Durante nuestra estancia en Nápoles regresamos con
frecuencia a la misma cueva, en ocasiones a solas, surcando el mar bañado por
el sol, y aprovechábamos cada visita para recoger más hojas. Desde entonces,
siempre que las circunstancias del mundo —y el estado de mi mente— me lo han
permitido, me he dedicado a descifrar estos restos sagrados. Su significado,
maravilloso y elocuente, ha merecido a menudo el esfuerzo, me ha sumido en la
tristeza, ha excitado mi imaginación, llevándola a sus más altas cimas, a través
de la inmensidad de la naturaleza y de la mente del hombre.
Mary Shelley
El último hombre
Mi padre era uno de esos hombres sobre quienes la naturaleza
derrama con gran prodigalidad los dones del ingenio y la imaginación para dejar
luego que esos vientos empujen la barca de la vida, sin poner de timonel a la
razón, ni al juicio de piloto de la travesía. La oscuridad envolvía sus
orígenes.
Mary Shelley
El último hombre
Mi padre percibía que su caída se avecinaba, pero lejos de
aprovechar esa calma final anterior a la tormenta para salvarse, se dedicaba a
ignorar un mal anticipado realizando aún mayores sacrificios a la deidad del
placer, árbitro engañoso y cruel de su destino.
Mary Shelley
El último hombre
Su ingenio, sus bon mots , el recuerdo de sus atractivos
personales, perduraron largo tiempo en las memorias y se transmitían de boca en
boca. Si se preguntaba dónde se hallaba aquel paladín de la moda, aquel
compañero de los nobles, aquel haz de luz superior que brillaba con esplendor
ultraterreno en las reuniones de los alegres cortesanos, la respuesta era que
se encontraba bajo un nubarrón, que era un hombre extraviado.
Mary Shelley
El último hombre
… los habían dejado —herencia ingrata— a merced de la avara
caridad de la tierra.
Mary Shelley
El último hombre
Mi vida transcurría entre realidades tangibles, la suya era
un sueño. De mí podría decirse incluso que amaba a mis enemigos, pues al
espolearme, ellos, en cierto modo, me proporcionaban felicidad. A Perdita, en
cambio, casi le desagradaban sus amigos, pues interferían en sus estados de
ánimo visionarios. Todos mis sentimientos, incluso los de exultación y triunfo,
se tornaban en amargura si de ellos no participaban otros. Perdita huía hacia
la soledad incluso estando alegre, y podía pasar un día y otro sin expresar sus
emociones ni buscar sentimientos afines a los suyos en otras mentes. Y no solo
eso: era capaz de adorar el aspecto y la voz de alguna amiga y demorarse en
ella con ternura, mientras su gesto expresaba la más fría de las reservas. En
ella, una sensación se convertía en sentimiento, y jamás hablaba hasta que
había mezclado sus percepciones de objetos externos con otros que eran creación
de su mente. Era como un suelo fértil que se impregnaba de los aires y los
rocíos del cielo y los devolvía a la luz transformados en frutos y flores.
Pero, como el suelo, también se mostraba con frecuencia oscura y desolada,
arada, sembrada una vez más con semillas invisibles.
Mary Shelley
El último hombre
Todas sus virtudes derivan solo de su extracción; por ser
rico lo llaman generoso; por ser poderoso, valiente; por hallarse bien servido
se lo considera afable.
Mary Shelley
El último hombre
«Ese es el verdadero poder —pensaba—. No ser fuerte de
miembros, duro de corazón, feroz y osado, sino amable, compasivo y dulce».
Mary Shelley
El último hombre
Yo había vivido en lo que generalmente se llama mundo de la
realidad, y despertaba en un nuevo país para descubrir que existía un
significado más profundo en todo lo que percibía, más allá de lo que mis ojos
me mostraban.
Mary Shelley
El último hombre
… tenía poder, pero no conocimiento
Mary Shelley
El último hombre
Los jóvenes apenas se hallan en el Elíseo, pues sus deseos,
que desbordan lo posible, los vuelven más pobres que un acreedor arruinado. Los
filósofos más sabios nos hablan de los peligros del mundo, de los engaños de
los hombres y de las traiciones de nuestro propio corazón. Pero aun así, sin
temor ninguno zarpamos del puerto a bordo de nuestra frágil barca, izamos la
vela y remamos, para resistir las turbulentas corrientes del mar de la vida.
Qué pocos son los que, en el vigor de la juventud, varan sus naves sobre las
«doradas arenas» y se dedican a recoger las conchas de colores que las
salpican. Casi todos, al morir el día, con brechas en el casco y las velas
rasgadas, se dirigen a la costa y naufragan antes de alcanzarla o hallan una
ensenada batida por las olas, alguna playa desierta sobre la que se tienden y
mueren sin que nadie les llore.
Mary Shelley
El último hombre
Eso me prometí a mí mismo mientras me dirigía a mi destino
con grandes expectativas: las expectativas de cumplir todo lo que, sobre poder
y diversión, nos prometemos a nosotros mismos, durante la infancia, alcanzar en
la madurez. Yo creía que había llegado la hora de ingresar en la vida, una vez
las ocupaciones infantiles habían quedado atrás. Incluso en los Campos Elíseos,
Virgilio describe las almas de los dichosos ávidas de beber de la ola que había
de devolverles a su círculo mortal. Los jóvenes apenas se hallan en el Elíseo,
pues sus deseos, que desbordan lo posible, los vuelven más pobres que un
acreedor arruinado. Los filósofos más sabios nos hablan de los peligros del
mundo, de los engaños de los hombres y de las traiciones de nuestro propio
corazón. Pero aun así, sin temor ninguno zarpamos del puerto a bordo de nuestra
frágil barca, izamos la vela y remamos, para resistir las turbulentas
corrientes del mar de la vida. Qué pocos son los que, en el vigor de la
juventud, varan sus naves sobre las «doradas arenas» y se dedican a recoger las
conchas de colores que las salpican. Casi todos, al morir el día, con brechas en
el casco y las velas rasgadas, se dirigen a la costa y naufragan antes de
alcanzarla o hallan una ensenada batida por las olas, alguna playa desierta
sobre la que se tienden y mueren sin que nadie les llore. ¡Tregua a la
filosofía! La vida se extiende ante mí, y yo me apresto a tomar posesión de
ella. La esperanza, la gloria, el amor y una ambición sin culpa son mis guías,
y mi alma no conoce temor alguno. Lo que ha sido, por más dulce que sea, ya no
es; el presente solo es bueno porque está a punto de cambiar, y lo que está por
venir me pertenece por completo. ¿Temo acaso el latido de mi corazón? Altas
aspiraciones hacen correr mi sangre; mis ojos parecen penetrar en la brumosa
medianoche del tiempo y distinguir en las profundidades de su oscuridad el goce
de todos los deseos de mi alma.
Mary Shelley
El último hombre
Como dijo Goethe, en nuestra juventud no podemos ser felices
a menos que amemos. Y yo no amaba. Pero me devoraba un deseo incesante de ser
algo para los demás.
Mary Shelley
El último hombre
Adrian, por su parte, sentía que pertenecía a un gran todo.
No solo se sentía afín a la humanidad, sino a toda la naturaleza. Las montañas
y el cielo eran sus amigos; los vientos y los vástagos de la tierra, sus
compañeros de juegos; siendo apenas el foco de ese poderoso espejo, sentía que
su vida se fundía con el universo de la existencia. Su alma era comprensión y
se dedicaba a venerar la belleza y la excelencia.
Mary Shelley
El último hombre
¡Felices los soñadores! —prosiguió—. ¡Que nadie los
despierte!
Mary Shelley
El último hombre
Hay momentos en los que nos asalta la sensación indefinible
de que un cambio inminente, para mejor o para peor, va a surgir de un hecho. Y,
para mejor o para peor, tememos ese cambio y evitamos el hecho.
Mary Shelley
El último hombre
La gran franqueza de sus palabras le confería autoridad:
todos sabían que decía la verdad, una verdad conocida, aunque no reconocida.
Mary Shelley
El último hombre
… los ojos llenos de significados incomprensibles…
Mary Shelley
El último hombre
Yo temía la locura, no la enfermedad.
Mary Shelley
El último hombre
Libramos muchas batallas soterradas en las que no mediaban
palabras y apenas nos mirábamos, pero en las que los dos pretendíamos someter
al otro.
Mary Shelley
El último hombre
—¡Oh, tierra feliz! ¡Oh, habitantes felices de la tierra!
¡Un gran palacio ha construido Dios para vosotros! ¡Oh, hombre! ¡Digno eres de
tu morada! Contempla el verdor de la alfombra que se extiende a tus pies y el
palio azul sobre tu cabeza. Los campos de la tierra que crean y nutren las
cosas, el sendero de cielo que lo contiene y lo engarza todo. Y ahora, en esta
hora del crepúsculo, en este momento propicio para el reposo y la reflexión,
parece que todos los corazones respiran un himno de amor y agradecimiento, y
nosotros, como sacerdotes antiguos en lo alto de las colinas, damos voz a su
sentimiento. »Sin duda el poder más bondadoso erigió la majestuosa construcción
que habitamos y redactó las leyes por las que se rige. Si la mera existencia, y
no la felicidad, hubiera sido el fin último de nuestro ser, ¿qué necesidad
habría habido de crear los profusos lujos de que gozamos? ¿Por qué nuestra
morada habría de ser tan encantadora, y por qué los instintos naturales habrían
de depararnos sensaciones placenteras? El mero sostén de nuestra maquinaria animal
se nos hace agradable. Y nuestro sustento, las frutas de los campos, se pintan
de tonalidades trascendentes, se impregnan de olores gratos y resultan
deliciosas a nuestro gusto. ¿Por qué habría de ser así si él no fuera bueno?
Necesitamos casas para guarecernos de los elementos, y ahí están los materiales
que se nos proporcionan; la gran cantidad de árboles con el adorno de sus
hojas. Y las rocas que se apilan sobre las llanuras confieren variedad a la
tarea con su agradable irregularidad. »Nosotros no somos meramente objetos,
receptáculos del Espíritu del Bien. Fijémonos en la mente del hombre, donde la
sabiduría reina en su trono; donde la imaginación, pintora, toma asiento, con
su pincel impregnado de unos colores más hermosos que los del atardecer,
adornando la vida que le es conocida con tonos brillantes. ¡Qué noble es la
imaginación, digna de quien nos la entrega! Extrae de la realidad los tonos más
oscuros. Envuelve todo pensamiento y sensación en un velo radiante, y con una
mano de belleza nos conduce desde los mares estériles de la vida hasta sus
jardines, sus pérgolas y sus prados de dicha. ¿Y no es acaso el amor un regalo
divino? El amor y su hija, la Esperanza, que puede infundir riqueza a la
pobreza, fuerza a la debilidad y felicidad al sufrimiento.
Mary Shelley
El último hombre
La mera existencia es un placer y yo le doy gracias a Dios
por estar vivo.
Mary Shelley
El último hombre
» Oh, que la muerte y el odio sean desterrados de nuestro
hogar en la tierra. Que el odio, la tiranía y el miedo no hallen refugio en el
corazón humano. Que todos los hombres encuentren un hermano en su prójimo y un
nido de reposo en las vastas llanuras de su herencia. Que se seque la fuente de
las lágrimas y que los labios no vuelvan a formar expresiones de dolor. Así
dormidos bajo el ojo benevolente de los cielos, ¿puede el mal visitarte, oh,
tierra? ¿O el dolor mecer en sus tumbas a tus desdichados hijos? Susurremos que
no, y que los demonios lo oigan y se regocijen. La decisión es nuestra. Si lo
deseamos, nuestra morada se convertirá en paraíso. Pues la voluntad del hombre es
omnipotente, esquiva las flechas de la muerte, alivia el lecho de la
enfermedad, seca las lágrimas de la agonía. ¿Y qué vale cada ser humano, si no
aporta sus fuerzas para ayudar a su prójimo? Mi alma es una chispa menguante,
mi naturaleza frágil como una ola tras romper. Pero dedico todo mi intelecto y
la fuerza que me queda a una única misión y asumo la tarea, mientras pueda, de
llenar de bendiciones a mis congéneres.
Mary Shelley
El último hombre
Atiende, ¡oh, lector!, mientras te relato este cuento de
maravillas.
Mary Shelley
El último hombre
—Cómo titila la luz —dijo—, que es la vida de la estrella.
Su brillo vacilante parece decirnos que su estado, como el de los que habitamos
la tierra, es inconstante y frágil. Se diría que ella también teme y ama.
Mary Shelley
El último hombre
… el amor es para mí como la luz de esa estrella: pues
mientras siga brillando, no eclipsada por la aniquilación, yo seguiré amándote.
Mary Shelley
El último hombre
Necio es el que sueña con un momento postergado.
Mary Shelley
El último hombre
Tú me has amado. Yo te he adorado. Pero todos los
sentimientos humanos llegan a su fin. Dejemos que expire nuestro afecto, pero
no consintamos en convertirlo en desconfianza y recriminación. Hasta ahora
hemos sido amigos, amantes; no nos convirtamos en enemigos, en espías mutuos.
No puedo vivir siendo objeto de sospecha, y tú no puedes creerme. ¡Separémonos
entonces! —¡Exacto! —exclamó Perdita—. ¡Sabía que acabaría así! ¿Acaso ya no
estamos separados? ¿Acaso entre nosotros no se abre un río tan ancho como el
mar, tan hondo como una sima?
Mary Shelley
El último hombre
Seguiremos como siempre, un solo corazón, una sola
esperanza, una sola vida.
Mary Shelley
El último hombre
… se sentía lanceado, torturado, en extremo impaciente por
la irrupción de la peor de las desgracias: el remordimiento.
Mary Shelley
El último hombre
Ni siquiera estando sola me atrevo a pensar en lo extraviada
que me hallo, por miedo a enloquecer y delatarme.
Mary Shelley
El último hombre
¡Ah, Raymond! ¿No éramos felices? ¿Brillaba el sol sobre alguien
que gozara de su luz con dicha más pura y más intensa? No fue, no es, de una
infidelidad ordinaria de lo que me lamento. Es de la desunión de un todo que no
tenía partes. Es de la despreocupación con que te has despojado del manto de
divinidad con que a mis ojos te hallabas investido, y te has convertido en uno
entre tantos. No sueñes siquiera con alterar esto. ¿Acaso no es el amor una
divinidad, pues es inmortal? ¿Acaso no me veía yo santificada, incluso ante mí
misma, porque este amor había escogido mi corazón por templo? Yo te he
contemplado mientras dormías, me he emocionado hasta las lágrimas al pensar que
todo lo que poseía yacía acurrucado en aquellos rasgos idealizados pero
mortales que aparecían ante mí. E incluso entonces reprimía mis crecientes
temores con una idea: no he de temer la muerte, pues las emociones que nos unen
deben ser inmortales.
Mary Shelley
El último hombre
No, no, miserable de mí. ¡Para el amor extinto no hay
resurrección! Y sin embargo te amo. Y sin embargo, y por siempre, contribuiré
con todo lo que tengo para lograr tu bien.
Mary Shelley
El último hombre
… debemos vivir nuestras vidas, no representarlas.
Mary Shelley
El último hombre
La libertad vale más que la vida…
Mary Shelley
El último hombre
¿Creéis que, entre los gritos de la inocencia violada y la
infancia desesperada, no oía yo, con todos mis sentidos, el llanto de mi
prójimo? Antes que mahometanos, quienes así sufrían eran hombres y mujeres, y
cuando se levanten, sin turbante, de la tumba, ¿en qué, excepto en sus
acciones, buenas o malas, serán mejores o peores que nosotros?
Mary Shelley
El último hombre
» Con todo, ¿cómo voy a pretender que me comprendas? Tú eres
de este mundo, yo no.
Mary Shelley
El último hombre
—Los dictados del cielo, asombrosos, inexplicables
—observó—, superan en mucho la imaginación del hombre.
Mary Shelley
El último hombre
¿Qué somos nosotros, los habitantes de esta esfera,
insignificantes entre los muchos que pueblan el espacio ilimitado? Nuestras
mentes abrazan el infinito, pero el mecanismo visible de nuestro ser está
sujeto al más pequeño accidente (no hay más remedio que corroborarlo día a
día). Aquel a quien un rasguño afecta, aquel que desaparece de la vida visible
bajo el influjo de los agentes hostiles que operan a nuestro alrededor,
ostentaba los mismos poderes que yo… Yo también existo sujeto a las mismas
leyes. Y a pesar de todo ello nos llamamos a nosotros mismos señores de la
creación, dominadores de los elementos, maestros de la vida y de la muerte, y
alegamos, como excusa a esta arrogancia, que aunque el individuo se destruye,
el hombre perdura siempre. Así, perdiendo nuestra identidad, de la que somos
muy conscientes, nos vanagloriamos en la continuidad de nuestra especie y
aprendemos a ver la muerte sin terror. Pero cuando la nación entera se
convierte en víctima de los poderes destructores de agentes externos, entonces,
ciertamente, el hombre mengua hasta la insignificancia, siente que su posesión
de la vida peligra, que su herencia en la tierra desaparece.
Mary Shelley
El último hombre
¡Ah! ¡Que alguna medicina purgara nuestro mal y devolviera a
la tierra su salud acostumbrada!
Mary Shelley
El último hombre
Miles de personas morían sin que nadie las llorara…
Mary Shelley
El último hombre
El 18 de ese mes llegaron a Londres noticias de que la plaga
había hecho acto de presencia en Francia y en Italia. Al principio se trataba
de susurros que nadie se atrevía a pronunciar en voz alta. Cuando alguien se encontraba
con un amigo en la calle, se limitaba a exclamar, sin detenerse siquiera: «Ya
lo sabes, ¿verdad?», mientras que el otro, con expresión de miedo y terror,
respondía: «¿Qué va a ser de nosotros?».
Mary Shelley
El último hombre
Idris se fijó en mí y vino a mi encuentro con paso leve. La
estreché entre mis brazos sintiendo, al hacerlo, que en ellos sostenía lo que
para mí era el mundo entero, pero que a la vez resultaba tan frágil como la
gota de agua que el sol del mediodía ha de beberse en la copa de un nenúfar. A
mi pesar sentí los ojos arrasados en lágrimas. La alegre bienvenida de mis
hijos, el dulce saludo de Clara, el apretón de manos de Adrian… Todo se aliaba
para desencajarme. Los sentía cerca, los sentía a salvo, y a la vez pensaba que
todo aquello era un engaño: la tierra se movía bajo mis pies, los árboles se
balanceaban a pesar de tener las raíces profundamente ancladas en el suelo. Me
sentía tan mareado que me tendí sobre la hierba.
Mary Shelley
El último hombre
¿Cuáles son sus planes, señor Protector, para el bien del
país? —Por el amor de Dios, Windsor —exclamó Ryland—. No se mofe de mí con ese
título. La muerte y la enfermedad igualan a todos los hombres. Ni pretendo
proteger a nadie ni dirijo un hospital… que es en lo que pronto se convertirá
Inglaterra.
Mary Shelley
El último hombre
No es huyendo del enemigo, sino enfrentándose a él, como
podremos conquistarlo.
Mary Shelley
El último hombre
Recordad que la limpieza, la sobriedad e incluso el buen
humor y la benevolencia son nuestras mejores medicinas.
Mary Shelley
El último hombre
¡La peste había llegado a Londres! Necios habíamos sido por
no preverlo antes. Llorábamos la ruina de los inmensos continentes de Oriente,
la desolación del mundo occidental, mientras imaginábamos que el estrecho canal
que separaba nuestra isla del resto de la tierra nos mantendría alejados de la
muerte.
Mary Shelley
El último hombre
La principal misión de Adrian, después del auxilio inmediato
de los enfermos, había sido camuflar los síntomas y el avance de la epidemia
entre los habitantes de Londres. Sabía que el miedo y los malos presagios eran
poderosos asistentes de la enfermedad; que la desesperanza y la obsesión hacían
al hombre particularmente sensible al contagio. Por ello en la ciudad no se
apreciaban cambios notables: las tiendas, por lo general, seguían abiertas, y
hasta cierto punto la gente seguía desplazándose. Pero, a pesar de que se
evitaba que la ciudad mostrara aspecto de lugar contaminado, a mis ojos, que no
la habían contemplado desde el inicio del brote, Londres sí había cambiado. Ya
no circulaban carruajes y en las calles la hierba había crecido
considerablemente. Al aspecto desolado de las casas, con la mayoría de las contraventanas
cerradas, se sumaba la expresión asustada de la gente con la que me cruzaba,
muy distinta del habitual gesto apresurado de los londinenses. Mi vehículo
solitario atraía las miradas en su avance hacia el palacio del Protectorado.
Las calles que conducían a él mostraban un aspecto más siniestro aún, más
desolado.
Mary Shelley
El último hombre
Alejados de los hechos, solemos extraer conclusiones que
parecen infalibles y que, sin embargo, sometidas al veredicto de la realidad,
se desvanecen como sueños ficticios.
Mary Shelley
El último hombre
Nos habíamos convertido en mariposas efímeras, y el lapso
entre la salida y la puesta del sol era para nosotros como un año entero de
tiempo ordinario.
Mary Shelley
El último hombre
Solo existían un bien y un mal en la tierra: la vida y la
muerte. La pompa del rango, la idea de poder, las posesiones de la riqueza se
esfumaban como la neblina de la mañana. Un mendigo vivo había llegado a valer
más que una asamblea nacional de lores muertos, de héroes, de patriotas, de
genios muertos. Y había tanta degradación en todo ello… Pues incluso el vicio y
la virtud habían perdido sus atributos. La vida, la vida, la continuidad de
nuestro mecanismo animal, era el alfa y el omega de los deseos, las plegarias,
la ambición postrada de la raza humana.
Mary Shelley
El último hombre
¿No oís el fragor de la tempestad que se avecina? ¿No veis
abrirse las nubes y descargar la destrucción pavorosa y fatal sobre la tierra
desolada? ¿No asistís a la caída del rayo ni os ensordece el grito del cielo
que sigue a su descenso? ¿No sentís la tierra temblar y abrirse con agónicos
rugidos, mientras el aire, preñado de alaridos y lamentos, anuncia los últimos
días del hombre?
Mary Shelley
El último hombre
Tiéndete, ¡oh, hombre!, en la tierra cuajada de flores.
Mary Shelley
El último hombre
En tiempos de desgracias debemos luchar contra nuestros
destinos y esforzarnos por que estos no nos venzan.
Mary Shelley
El último hombre
El apetito de la muerte crecía, pues su alimento menguaba.
¿O tal vez fuera que antes, por ser más los que sobrevivían, no se prestaba
tanta atención al número de muertos? Ahora cada vida era una piedra preciosa,
cada aliento humano encerraba mucho más valor que la más hermosa de las joyas talladas,
y la disminución de almas que se producía día a día, hora a hora, sumía los
corazones en la más profunda tristeza.
Mary Shelley
El último hombre
¡Adiós! Adiós a la música y al sonido de las canciones, al
maridaje de los instrumentos que, en concordia de suavidad y dureza, crea una
armonía dulce y da alas al público arrobado, que cree subir al cielo y conocer
los placeres ocultos de la vida eterna. Adiós a los viejos escenarios, pues una
tragedia verdadera se representa en el mundo y la pena fingida inspira
vergüenza. Adiós a la alta comedia y a las groserías del bufón. ¡Adiós! El
hombre ya no volverá a reír.
Mary Shelley
El último hombre
La dicha pinta con sus colores todos los actos y las ideas.
Los felices no sienten la pobreza, pues la alegría es como una túnica dorada, y
los reviste de piedras preciosas de incalculable valor. La diversión es
ingrediente de sus alimentos y lleva a la embriaguez con sus bebidas. El gozo
llena de rosas los camastros más duros y hace livianos los trabajos. La pena,
en cambio, duplica la carga de las espaldas encorvadas, hunde espinas en los
cojines más duros, sumerge hiel en el agua, añade sal al pan amargo viste a los
hombres con harapos y arroja cenizas calientes sobre sus cabezas desnudas.
Mary Shelley
El último hombre
—El sol está solo —dijo—, pero nosotros no. Una estrella
rara, Lionel mío, regía en nuestro nacimiento. Con tristeza y horror podemos
ver la aniquilación del hombre, pero nosotros nos mantenemos, el uno por el
otro. ¿He buscado yo alguna vez, en todo el vasto mundo, a alguien salvo a ti?
Y si en el vasto mundo tú perduras, ¿por qué he de lamentarme? Tú y la
naturaleza todavía me sois sinceros. Bajo las sombras de la noche, y a través
del día, cuya luz inclemente muestra nuestra soledad, tú seguirás aquí, a mi
lado, y ni siquiera lamentaré alejarme de Windsor.
Mary Shelley
El último hombre
Sentía que abandonaba lo que amaba, no lo que me amaba a mí.
Mary Shelley
El último hombre
De qué poco sirve hablar de arrepentimiento con los muertos.
Si en vida suya hubiera atendido sus dulces deseos y amoldado mi huraña
naturaleza a su placer, hoy no me sentiría como me siento
Mary Shelley
El último hombre
Existe un poder mágico en las semejanzas…
Mary Shelley
El último hombre
Existe un poder mágico en las semejanzas. Cuando alguien a
quien amamos muere, deseamos volver a encontrarlo en otro estado y albergamos a
medias la esperanza de que la imaginación consiga recrearlo con el mismo
aspecto de su vestimenta mortal. Pero esas son solo ideas de la mente. Sabemos
que el instrumento se ha roto, que la imagen sensible se encuentra tristemente
fragmentada, disuelta en la nada polvorienta; una mirada, un gesto o una forma
de los miembros similares a la del muerto, contemplados en una persona viva,
pulsan una nota emocionante, cuya armonía sagrada suena en los refugios más
recónditos y queridos del corazón
Mary Shelley
El último hombre
—¿Deberíamos bajar a verla una vez más? —le pregunté. —Yo no
puedo —respondió—. Y te ruego que tampoco lo hagas tú. No conviene que nos
torturemos contemplando el cuerpo sin alma, mientras su espíritu vivo se halla
enterrado en nuestros corazones y su belleza sin igual está esculpida en ellos.
Duerma o vele, siempre estará presente entre nosotros.
Mary Shelley
El último hombre
Dedicamos todo el día a contemplar el incesante oleaje, y
hacia el ocaso, el deseo de descifrar la promesa del mañana en el sol poniente
nos llevó a congregarnos todos al borde del acantilado. Cuando el poderoso
astro se hallaba a escasos grados del horizonte enturbiado por una tormenta,
súbitamente, ¡oh, maravilla!, otros tres soles, brillantes y ardientes por
igual, surgieron de varios cuadrantes del cielo hacia el gran orbe,
arremolinándose en su derredor. El resplandor de la luz nos deslumbraba y el
sol parecía sumarse a la danza, mientras el mar reverberaba como un horno, como
un Vesubio en erupción cuya lava incandescente fluyera a sus pies. Hubo
caballos que, aterrorizados, abandonaron sus establos, y vacas que, presas del
pánico, corrieron hasta el borde del acantilado y, cegadas por la luz, se
arrojaron al vacío y cayeron al agua entre mugidos de espanto. El tiempo que
duró la aparición de aquellos meteoros fue relativamente breve. De pronto los
tres falsos soles se unieron en uno solo y se hundieron en el mar. Segundos
después un chapoteo ensordecedor, sostenido, espantoso, nos llegó desde el
punto por el que habían desaparecido.
Mary Shelley
El último hombre
En vano tratábamos de convencernos de que no existía nada
anómalo en lo que presenciábamos.
Mary Shelley
El último hombre
Las principales circunstancias que perturbaban nuestra
tranquilidad durante aquel intervalo las causaba la proximidad del profeta
impostor y sus adeptos que, aunque seguían residiendo en París, enviaban con
frecuencia misioneros a visitar Versalles. El poder de sus afirmaciones era tal
que, por más que estas fueran falsas, su repetición vehemente, ejercida sobre
los crédulos, los ignorantes y los temerosos, lograba casi siempre atraer hacia
su secta a algunos de nuestros hombres.
Mary Shelley
El último hombre
Es un hecho curioso pero incontestable que el filántropo
que, ardiente en su deseo de obrar bien, paciente, razonable y gentil, se niega
a recurrir a más argumentos que la verdad, influye menos en las mentes de los
hombres que el que, avaro y egoísta, no renuncia a adoptar ningún método, a
despertar ninguna pasión ni a difundir ninguna falsedad, si ello supone el
avance de su causa.
Mary Shelley
El último hombre
Existen en este mundo algunas criaturas a las que el destino
parece escoger para verter sobre ellas, más allá de toda proporción, frascos
enteros de ira, y a las que cubre de desgracia hasta los labios.
Mary Shelley
El último hombre
¡Madre del mundo! ¡Servidora del Omnipotente! ¡Necesidad
eterna, invariable! Que con dedos incansables tejes siempre las cadenas
indisolubles de los acontecimientos. No murmuraré nada sobre tus actos. Si mi
mente humana no es capaz de reconocer que todo lo que es, es correcto, y que,
como es, debe ser, me sentaré entre las ruinas y sonreiré. Pues sin duda no
nacimos para gozar, sino para someternos y esperar.
Mary Shelley
El último hombre
¡Paciencia, oh, lector! Seas quien seas, mores donde mores,
ya seas de raza espiritual o hayas surgido de una pareja superviviente, tu
naturaleza será humana y tendrás por morada la tierra. Aquí vas a leer los
hechos de una raza extinta, y te preguntarás con asombro si ellos, los que
sufrieron lo que tú hallas escrito, eran de la misma carne frágil y el mismo
cuerpo blando que tú. Sin duda lo eran, así que llora por ellos, pues es segro
que a ti, ser soliario, te inspirarán lástima. Derrama lágrimas de compasión.
Pero mientras lo haces presta atención al relato y conoce las obras y los
padecimientos de tus predecesores.
Mary Shelley
El último hombre
Los hombres necesitan hasta tal punto aferrarse a algo que
son capaces de plantar las manos sobre una lanza envenenada.
Mary Shelley
El último hombre
Resulta curioso, una vez transcurrido cierto tiempo, volver
la vista atrás sobre una época que, aunque breve en sí misma, parecía, mientras
se desarrollaba, de duración interminable.
Mary Shelley
El último hombre
En otra ocasión nos sentimos perseguidos varios días por una
aparición, a la que nuestra gente bautizó como el Negro Espectro. Solo lo
veíamos de noche, cuando su corcel negro azabache, sus ropas de luto y su
penacho de plumas negras le conferían un aspecto temible y majestuoso.
Mary Shelley
El último hombre
La muerte es un vasto portal, un ancho camino hacia la vida.
Mary Shelley
El último hombre
Hay ocasiones en que dificultades menores se vuelven
gigantescas, ocasiones en que, como el poeta hebreo expresa con gran viveza,
«la langosta es una carga», y eso sucedía con nuestra desventurada expedición
aquella tarde.
Mary Shelley
El último hombre
Pero la Gran Igualadora no tardó en llegar con su afilada
guadaña para segar, además de la hierba, las altas flores de los campos.
Mary Shelley
El último hombre
Es imposible que no haya de contemplar nunca más a otro ser
humano. ¡Nunca! ¡Nunca! Por más años que transcurran. ¿Despertaré y no hablaré
con nadie? ¿Pasarán interminables las horas y mi alma aislada en el mundo será
un punto solitario rodeado de vacío? ¿Un día sucederá a otro día de ese modo?
¡No! ¡No! Un Dios gobierna el mundo, la providencia no ha cambiado su cetro de
oro por el aguijón de un áspid. ¡Lejos! ¡Lejos de esta tumba marina, partiré de
este rincón desolado, cerrado a todo acceso por su propia desolación! Caminaré
de nuevo por las calles empedradas, cruzaré los umbrales de las moradas de los
hombres y esta idea me parecerá sin duda una horrible visión, un sueño
demencial pero evanescente.
Mary Shelley
El último hombre
Ha transcurrido un año desde que dejé de ocuparme de ello.
Las estaciones se han sucedido, como es su costumbre, y han cubierto esta
ciudad eterna con ropajes cambiantes de extraordinaria belleza. Ha transcurrido
un año y yo ya no «imagino» cuál ha de ser mi estado, mis perspectivas. La
soledad me es familiar, la pena, mi inseparable compañera. He tratado de
resistir la tempestad, he tratado de enseñarme a ser fuerte, he buscado
imbuirme de las lecciones de la sabiduría. Pero no lo he logrado. He encanecido
casi por completo. Mi voz, desacostumbrada a emitir sonidos, suena extraña a
mis oídos. Mi persona, con sus poderes y facultades humanos, me parece una
excrecencia monstruosa de la naturaleza. ¿Cómo expresar con un lenguaje humano
una aflicción que, hasta ahora, ningún ser humano había conocido? ¿Cómo dotar
de expresión inteligible a un dolor que solo yo comprendería? Nadie ha llegado
a Roma. Nadie lo hará. Sonrío amargamente al pensar en el engaño que he
mantenido durante tanto tiempo, y sigo sonriendo al pensar que lo he sustituido
por otro tan engañoso como aquel, tan falso, pero al que ahora me aferro con la
misma esperanza.
Mary Shelley
El último hombre
Un ser solitario es errante por naturaleza, y en eso me
convertiría yo.
Mary Shelley
El último hombre
¡Adiós, Italia! Adiós, ornamento del mundo…
Mary Shelley
El último hombre
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