convierte en víctima de los poderes destructores de agentes externos, entonces, ciertamente, el hombre mengua hasta la insignificancia, siente que su posesión de la vida peligra, que su herencia en la tierra desaparece.

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¡Ah! ¡Que alguna medicina purgara nuestro mal y devolviera a la tierra su salud acostumbrada!

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Miles de personas morían sin que nadie las llorara…

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El 18 de ese mes llegaron a Londres noticias de que la plaga había hecho acto de presencia en Francia y en Italia. Al principio se trataba de susurros que nadie se atrevía a pronunciar en voz alta. Cuando alguien se encontraba con un amigo en la calle, se limitaba a exclamar, sin detenerse siquiera: «Ya lo sabes, ¿verdad?», mientras que el otro, con expresión de miedo y terror, respondía: «¿Qué va a ser de nosotros?».

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Idris se fijó en mí y vino a mi encuentro con paso leve. La estreché entre mis brazos sintiendo, al hacerlo, que en ellos sostenía lo que para mí era el mundo entero, pero que a la vez resultaba tan frágil como la gota de agua que el sol del mediodía ha de beberse en la copa de un nenúfar. A mi pesar sentí los ojos arrasados en lágrimas. La alegre bienvenida de mis hijos, el dulce saludo de Clara, el apretón de manos de Adrian… Todo se aliaba para desencajarme. Los sentía cerca, los sentía a salvo, y a la vez pensaba que todo aquello era un engaño: la tierra se movía bajo mis pies, los árboles se balanceaban a pesar de tener las raíces profundamente ancladas en el suelo. Me sentía tan mareado que me tendí sobre la hierba.

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¿Cuáles son sus planes, señor Protector, para el bien del país? —Por el amor de Dios, Windsor —exclamó Ryland—. No se mofe de mí con ese título. La muerte y la enfermedad igualan a todos los hombres. Ni pretendo proteger a nadie ni dirijo un hospital… que es en lo que pronto se convertirá Inglaterra.

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No es huyendo del enemigo, sino enfrentándose a él, como podremos conquistarlo.

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Recordad que la limpieza, la sobriedad e incluso el buen humor y la benevolencia son nuestras mejores medicinas.

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¡La peste había llegado a Londres! Necios habíamos sido por no preverlo antes. Llorábamos la ruina de los inmensos continentes de Oriente, la desolación del mundo occidental, mientras imaginábamos que el estrecho canal que separaba nuestra isla del resto de la tierra nos mantendría alejados de la muerte.

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La principal misión de Adrian, después del auxilio inmediato de los enfermos, había sido camuflar los síntomas y el avance de la epidemia entre los habitantes de Londres. Sabía que el miedo y los malos presagios eran poderosos asistentes de la enfermedad; que la desesperanza y la obsesión hacían al hombre particularmente sensible al contagio. Por ello en la ciudad no se apreciaban cambios notables: las tiendas, por lo general, seguían abiertas, y hasta cierto punto la gente seguía desplazándose. Pero, a pesar de que se evitaba que la ciudad mostrara aspecto de lugar contaminado, a mis ojos, que no la habían contemplado desde el inicio del brote, Londres sí había cambiado. Ya no circulaban carruajes y en las calles la hierba había crecido considerablemente. Al aspecto desolado de las casas, con la mayoría de las contraventanas cerradas, se sumaba la expresión asustada de la gente con la que me cruzaba, muy distinta del habitual gesto apresurado de los londinenses. Mi vehículo solitario atraía las miradas en su avance hacia el palacio del Protectorado. Las calles que conducían a él mostraban un aspecto más siniestro aún, más desolado.

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Alejados de los hechos, solemos extraer conclusiones que parecen infalibles y que, sin embargo, sometidas al veredicto de la realidad, se desvanecen como sueños ficticios.

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Nos habíamos convertido en mariposas efímeras, y el lapso entre la salida y la puesta del sol era para nosotros como un año entero de tiempo ordinario.

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Solo existían un bien y un mal en la tierra: la vida y la muerte. La pompa del rango, la idea de poder, las posesiones de la riqueza se esfumaban como la neblina de la mañana. Un mendigo vivo había llegado a valer más que una asamblea nacional de lores muertos, de héroes, de patriotas, de genios muertos. Y había tanta degradación en todo ello… Pues incluso el vicio y la virtud habían perdido sus atributos. La vida, la vida, la continuidad de nuestro mecanismo animal, era el alfa y el omega de los deseos, las plegarias, la ambición postrada de la raza humana.

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¿No oís el fragor de la tempestad que se avecina? ¿No veis abrirse las nubes y descargar la destrucción pavorosa y fatal sobre la tierra desolada? ¿No asistís a la caída del rayo ni os ensordece el grito del cielo que sigue a su descenso? ¿No sentís la tierra temblar y abrirse con agónicos rugidos, mientras el aire, preñado de alaridos y lamentos, anuncia los últimos días del hombre?

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Tiéndete, ¡oh, hombre!, en la tierra cuajada de flores.

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En tiempos de desgracias debemos luchar contra nuestros destinos y esforzarnos por que estos no nos venzan.

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El apetito de la muerte crecía, pues su alimento menguaba. ¿O tal vez fuera que antes, por ser más los que sobrevivían, no se prestaba tanta atención al número de muertos? Ahora cada vida era una piedra preciosa, cada aliento humano encerraba mucho más valor que la más hermosa de las joyas talladas, y la disminución de almas que se producía día a día, hora a hora, sumía los corazones en la más profunda tristeza.

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¡Adiós! Adiós a la música y al sonido de las canciones, al maridaje de los instrumentos que, en concordia de suavidad y dureza, crea una armonía dulce y da alas al público arrobado, que cree subir al cielo y conocer los placeres ocultos de la vida eterna. Adiós a los viejos escenarios, pues una tragedia verdadera se representa en el mundo y la pena fingida inspira vergüenza. Adiós a la alta comedia y a las groserías del bufón. ¡Adiós! El hombre ya no volverá a reír.

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La dicha pinta con sus colores todos los actos y las ideas. Los felices no sienten la pobreza, pues la alegría es como una túnica dorada, y los reviste de piedras preciosas de incalculable valor. La diversión es ingrediente de sus alimentos y lleva a la embriaguez con sus bebidas. El gozo llena de rosas los camastros más duros y hace livianos los trabajos. La pena, en cambio, duplica la carga de las espaldas encorvadas, hunde espinas en los cojines más duros, sumerge hiel en el agua, añade sal al pan amargo viste a los hombres con harapos y arroja cenizas calientes sobre sus cabezas desnudas.


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—El sol está solo —dijo—, pero nosotros no. Una estrella rara, Lionel mío, regía en nuestro nacimiento. Con tristeza y horror podemos ver la aniquilación del hombre, pero nosotros nos mantenemos, el uno por el otro. ¿He buscado yo alguna vez, en todo el vasto mundo, a alguien salvo a ti? Y si en el vasto mundo tú perduras, ¿por qué he de lamentarme? Tú y la naturaleza todavía me sois sinceros. Bajo las sombras de la noche, y a través del día, cuya luz inclemente muestra nuestra soledad, tú seguirás aquí, a mi lado, y ni siquiera lamentaré alejarme de Windsor.

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Sentía que abandonaba lo que amaba, no lo que me amaba a mí.

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De qué poco sirve hablar de arrepentimiento con los muertos. Si en vida suya hubiera atendido sus dulces deseos y amoldado mi huraña naturaleza a su placer, hoy no me sentiría como me siento

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Existe un poder mágico en las semejanzas…

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Existe un poder mágico en las semejanzas. Cuando alguien a quien amamos muere, deseamos volver a encontrarlo en otro estado y albergamos a medias la esperanza de que la imaginación consiga recrearlo con el mismo aspecto de su vestimenta mortal. Pero esas son solo ideas de la mente. Sabemos que el instrumento se ha roto, que la imagen sensible se encuentra tristemente fragmentada, disuelta en la nada polvorienta; una mirada, un gesto o una forma de los miembros similares a la del muerto, contemplados en una persona viva, pulsan una nota emocionante, cuya armonía sagrada suena en los refugios más recónditos y queridos del corazón

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—¿Deberíamos bajar a verla una vez más? —le pregunté. —Yo no puedo —respondió—. Y te ruego que tampoco lo hagas tú. No conviene que nos torturemos contemplando el cuerpo sin alma, mientras su espíritu vivo se halla enterrado en nuestros corazones y su belleza sin igual está esculpida en ellos. Duerma o vele, siempre estará presente entre nosotros.

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Dedicamos todo el día a contemplar el incesante oleaje, y hacia el ocaso, el deseo de descifrar la promesa del mañana en el sol poniente nos llevó a congregarnos todos al borde del acantilado. Cuando el poderoso astro se hallaba a escasos grados del horizonte enturbiado por una tormenta, súbitamente, ¡oh, maravilla!, otros tres soles, brillantes y ardientes por igual, surgieron de varios cuadrantes del cielo hacia el gran orbe, arremolinándose en su derredor. El resplandor de la luz nos deslumbraba y el sol parecía sumarse a la danza, mientras el mar reverberaba como un horno, como un Vesubio en erupción cuya lava incandescente fluyera a sus pies. Hubo caballos que, aterrorizados, abandonaron sus establos, y vacas que, presas del pánico, corrieron hasta el borde del acantilado y, cegadas por la luz, se arrojaron al vacío y cayeron al agua entre mugidos de espanto. El tiempo que duró la aparición de aquellos meteoros fue relativamente breve. De pronto los tres falsos soles se unieron en uno solo y se hundieron en el mar. Segundos después un chapoteo ensordecedor, sostenido, espantoso, nos llegó desde el punto por el que habían desaparecido.

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En vano tratábamos de convencernos de que no existía nada anómalo en lo que presenciábamos.

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Las principales circunstancias que perturbaban nuestra tranquilidad durante aquel intervalo las causaba la proximidad del profeta impostor y sus adeptos que, aunque seguían residiendo en París, enviaban con frecuencia misioneros a visitar Versalles. El poder de sus afirmaciones era tal que, por más que estas fueran falsas, su repetición vehemente, ejercida sobre los crédulos, los ignorantes y los temerosos, lograba casi siempre atraer hacia su secta a algunos de nuestros hombres.

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Es un hecho curioso pero incontestable que el filántropo que, ardiente en su deseo de obrar bien, paciente, razonable y gentil, se niega a recurrir a más argumentos que la verdad, influye menos en las mentes de los hombres que el que, avaro y egoísta, no renuncia a adoptar ningún método, a despertar ninguna pasión ni a difundir ninguna falsedad, si ello supone el avance de su causa.

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Existen en este mundo algunas criaturas a las que el destino parece escoger para verter sobre ellas, más allá de toda proporción, frascos enteros de ira, y a las que cubre de desgracia hasta los labios.

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¡Madre del mundo! ¡Servidora del Omnipotente! ¡Necesidad eterna, invariable! Que con dedos incansables tejes siempre las cadenas indisolubles de los acontecimientos. No murmuraré nada sobre tus actos. Si mi mente humana no es capaz de reconocer que todo lo que es, es correcto, y que, como es, debe ser, me sentaré entre las ruinas y sonreiré. Pues sin duda no nacimos para gozar, sino para someternos y esperar.

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¡Paciencia, oh, lector! Seas quien seas, mores donde mores, ya seas de raza espiritual o hayas surgido de una pareja superviviente, tu naturaleza será humana y tendrás por morada la tierra. Aquí vas a leer los hechos de una raza extinta, y te preguntarás con asombro si ellos, los que sufrieron lo que tú hallas escrito, eran de la misma carne frágil y el mismo cuerpo blando que tú. Sin duda lo eran, así que llora por ellos, pues es segro que a ti, ser soliario, te inspirarán lástima. Derrama lágrimas de compasión. Pero mientras lo haces presta atención al relato y conoce las obras y los padecimientos de tus predecesores.

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Los hombres necesitan hasta tal punto aferrarse a algo que son capaces de plantar las manos sobre una lanza envenenada.

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Resulta curioso, una vez transcurrido cierto tiempo, volver la vista atrás sobre una época que, aunque breve en sí misma, parecía, mientras se desarrollaba, de duración interminable.

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En otra ocasión nos sentimos perseguidos varios días por una aparición, a la que nuestra gente bautizó como el Negro Espectro. Solo lo veíamos de noche, cuando su corcel negro azabache, sus ropas de luto y su penacho de plumas negras le conferían un aspecto temible y majestuoso.

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La muerte es un vasto portal, un ancho camino hacia la vida.

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Hay ocasiones en que dificultades menores se vuelven gigantescas, ocasiones en que, como el poeta hebreo expresa con gran viveza, «la langosta es una carga», y eso sucedía con nuestra desventurada expedición aquella tarde.

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Pero la Gran Igualadora no tardó en llegar con su afilada guadaña para segar, además de la hierba, las altas flores de los campos.

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Es imposible que no haya de contemplar nunca más a otro ser humano. ¡Nunca! ¡Nunca! Por más años que transcurran. ¿Despertaré y no hablaré con nadie? ¿Pasarán interminables las horas y mi alma aislada en el mundo será un punto solitario rodeado de vacío? ¿Un día sucederá a otro día de ese modo? ¡No! ¡No! Un Dios gobierna el mundo, la providencia no ha cambiado su cetro de oro por el aguijón de un áspid. ¡Lejos! ¡Lejos de esta tumba marina, partiré de este rincón desolado, cerrado a todo acceso por su propia desolación! Caminaré de nuevo por las calles empedradas, cruzaré los umbrales de las moradas de los hombres y esta idea me parecerá sin duda una horrible visión, un sueño demencial pero evanescente.

Mary Shelley
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Ha transcurrido un año desde que dejé de ocuparme de ello. Las estaciones se han sucedido, como es su costumbre, y han cubierto esta ciudad eterna con ropajes cambiantes de extraordinaria belleza. Ha transcurrido un año y yo ya no «imagino» cuál ha de ser mi estado, mis perspectivas. La soledad me es familiar, la pena, mi inseparable compañera. He tratado de resistir la tempestad, he tratado de enseñarme a ser fuerte, he buscado imbuirme de las lecciones de la sabiduría. Pero no lo he logrado. He encanecido casi por completo. Mi voz, desacostumbrada a emitir sonidos, suena extraña a mis oídos. Mi persona, con sus poderes y facultades humanos, me parece una excrecencia monstruosa de la naturaleza. ¿Cómo expresar con un lenguaje humano una aflicción que, hasta ahora, ningún ser humano había conocido? ¿Cómo dotar de expresión inteligible a un dolor que solo yo comprendería? Nadie ha llegado a Roma. Nadie lo hará. Sonrío amargamente al pensar en el engaño que he mantenido durante tanto tiempo, y sigo sonriendo al pensar que lo he sustituido por otro tan engañoso como aquel, tan falso, pero al que ahora me aferro con la misma esperanza.

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El último hombre

Un ser solitario es errante por naturaleza, y en eso me convertiría yo.

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El último hombre


¡Adiós, Italia! Adiós, ornamento del mundo…

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